“Pajas”

“Pajas”


18. Al acecho

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18. Al acecho

—¿Sí? ¿Dígame?

Eran las tres en punto del día siguiente a mi visita a Los Girasoles. La noche había sido razonablemente tranquila, pero la mañana improductiva e inquieta. No había podido esperar más para volver a escucharla. El día soleado convertía el interior de mi coche en un invernadero.

—Hola Sandra.

—¿Quién eres?

Una sonrisa se dibujó en mi cara cuando confirmé que era su voz.

—Soy Richard —dije—, no hace falta que contestes si no estás sola.

—¡Richard! ¿Cómo has conseguido este número?

—Uno también tiene sus recursos. Ya sabes, Internet y todo eso —mentí—, no sabes los datos que las compañías telefónicas publican sin que lo sepamos. Supongo que ya has hablado con Alberto, o mejor dicho, con Sable. Ya no tiene sentido que le llame de otra manera.

—No deberías haberme llamado. Si no te di mi nuevo número es por algo.

—Siempre con las mismas. Me apetecía llamarte y además quería preguntarte si has hablado con tu novio.

—Me llamó anoche. Le caíste bien.

—¿No te dijo nada más? —pregunté.

—No hablamos mucho, estaba en el hospital. La verdad es que me sorprendió que fueras. Espero que te sirviera de ayuda.

—Te reirías si supieses su reacción al contarle cómo nos conocimos.

—Algo me ha contado. Espero que no metieras demasiado la pata.

—Casi lo hago, pero no. ¿No tienes curiosidad por saber qué pasó, qué me ofreció?

—Eso queda entre vosotros —contestó—. Si algo he aprendido es a no meterme en los asuntos de los demás. Yo simplemente te di una alternativa.

De nuevo salía a relucir la habilidad de Sandra para hacerme sentir un imbécil. Era una chica bien enseñada. Si por momentos me hacía pensar que le importaba algo, atrayéndome hacia ella como un imán, después desvanecía el encanto con una buena dosis de indiferencia.

—Escucha —continuó—, tengo algo de prisa. Precisamente ahora voy a verle.

En esos momentos vi a Paco salir del edificio por las puertas de cristal. Parecía un milagro que éstas se abrieran al paso de un ser tan enjuto y encorvado. No reparó en mi presencia y se introdujo en su utilitario, tan sucio y gris como él mismo. No pocas veces bromeé con respecto a su coche, un viejo Renault Laguna («el tanque», como le llamábamos en Puertas Arellano); él siempre contestaba que el mío tampoco era para estar orgulloso.

Cuando arrancó y desapareció hacia la calle se me ocurrió algo.

—¿Estás ahí? —preguntó Sandra.

—Sí, sí, perdona. Me gustaría comentarte algo. En persona. ¿Cuándo puedo verte?

—Ay, Richard… —suspiró. No dijo nada más. No hacía falta.

—Te lo pido por favor —dije. Lejos quedaban los días en que nos veíamos bajo amenaza—. Prometo no entretenerte mucho rato.

—Está bien —volvió a suspirar—. Esta tarde estaré de nuevo en el hipermercado. Hoy tengo doble turno.

—¿Te viene bien sobre las siete? ¿En la cafetería de la primera vez?

—¿Eres un chico de rutinas, eh?

—Qué bien me conoces.

—De acuerdo. Estaré ahí poco antes de las diez —dijo.

—Allí nos vemos.

Pensé que es curioso como las parejas, pasado un tiempo, suelen caer en la más aburrida de las rutinas. Los mismos lugares, las mismas conversaciones, las mismas reacciones ante las cosas. Los porqués darían para escribir mil y un tratados, y a buen seguro ya estarán escritos. Me daba la impresión de que Sandra y yo, pese a no ser ni mucho menos una pareja, en cierto modo nos dejábamos llevar hacia lo fácil, que era reunirnos en lugares ya vistos como el dichoso centro comercial.

