“Pajas”

“Pajas”


17. Hombre bueno, hombre malo

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17. Hombre bueno, hombre malo

Lógicamente, el sobrenombre «Pajas» no me gustaba. Aunque, pensándolo bien, expresaba a la perfección lo que era. No quedaba más remedio que aguantar la broma. Tampoco pensaba que después de aquel día fuese a regresar al barrio. Me lo tomé como un nick para el alternativo, corrupto y oscuro mundo de Los Girasoles, al igual que era Richard_dreyfuss en la red de redes. Lo poco que quedaba del verdadero Ricardo estaba diluido. Por un momento sentí que era una caricatura mal dibujada de mí mismo.

Sable seguía mirándome, feliz con su ocurrencia, cuando se abrió la puerta del bar con gran estruendo. Aparecieron dos tipos vestidos con mono azul, manchados de grasa hasta las cejas. Parecían el gordo y el flaco.

—Ahí están —dijo Sable—. ¡Cazuela, aquí!

Los dos hombres se acercaron a la mesa y pude observarlos mejor. Ambos vestían el atuendo de trabajo, pero el obeso llevaba la cremallera hasta arriba, lo que hacía parecer que iba a estallar bajo la presión de la tela. En su cabeza destacaba un espeso bigote pero casi no había rastro de más pelo. Tenía dos pequeños ojos marrones, como de ratón. Un colgante dorado, con la imagen de una virgen, relucía en su pecho. Podía rondar los cuarenta años.

El otro era mucho más joven, quizás acabase de cumplir la mayoría de edad. Su mono estaba desabrochado por la cintura. Se cubría el torso con una camiseta blanca, ahora más bien negruzca de suciedad. Viéndole los grandes brazos, fibrosos y surcados de venas bien visibles, no era difícil imaginar que bajo la misma habría una hilera triple de abdominales como la que se afanan en conseguir millones de personas a diario. Era un muchacho bien parecido, de ojos azulados muy saltones y pelo negro tizón. Desde el primer momento encontré su rostro muy familiar.

—Cazuela, Furby… este es Pajas —introdujo Sable, invitándoles a compartir asiento en la mesa. Era verdad que el condenado no pensaba utilizar más mi nombre.

Di la mano brevemente a cada uno de ellos. No sé dónde, pero escuché que no había que fiarse de alguien que no mira a los ojos mientras estrecha tu mano. Ninguno de los dos me miró. Parecían cansados.

—Ahora cuéntales en detalle lo de esos dos hijos de puta. En cuanto termines búscame en el parque —dijo Sable levantándose. Debió ver mi cara de preocupación; sabía que no estaba preparado para ir dando trotes por el barrio—. Está ahí mismo, justo enfrente del bar. Estaré echando una pachanga con los chavales.

—Vosotros dos —se giró hacia los hombres—, mañana os veo. Bueno, Cazuela, a ti te llamo luego. Tengo que comentarte una cosa. En cuanto a éste, cuidádmelo bien, que está algo blandito —sonrió y se perdió de vista.

Me dejó allí, sentado frente a dos completos y mugrientos desconocidos con aquellos apodos que en un principio me parecieron tan cómicos. Sin decirles nada, el camarero se acercó a la mesa con dos jarras de cerveza. Conmigo no tuvo ni la cortesía de preguntar si deseaba tomar algo más.

El gordo, Cazuela, sacó un mondadientes y empezó a juguetear con él y a moverlo de un lado a otro de la boca. Sudaba copiosamente, y desprendía un fuerte olor corporal. Si esas dos personas eran la solución a mis problemas el mundo era un lugar jodidamente curioso.

La situación era algo incómoda. El gordo no dejaba de mirarme, y su boca hacía ruido al salivar. Respiraba fuerte. Me recordaba vagamente a un viejo y somnoliento bulldog. El otro daba grandes sorbos a la cerveza mientras sostenía la jarra con ambas manos, como intentando transferirse el frescor del recipiente.

