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Turno de noche » Capítulo 6

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Capítulo 6

Al colgar el teléfono, las cifras del calendario que colgaba en la pared se volvieron borrosas. Era la primera vez que Masako se mareaba a causa de una emoción tan intensa.

La noche anterior se había preocupado por Yayoi, pero no quería entrometerse en su vida. Y, sin embargo, ahora estaba dispuesta a ayudarla. ¿Realmente era eso lo que debía hacer? Masako se apoyó en la pared con las manos mientras recuperaba la visión.

De pronto recordó que su hijo, Nobuki, estaba mirando la tele tumbado en el sofá, pero al volverse vio que había desaparecido. Debía de haber subido a su habitación sin que ella se diera cuenta. Yoshiki, su marido, se había tomado una copa después de cenar y se había acostado pronto, de modo que ninguno de los dos había oído su conversación con Yayoi. Aliviada, se puso a pensar en lo que debía hacer a partir de ese momento, pero en seguida supo que no tenía tiempo que perder. Tenía que irse. Ya pensaría en el coche.

Cogió las llaves en el recibidor y se asomó a la escalera para anunciar su marcha.

—Me voy al trabajo —gritó a su hijo—. No te olvides de cerrar el gas.

No hubo respuesta. Masako sabía que Nobuki había empezado a fumar y a beber a escondidas mientras ella no estaba en casa, pero también sabía que no podía hacer gran cosa para remediarlo. Su hijo estaba a punto de cumplir diecisiete años sin saber muy bien lo que quería hacer con su vida, sin tener grandes esperanzas ni ilusiones. En primavera, al poco de entrar en el instituto, lo habían pillado con unas entradas para una fiesta que alguien le había dado, motivo por el cual había sido expulsado bajo la acusación de querer venderlas entre sus compañeros. El castigo impuesto era a todas luces exagerado, para que sirviera de ejemplo al resto de estudiantes, y desde entonces se había encerrado en su mundo y había dejado de hablar. Durante un tiempo, Masako había intentado encontrar la forma de llegar a su hijo, pero por lo visto Nobuki se había resignado a la situación y ella había acabado por desistir. Podía darse por satisfecha con que acudiera todos los días a su trabajo de enlucidor. El hecho de tener un hijo, pensaba Masako, suponía no poder romper la relación aunque las cosas no fueran como una deseaba.

Masako se quedó de pie frente a la puerta de la pequeña habitación que daba al recibidor. Desde el otro lado le llegaron los leves ronquidos de su marido. En un principio esa habitación estaba destinada a ser un trastero, pero su marido llevaba mucho tiempo durmiendo en ella. A decir verdad, habían empezado a dormir separados incluso antes de trasladarse a esa casa, cuando Masako todavía trabajaba en la oficina. Ahora ya se había acostumbrado, y el hecho es que ya no consideraba extraño que los tres durmieran en habitaciones separadas.

Su marido trabajaba en una empresa de construcción que formaba parte de un gran grupo industrial que gozaba de una buena reputación, pero Yoshiki le había contado que con la crisis económica los empleados de la empresa se sentían maltratados por la dirección. Aparte de eso, Masako no sabía prácticamente nada de su trabajo, puesto que Yoshiki siempre se mostraba reacio a hablar del tema.

Se habían conocido en el instituto. Yoshiki era dos años mayor y le había atraído por esa especie de nobleza que le hacía estar por encima de los asuntos terrenales. Sin embargo, esa misma nobleza, su resistencia a rivalizar y a superar a los demás, lo hacían poco apto para un sector tan competitivo como el de la construcción. Prueba de ello era que se había quedado sin posibilidades de conseguir un ascenso. Seguramente su carácter no casaba con el entorno que lo rodeaba. De hecho, había cierta similitud entre Yoshiki, que se pasaba los días festivos encerrado en su pequeña habitación, como un ermitaño, y su hijo Nobuki, que había decidido dejar de comunicarse incluso con las personas que tenía más cerca.

Formaban un trío especial: un hijo silencioso que había abandonado sus estudios; un marido deprimido por culpa de su empleo, y la propia Masako, que había sido víctima de una reducción de plantilla y había pasado a trabajar en el turno de noche de la fábrica. Al igual que habían decidido dormir en habitaciones separadas, también parecían haber escogido sobrellevar cada uno su carga y afrontar a solas sus circunstancias.

