“Pajas”

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19. La Casa Damaris

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19. La Casa Damaris

No había letras de neón, ni dos gruesos hombres armario en la puerta. Aquel club debía estar reservado a bolsillos pudientes. Lo cierto es que el nombre me resultaba familiar, y me costó un rato saber por qué.

La respuesta estaba en mis largas sesiones masturbatorias, cuando conducido a ciegas por la libido, coqueteaba con la idea de pasar del sexo virtual al real, introduciéndome en webs de contactos profesionales. Era entonces cuando me la machacaba viendo las fotos de las putas de la ciudad, a sabiendas de que fácilmente podría follármelas a cambio de dinero. Algunas de ellas, las más atractivas, a veces ofrecían sus servicios durante días en la Casa Damaris, que de casa tenía mucho y de prostíbulo también, aunque esto último no pudiese confesarse ante las autoridades por el vacío legal en torno a la prostitución.

Como digo, experimentar en mitad de una paja la posibilidad factible y palpable de follar fue durante un tiempo estímulo suficiente para alcanzar el clímax. Una vez eyaculaba, la idea de pagar por sexo se desvanecía de mi cabeza, y mis escasos billetes seguían tranquilos en la cartera. Por tanto, aquel nombre, Damaris, nunca pasó de ser una vaga idea, pero ese día se estaba convirtiendo de un plumazo en algo muy nítido.

La apariencia del edificio era muy cuidada. La casa era de forma rectangular, con sus tres plantas encaladas de un blanco reluciente que hacía destacar los amplios balcones tras los que se entreveían cortinas de terciopelo azul. Una leve escalinata ante la entrada confería cierto aire monumental.

Al exterior habría unas veinte plazas de aparcamiento, casi todas ocupadas, y una pequeña verja que separaba del recinto privado de la parcela, con una piscina de buenas dimensiones.

La conclusión se revelaba clara y directa: Paco era un putero. Un putero de libro. Y se suponía que yo iba a pagarle las putas. Con esa información ya podía irme «tranquilo» a casa y después a la policía. Sin embargo, la estupidez reside en decisiones como la de curiosear en el interior de la Casa Damaris. Supuse que, ya que estaba allí, quizás podría averiguar algo más. Esperé unos minutos y crucé la puerta; no deseaba encontrármelo en la barra nada más entrar.

Cuando accedí al edificio me sorprendió la cantidad de luz en el interior del salón principal, filtrada desde las cristaleras. Había una barra en forma de U donde una atractiva camarera de pelo ondulado y castaño servía copas a un par de individuos trajeados que charlaban. Tras ella, destacaba un abarrotado estante de cristal, surtido con las mejores y más caras marcas de bebida. Normalmente, uno tiende a pensar en un club como un lugar oscuro, propicio al anonimato. Sin embargo, quien entrara en la Casa Damaris tenía poco que ocultar. Supongo que sería la filosofía del sitio: el vicio de las putas caras es tan legítimo como cualquier otro, pero conlleva rascarse el bolsillo.

A ambos lados del salón surgían dos amplios pasillos que daban a otras estancias. Había algunos sofás de diseño y cuero blanco diseminados en el recinto, y un par de televisores de pantalla plana, colgados de las paredes, emitían vídeos musicales. Pero ni rastro de Paco. Supuse que ya había entrado acompañado a alguna habitación para disfrutar de los servicios que allí se prestaban.

Enseguida un par de señoritas se presentaron a agasajar a los dos tipos de la barra. Observé que tampoco ellas eran putas al uso. No vestían ligueros, minifaldas ni corpiños. Buscaban despertar el morbo de la elegancia, el deseo de follar con chicas jóvenes, estilosas y educadas, no con juguetes rotos y desgastados. Una de ellas llevaba una chaqueta gris y falda larga y ajustada que la hacían parecer una empresaria de éxito; la otra un vestido azul sin mangas. Ambas lucían sugerente escote. Los prietos y profundos canalillos eran el reclamo más puramente carnal.

Los dos hombres tardaban poco en hacer buenas migas con las prostitutas, entre risas y falsa seducción: la de ellas, puramente profesional, y la de ellos, pagada con el dinero que les permitía hacer lo que jamás podrían en un bar cualquiera.

—Buenas tardes, ¿qué le sirvo? —me preguntó la camarera con cordialidad.

—Un gin-tonic, gracias.

—¿Es la primera vez que viene por aquí?

—Sí —admití.