No sabía si lo correcto era que yo comenzase a hablar. Los dos hombres se miraron uno al otro por unos instantes. El silencio entre los tres me llegó a parecer tan espeso y tenso que no tuve más remedio que acabar con él:

—Bueno, supongo que queréis que os cuente lo que ya le he contado a Sable.

No hubo ningún asentimiento ni afirmación por parte de ellos, pero noté que me miraban con un ápice más de interés.

—Hay dos personas —continué— que pretenden chantajearme con algo que saben sobre mí y que no quiero que salga a la luz.

Volvió a hacerse el silencio. Era como si no hubiera dicho nada. El mondadientes seguía balanceándose en la boca de Cazuela, de un lado a otro como si tuviera vida propia. Por un momento se detuvo y se hizo a un lado:

—¿Y puede saberse qué es eso tan importante que saben?

—Creo que eso es lo de menos —respondí—. El hecho es que lo saben y quieren joderme con ello.

—Deja que yo decida si es o no lo de menos —dijo Cazuela. El otro permanecía callado pero atento a la conversación—. Por saber pueden saber lo que quieran, o inventárselo. Ayudaría si contaras algo más, muchacho.

Estaba claro que Cazuela era veterano en estas lides. Tan pronto como abrí la boca detectó que algo fallaba. No era el verbo «saber», era el verbo «tener»; no era «algo», era un vídeo manteniendo relaciones con la novia de Sable. Era tan absurdo y arriesgado que estuviese allí que por momentos sentí ganas de correr hacia el coche. Sortearía las preguntas como buenamente pudiese, y adiós muy buenas.

—Está bien, seré más concreto, pero supongo que tampoco harán falta detalles. Precisamente estoy aquí porque no quiero que nadie los conozca. Esas dos personas… además de saber algo sobre mí tienen pruebas para demostrarlo y chantajearme con ello. Saben que para mí es un tema importante y se están aprovechando de la situación.

Cazuela y Furby volvieron a mirarse. Se conocían bien y no hacían falta las palabras. Por un momento pensé que, si las cosas viniesen muy mal dadas, el chantaje de Paco y Álex podía considerarse un juego de niños comparado con el que podrían llevar a cabo estos dos elementos.

—Ya que tú no estás siendo demasiado claro —dijo Cazuela—, voy a serlo yo. Creo que no entiendes como funcionan estas cosas. Los detalles se necesitan para saber de qué clase de tipos estamos hablando, y en función de ello fijar las condiciones. Vamos a hacer esto como un favor a Sable, pero aun así necesitamos saber más.

Dentro de la oscuridad de la conversación, con sus medias palabras y sus lecturas entre líneas, lo que el hombre estaba diciendo era lógico: no era lo mismo proceder ante dos matones que ante dos pardillos de barrio, fuese cual fuese el «procedimiento».

—Uno de esos hombres —dije—, no creo que entrañe demasiado peligro. Lo conozco más o menos bien… bueno, al menos eso creía.

—¿Qué pasa con el otro? —inquirió Cazuela. Parecía tener prisa por recabar la información.

—El otro es diferente. Es primo del primero. No está en mi trabajo, aunque se ha pasado por allí. Apenas le conozco, pero físicamente impresiona. Parece peligroso.

Cazuela giró la cabeza hacia Furby y ambos esbozaron una media sonrisa. Los peligrosos eran ellos, me daban a entender. Parecían jueces silenciosos, que con miradas dictaminaran muchas cosas que a mí se me escapaban. Incluso parecían divertirse con mi manera inexperimentada de describir la situación.

—Oigan, les aseguro que yo soy el perjudicado en esta historia. No les he hecho nada malo. De hecho —confesé—, me consideraba amigo de uno de ellos. Ya ven las vueltas que da la vida.

Cazuela se deshizo del mondadientes y adoptó un tono aún más serio:

—Oye chico, aquí da igual quién sea culpable y quién no. Para aclararlo hay otras vías. Y aun así, solo Dios sabe quien lleva la razón, si es que alguien la lleva. Nosotros hacemos lo que tenemos que hacer, y luego cobramos.

—¿Y qué es eso que van a hacer?

—Eso depende del que paga. De cuánto está dispuesto a soltar. Evidentemente, hay límites… cosas que ni por todo el dinero del mundo conviene hacer, ya me entiendes.

