“Pajas”

“Pajas”


20. Deudas

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20. Deudas

—Vaya, vaya —dijo Álex—. Una visita inesperada.

—¿Acaso no puedo tomar una copa? —intenté hacerme el valiente, pero no podía ocultar el tembleque de mi voz.

Me puso una manaza en el hombro y me obligó a bajar de la silla. Me sentí como un niño travieso cuando, acto seguido, me cogió de la oreja y me la retorció, hasta un punto en que me vi obligado a girar la cabeza de forma un tanto cómica. Evelina había desaparecido en algún momento indeterminado, y la chica de la barra fingía estar ocupada unos metros más allá.

—Acompáñame.

Sin soltarme ni por un instante, me guió por el pasillo oscuro y luego escaleras arriba, hasta una pequeña habitación cerrada con llave, pobremente iluminada, de paredes pintadas en gris. Había una mesa con tres grandes monitores de ordenador, y tras ella un sillón de cuero. Delante había dos sillitas. Aquello parecía la consulta de un doctor psicópata y algo siniestro.

—Muy bien, estrellita del porno… ¿qué coño estás haciendo aquí? —inquirió justo enfrente de mí, mirándome desde arriba y muy de cerca. Su tono de voz, como siempre, indicaba que no era alguien dispuesto a tonterías.

—Te lo he dicho antes, tomar una copa. Y, por qué no, divertirme con alguna mujer.

—Lo siento amigo, pero no me la vas a colar. Este no es sitio para gente como tú.

—Las putas son caras aquí —dije—, pero cualquiera puede darse un capricho de cuando en cuando.

Instantáneamente me cruzó la cara de una bofetada. Sospecho que estaba cansado de bromas. La mejilla me ardía y no creo que emplease ni un uno por ciento de la potencial fuerza de sus brazos. Se me saltaron las lágrimas.

—Me parece que no estás para demasiados caprichos… —sonrió—. ¿Por qué has venido? ¿Acaso creías que no me iba a enterar?

No estaba dispuesto a que me abofeteara de nuevo.

—A decir verdad, no sabía que estarías aquí. No tenía ni idea.

—Si piensas que me voy a creer que estás aquí por pura casualidad vas listo.

—Solo quiero respuestas.

—Y yo también. ¿Cómo has venido hasta aquí?

—He seguido a tu primo.

—Así que ahora te ha dado por jugar a los espías…

Pareció divertirle la situación. Se sentó en el sillón giratorio, que me pareció de juguete en cuanto lo ocupó; aquel inmenso y musculado cuerpo sobresalía por todos sitios.

—Desde aquí controlo todo lo que pasa en esta casa —continuó—. Te he visto con Evelina, curioseando y entrometiéndote donde no debes. En cuanto termine contigo, esa zorra se va a enterar.

Sacó su móvil, se giró ligeramente y empezó a marcar un número. En aquel momento sentí unas irresistibles ganas de echar a correr, pero sensatamente no lo hice.

—No vas a creerte quién ha venido a visitarnos —dijo Álex al teléfono—. Sube en cuanto termines esa mano.

Colgó y se quedó tamborileando los dedos sobre la mesa mientras me miraba. Fue la primera vez que me fijé en sus ojos: eran de un azul oscuro e intenso, y parecía que pudiesen perforar la carne.

—Siéntate —ordenó—. ¿Así que has venido en busca de respuestas, eh? A lo mejor Paco se divierte dándote algunas. A mí no me parece divertido.

—Ya que me estáis pidiendo dinero creo que tengo derecho a saber en qué andáis metidos…

—No te estamos pidiendo nada —interrumpió—. Simplemente tú nos lo vas a dar, porque vas a echarle una mano a mi primo y porque eres un chico discreto.

—Tu primo es un incontrolable putero y un jugador. Después de lo que he visto hoy ya sé de qué va esto.

Paco apareció por la puerta con la cara desencajada y transpirando sudor por la camisa. Lo noté más envalentonado, incluso con otra postura corporal. Entre las cuatro paredes de la Casa Damaris parecía estar transformado.

—Paco, ¿no te pitaban los oídos? —le preguntó Álex riendo—. Mira a quién he encontrado: ahora mismo estaba hablando «maravillas» de ti.