El parking, las escaleras mecánicas y la cafetería parecían recordarme una y otra vez mis errores. Sin embargo, aquella tarde me sentía enérgico y vivo. Recordé que llevaba más de veinticuatro horas sin masturbarme, y me pareció milagroso. Acostumbrado a andar «vaciado» por el mundo, en ese momento me sentía en un plano físico superior y más vigoroso. Las mujeres me parecían más deseables, y no podía dejar de mirarlas mientras caminaba.

Sandra y yo aparecimos en la cafetería prácticamente a la vez. Llevaba unos vaqueros muy ajustados y una blusa color violeta, semitransparente, bajo un abriguito de piel.

Nos sentamos y se quitó el abrigo. Su sujetador sin tirantes se transparentaba bajo la blusa. Es curioso como los problemas adquieren menor importancia con un buen par de pechos en primer plano.

—Para ella una Coca-cola light —dije cuando se acercó el camarero—, y para mí…

—Una tónica —continuó ella. El muchacho tomó nota y nos dejó solos.

—¿Aún te acuerdas, eh?

—Y tú también —dijo.

Los siguientes minutos transcurrieron tranquilos, compartiendo banalidades. No podía evitar disfrutar con su mera presencia, y ella con su refresco.

—Dijiste que no me entretendrías mucho rato —dijo de pronto—. ¿Me vas a contar de una vez lo que me tienes que contar?

—Una paliza —contesté; si se trataba de ser cortante con el otro, el especialista era yo.

—¿Cómo?

—Que básicamente me ofrecieron darles una paliza. Dos colegas de Sable. No me extraña que no quieras saber nada de lo que tu novio se trae entre manos en el barrio.

—¿Quieres bajar la voz? —se puso roja—. Ya te dije que eso quedaba entre vosotros. No puedes reprocharme nada. Además, si te soy sincera creo que se merecen eso y más.

—Entonces, ¿tú sabías de qué iba todo esto, no? No son formas de solucionar las cosas. Y sobre todo… el remedio puede ser peor que la enfermedad.

—Lo que hagan o dejen de hacer los colegas de Alberto no es responsabilidad mía.

—Ninguno de ellos es trigo limpio, Sandra —dije—. Ni siquiera el propio Alberto, o Sable, o como le quieras llamar; ya me contó la historia. Comparado con sus amigos parece un santo, pero no lo es, sé que no lo es.

—¿Acaso tú eres un santo… «Pajas»? —preguntó irritada.

—Muy graciosa. Veo que te lo ha dicho. Confiaba en que ese nombre no saliera de Los Girasoles.

—Ha sido una imprudencia por tu parte haberle contado la verdad, aunque sea a medias. Tienes suerte de que no se lo haya tomado a malas, o de que aún no le haya dado tiempo a pensar demasiado sobre ello. Aun así me hizo unas cuantas preguntas… demasiadas.

Sandra estaba usando la archiconocida táctica del cambio de tema y el reproche añadido, método habitual de mujeres (y algunos hombres) desde el principio de los tiempos.

—Pues conmigo casi todo fueron risas, aunque te confieso que daba miedo cuando se ponía serio; era imposible engañarle y aguantar la mirada. No imagino cómo te debes sentir con él.

—Me siento estupendamente, por si lo dudas —mientras hablaba un ligero temblor le traspasó la garganta, y desvió la mirada. El lenguaje no verbal nunca miente, y yo no soportaba que sus palabras contradijesen lo que sentía.

—¿De verdad estás a gusto con un matón de barrio? —pregunté—. ¿Qué clase de futuro crees que te espera con él?

Me pareció adivinar dos finas películas de lágrima en sus ojos. Pero era una mujer fuerte y nunca las habría dejado derramar por sus mejillas delante de mí en aquella cafetería.

—No he quedado contigo para que me des lecciones de con quién debo estar o no. Te estás comportando como un jodido padre. De hecho, no sé qué coño sigo haciendo aquí.