Furby asintió con la cabeza.

—¿De qué estamos hablando exactamente? —pregunté—. ¿Violencia, intimidación…?

Una sonrisa cínica apareció en la boca de Cazuela. Sus dientes eran muy amarillos.

—Tenía razón Sable con eso de que estás blandito. Explícale, Furby, haz el favor.

El chaval tosió para aclarar la voz y soltó la jarra, ya vacía, en la mesa.

—Dependiendo de lo que se paga se hace más o se hace menos. Se pueden dar «sustos»: pequeños, grandes o más grandes. Se pueden hacer visitas. Puede haber charlas amistosas. O puede haber más que palabras si lo anterior no es suficiente.

—Eso es —dijo Cazuela—. Como yo siempre digo, esto se trata de dar advertencias. La gente ve muchas películas y se cree que todo es muy fácil, o peor aún, que tienen derecho a lo que sea cuando pagan. Y a veces no se puede hacer nada. Así es el negocio.

—Yo no soy así —dije—. Si no se puede remediar la situación, lo entenderé.

—En este caso, como ya he dicho, esto es un favor: tú eliges lo que te convenga. Ni que decir tiene que nuestra seguridad está por encima de cualquier trabajo, así que podemos cancelar todo si lo creemos conveniente. Honrados somos, pero tontos no.

Los dos hombres tenían la lección bien aprendida. Rehusaban pronunciar palabras que implicaran algún tipo de delito. En su entorno nunca convenía hablar más de la cuenta. Este tipo de sabiduría popular está grabada a fuego en la piel de algunos hombres curtidos en la calle. Cazuela y Furby estaban demostrando, con creces, encajar en ese prototipo.

Aquellos dos pendencieros, en resumidas cuentas, me estaban ofreciendo varios «grados» de actuación, o así creí entenderlo: la «vía amistosa», que supuse consistiría en una visita, un brazo alrededor del hombro y un pequeño paseo explicando tal o cuál cosa; un «no volverá a ocurrir», dos palmaditas en el hombro y todos tan contentos. El «menú mediano», que probablemente incluyese pinchazos de ruedas, alguna carta o similares métodos de disuasión. Y por último estaría el «big king»: los dos hombres, y probablemente alguno más, apareciendo súbitamente y probablemente ocultos tras pasamontañas, descargando violencia sobre el objeto del contrato, llegando la advertencia solo instantes antes a una ambulancia que lo trasladase oportunamente al hospital, donde tendría semanas para reflexionar, lamerse las heridas y hacerse a la idea de las nuevas cicatrices llegadas por encargo.

De pronto los imaginé, ataviados con ropas oscuras y sujetando barrotes de hierro, descargando profesionalmente golpes y puntapiés sobre otras personas. Me pregunté cuántas veces lo habrían hecho, y si aquel sucio oficio al menos les daba para vivir. O puede que estuviese imaginando demasiado, y que fuese uno de esos que han visto muchas películas.

Estuve mirando al infinito un buen rato. No pensaba en Paco pero sí en su primo, con quien sospechaba no valdría otra cosa que no fuese el «número estrella». La idea de verlo hecho un gigantesco ovillo de lana en el suelo recibiendo una tunda era reconfortante, para qué negarlo. Seguía teniendo dudas:

—¿Qué pasa si algo sale mal? —pregunté.

—Cuando uno hace bien su trabajo, nada sale mal —contestó Cazuela. Sacó un cigarro, lo encendió y comenzó a fumar. En Los Girasoles, o al menos en aquel bar, las prohibiciones eran recomendaciones dichas en voz baja.

—Os repito que uno de ellos puede ser peligroso. Mide dos metros, o más, y parece un toro. No he visto a nadie más fuerte jamás.

Furby pareció sentirse incómodo con el comentario.

—Llevo poco tiempo trabajando con Cazuela —dijo—, pero si te contara la de hombres grandes que hemos visto llorar como nenas, te echarías a reír.

