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Cuervos » Capítulo 2

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Capítulo 2

Después de colgar, Masako consultó su reloj de pulsera. Eran las cinco y veinte.

Esa noche no tenía que ir a la fábrica y no sabía a qué hora iban a volver su marido o su hijo, de modo que hubiera podido pasar una tarde tranquila. No obstante, las cosas habían cambiado de repente. Hasta entonces todo había ido bien, pero de pronto acechaban los peligros; si daban un solo paso en falso desaparecerían para siempre en la oscuridad. Masako intentó concentrarse, como si se propusiera sacarle una punta muy fina a un lápiz.

Al cabo de unos minutos, cogió el mando a distancia y encendió el televisor. Buscó un canal donde emitieran noticias, pero aún era demasiado pronto. Entonces pensó en el periódico vespertino: tal vez contuviera información importante que le hubiera pasado inadvertida. Apagó la tele y cogió el diario que había dejado en el sofá.

Al pie de la tercera página encontró lo que buscaba: un breve cuyo titular rezaba: «Encontrado cadáver descuartizado en un parque». ¿Por qué no lo había visto antes? Ésa era la prueba de su exceso de confianza. Mientras se prometía a sí misma extremar las precauciones, leyó el artículo por encima.

Según el periódico, una empleada de la limpieza había descubierto esa misma mañana en una papelera del parque una bolsa de plástico que contenía varios trozos de un cadáver. Después de una inspección policial, se habían encontrado un total de quince bolsas esparcidas por el recinto, todas ellas con varias partes del cuerpo de un hombre adulto. Eso era todo lo que decía el artículo, pero a juzgar por el número de bolsas y por la situación del parque no había duda de que se trataba de la parte que había encomendado a Kuniko. Implicarla en el asunto había sido un gran error. Si desde el principio no había confiado en ella, ¿por qué le había encargado que se ocupara de esas bolsas? Irritada por su craso error, empezó a morderse las uñas.

Que descubrieran la identidad de Kenji era sólo cuestión de tiempo. No había manera de remediar lo que ya estaba hecho, pero aun así quizá fuera mejor avisar a Kuniko para que no cometiera más imprudencias, o incluso amenazarla. No obstante, primero tenía que ir a casa de Yoshie para ponerla al corriente de lo sucedido.

Yoshie tenía intención de ir a trabajar, así que debía actuar con celeridad. Masako y sus compañeras libraban la noche del viernes al sábado en lugar de la noche del sábado al domingo porque la paga del domingo era un 10 por ciento más alta. Sin embargo, como Yoshie necesitaba el dinero, también trabajaba la noche del viernes al sábado, por lo que no descansaba ni un solo día.

En cuanto pulsó el timbre amarillento de la casa de Yoshie, la puerta se abrió casi al instante, con un desagradable crujido.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Yoshie, envuelta en una nube de vapor.

Debía de estar preparando sopa para la cena, pensó Masako al percibir el olor a caldo mezclado con el hedor a desinfectante que acostumbraba a reinar en esa casa.

—¿Puedes salir un momento, Maestra? —murmuró Masako.

En la pequeña sala de estar, situada enfrente del recibidor, vio a Miki sentada en el suelo, con los brazos alrededor de las rodillas. Estaba tan abstraída con los dibujos animados de la tele que ni siquiera se volvió para ver quién era.

Yoshie empalideció ante la sospecha de que había pasado algo malo. El cansancio se reflejaba claramente en su rostro trasudado. Masako dio un paso a un lado y esperó a que Yoshie saliera.

Justo al lado de la puerta principal había un pequeño jardín que Yoshie había convertido en un modesto huerto. Masako miró con curiosidad los abundantes tomates rojos que colgaban de las ramas.

—Ya estoy aquí —dijo Yoshie al salir—. ¿Qué miras?

—Los tomates. Parecen muy bien cuidados.