—¿Qué… qué cojones haces tú aquí? —me preguntó Paco.

—Ya ves. A uno también le gustan las copas y las putas.

—¿Quieres que te de otro aplauso en la cara? —exclamó Álex—. Dile la verdad.

Yo me quedé callado. No me apetecía dar explicaciones. Me habían pillado allí y punto. Nunca debí entrar en aquel edificio y ahora tenía que apechugar con las consecuencias.

Álex rompió el silencio, mirando a su primo con la cara tensionada:

—Te ha seguido hasta aquí.

—¿Cómo es posible?

—Tú sabrás —contestó Álex. Paco tomó asiento en la desvencijada silla junto a la mía. Se miraban y hablaban como si yo no estuviera allí—. Lo he pillado in fraganti. Estaba asomado a la partida con Evelina, y los dos cuchicheaban.

—Solo quería ver a qué dedicas tus tardes —intervine—. Ya me ha quedado claro por qué tienes problemas económicos.

—Ahora no te he dado permiso para hablar —prorrumpió Álex.

Paco se había girado hacia mí, con una pierna cruzada sobre la otra:

—Déjale —dijo—. Deja que hable. Adelante, Ricardo. Si crees que debes hablar, lo mejor será que no te guardes nada.

No sabía ni por dónde empezar, ni qué pretendía exactamente.

—Te he seguido. Lo admito. Ya está.

—Continúa.

—No. Ya está bien —dije—. Solo quiero marcharme de una vez.

—Vamos, Ricardo… solo estamos hablando. Cuanto más hablemos más claras quedarán las cosas. Probablemente ese ha sido mi error, nuestro error, no hablar lo suficiente. Cuéntame. ¿Qué has visto ahí abajo? ¿Me has visto jugando, no es así?

Me hablaba como si fuera un padre blando, de los que no creen en las regañinas y pretenden solucionarlo todo con una charla amistosa.

—Te he visto jugando, sí. Jugando con tipos trajeados que seguramente tengan más dinero que el que tú tendrás en treinta vidas —miré a Álex y exploté—. Me chantajeáis, me queréis quitar mi dinero para que este tipejo pueda seguir apostando y acostándose con putas de lujo. No sé cómo no se os cae la cara de vergüenza. Si el mundo fuera un lugar justo no habría lugar para gente como vosotros. Ni siquiera habríais nacido, o ya estaríais bajo tierra.

Por una vez, Álex no respondió con violencia. Se quedó e hizo una señal a Paco dando a entender que por el momento no pensaba intervenir.

—Eso es lo que ahora piensas —señaló Paco—, y a decir verdad no te culpo. Pero lo que pasa en realidad puede ser bien diferente.

—Yo he admitido que te he seguido hasta aquí. ¿Tanto te cuesta admitir que eres un vicioso y un derrochador?

—Joder, Ricardo. Me gusta el póker y adoro a las mujeres bonitas, como todo hombre en este mundo.

—Y ahora te has quedado sin dinero y quieres que yo te lo financie. Lo imaginaba y hoy lo he confirmado.

—Ojalá fuera tan sencillo —suspiró—. Y si así fuera, no estaría haciendo esto.

—Yo creo que es bien sencillo.

—¿Vas a darme la oportunidad de que me explique, Ricardo?

—Haz lo que quieras —dije. En realidad tenía curiosidad por saber con qué saldría esta vez.

—¿Sabes quién era el gordito del traje gris que estaba a mi lado en la mesa? —preguntó.

—No, o sea, sí, en parte. Es el dueño de este club. Me lo ha dicho la puta.

—En efecto.

—¿Y qué tiene que ver en esto?

—Le debo dinero —soltó—. Bastante.

—Cuidado con lo que dices, primo —interrumpió Álex—. No sé qué necesidad hay de contarle nada a éste.

—Tranquilo, Álex, tranquilo. Merece una explicación, y voy a hacerle un pequeño resumen de lo que está pasando aquí. Te rogaría que nos dejases solos.