—No se preocupe, en seguida le atenderá una chica. Ah, le digo esto porque siempre suelen preguntar: todo se paga al salir, habitación y consumiciones —me sirvió la bebida, me guiñó un ojo y se volvió a retirar con una sonrisa, solo menos espectacular que su trasero.

Al minuto se oyó ruido de tacones al acercarse, y por uno de los corredores apareció una belleza espectacular: metro setenta, rubia natural, ojos claros, gafitas negras de pasta a juego con la falda por las rodillas y camisa blanca abierta hasta el tercer botón, mostrando en el escote parte de un sostén tan ajustado en su generoso pecho que parecía que fuese a reventar de un momento a otro. Se acercó a mí y no pude dejar de desnudarla con la mirada ni por un segundo.

—Soy Evelina, encantada —dijo con acento del este, pero voz sugerente a la vez que firme. Me dio dos besos y me cogió de una mano, guiándose en ella para dar una vuelta sobre sí misma, para mostrarme su «material de trabajo». El culito respingón parecía querer salirse de la falda y empezar a jugar. Tenía las piernas bien contorneadas y definidas, y ese magnífico hueco entre ellas que solo algunas mujeres tienen la suerte de poseer. Esa chica hacía deporte, mucho deporte. Se cuidaba. Toda una profesional.

—Encantado. Me llamo Roberto —mentí; tampoco aposté a que su nombre real fuera Evelina. No quería ser descortés, y le acerqué un taburete a la barra.

—¿No me vas a invitar a una copa, Roberto?

—¿Por qué no? ¡Oiga, otro gin-tonic por favor!

—Gin-tonic… qué poco gusto para una dama —bromeó—. Mejor un vodka azul con lima y una cucharadita de azúcar.

—Como quieras.

La camarera hizo caso a su compañera y le trajo la bebida azulada.

—¿Me alcanzas una pajita, por favor? Me gusta más chupar que beber del vaso —me miró sonriendo.

Supongo que fingir una conquista o ligoteo puede resultar excitante para algunos hombres, pero a mí me resultaba cómico contemplar aquellas pretendidas poses y actitudes sensuales. Entre un cliente y una puta hay simplemente un contrato no escrito: uno paga y la otra se abre de piernas. Lo demás, a mi entender, sobraba. Aun así, me forcé a recordar que no estaba allí para disfrutar de aquella mujer. Ojalá hubiera tenido el dinero y la disposición para hacerlo. La verdad sea dicha, no sé si hubiera podido; probablemente Sandra hubiera aparecido por mi cabeza impidiéndolo.

No tenía intención de darle conversación a Evelina, pero ella se encargaba de que no pasáramos ni un segundo en silencio.

—Nunca te he visto en la Casa —dijo tras dar un largo sorbido a la bebida—. Resultas atractivo, ¿sabes?

—No soy de por aquí.

—Uh… ¿forastero, eh? Yo también lo soy, aunque de más lejos, seguro.

—Se nota —apunté.

—¿Y no te gustan las chicas de fuera? Dicen que somos más ardientes.

—Me gustan todas y ninguna —comenté. Le provoqué una carcajada más falsa que una moneda de cuero. Intentaba no girarme hacia ella, pues cada vez que la miraba mis ojos se desviaban al memorable hueco entre sus tetas.

—Eres misterioso —susurró—. Eso me gusta.

Me posó una mano en el pantalón, suavemente. La subió lo justo para que no me sintiera demasiado ruborizado, y lo suficiente como para que naciera un suave y placentero calorcillo en mis entrañas.

—Escucha, solo he venido a tomar una copa —le dije. Tenía que deshacerme de su fatal distracción como fuera—. De hecho, ya me marchaba. Quizás venga otro día y te invite de nuevo, Evelina.

—Oh, es una pena. Pero estás muy rojo, Roberto, ¿seguro que te encuentras bien? Dejamos aquí la bebida y después la terminamos, tienes que sentarte en un sitio más cómodo —me quitó el gin-tonic de la mano y me cogió la otra, guiándome hacia fuera del salón, avanzando por el pasillo, que estaba más oscuro que el resto de la casa. Se la veía decidida a no desperdiciar un cliente.

Yo balbuceaba excusas para intentar separarme de su lado, pero ella me agarraba con fuerza una de las manos en su cintura, o quizás la única fuerza residía en mi visión de sus nalgas.

—Tienes que descansar un poco —me decía—. Creo que la bebida se te ha subido a la cabeza.