—¿Y qué pasa después?, quiero decir, ¿qué ocurre si después, ya sean días o semanas, todo sigue igual? O peor aún, ¿y si por mera rabia esos dos hijos de puta hacen justo lo contrario de lo que deben hacer? Esto me puede complicar la vida aún más.

Me daba la impresión de que estaba haciendo demasiadas preguntas. Quizás estaban acostumbrados a recibir un nombre, o una dirección, hacer su trabajo y no dar más explicaciones. Me sentía como el alumno cargante de la clase, que roba minutos de recreo a los demás intentando resolver hasta la más mínima duda. Para mí, que desde siempre viví lejos de situaciones de violencia, esto no era ningún juego.

Cazuela entornó los ojos y expulsó el humo muy cerca de mi cara, no por casualidad.

—Ahí entra en juego el arte de quien sabe hacer las cosas —dijo—. Si encuentras en la ciudad gente mejor que nosotros para resolver estos casos, avísame, que estaré interesado en conocerlos.

De no ser un cobarde, aquella respuesta me hubiera dado algo de confianza. Supuse que el valor de lo que estos personajes hacían no residía en el acto en sí, sino en el temor que podían ser capaces de infundir. El miedo es el mayor paralizante conocido. Aun así, no era capaz de visualizar a Álex achantado, diciendo «no volverá a ocurrir», ni siquiera para sus adentros.

Y además estaba Paco.

Aunque yo mismo quería estrangularle con mis propias manos durante buena parte del día, en el fondo sabía que era un pobre desgraciado. Probablemente, de forma indolora, entraría en razón tarde o temprano. Desconocía si podía pedir algún «tratamiento» personalizado para él y otro para el primo, aunque Cazuela y Furby no parecían andarse con tonterías.

Pensar en mi compañero fue lo que dio pie a un intenso debate interior sobre si aceptar o no la solución que me daban aquellos hombres, y por ende, la solución de Sandra.

En este rápido devaneo se entremezclaba la ética con las consecuencias legales, lo inmoral con lo apetecible, lo correcto e insatisfactorio con lo golosamente equivocado. Maldije mi incapacidad de no saber poner en orden mis ideas y prioridades, bajo la presión de los cuatro ojos que me miraban. Reduje la cuestión a la simple y socorrida idea del «bien» y el «mal», que no era otra cosa que el blanco y el negro, yo que ya he repetido que estoy tan en contra de estos dos colores. Sin embargo, en aquella ocasión, tuve que hacer de tripas corazón.

«Mal» era encargar amenazas o violencia a mi compañero de trabajo, por muy repugnante que fuese, y a su primo, por más sucio que me pareciera él. Además, si algo me apetecía era hacerles sufrir con mis propias manos, aunque esto fuese imposible. Por otro lado, la violencia engendra violencia, y había que ser muy ingenuo para pensar que con una simple advertencia las cosas se solucionarían.

«Mal» era contratar a los dos tipos que tenía enfrente, fomentando la economía subterránea del chantaje y la extorsión, que era precisamente mi problema.

«Mal» era simplemente estar en aquel barrio hablando con ellos.

¿«Hacer el bien» era seguir quieto y dejarme mangonear? No. Estaba seguro.

El laberinto mental solo pudo deshacerse cuando entró en acción el miedo, mi miedo, como un poderoso ácido que se come cualquier análisis. Yo temía, cómo no, miedo a que las cosas salieran mal con Paco y Álex. Y también sumaba una nueva preocupación, con la que entré en Los Girasoles: que se produjese una vuelta de tuerca llevando a Sable hasta el vídeo. Iba a marcharme exactamente igual, pero habiendo conocido al propio Sable y a la calaña de sus contactos.

Aunque el tiempo y lo que sucedería más tarde volverían a dejarme en evidencia, aquella tarde sentí que no había cruzado (aún) el límite entre lo que separa a un hombre normal de un ser sin escrúpulos.

De pronto lo vi claro: acudiría a la policía. Les contaría absolutamente todo. Dejaría la vergüenza a un lado y confiaría en que pudiesen ayudarme. Sabía que la justicia es siempre insípida e insatisfactoria si no se ejerce con las propias manos. Pero eso era mejor que nada. En aquel momento me pareció la opción más sensata, aunque me dejase con sed de sangre.