—Entonces espera —dijo Álex mientras se levantaba. Se notaba que no le hacía gracia abandonarnos, o no se fiaba de dejar a Paco a solas conmigo. Se dirigió hacia mí, me levantó de la silla, me palpó por el interior de la camisa y los pantalones y extrajo mi móvil de mi bolsillo izquierdo. Lo apagó y lo puso sobre la mesa, junto al suyo. Yo no ofrecí ninguna resistencia. A posteriori, cuando uno recuerda tardes como aquella, siempre piensa en lo que pudo hacer, en mil y una opciones heroicas y violentas, en salir del embrollo con la cabeza bien alta y dejando a los adversarios por los suelos. A posteriori todo parece posible, mientras que en ese momento, cuando Álex se levantó frente a mí para cachearme, yo estaba tan paralizado que me hubiese dejado hasta desnudar—. Ya está. No me fiaba de que este pimpollo estuviese grabando o algo así. Volveré en cinco minutos. Con eso tienes más que suficiente para hacerle tu «pequeño resumen».

Cogió un manojo de llaves y los dos teléfonos, el suyo y el mío, y desapareció dando un portazo.

—A lo que iba, Ricardo —continuó Paco. Tomó aire y se aclaró la garganta—. Te lo pido por favor, déjame terminar de decirte lo que te voy a decir, y luego habla.

—Adelante, sorpréndeme —dije con ironía.

—Tenemos poco tiempo. Le debo dinero a Mario, y tú te preguntarás por qué. Crees que juego a las cartas por simple gusto, apostando tu dinero, y no podrías estar más confundido.

—No he visto que nadie estuviera apuntándote con una pistola para que jugaras.

—En ocasiones no hacen falta pistolas para obligar a alguien a algo. Empecé jugando porque me gustaba, cómo no. Uno tiene aficiones que a veces le pueden meter en problemas. Verás, yo conocí a Mario hace bastante tiempo, justo cuando rehabilitó esta casa y empezó a llamarse Damaris y la llenaron de alcohol y mujeres. Yo venía por aquí dos o tres veces por semana, como mínimo. Me gustaba el ambiente y, qué carajo, un hombre soltero se puede permitir esos caprichos. Como digo, conocí a Mario porque él siempre estaba aquí, siendo como era el dueño. A los pocos meses de inaugurar la casa, alguien, no recuerdo quién, propuso una partidita de póker entre los habituales. Yo me apunté. No hizo falta que me insistieran. Cartas, mujeres y bebida. Qué más podía pedir. Me sentía en Las Vegas, a quince minutos en coche.

»Apostábamos dinero, pero cantidades pequeñas. Quien ganaba podía pasar un buen rato con una chica e invitar a una ronda. Ganáramos o perdiéramos, lo pasábamos bien. A decir verdad, yo ganaba más que perdía, aquí donde me ves, tan callado como soy, ya me conoces. Un hombre de pocas palabras. Creo que fue eso le gustó a Mario, y comenzamos a llevarnos muy bien, hasta el punto en que le recomendé a mi primo cuando me dijo que necesitaba a alguien que se encargara de la seguridad, y él lo contrató sin mirar más candidatos.

»A partir de este momento, todo fue a peor. Todo lo que puede ir mal, acaba yendo mal, ¿no crees? El caso es que la casa era cada vez más conocida y, como buen sitio caro, empezó a llenarse de gente pudiente. El dinero hace buenas amistades, y Mario congenió con ellos; pronto los invitó a las partidas. Los habituales nos vimos sustituidos por esa otra gente podrida de dinero, gente con la que no conviene apostar a las cartas.

»Mario me avisó, no puedo culparle. Recuerdo lo que me dijo un día: “Paco, las partidas de los viernes se van a poner más serias. Las cantidades ya no son moco de pavo. Tienes más que perder que por ganar”. Yo me tomé aquello como un insulto e insistí en jugar. El primer viernes que aquella gente decidió ponerse en serio con las apuestas me pasó lo peor que podía pasarme: gané la partida. Yo me confié y creía que iba a hacer mucho dinero jugando. El segundo viernes me fue peor, y el tercero aún peor. Lo que gané la primera semana ya estaba más que gastado.