Yoshiki no dijo nada cuando Masako fue incapaz de encontrar un trabajo de sus características y se incorporó al turno de noche en la fábrica. Masako creía que el silencio de su marido no era tanto una muestra de apatía como un indicio de que había abandonado todo esfuerzo baldío. Empezó a construir su propia burbuja, cuya entrada ella tenía vetada. Las manos de su marido, que ya nunca posaba en su cuerpo, estaban ocupadas alzando un muro. Como tanto ella como Nobuki estaban en contacto con el mundo, Yoshiki había decidido rechazarlos por mucho que le doliera.

Consciente de su situación, Masako se preguntó cómo podía meterse en los asuntos de Yayoi si era incapaz de solucionar los problemas de su familia. Aun así, abrió la endeble puerta de su casa y salió a la calle dispuesta a ayudar a su amiga. El ambiente era mucho más fresco que la noche anterior. Alzó la vista y vio una luna rojiza flotando en el cielo. Pensó que era un mal augurio y cerró los ojos. Yayoi acababa de matar a su marido. ¿Qué podía ser peor?

Su Corolla estaba aparcado en el angosto porche anexo. Subió al coche por la puerta que apenas pudo entreabrir, le dio al contacto y arrancó sin perder tiempo. El ruido del motor retumbó por el barrio de casas unifamiliares rodeadas de campos. Sin embargo, lo que más preocupaba a Masako no era que sus vecinos se quejaran por el ruido sino que le preguntaran adónde iba a esas horas.

Yayoi vivía cerca de la fábrica, en el mismo barrio de Musashi Murayama. Pasaría por su casa tratando que nadie la viera. De pronto recordó que, como cada día, había quedado a las once y media con Kuniko para ir juntas hasta la fábrica. Seguramente no llegaría a tiempo. Además, Kuniko era muy desconfiada y tenía una sensibilidad especial, un sexto sentido para adivinar lo que pasaba, de modo que debería inventar una buena excusa para no levantar sospechas.

No obstante, tal vez sus preocupaciones no sirvieran de nada. Cabía la posibilidad de que algún vecino hubiera descubierto lo sucedido en casa de los Yamamoto, o que Yayoi hubiera decidido entregarse a la policía. Incluso que todo no fuera más que una invención de su compañera. Impaciente, Masako pisó el acelerador.

El aroma de las gardenias que crecían en los márgenes de la carretera entró por la ventanilla abierta, inundó el coche durante unos instantes y desapareció en la oscuridad. Junto con el aroma, Masako notó que también desaparecía la compasión que había sentido por Yayoi. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué se había molestado en escucharla? En todo caso, era mejor que esperara a verla para decidir lo que haría a continuación.

Al llegar a la esquina de la callejuela donde vivía Yayoi, vio una figura blanca. Una mujer. Masako frenó en seco.

—Masako —dijo Yayoi con el rostro desencajado.

Vestía un polo blanco y unos vaqueros que le quedaban grandes. Masako tragó saliva ante la sensación de indefensión que transmitía el polo blanco flotando en la oscuridad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Masako.

—El gato se ha escapado —respondió Yayoi, de pie junto al coche y con lágrimas en los ojos—. Los niños lo quieren mucho, pero se ha esfumado al ver lo que he hecho.

Masako se llevó el índice a los labios para indicarle que bajara la voz. Yayoi miró a su alrededor. Sus manos, apoyadas en la ventanilla del coche, temblaban levemente. Al verlas, Masako decidió que debía hacer lo posible por ayudarla.

Mientras avanzaba poco a poco con el Corolla por el callejón, levantó los ojos hacia las ventanas de las casas vecinas. Eran las once de un día laborable. Sólo se veía alguna luz débil proveniente con toda seguridad de algún dormitorio. Como hacía fresco, la mayoría de vecinos dormían con las ventanas abiertas y el aire acondicionado apagado. Debían ir con cuidado y no hacer ruido. Masako empezó a preocuparse por el traqueteo de las sandalias de Yayoi.