Mientras se levantaba le agarré el brazo con suavidad, obligándola a sentarse de nuevo.

—Escucha, lo siento —dije—. Tienes razón. No he venido aquí a darte lecciones —tomé aire para proseguir—. He venido para contarte que voy a ir a la policía, y voy a denunciar a esos cabrones. Me resigno. Que el vídeo acabe donde tenga que acabar.

—Quizás deberías haber hecho eso desde un principio.

—Más vale tarde que nunca. Pero primero he de pedirte algo.

—Estoy cansada de que me pidas cosas —suspiró.

—No tendrás que hacer nada. Voy a pedirte algo material. Es tu coche.

—¿Mi coche? ¿Y para qué coño quiere mi coche? —preguntó sorprendida.

—Antes de ir a comisaría y desatar una tormenta voy a darme un último capricho. Mañana mismo voy a seguir a Paco. Voy a saciar mi curiosidad, a intentar saber en qué coño anda metido. Conoce a la perfección mi coche, por eso necesito el tuyo, para no levantar ni una sospecha. Probablemente acabe haciendo el tonto delante de la puerta de su casa, pero al menos he de intentarlo.

—¿No eres algo mayor para jugar a los detectives?

—Ojalá fuera un juego —apunté—. ¿Me harás ese favor?

—Lo haría, pero necesito el coche para ir y venir al trabajo. No me gusta el autobús y no hay parada cerca de mi casa.

—Tú te quedas el mío y yo el tuyo. Te lo devolveré mañana por la noche, lo prometo. No hay excusa.

—Soy algo torpe conduciendo —confesó, intentando disuadirme—. ¿Qué pasa si lo araño?

—Supongo que es el precio que tendré que pagar por tu favor. Venga, dime sí o no, no te lo volveré a pedir.

—Eres como un niño pequeño y malcriado, Richard.

—Lo sé. Puede que tenga el síndrome de Peter Pan… ¿Y bien?

—De acuerdo —dijo al fin—. Pero solo mañana, y solo unas horas. Y como no me devuelvas a mi pequeñín sano y salvo y a tiempo, te denuncio por robo.

—No te preocupes. Mañana antes de que anochezca lo tendrás en tu puerta. Yo también le tengo aprecio al mío, que lo sepas.

Le tendí mis llaves y acto seguido ambos bajamos al parking a realizar el intercambio. El pequeño Clío rojo de tres puertas de Sandra estaba aparcado a un par de calles de mi coche. Aquel era un vehículo enteramente de mujer joven: en la trasera había pegado un par de figuritas de flores, y llevaba colgado del retrovisor un ambientador rosa con forma de algún personaje de dibujos de una serie infantil.

Abrió su bolso y tras un minuto rebuscando al fin dio con sus llaves:

—En serio, no sé por qué hago esto. Supongo que yo también tengo curiosidad por saber a qué dedica Paco las tardes. Ten mucho cuidado.

—¿Te preocupas del coche o de mí? —pregunté.

—Eres idiota —dijo—. Vamos, llévame al tuyo.

Mi coche, un viejo Peugeot de segunda mano, la esperaba con facciones demasiado duras y viejas para ella. Aun así lo miró con más curiosidad que miedo. De pronto la vi allí, con sus ojos verdes moviéndose de un lado a otro del vehículo, y la sorprendí con un abrazo.

—Gracias —dije—. Mil gracias —tras unos segundos de cortesía me apartó cuidadosamente de su lado.

—Bah, no es nada.

—Te prometo que no le pasará nada malo a tu coche.

—Más te vale. Llámame si averiguas algo interesante, o cuando vayas a comisaría.

—¿Ahora me pides que te llame?

—De perdidos al río. Alberto ya sabe que nos conocemos. Mientras siga sin saber ciertas cosas, supongo que no pasará nada.

Cuando la vi alejarse, supe que ya estaba listo para ser «detective» por un día.