Me llevó a un saloncito apartado que se abría al pasillo y a una escalera. Tenía un gran ventanal, pero tapado por una de aquellas gruesas y oscuras cortinas que se veían desde fuera, y que únicamente dejaba pasar al interior sugerentes hilitos de luz. El resto de la estancia se iluminaba con un par de candelabros eléctricos en las paredes. Había un televisor que solo emitía música tranquila y un gran sofá de piel color rojo. Evelina prácticamente me lanzó sobre él.

—¿No pensarías que te iba a dejar conducir bebido, verdad? —dijo sentándose a horcajadas sobre mí; para ello tuvo que subirse bastante la falda, tanto que pude ver que llevaba un tanga blanco con encajes muy pegado a la piel de su pubis, lo que me hacía pensar que el rasurado era completo y perfecto.

—Si me hubieras dejado beber, quizás sí estaría bebido —intentaba esforzarme en ser poco cordial—, pero mi copa está casi intacta en la barra.

—Si lo que quieres es beber, ya habrá tiempo de más luego —ahora sí puso la mano sobre mi polla, que ya estaba tan dura que dolía. Me bajó la cremallera y acarició sobre el calzoncillo, agarrando suavemente de mi miembro viril. Se desabrochó otro botón de la camisa—. Ahora mejor hacemos otras cositas.

No podía articular palabra y me dejaba llevar. El control de mis actos estaba ya muy por debajo del estómago.

—Te gustaría que te chupara esto que tienes aquí, ¿verdad que sí? —me la agarró con más fuerza—. Yo lo hago muy bien, profundo y con mucha saliva. Seguro que así te gusta. Si quieres me hago una trencita para que me puedas agarrar bien.

Súbitamente se escucharon en el saloncito unas risas y algunas voces masculinas provenientes de alguna habitación contigua. Me extrañó que aquel sitio también tuviera servicios homosexuales, o es que había una fiesta alternativa. No pude evitar que una de las voces me resultara más opaca que las demás, más familiar, más audible.

—¿Quiénes son? —pregunté.

—¿Qué?

—Las voces. ¿No las oyes?

—¿Qué más da?

—Escucha —dije. Intenté apartarla de mí con suavidad—. No voy a hacer nada contigo, y no por falta de ganas —me levanté y la dejé espatarrada sobre el sofá. Creo que ella también estaba algo mojada. Un desperdicio de apetecibles fluidos.

Me dirigí a tientas hacia la fuente de las voces, una puerta entreabierta no lejos del saloncito donde Evelina seguía rumiando su fracaso mientras se volvía a bajar la falda y a abrochar la camisa.

Me asomé con cuidado a la habitación, moviendo ligera y lentamente la puerta. Había varios hombres, cuyo número no alcancé a contar en un primer vistazo. También tenían una pesada cortina echada tras la ventana, pero el cuarto estaba bien iluminado, en especial la gran mesa circular con un tapete rojo que ocupaba casi toda la superficie. Sobre ella había cartas y fichas. Allí se estaba jugando, o se iba a jugar, una partida de póker.

Me retiré justo a tiempo para indicarle a Evelina que estuviese en silencio. Ella puso los brazos en jarra y se acercó a la puerta. Eché una segunda ojeada y le vi: Paco no reía, pero fumaba un puro mientras otro hombre cogía todas las cartas, las amontonaba y comenzaba a repartirlas de nuevo. Esta vez los conté: eran seis hombres, todos de mediana edad. Dos de ellos bien trajeados y gordos como cerdos cebados. Parecían tipos importantes, sobre todo el que se situaba a la derecha de Paco.

Volví a apartarme y llevé a la puta lejos de la puerta, de nuevo junto al sofá rojo.

—Evelina, necesito que me hagas un favor. Quiero que te asomes por esa puerta, sin que te vean, y me digas quiénes son esos hombres.

—¿Y por qué tengo que hacerlo?

—Porque si lo haces te voy a pagar como si te hubiera follado y ni siquiera te habrás despeinado —dije. No se sorprendió.

—¿La tarifa completa? —preguntó.

—¿Es que hay alguna más?

—Me vas a pagar una hora.

—Chica lista. ¿Venís con la lección bien aprendida, eh?

—Mejor dos. Te veo muy interesado. Más en ellos que en mí, parece —la puta se había tomado mi rechazo como algo personal, y pensaba cobrármelo bien.