Yayoi vivía en una casa de una sola planta situada al fondo del callejón. Debía de tener unos quince años y, además de ser pequeña e incómoda, el alquiler era exageradamente alto. Era lógico que ella y su marido hubieran estado ahorrando para mudarse de vivienda. Sin embargo, su esfuerzo no había servido de nada. La gente no hacía más que cometer estupideces. ¿Qué es lo que había llevado a Yayoi a hacer lo que había hecho? O, mejor dicho, ¿qué es lo que había hecho su marido para que Yayoi hiciera lo que había hecho? Inmersa en esos pensamientos, Masako bajó del coche en silencio y se quedó mirando a su compañera, que se acercaba corriendo por el callejón.

—No te asustes, ¿vale? —le dijo justo antes de abrir la puerta.

Al abrirla, Masako entendió que su amiga no lo decía por lo que había hecho, sino por la escena que les esperaba: Kenji estaba tumbado en el recibidor, con el rostro y el cuerpo fláccido. Tenía los ojos entrecerrados, la lengua fuera y un cinturón marrón alrededor del cuello. No había ningún rastro de sangre, y tenía la tez pálida.

Masako estaba preparada para recibir el impacto, pero al ver el cadáver se mantuvo sorprendentemente serena. Quizá porque no había visto nunca antes a Kenji, su cadáver no le pareció más que el cuerpo inerte de un hombre con un rostro ridículamente relajado. Sin embargo, aún no había logrado hacerse a la idea de que Yayoi, a quien siempre había considerado una madre y esposa modélica, había asesinado a su marido.

—Aún está caliente —dijo Yayoi tocándole la pantorrilla, como si quisiera confirmar que estaba muerto.

—Así que es verdad —murmuró Masako con la voz apagada.

—¿Creías que te estaba engañando? —preguntó Yayoi—. Jamás mentiría sobre algo así.

A pesar de la tristeza de Masako, Yayoi esbozó una sonrisa. O quizá fuera sólo un gesto con los labios.

—¿Qué piensas hacer? ¿De verdad no quieres confesar?

—No —respondió Yayoi negando decididamente con la cabeza—. Quizá me haya vuelto loca, pero no creo que haya hecho nada malo. Se lo merecía. Quiero pensar que ha preferido irse a algún lugar antes de volver a casa.

Mientras meditaba sobre esas palabras, Masako echó un vistazo a su reloj. Eran casi las once y veinte. Tenían que estar en la fábrica antes de las doce menos cuarto.

—Hay mucha gente que no vuelve a casa —dijo—. Pero ¿estás segura de que nadie ha visto a tu marido?

—A estas horas, desde la estación hasta aquí no suele haber nadie.

—Si ha llamado a alguien mientras volvía a casa, estás perdida —le advirtió Masako.

—Siempre puedo decir que no volvió.

—Es verdad. Pero si la policía te interroga, ¿sabrás disimular?

—Pues claro —aseguró Yayoi abriendo los ojos.

Su hermoso rostro no aparentaba tener treinta y cuatro años. Con esa expresión, nadie dudaría de ella. Sin embargo, no dejaba de ser una apuesta arriesgada.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Masako con gravedad.

—Lo escondemos en tu maletero y…

—¿Y?

—Y mañana nos deshacemos de él.

No había otra opción.

—De acuerdo —convino Masako—. Pero debemos darnos prisa. Llevémoslo al coche.

—No sé cómo agradecértelo. Ya me dirás lo que te debo.

—No quiero dinero.

—Entonces, ¿por qué has venido? —le preguntó Yayoi agarrando a Kenji por debajo de los brazos.

—No lo sé —respondió Masako mientras cogía las piernas flácidas del hombre que había sido el marido de su compañera de trabajo.

Kenji medía más o menos lo mismo que ella, alrededor de un metro setenta, pero al ser un hombre era mucho más pesado. Al final consiguieron sacarlo fuera. Con esa expresión relajada y la cabeza ladeada, podía parecer simplemente borracho. Lo único que no cuadraba era el cinturón enroscado alrededor del cuello, cuyo extremo arrastraba por el suelo. Masako observó que Yayoi lo cogía sin decir nada y que se lo ceñía alrededor de la cintura.

—¿No has olvidado quitarle todo lo que llevaba? —preguntó Masako.

—No —respondió Yayoi—. No llevaba nada más.

Le doblaron las extremidades y lo metieron en el maletero.

—No podemos faltar al trabajo —dijo Masako—. Hay que pensar en tu coartada. Esta noche lo dejamos en el parking, y durante el turno ya pensaremos lo que hacemos con él.

—De acuerdo. Así será mejor que vaya en bici, como siempre.