Sentí deseos de contarle a Sandra la experiencia, no con resquemor ni reproches, sino con orgullo de haber sabido decir «no» a ciertas cosas.

—No tenemos todo el día —soltó Cazuela.

—Lo siento, pero tengo que estudiarlo —mentí. Estaban contrariados. Se miraron una última vez, perplejos, no acostumbrados a posponer para otro momento lo que fácilmente puede liquidarse en el acto. Se levantaron de sus sillas y pasaron por mi lado sin mirarme.

Cuando ya estaban en la puerta, Cazuela volvió sobre sus pasos, dio una larga calada a su cigarro y se inclinó sobre mí. La virgen de su colgante se tambaleaba a pocos centímetros de mi pecho. Lo tenía tan cerca que podía sentir su olor a fritanga. Casi podía reflejarme en la resbaladiza superficie de su piel grasa. No sabría decir si en su bigote había hebras canosas o si eran restos de pintura.

—Te repito —dijo, tras una niebla de humo espeso— que no hay nadie como nosotros. A lo mejor el día de mañana te arrepientes de no haberlo entendido a tiempo.

Salieron del bar y se adentraron en el barrio, a seguir con sus menesteres, fuesen cuales fueran, aunque yo me hacía a la idea. Concluí que si uno se encuentra seguro cuando cierra la puerta de casa con llave es por la existencia de esta clase de hombres. Fue un encuentro breve pero intenso.

A los pocos segundos, fui yo quien me levanté. Me parecía que habían pasado siglos desde que entré en el bar. Eran más de las ocho y fuera estaba muy oscuro. Cuando abrí la puerta del bar me sobresaltó una voz a mi espalda:

—Eh, tú —era el camarero, con los brazos cruzados tras la barra—. La bebida no está incluida en la visita.

Las cervezas de Cazuela y Furby corrieron de mi cuenta.

Salí a la calle y el panorama nocturno del barrio era desolador. En un primer y rápido vistazo vi dos carretas metálicas transportadas por sendos vagabundos, hasta los topes de chatarra recogida durante todo el día. En los soportales se habían reunido grupos de chavales que trapicheaban y fumaban de todo menos tabaco. A lo lejos se oyó una sirena de policía; hubiera apostado mi cabeza a que el sonido no se acercaría demasiado.

Crucé la acera hacia un amplio parque de forma lineal que recorría las entrañas del barrio, no sin antes echar un rápido vistazo al coche y comprobar que, de momento y a simple vista, seguía intacto.

Me pareció un milagro que aún quedaran restos de césped y árboles en el «Parque de las Tres Culturas» (así rezaba el cartel). Algunos bancos de hierro forjado estaban despedazados; solo habían resistido los de hormigón, revestidos tras capas y capas de pintadas. A unos veinte metros, entre la penumbra de farolas rotas, se abría un claro donde se jugaba un partidillo de fútbol y donde se arremolinaba gente para cuchichear o pasar el rato.

Allí estaba Sable, rodeado de niños y adolescentes, como si fuera un mesías. Jugaba para uno de los equipos. Observé que todo el mundo le reía las gracias. Si hay algo que no soportaba de niño es que un mayor viniera a joder los partidillos entre colegas, pretendiendo hacer alardes y malabarismos con el balón. Allí no importaba; Sable cogía el balón y no lo soltaba. Hacía cabriolas hasta que chutaba a la portería contraria.

Estuve mirando unos diez minutos, intentando fingir que no me sentía observado por el resto de espectadores. Al fin hubo una especie de descanso, acordado entre todos para recuperar el resuello y echar un trago de agua. Llamé la atención de Sable con el brazo.

—¡Joder, Pajas, qué pronto estás aquí! —se acercó sudando y sonriendo—. ¿Has disfrutado de la samba? Menuda carita llevas, cuéntame.

—Solo venía a despedirme —dije—. La verdad es que te agradezco mucho todo esto, pero les he dicho que me lo tengo que pensar.

—¿No piensas volver por aquí, eh? —me había calado.