—¿Por qué no dejaste de jugar en ese momento? —pregunté.

—Porque la estupidez y la avaricia pueden ser muy grandes en una persona. Y porque no soporto que se rían de mí. Ahí abajo hay un médico, uno de esos con buena fama en la ciudad, con clínica privada donde hacen liposucciones y esa clase de arreglos a las ricachonas. Él puede gastar, jugando, el equivalente a mi nómina cada semana. Si vieras cómo me sonríe cuando me gana una mano, Ricardo… No soporto que nadie se ría de mí de esa manera. No quiero perder el hilo de lo que estaba contando. Perdí todo lo ganado y entré en un bucle de derrotas. Solo quien juega a póker asiduamente sabe lo que es eso. En vez de retirarme me empeñé en intentar ganar de nuevo, como hice la primera vez. Pensaba que no era tan difícil.

»Ahí fue cuando tiré de ahorros. Pasaron las semanas y los meses y mi cuenta corriente bajaba y bajaba, y lo peor es que no me importaba. ¿Para quién he ahorrado? ¿Para los estudios de los hijos que nunca tendré? —rió amargamente—. En realidad sí que me importaba. Ya no podía, y sigo sin poder, acostarme con mis amiguitas de aquí. Por eso te pedí que me presentaras a la tuya… uno tiene sus necesidades, ya lo sabes.

»Solo quería volver a ganar, Ricardo. Estaba tan obsesionado que no pensaba en otra cosa. Y cuando me quedé sin dinero… Mario me empezó a prestar. No, no pienses que él es tan tonto como lo fui yo. Él puso condiciones, en las que siempre sale ganando. Para empezar, el trabajo de mi primo es el primer aval. Y Álex no es un solitario como nosotros… él tiene una familia que mantener y este es el mejor empleo que podría encontrar. Y me temo que hasta aquí te puedo contar.

Me sorprendió la larga confesión de Paco y su entereza a la hora de hablar. La voz no le tembló ni un instante y sus ojos, vidriosos, fueron capaces de mirar a los míos durante más de dos segundos antes de apartarse. Aun así, la injusticia y el chantaje que se estaba cometiendo conmigo se hizo aún más carente de toda disculpa. Por lo menos ya me quedaba algo más claro el papel de Álex.

—Entonces, si te he entendido bien, quieres que yo sea quien pague lo que le debes al jefe de tu primo para que no le ponga de patitas en la calle.

—Tómatelo como un préstamo que nos haces, Ricardo.

—Y una mierda. Te has metido en esta situación tú solito, y tú solito deberías salir.

—Ya no puedo. Mario ya no me deja ni un euro más.

—Es lógico. Lo que me extraña es que siga dejándote entrar en su negocio.

—Es complicado, joder, muy complicado. La única forma que tengo de salir de ésta es seguir jugando. Jugar y ganar. Lo que gane no será para mí, sino para pagar la deuda que tengo con él. Y para seguir jugando necesito dinero.

—Deudas para cubrir deudas. Creía que eras más inteligente. La deuda que pretendes contraer conmigo va más allá del dinero.

—Estoy cogido por los huevos, Ricardo. Estoy obligado a seguir jugando.

—No entiendo por qué.

—Yo nunca gano, ¿lo entiendes? —su voz sonó como una súplica. Por un instante me miró y supe que había algo que le era imposible contar. Reflexioné por un instante.

—Ganes tú o gane Mario, siempre gana él. ¿Trampas quizás? Dos jugadores como si fueran uno —resolví—. Multiplicar por dos las posibilidades. Quizás tengáis un código de gestos o miradas. Te acaricias la oreja y sabe que vas de farol, o cosas así. No soy un experto en póker, pero creo que eso se hace en otro juego. Le debes tanto que va a utilizarte hasta que le devuelvas todo. Y tú me vas a utilizar a mí.

Mientras yo mismo argumentaba en voz alta, aquello me recordaba a la cadena alimenticia, a la ley de la selva. El animal grande se come al pequeño. Mario era un león, un tiburón. Paco era una rata, un asqueroso y vulgar pez de los que acaban arrojando al váter. Pero conmigo se había confundido. Yo no era ningún insecto. Yo no era plancton. Continué hablando:

—Eso es. Necesitas dinero con el que jugar, haciendo trampas para cubrir deudas —mientras pronunciaba estas palabras, creí ver como Paco asentía con la mirada—. En buen jardín estás metido. ¿Sabes que ahora mismo podría bajar a esa sala y hablar de todo esto, verdad?