—Exacto. Como si nada hubiera sucedido.

—Gracias, Masako. Te dejo con él.

Ahora que el cadáver ya no estaba en su casa, Yayoi adoptó una actitud más decidida. En su rostro se reflejaba cierta sensación de liberación, como si hubiera terminado un trabajo especialmente duro. Quizá creía que Kenji había desaparecido de la faz de la Tierra. Preocupada por el súbito cambio que Yayoi acababa de experimentar, Masako se subió al Corolla y se abrochó el cinturón de seguridad.

—No estés tan alegre. Te van a descubrir —murmuró.

Yayoi se cubrió la boca con una mano, como si quisiera controlar su nerviosismo. Masako miró sus grandes ojos.

—¿De veras parezco alegre?

—Un poco.

—Por cierto, ¿qué hacemos con el gato? ¡Qué fastidio! Los niños lo echarán de menos.

—Ya volverá.

—¡Qué fastidio! —repitió Yayoi.

Masako puso el coche en marcha y arrancó. Al poco rato, empezó a pensar en el cadáver de Kenji. ¿Y si alguien la paraba? ¿Y si alguien impactaba con su automóvil por detrás? En lugar de conducir con más precaución si cabe, sus pensamientos la obligaron a acelerar por las calles oscuras, como alma que lleva el diablo. De algún modo, era consciente de qué era lo que la acechaba: el cuerpo sin vida que llevaba en el maletero. Se dijo que tenía que calmarse.

Finalmente llegó al parking de la fábrica. Vio el Golf de Kuniko, atravesado en la plaza de siempre. Debía de haber ido sola hasta la fábrica para no llegar tarde. Masako se bajó del coche, encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. Esa noche, por primera vez, no notó el olor a frito ni a humo. Quizá también ella estuviera nerviosa.

Rodeó el coche hasta la parte trasera y se quedó mirando el maletero. Allí dentro había un cadáver del que tenía que deshacerse a la mañana siguiente. Se encontraba en una situación que no había imaginado ni en sueños, y se dio cuenta de que no tenía ni idea de las direcciones que podía emprender su propia vida. Visto así, podía entender el sentimiento de liberación que se había apoderado de Yayoi.

Comprobó que el maletero estuviera bien cerrado y, con el cigarrillo en la mano, echó a andar por el camino que llevaba a la fábrica. No tenía mucho tiempo. Esa noche tenía que hacer todo lo posible para no llamar la atención. Sin embargo, justo a la altura de la fábrica abandonada que quedaba a la izquierda del camino, un hombre con gorra emergió de la oscuridad y la cogió del brazo. Sorprendida, aunque intentando mantener la calma, se dio cuenta de que había olvidado por completo la amenaza del pervertido. Sin apenas tiempo para gritar, el hombre la empujó con fuerza hacia el edificio en ruinas.

—¡Basta! —gritó Masako.

Su voz aguda desgarró la oscuridad.

Asustado, el hombre le tapó la boca con la mano derecha e intentó tirarla al suelo, entre la espesa hierba que crecía al lado del camino. Masako aprovechó su altura para sacudirse el brazo que la tenía cogida por el hombro y, blandiendo el bolso, consiguió deshacerse de la mano que le tapaba la boca. Aun así, el hombre seguía sujetándola con el brazo izquierdo, empujándola hacia el suelo. Tal y como había dicho Kuniko, no era muy alto, pero sí muy robusto, y olía a colonia.

—¡Déjame! —exclamó Masako—. ¡Hay muchas mujeres más jóvenes que yo!

Fue entonces cuando notó que el hombre dudaba y aflojaba la presión con que le sujetaba el brazo. Segura de que se trataba de uno de los empleados de la fábrica que la conocía de vista, Masako intentó deshacerse de él y volver al camino. El individuo reaccionó con rapidez y se plantó delante de ella para cortarle el paso. Masako recordó que en la zona había una alcantarilla cubierta de hormigón. Evitando caer en uno de los respiraderos, se alejó del hombre poco a poco, sin dejar de mirarlo. No podía distinguir sus facciones, pero sí entrevió que sus ojos oscuros brillaban bajo la visera a la luz rojiza de la luna.