—Si tuviera más espacio, también plantaría arroz —comentó Yoshie con una sonrisa mientras contemplaba el angosto terreno arropado bajo los aleros de la casa—. Ya estoy harta de ellos, pero parece que esta tierra les va bien. Son muy dulces. Llévate los que quieras. —Cogió uno especialmente maduro y lo puso en la mano de Masako, que lo miró durante un instante, pensando en lo sano que parecía pese a haber crecido al lado de una casa en ruinas—. ¿Qué querías? —le preguntó Yoshie expectante.

—¡Ah! —dijo Masako levantando la cabeza—. ¿Has leído el periódico?

—No recibimos ninguno —repuso Yoshie ligeramente avergonzada.

—Han encontrado algunas bolsas en el parque Koganei.

—¿En el parque Koganei? ¡No son las mías!

—Ya lo sé. Deben de ser las de Kuniko. Y la policía ha ido a casa de Yayoi porque ha denunciado la desaparición de Kenji.

—¿Ya saben que es él?

—Aún no —respondió Masako.

Yoshie parecía preocupada. Tenía las ojeras aún más marcadas que la noche anterior, en la fábrica.

—¿Qué vamos a hacer? —exclamó angustiada—. ¡Nos van a descubrir!

—Identificarán el cuerpo, de eso no cabe duda —convino Masako.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—¿Vas a ir a trabajar esta noche?

—Sí… —contestó Yoshie confusa—. Quería ir sola, pero no sé qué hacer.

—Es mejor que vayas. Tenemos que actuar como si nada hubiera pasado. Nadie sabe que viniste a mi casa ese día, ¿verdad?

—No —dijo negando con la cabeza.

—Muy bien. Y así debe de seguir siendo. Cabe la posibilidad de que sospechen de Yayoi. O sea que debemos evitar que sepan que tenían problemas o que le pegó. Si lo descubren acabaremos así —dijo juntando las muñecas, como si estuviera esposada.

—Entendido —dijo Yoshie tragando saliva y mirando los brazos huesudos de su compañera.

En ese preciso instante, apareció un niño pequeño que se aferró a las piernas de Yoshie. Únicamente llevaba puesto un pañal, dejando al descubierto su torso y sus piernas enclenques.

—Abuela —murmuró.

—¿Y éste?

—Es mi nieto —anunció Yoshie mientras cogía al pequeño de la mano para evitar que se escapara.

—¿Desde cuándo tienes un nieto? —preguntó Masako acariciando la cabeza del niño.

El contacto con sus suaves cabellos le recordó a Nobuki cuando era pequeño.

—Nunca te lo había dicho, pero tengo otra hija. Es de ella.

—¿Y lo cuidas tú?

—Sí —dijo Yoshie con un suspiro mientras miraba al pequeño.

El niño alargó un brazo para coger el tomate que Masako tenía en la mano. Cuando ella se lo dio, el pequeño lo olió y se lo restregó por la mejilla.

—¡Qué rico! —murmuró Masako.

—Sí —convino Yoshie—, pero es demasiado raro. Después de todo lo que ha pasado, tengo la impresión de que ya no me quedan fuerzas para cuidarlo.

—Cuando son pequeños dan mucha faena. Y aún lleva pañales, por lo que veo.

—Sí. Ahora tendré que cambiar los de dos.

Yoshie sonrió, pero en su mirada se reflejaba la responsabilidad de quien tiene personas a su cargo. Masako la observó durante unos instantes.

—Bueno. Si ocurre algo, vendré a verte.

—Masako —dijo Yoshie cuando su compañera estaba a punto de irse—, ¿qué has hecho con la cabeza? —preguntó bajando la voz para que su nieto no la oyera.

El pequeño estaba absorto observando el tomate, sin prestar atención a la conversación.

—La enterré al día siguiente —dijo después de asegurarse de que no había nadie cerca—. No te preocupes.

—¿Dónde?

—Es mejor que no lo sepas.