—Si no quieres tener problemas con más personas, incluido Mario, más te vale no hacer eso. Además, eres tú el que ha sacado esas conclusiones. Yo ni quiero ni puedo decir nada más. ¿Comprendes mejor ahora por lo que estoy pasando, Ricardo? ¿Comprendes que lo tuyo ha sido lo último a lo que agarrarme? Ayúdame. Volveré a ganar, lo sé. Con suerte, en tres o cuatro partidas todo puede quedar solucionado. Ayúdame y borraremos juntos ese condenado vídeo.

El vídeo. Hasta me había olvidado de él. El vídeo era lo de menos. No contesté.

—He de seguir jugando —dijo—. Puede que hoy mismo todo empiece a cambiar a mejor. Nos vemos el lunes en la empresa.

Se levantó y me dio un par de tímidas palmaditas en el hombro. Lo gracioso es que, en aquel momento, Paco creía que yo me había quedado conforme con sus explicaciones. Creía que le «ayudaría» sin más. Creo que ni se imaginaba que yo tenía más ganas que nunca de retorcerle el cuello. Cuando abrió la puerta para marcharse, Álex ya estaba allí. Yo también me levanté dispuesto a irme, pero el grandullón me cerró el paso.

—Siéntate.

—Quiero irme.

—Ahora te vas a esperar. Paco te ha dado su charlita y yo no voy a ser menos. Tranquilo, la mía será mucho más breve.

—Ya veo que hoy estáis habladores.

—No creas. Lo mío no son las palabras. Lo mío son los hechos. Y el hecho de hoy es que te has plantado aquí siguiendo a mi primo. No me gustan los niñatos como tú, y menos cuando se las dan de algo que no son. Tú no eres un poli, ni eres el protagonista de una peli de acción. Tú eres un fracasado que no puede ni follarse en condiciones a una mujer.

Yo ya estaba escarmentado. Sus insultos me entraban por un oído y me salían por el otro. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio.

—Te lo repito: lo de hoy no me ha gustado nada —continuó—. No sé qué te habrá contado el blando de mi primo. Ahora que lo pienso sois tal para cual. Lo que sé es que vas a pagar religiosamente lo acordado, y si vuelves por aquí fijaré contigo y personalmente nuevas condiciones que no te van a gustar nada. Creo que no hemos puesto de forma clara los puntos sobre las íes: si te niegas a pagar, o si por un momento sospecho que has ido donde no debes a contar lo que no debes, puedo asegurarte que esa vergüenza de vídeo va a ser el más pequeño de tus problemas. ¿Me has entendido?

No contesté. No hubo en sus palabras nada que yo ya no sospechara desde hacía tiempo. El vídeo era una simple excusa para que Álex me atormentara, me chantajeara y amenazara.

—No saldrás de aquí hasta que digas que me has entendido.

—Te he entendido —dije. Solo quería desaparecer de aquella casa cuanto antes. Me lanzó mi teléfono y él mismo me abrió la puerta.

—Tienes la cara colorada —señaló—. Cuando te mires al espejo esta noche te acordarás de lo que debes y lo que no debes hacer.

Cerró la puerta a mis espaldas y se quedó dentro de la habitación. Fuera ya estaba oscureciendo, y se habían encendido todas las luces de la casa. Eran rojizas y cálidas, pero a mí me parecían lamparones de lava salidos del infierno.

Pensé que, en cuanto arrancara el coche, no sabría a dónde ir. No sabría si acudir a comisaría a denunciar, ignorando las amenazas de Álex. No sabría si ir a casa, acostarme y no volverme a levantar.

Miré mi cara enrojecida en el espejo retrovisor; casi se intuía la forma de la mano de Álex sobre mi carrillo izquierdo. Volví a encender mi teléfono y a los pocos segundos recibí una llamada. Era Sable.

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