Dediqué el resto de la tarde al beneficio de mi cuerpo y mente: una suave carrera bajo la lluvia, una sesión de abdominales, la preparación de una cena sana y nutritiva… y mi negación a encender el ordenador. No podía estar más orgulloso de mí mismo. Una vez mi decisión de denunciar estaba clara (o eso creía), mis devaneos mentales se centraban únicamente en el día siguiente.

Y es que aquel viernes era el día D. Aquel en el que pensaba, con suerte, enterarme de una vez por todas de los lugares y personas frecuentados por Paco, de sus escarceos, de su itinerario en la ciudad. Quizás no era sino otra versión de mí mismo, y los viernes se recluía en casa como un conejo en su madriguera. Pero puede que, como sospechaba, fuese un hombre de vicios. Y a los vicios les encanta el fin de semana, pues quienes los practican de lunes a jueves, los viernes tienen la excusa perfecta para seguir ejercitándolos, y quienes durante la semana son trabajadores intachables, necesitan foguearse en su tiempo de asueto.

Lo fundamental aquella mañana era que Paco no supiese que había venido a trabajar en el Clío rojo. Así pues, decidí aparcarlo a unos metros de la entrada de Puertas Arellano, en la calle, entre vehículos anónimos. Fuese quien fuese el que preguntase, mi coche estaba averiado. Afortunadamente nadie preguntó.

Solo tenía que procurar salir a la vez que Paco, para que me diese tiempo a arrancar el coche de Sandra antes de que él abandonase el parking con su vehículo y así poder seguirle.

Ultimé la presentación de los resultados del trimestre anterior para que Felipe Torres se la trasladara a don Antonio, y después fingí estar ocupado. Conforme se acercaba la hora de salir, le echaba ojeadas cada vez más frecuentes al despacho de Paco, haciendo como que iba al baño o a hacer fotocopias. En una de ellas le vi recogiendo, así que me puse manos a la obra. Deseé buen fin de semana a Joaquín, que pasaba por allí, y a Begoña, siempre atenta y sonriente.

Me introduje en el «pequeñín» de Sandra y arranqué el motor sin dejar de observar la salida de vehículos de Puertas Arellano. No pasaron ni dos minutos cuando el «tanque» de Paco giró en dirección a la calle. Sobre el coche había una fina película de polvo que lo envejecía aún más.

Justo en aquel momento, una furgoneta de reparto se situó tras su vehículo. Era perfecto para mis planes, pues siempre que pudiese pensaba dejar entre Paco y yo como mínimo un coche, y así asegurarme de no ser descubierto e identificado en una mirada a su retrovisor.

La furgoneta desapareció de nuestro camino al cabo del rato, pero conforme nos acercábamos al núcleo de la ciudad otros coches fueron adoptando su papel. Yo me cobijaba entre ellos como podía, y exprimía los escasos sesenta caballos del motor para alcanzar a Paco cuando se alejaba demasiado. En un par de ocasiones estuve demasiado cerca, y tuve que retrasarme cambiando de carril cuando algún inoportuno semáforo se disponía a dejarme justo a su lado.

Pasado un rato, atravesada buena parte de la ciudad, empecé a impacientarme. Ya me resignaba a un trayecto hacia su casa y a una espera en vano junto a su portal, cuando súbitamente cambió de dirección en mitad de una avenida, adentrándose en la pequeña vía para automóviles de un restaurante de comida rápida.

No podía ir detrás de él, así que detuve el coche en doble fila junto a la entrada, ocasionando algunos toques de claxon. Lo que menos quería era llamar la atención; puse las luces de emergencia y bajé del coche.