Masako echó a andar hacia su Corolla, que había dejado aparcado en la calle principal. Decidió no decirle nada sobre el intento de Kuniko de chantajear a Yayoi ni sobre el dinero del seguro de vida de Kenji. No valía la pena agobiarla más de lo que lo estaba. Aunque la verdad era que Masako ya no confiaba en nadie.

No muy lejos de allí, oyó el silbato de un vendedor ambulante de tofu. A través de las ventanas abiertas de las casas le llegaba el ruido de cacharros de cocina y el rumor de los televisores. Era la hora en que las amas de casa estaban más ocupadas. Masako pensó en su cocina, vacía y ordenada, y en su baño, el escenario de aquel acto macabro. Por muy duro que fuera, se sentía más a gusto en el baño que en la cocina.

Cogió el mapa para buscar el bloque de pisos donde vivía Kuniko, en el vecino barrio de Kodaira.

En la entrada del edificio había una hilera de buzones de madera llenos de pegatinas y carteles que prohibían que se dejaran folletos pornográficos. Las placas con los nombres de los inquilinos actuales se confundían con las de los anteriores, e incluso en algunos casos ni tan sólo se habían molestado en cambiarlas y simplemente habían escrito el nombre del nuevo inquilino encima del antiguo. Tras leer los nombres de los buzones, Masako supo que Kuniko vivía en el cuarto.

Entró en un ascensor tan desastrado como los buzones, subió hasta la cuarta planta y buscó el piso de Kuniko. Una vez ante la puerta, llamó al timbre pero no obtuvo respuesta. Había visto su Golf aparcado abajo, por lo que pensó que tal vez habría salido a comprar algo. Masako decidió esperarla y se quedó de pie en un rincón del pasillo. Se fijó en los insectos que se agolpaban en el débil fluorescente. De vez en cuando, uno de ellos se precipitaba contra el cristal y caía al suelo fulminado. Masako encendió un cigarrillo y se dedicó a contar los insectos muertos mientras esperaba a su compañera de trabajo.

Al cabo de veinte minutos, Kuniko salió del ascensor cargando con varias bolsas del supermercado. Pese al calor y a la humedad, iba vestida de negro y parecía muy animada, tarareando alegremente una canción mientras avanzaba por el pasillo. A Masako le recordó los cuervos del parque.

—¡Ah! ¡Vaya susto! —exclamó Kuniko al verla oculta en la penumbra.

—Tenemos que hablar.

—¿Ahora? ¿De qué? —preguntó Kuniko contrariada.

Masako cogió el periódico del buzón de la puerta del apartamento de Kuniko para ponérselo ante los ojos. Al sacarlo, tironeó de él con tanta fuerza que la pestaña emitió un fuerte ruido metálico que retumbó por todo el pasillo.

—¿Qué pasa?

—Léelo tú misma —susurró Masako.

Kuniko rebuscó la llave en su bolso, asustada por la manera en que la miraba Masako.

—El piso está desordenado, pero será mejor que pases. Éste no es sitio para hablar.

Masako entró en la vivienda y miró a su alrededor. No estaba tan desordenado como había dicho Kuniko, pero la decoración era una mezcla de objetos bastos y refinados, como si fuera un mero reflejo de su propietaria.

—Espero que no nos lleve demasiado tiempo —dijo Kuniko mientras encendía el aire acondicionado y se giraba para mirar nerviosamente a Masako.

—No te preocupes. Será un momento.

Masako abrió el periódico y le mostró el artículo breve de la página tres. Kuniko dejó las bolsas en el suelo y lo leyó a toda prisa. Le tembló la mejilla, cubierta por una gruesa capa de maquillaje.

—Son tus bolsas, ¿verdad?

—Creí que no las encontrarían…

—Estúpida. La limpieza en los parques es muy estricta. Por eso os dije que las tirarais en cualquier vecindario.

—Aun así, no tienes por qué llamarme estúpida —dijo Kuniko torciendo el gesto.