—No subestimes mi generosidad —dije—. Yo mismo podría entrar a la habitación a preguntar, pero no quiero ser maleducado.

—Dos horas o nada. Y podría pedirte más.

—Joder. Está bien —tuve que ceder—. Dos horas.

Me dio un leve empujón mientras emitía un gruñido y se dirigió a la puerta conmigo. Estudió con la mirada el interior durante varios segundos y se apartó de nuevo. La alejé una distancia prudencial de la puerta.

—Juegan todos los viernes —dijo con voz queda. Los dos hombres de la barra avanzaban por el pasillo acompañados de sus dos «amigas». Subieron la escalera entre risas, cada uno agarrando el culo de una chica.

—¿Hace mucho que se reúnen para jugar?

—No lo sé —respondió—. Desde que yo estoy aquí juegan todos los viernes.

—¿Y desde cuándo estás aquí?

—Un año, más o menos.

Un año. No esperaba que fuese tanto. Paco era, además de putero, un asiduo jugador. Las putas y las cartas no son baratas.

—Dime quiénes son —demandé. De Evelina se obtenía información con sacacorchos.

—Conozco bien a casi todos. No son maricones, como tú. No rechazan a una chica atractiva —refunfuñó.

—No te voy a pagar para que me insultes. Dime quiénes son.

—Dos de ellos… ni idea. No los he visto. A veces viene gente nueva. A veces repiten, a veces no. A veces juegan y luego vienen conmigo o con otra. Otras veces juegan y se van sin hacer nada. Apuestan mucho dinero y quien gana a veces invita a bebida y a chicas. Y quien pierde no tiene ganas de mucha fiesta.

—Dime quiénes son los que conoces.

—Uno de los gorditos, el de la barba y el traje gris: se llama Mario y es el dueño de todo esto. Le gusta jugar tanto como follar. El otro, el del traje negro, es empresario, creo. No conozco su nombre. Una vez su mujer le siguió hasta aquí y empezó a gritarnos a todas y a tirar las copas y los jarrones por el suelo. Casi tienen que llamar a la policía. Luego está el del jersey morado, que viene con él y se llama… bah, no recuerdo; siempre que puede me elige a mí para pasar el rato cuando acaba la partida.

—¿Y el otro? ¿Cuál es el otro que conoces?

—El de la camisa de cuadros, el feo —dijo—. Se llama Francisco. No sé el apellido. Solo sé que es el más putero de todos. Se va con cualquiera. Bueno, se iba. Hace tiempo que no va con ninguna.

—¿Por qué?

—No lo sé. A veces sale con mala cara. Puede que tenga algún problema. Creo que sigue viniendo porque aquí tiene a Álex.

—¿Álex? ¿Conoces a Álex? —aquello empezaba a no gustarme.

—Claro. ¿Le conoces? Aquí le decimos «el oso». Es el hombre más grande del mundo. Creo que es amigo de Francisco.

Un oso llamado Álex y conocido de Paco. No había duda.

—No es su amigo —corregí—. Es su primo. ¿Trabaja aquí?

—Demasiadas preguntas. Y él no está en la sala.

—Te pagaré media hora más —concedí—. ¿De qué conoces tú a Álex?

—Se encarga de la seguridad. Él mira las cámaras, y si hay algún problema baja y todo se acaba rápido.

Cámaras. Miré al techo y de un rápido vistazo vi dos, pequeñas y situadas una a cada extremo. Creía que era alguien observador, pero siempre había algo que pasaba por alto. El edificio entero estaba lleno de cámaras y no me había dado cuenta. En todo caso, jamás habría pensado que tras ellas, observando, pudiese estar Álex. Era hora de salir pitando de allí. Ya tenía todo claro sobre Paco y había contratado los servicios de una prostituta (aunque no fueran carnales); no había nada más que me mantuviese en la Casa Damaris, y nada debería haberme hecho entrar. De pronto me agobiaron las prisas.

Ya habíamos vuelto a la barra cuando Evelina me dijo la exorbitada cantidad que le debía por su información. Me llevé las manos a la cabeza. De hecho y por suerte, llevaba justo ese dinero en la cartera.

—Las bebidas van a tener que correr por tu cuenta —dije. Ella refunfuñó aceptándolo de mala gana.

Le puse los billetes en la mano apresuradamente. Cuando me metía de nuevo la cartera en el bolsillo de atrás, alguien me dio dos duros toques en el hombro llamando mi atención.

Allí, detrás de mí, estaba la mole.

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