Entré en el restaurante y me dirigí hacia el otro extremo, donde podía contemplar la pequeña ventanita desde la que se ofrecía el servicio a los coches. Aquello estaba repleto de familias felices saboreando carne de rata y refrescos con gas. El coche de Paco asomó y pronto le sirvieron un menú individual, envuelto en la típica bolsa marrón y arrugada. Era hora de volver al coche y continuar con al acecho. Para mi sorpresa Paco no salió del recinto del restaurante, sino que giró y aparcó en una de las pocas plazas libres frente a la cristalera del acceso. Ni que decir tiene que cualquiera que haya visitado uno de estos restaurantes sabrá como es cualquier otro en el mundo entero.

Me hice a un lado y, disimulando tras la gigantesca papelera para bandejas pude observar que, sin salir del coche, empezó a dar buena cuenta del pedido, con bocados pequeños e insistentes, como una ardilla royendo un suculento pedazo de madera.

Salí y me acomodé tras un frondoso seto en la entrada. Nadie reparaba en mí. Era solo un hombre más; cualquiera podría pensar que era un chico normal, esperando a su novia o a sus amigos. Sin embargo era un solitario esperando a otro solitario, que celebraba el viernes comiendo solo, en su coche aparcado junto a un restaurante familiar. Por momentos sentí lástima de aquel hombre, unida a la perpetua lástima por mí mismo.

Me dio tiempo a reflexionar sobre el destino o lo que la vida reserva a cada cual. Probablemente Paco, de ser algo más atractivo o menos introvertido, habría conocido alguna mujer. Lo sé, una mujer no era mi respuesta, pero sí podía serlo para otras personas. Me imaginé a Paco rodeado de hijos, comiendo en una gran mesa de aquel mismo restaurante. Probablemente una vida «estándar», pese a su superficialidad y a sus desengaños, habría sido una vida más feliz para él.

Me descubrí pensando en hijos, en el poder curativo de la sonrisa de un niño, y me asusté. Quizás el reloj biológico también hacía resonar sus inquietos mecanismos en mi interior. Resulta curioso como nuestro inconsciente animal intenta traicionar a nuestras decisiones y pensamientos. No, definitivamente no quería traer a un nuevo ser a este extraño mundo (ni tampoco tenía la posibilidad), pero los tiempos muertos dan lugar a reflexiones que son capaces de sorprender a uno mismo.

Entre las hojas del seto podía ver, a medias, el perfil de Paco, su chepa y sus mandíbulas moviéndose a un meticuloso compás. No sé si era prisa, pero desde luego parecía tener otras cosas que hacer, y puede que sintiera cierta vergüenza de estar allí.

Al fin terminó de comer, con una prolongada succión a la pajita del refresco. Bajó la ventanilla, dejó los desperdicios junto al coche y arrancó. Yo también me puse en marcha.

Siguió su camino por la avenida principal durante muchos minutos, hasta el punto en que ésta se convirtió en una calle estrecha en la que dejaron de verse tantos vehículos, y tuve que extremar las precauciones. La vía, llamada avenida del Diamante, serpenteaba cuesta arriba entre chalets ocultos tras altas y elaboradas verjas; era el barrio rico de la ciudad.

Llegó un momento en el que su coche y el mío eran los únicos que rompían el silencio de aquella vía. Frené hasta que su vehículo fue solo un punto gris alejándose. Las parcelas de casas dieron paso a solares casi vírgenes, separados de la carretera por un viejo quitamiedos de ladrillo descamado. A dónde cojones vas, pensé.

Al rato giró a la derecha, entrando en una parcela con dos inmensas puertas enrejadas y negras, abiertas de par en par. Siguió hacia un caminito de tierra enmarcado por dos inmensas y bien cuidadas palmeras, que destacaban sobre la silueta de una inmensa casa. Era imposible seguirle de forma segura en aquel punto, así que detuve el coche a un lado de la calzada y continué a pié.

Pasé entre la sombra juguetona de las palmeras, que se mecían ligeramente con el viento. El edificio era una casona enorme y rehabilitada, de tres plantas de altura. Junto a la puerta de entrada, un gran letrero rezaba: «Casa Damaris».

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