—No lo sé. Tengo que pensar si me lo quiero pensar —bromeé. Sable hizo caso omiso a mi estupidez, me puso el brazo encima del hombro y comenzó a andar conmigo a un lugar algo más apartado. Se secó el sudor de la frente y me miró a los ojos.

—Mala pinta tiene lo tuyo —sentenció.

—¿A qué te refieres?

—A que me parece que vas a pagar a esos tíos hasta que se cansen. Y uno nunca se cansa de recibir dinero.

—Ya veré qué hago —dije. Estaba harto de escuchar esta proyección de futuro.

—Bueno, con tu sueldazo de ingeniero quizás tampoco sea tan grave el problema… ¿o me equivoco?

Puede que no se hubiera tragado aquel bulo. No supe qué contestar. Por suerte apareció corriendo el niño gordito que le acompañaba en el bar para avisarle de que el partido se iba a reanudar. Éste le indicó que siguieran sin él, que se reincorporaría en un minuto.

—Escucha, piénsatelo bien —dijo—. Se ve a la legua que eres un buen tipo, pero si supieras el favor que te hacen Cazuela y Furby, y que me hacen a mí… joder, ahora que lo pienso les habrá sentado como un tiro. A ellos no se les dice «ya lo pensaré». He trabajado muchas veces con ellos y te aseguro que son buenos en lo suyo. Los mejores.

—No lo dudo. Pero no es por eso…

—Hay quien se merece mano dura. Aunque te sobre el dinero no es cuestión de regalarlo por ahí, Pajas.

—No me sobra el dinero, para nada —confesé—. No todo el monte es orégano. En cuanto al favor, lo sé, y yo te lo agradezco de nuevo, pero…

—Mira, no hace falta que digas nada definitivo. Voy a darte mi teléfono y si cambias de idea primero hablas conmigo —sacó el móvil del bolsillo trasero. En aquel momento, uno de los chiquillos que estaba jugando profirió un grito que consiguió helar la sangre a medio barrio. Se puso de rodillas junto a la portería; no dejaba de mirarse la mano. Sable salió corriendo y yo me acerqué también.

Por lo que se ve, el niño había hecho la última parada a un balón en mucho tiempo; un pelotazo a bocajarro había situado sus dedos anular y meñique en una posición amorfa y dolorosa, doblados sobre sí mismos a partir de la primera falange. No quise ni imaginar la maniobra que tendría que sufrir para volver a ponerlos en su sitio.

Sin dejar de mirar al crío, Sable me tendió su teléfono.

—Espera. Llama a tu número desde aquí, así yo también apunto el tuyo. —Se agachó y se fundió con el resto de curiosos que rodeaban al pequeño, que aún se resistía a empezar a llorar.

Me alejé unos pasos. La idea de que Sable tuviese mi número no me alegraba demasiado, pero le obedecí y marqué mi teléfono. Volví a mirar hacia la portería y todos seguían atentos al niño; algunos reían, pero eran los menos. Me alegró ver algo de bondad en la mayoría de los allí presentes, que estaban preocupados por la lesión del pobre chico.

Se me ocurrió aprovecharme un poco de la situación, llevarme algún beneficio de mi visita.

Abrí la agenda del móvil de Sable. Navegué hacia la S. Ni rastro de Sandra; me extrañó. Pensé que probablemente ella también tuviese un mote en Los Girasoles, pero era un misterio para mí. Comencé a hacer un rápido barrido por toda la agenda, mirando nervioso hacia la portería. Había cientos de números. Gilipollas. De pronto caí en la cuenta. Marina. Se llamaba Marina, palurdo.

En la M, después de Manfredo y Marica (pobre de aquel que tuviese aquel apodo en el barrio) estaba ella. Confié en que hubiese actualizado el contacto con su nuevo número.

Sable ya se había levantado y venía hacia mí con algo de prisa. Abrí la agenda de mi teléfono y apunté rápidamente el número que relucía en la pantalla del suyo. Sable llegó justo cuando apreté el botón de inicio de ambos teléfonos, con las manos temblando.