—¿Y qué calificativo quieres que emplee para alguien que comete una estupidez? Gracias a tu ineptitud, la policía ya se ha presentado en casa de Yayoi.

—¿Qué? ¿Ya? —exclamó con cara de sorpresa.

—Sí. Aún no han identificado el cadáver, pero es sólo cuestión de tiempo. Tal vez mañana, como mucho. Y si descubren que ha sido ella, estamos perdidas. —Kuniko se quedó mirando a Masako, como si el cerebro se le hubiera anquilosado—. Ya sabes lo que eso significa, ¿verdad? Aunque no nos descubran a nosotras, si detienen a Yayoi ya os podéis despedir del dinero. —Al oír esas palabras, Kuniko volvió en sí—. Y no sólo eso —prosiguió Masako—: también está el asunto de tu crédito. Además de ser cómplice por haber descuartizado a su marido, has intentado hacerle chantaje.

—¿Chantaje? —exclamó Kuniko—. ¡Eso no es verdad!

—¿Ah no? ¿Acaso no la obligaste?

—Sólo le pedí que me ayudara. No hay nada malo en que nos ayudemos las unas a las otras, ¿no? Después de lo que hice por ella… —farfulló Kuniko.

Unas gruesas gotas de sudor surcaron su rostro. Masako la miró con frialdad. Su principal preocupación era que la agencia de crédito de Kuniko no se enterara de que Yayoi, su avaladora, iba a cobrar una gran suma de dinero correspondiente al seguro de vida de su marido.

—¿Cómo que ayudarnos las unas a las otras? ¿Qué sabrás tú de ayudar? —Masako le tendió una mano—. ¿Dónde tienes el contrato? Dámelo.

—Acabo de entregarlo —dijo Kuniko echando un rápido vistazo a su reloj.

—¿Dónde?

—En la agencia, cerca de la estación. Se llama Million Consumers Center.

—Pues llámales en seguida y diles que quieres que te lo devuelvan.

Kuniko estaba a punto de echarse a llorar.

—Eso es imposible.

—Imposible o no, tienes que hacerlo. Mañana se sabrá todo y esos tipos correrán a buscarle las cosquillas a Yayoi.

—De acuerdo. —A regañadientes, Kuniko sacó una tarjeta de visita de su bolso y cogió el teléfono, cubierto de pegatinas al igual que los buzones del vestíbulo—. Soy Kuniko Jonouchi. ¿Podría recuperar el contrato que les entregué esta tarde?

Su interlocutor se negó. A pesar de la advertencia de Masako, Kuniko no estaba capacitada para manejar la situación.

—Pues diles que esperen, que ahora mismo vas para allí —dijo Masako alargando la mano para tapar el auricular.

Después de colgar, Kuniko se sentó en el suelo, como si estuviera exhausta.

—¿De veras tengo que ir?

—Claro.

—¿Por qué?

—Porque todo este lío es culpa tuya.

—¡Yo no lo descuarticé! —exclamó Kuniko.

—¡Cállate! —le gritó Masako reprimiendo las ganas de abofetearla.

Kuniko se echó a llorar.

—¿Cuánto les has pedido?

—Esta vez quinientos mil.

Masako sabía cómo funcionaba: ella habría intentado pedir menos, pero al estudiar los últimos pagos la debían de haber convencido para que pidiera un poco más. Imaginaba que Kuniko llevaba varios meses sin poder pagar los intereses de los préstamos que tenía que devolver.

—Normalmente no se necesita ningún avalador. Creo que te están tomando el pelo.

—Me dijeron que sin avalador tendría que devolverles a tocateja todo lo que les debo —se justificó Kuniko.

—¿Y tú te lo has creído?

Kuniko negó con la cabeza.

—No. Pero se trataba de un tipo muy educado y elegante. No era el típico con pinta de mafioso. Cuando le he entregado el contrato incluso me ha dado las gracias.