—Eres Miyamori, ¿verdad? —se aventuró Masako, lanzando el primer nombre que le pasó por la cabeza—. Eres Kazuo Miyamori —insistió al ver que el hombre dudaba—. Si me dejas, no se lo diré a nadie. Hoy no puedo llegar tarde. Si quieres, podemos vernos otro día. De veras. —El hombre tragó saliva, sin saber cómo reaccionar ante la propuesta de Masako—. Por favor, déjame —insistió—. Podemos quedar otro día. A solas.

—¿De verdad? —preguntó el hombre en un japonés con acento. Por la voz, Masako confirmó que, en efecto, se trataba de Miyamori—. ¿Cuándo?

—Mañana por la noche. Aquí mismo.

—¿A qué hora?

—A las nueve.

En lugar de responder, el hombre la abrazó y le dio un beso en los labios. Apretujada contra su cuerpo, duro como una roca, a Masako se le cortó la respiración. Sus piernas se enredaron y ambos cayeron chocando con gran estruendo contra la oxidada persiana metálica del muelle de carga de la fábrica. El hombre quedó aturdido y miró a su alrededor. Masako aprovechó la situación para deshacerse de él, recogió su bolso y se puso de pie. Al hacerlo, tropezó con un montón de latas vacías y a punto estuvo de volverse a caer.

—¡Búscate a una más joven! —exclamó furiosa.

El hombre bajó los brazos y la miró sorprendido. Ella se secó la saliva de los labios con el dorso de la mano y empezó a abrirse paso entre las altas hierbas.

—Mañana te estaré esperando —dijo el hombre en voz baja, con un tono suplicante.

Sin volverse, Masako saltó la alcantarilla y echó a correr por el camino. ¿Cómo le podía haber pasado algo así, justamente el día en que tenía que extremar las precauciones? Su error acrecentó su sentimiento de rabia y frustración. Y por si fuera poco, el violador era Kazuo Miyamori. Al recordar que la noche anterior la había saludado, su sangre bulló de indignación.

Subió la escalera de la fábrica mientras intentaba desenredar su pelo enmarañado. Komada, el encargado de seguridad e higiene, estaba a punto de irse.

—Buenas noches —dijo Masako.

Komada se volvió sorprendido al oír su voz entrecortada.

—¡Venga, rápido! —la apremió—. Eres la última. —Mientras le pasaba el rodillo quitapelusas por la espalda, Masako le oyó reír por primera vez desde hacía mucho tiempo—. ¿Qué has hecho? Llevas la espalda muy sucia.

—Me he caído.

—¿De espaldas? Vaya… No te habrás hecho daño en las manos, ¿verdad?

Estaba prohibido manipular los alimentos si había el menor rasguño. Masako se apresuró a mirar sus manos: tenía tierra entre las uñas, pero ninguna herida. Aliviada, negó con la cabeza.

Nadie debía saber de su encuentro con el violador. Sonrió vagamente y se fue directa al vestuario, donde ya no había nadie. Se puso la ropa de trabajo a toda prisa, cogió un gorro y un delantal y pasó por el lavabo. Al mirarse en el espejo, vio que el labio le sangraba. «Mierda», dijo para sí mientras se enjuagaba la boca. También descubrió un morado en el brazo izquierdo, probablemente fruto de verse arrastrada por la hierba. No quería ver ni rastro de ese hombre sobre su cuerpo. Le entraron ganas de desnudarse para comprobar que no le hubiera dejado otra señal, pero si lo hacía llegaría tarde y quedaría constancia del retraso en su ficha. Intentó reprimir su rabia, pero al recordar las palabras de Miyamori diciéndole que a la noche siguiente estaría esperándola, se dio cuenta de que no podía quejarse y se enfureció.

Se lavó bien las manos y bajó a la planta. Según el reloj eran las once y cincuenta y nueve minutos. Había llegado justo a tiempo, aunque era más tarde de lo que solía fichar. Definitivamente, no era su mejor noche.

Los empleados estaban en fila delante de la puerta que daba acceso a la planta de envasado, preparados para someterse al proceso de esterilización de brazos y manos. Yoshie y Kuniko se volvieron para saludarla. Masako les devolvió el saludo, y de repente vio a Yayoi a su lado, con el gorro y la máscara puestos.

—Llegas tarde —le dijo en voz baja—. Me tenías preocupada.

—Lo siento.

—¿Ha pasado algo? —se interesó Yayoi mirándola a los ojos.