—Ya está —disimulé mientras le devolvía el aparato—. Luego me apuntas con el nombre que quieras, aunque creo que sé cuál va a ser.

Intenté sonreír, pero los labios también me temblaban.

—¿Cómo está el chaval? —pregunté.

—Jodido. Creo que tiene dos dedos rotos. Su hermano y yo vamos a llevarlo al hospital. Hoy creo que me quedo sin ver a la churri —gruñó. «La churri», menuda expresión.

—Si queréis yo puedo acercaros. Tengo el coche justo ahí.

—Déjalo, también sabemos salir de aquí, aunque muchos lo tengamos casi prohibido —me guiñó un ojo.

—Bueno, suerte entonces —dije—. Espero que al final quede en cosa leve. Yo vuelvo a casa, que ya es hora.

—Lo dicho, piénsate muy bien todo, Pajas. Y estamos en contacto.

Me dio la mano con firmeza y me miró a los ojos por última vez.

—Encantado, Sable.

—Lo mismo digo. No todos los días pasa por Los Girasoles un ingeniero pajillero —inesperadamente me miró con un deje de respeto, o incluso de admiración—. Fuera coñas; es una pena que tenga tanta prisa. Me has caído bien. Eres un «blandito» pero has tenido un buen par de huevos para plantarte en el barrio. Más gente como tú haría falta por aquí, con valores, y las cosas no irían tan mal. Y lo dicho, piénsate muy bien todo o vas a estar jodido hasta el fin de tus días. ¡Hasta otra!

«Hasta nunca», pensé. Acompañó al niño accidentado fuera del parque y desapareció entre las sombras. Me apresuré hacia mi coche; más me valía no perderle el respeto a esas calles en las que ya estaba bautizado.

Sable, Cazuela, Furby. Tres buenas razones para reflexionar.

Cuando regresé a mi apartamento me sorprendí de estar tan cansado. Mi propio barrio y el resto de la ciudad nunca me volverían a parecer los mismos tras haber caminado por Los Girasoles, aunque fuese de forma tan breve. Me parecía haber buceado en dos mundos muy lejanos a la vez que peligrosamente cercanos, sin haber entre ellos descompresión alguna.

Entré a mi habitación y me desnudé, como si deshaciéndome de la ropa pudiera volver a ser Ricardo. La pantalla de mi ordenador decía «ven a mí». Ya me iba olvidando de otras cosas, ¿esta era mi descompresión? Las luces del router parpadeaban como los neones de un casino de Las Vegas: «el juego está listo». Diversión y sexo sin límites a cambio de una cuota mensual.

De todos son bien conocidos los beneficios de la paja nocturna. Tras el largo día del estudiante o trabajador, sometido a toda clase de estímulos visuales (desde la publicidad en la parada del autobús hasta el generoso escote de la compañera de clase), qué mejor que una liberadora eyaculación. Durante unos minutos, se recopilan y reorganizan dichos estímulos y se reconducen y expulsan por el único orificio de nuestro más querido miembro. Se tira de la cadena y se reinicia el contador, dejando una liberadora sensación de somnolencia (favorecida por una ducha caliente), contribuyendo a un correcto descanso desprovisto de pensamientos turbadores. La paja nocturna, ya sea contenta, aburrida, triste o de otros tipos, es siempre higiénica para mente y cuerpo.

Sin embargo, vi la cama y no pude resistirme a tumbarme en ella. Me sentía tan exhausto que por primera vez en mucho tiempo no tenía necesidad alguna de masturbarme. Pajas no tenía ganas de paja. Lo único que necesitaba era descansar, ir librándome de los altibajos de adrenalina sufridos desde que bajé a los infiernos, y en especial dentro de aquel sucio bar. El contador que deseaba reiniciar era el de los pensamientos, y así poder olvidar por unas horas que hay personas tan sucias como ese tal Cazuela, dispuestas a todo a cambio de dinero.

Esa noche el cansancio y el hecho de sentirme a salvo en casa tras mi paso por Los Girasoles fueron un efectivo sustituto de la estimulación sexual.

Aquella noche no me masturbé. Algo había cambiado para mí.

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