—No, nada —respondió Masako—. ¿Cómo te ha ido a ti? No tenías ningún rasguño en las manos, ¿verdad? Lo consignan todo.

—Tranquila —dijo Yayoi mirando al interior de la fábrica, que les esperaba como un gran frigorífico—. Me siento más fuerte —añadió, pero a Masako no le pasó desapercibido el ligero temblor de su voz.

—Tienes que serlo —le dijo—. Es lo que has escogido.

—Ya lo sé.

Las dos cerraban la fila para pasar por la esterilización. Yoshie, que ya ocupaba su lugar al principio de la cinta, se volvió para instarles a que se apresuraran.

—¿Cómo piensas hacerlo? —murmuró Masako mientras ponía los brazos y las manos bajo el fuerte chorro de agua.

—Ni idea —dijo Yayoi.

Por primera vez desde lo sucedido, sus ojos hundidos parecían cansados.

—Pues a ver si se te ocurre algo —repuso Masako mientras echaba a andar hacia el principio de la cinta, donde Yoshie la esperaba—. Es cosa tuya.

Mientras atravesaba la nave, observó atentamente a los empleados brasileños, pero no había ni rastro de Kazuo Miyamori, lo que la reafirmó en su intuición.

—Gracias de nuevo —le dijo Yoshie.

—¿Por qué? —preguntó Masako sorprendida.

—Vaya… Me has dejado dinero, ¿no? Y además me lo has traído a casa. No sabes cuánto te lo agradezco. Te lo devolveré en cuanto cobremos.

Yoshie le propinó un suave codazo mientras le tendía una hoja en que se indicaba que debían preparar ochocientos cincuenta menús de ternera. Al pensar en los acontecimientos de la tarde, que parecían formar parte de un pasado lejano, Masako esbozó una amarga sonrisa. Había tenido un día muy largo.

—¿Te ha pasado algo? —inquirió Kuniko, que se ocupaba de pasarle las cajas a Yoshie.

—Lo siento. Se me ha hecho tarde.

—¿Ah sí? —dijo Kuniko—. Pues te he llamado justo antes de salir.

—Y no ha contestado nadie, ¿verdad? Seguro que ya había salido.

—Ya… Entonces has tardado mucho.

—Tenía que comprar algunas cosas —mintió Masako.

Kuniko no insistió, pero Masako sabía que su compañera no se había tragado su mentira. Debía ir con cuidado con Kuniko y su intuición.

Mientras se preparaba para poner la máquina en marcha, Yoshie miraba al otro lado de la cinta. Masako siguió su mirada y vio a Yayoi, que estaba de pie, abstraída en sus pensamientos. Su figura destacaba entre las otras, con las manchas de salsa marrón en los brazos y la espalda.

—¿Os pasa algo? —le preguntó Yoshie.

—¿Por qué lo preguntas?

—Yayoi está en las nubes, y tú has llegado tarde…

—Ayer también lo estaba —dijo Masako—. Más vale que empecemos a trabajar. Nakayama está al caer.

Los únicos puestos vacantes eran aquellos en los que el trabajo consistía en allanar la carne para ponerla sobre el arroz. Masako se dirigió hacia uno de esos puestos, mientras que Yoshie, renunciando a hacer más preguntas, puso la máquina en marcha. Primero pasaron la hoja con el pedido para que todo el mundo la leyera. A continuación el sistema automático que proveía a la cadena arrancó con un sonido seco: el primer bloque de arroz salió por la boca de acero inoxidable y cayó en la caja que Kuniko había pasado a Yoshie. Así empezó otra larga noche de trabajo.

Mientras preparaba los trozos fríos de ternera, Masako notó que alguien la miraba y alzó la vista. Yayoi ocupaba justo el otro lado de la cadena.

—¿Qué pasa?

—Si acabara así, nadie lo sabría, ¿verdad? —respondió Yayoi mirando los trozos de carne.

Sus ojos refulgían de un brillo extraño.

—Cállate —murmuró Masako mirando a las empleadas que tenía a ambos lados.

Por suerte, ninguna de las dos había oído el comentario de Yayoi. Masako le lanzó una mirada de reproche y, al darse cuenta de su error, Yayoi bajó los ojos, que se le llenaron de lágrimas. Al verla pasar de la euforia al llanto con tanta facilidad, Masako empezó a dudar de su capacidad para controlar la situación que se le venía encima. Sin duda, tendría que ayudarla.

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