—Esa gente actúa según les conviene. Seguro que sabía que con eso te tranquilizaba —dijo Masako sin ocultar su desprecio.

—Pareces saber mucho.

—Y tú muy poco. Venga, vamos.

Masako se dirigió hacia el recibidor y se puso sus zapatillas gastadas. Kuniko la siguió de mala gana.

Las luces del Million Consumers Center estaban apagadas, pero Masako subió la escalera y llamó a la endeble puerta.

—Está abierto —dijo una voz masculina desde el interior.

Ambas abrieron la puerta y entraron. Había un chico repantigado en un sillón cerca de la ventana, fumando un cigarrillo. Sobre el sucio escritorio que tenía enfrente, había un periódico deportivo arrugado y un bote de café pringoso.

—Hola —las saludó poniéndose de pie—. ¿En qué puedo ayudarles?

Aunque el traje gris y la corbata granate con que iba ataviado eran demasiado elegantes para esa oficina, su pelo teñido de castaño claro estaba más en consonancia con el ambiente. A juzgar por su reacción, Masako supo que no esperaba ver a Kuniko.

—Señor Jumonji —dijo Kuniko—, la persona que se había ofrecido como avaladora ha cambiado de opinión y me ha pedido que le rescinda el contrato.

—¿Es usted? —quiso saber Jumonji mirando a Masako con cautela.

—No, soy una amiga. Está casada y no le interesa involucrarse en algo así. ¿Puede devolvérselo?

—Lo siento, pero es imposible.

—Entonces, déjeme verlo.

—De acuerdo.

Jumonji abrió un cajón de su escritorio y tendió una hoja a Masako, que la leyó por encima.

—No hay ninguna disposición legal que establezca la necesidad de un avalador a menos que figurara en el préstamo original. ¿Podría ver el primer contrato?

—Claro —dijo Jumonji adoptando una actitud seria. Sacó otra hoja de la carpeta y mostró un recuadro a Masako—. Aquí está: en caso de que se dé un cambio sustancial en la situación económica del cliente, estamos habilitados para requerir un avalador. El marido de la señora Jonouchi ha dejado el trabajo y ha desaparecido. ¿Eso no es un cambio sustancial?

—Considérelo como quiera —dijo Masako con una sonrisa—. Pero lo cierto es que sólo se ha retrasado una vez en el pago. Y sólo por un día. ¿No se está excediendo?

Jumonji no esperaba esa respuesta. Se quedó atónito, mirando a Masako. Kuniko echó un vistazo a su alrededor, como si temiera que alguien pudiera aparecer para atacarlas. Jumonji seguía con la vista clavada en Masako.

—¿Nos conocemos de algo? —preguntó finalmente.

—No —respondió Masako acompañando su monosílabo con un gesto de negación.

—Vaya… —dijo Jumonji inclinando ligeramente la cabeza—. Para serle franco —prosiguió, un poco más amable—, tenemos serias dudas sobre el pago de este préstamo…

—Lo devolverá, se lo aseguro —lo cortó Masako.

—Entonces, está dispuesta a ser su avaladora.

—No, pero me encargaré de que se lo devuelva. Aunque tenga que pedir otro crédito para hacerlo.

—Muy bien —dijo Jumonji cediendo un poco—. Pero me mantendré ojo avizor respecto a los pagos de la señora Jonouchi.

Volvió a sentarse en el sofá. Kuniko miró a Masako, sorprendida por lo poco que le había costado recuperar el contrato.

—Vamos —dijo Masako.

—¡Ya me acuerdo! —exclamó Jumonji mientras se dirigían a la puerta—. Usted es Masako Katori.

Masako se volvió, y de pronto recordó la imagen de un Jumonji más joven y agresivo. Había trabajado como cobrador de morosos para un subcontratista de la empresa donde ella había estado empleada. Desde entonces había cambiado mucho; incluso tenía un nuevo nombre, pero seguía teniendo los mismos ojos de lince.

—Ahora que lo dice… —admitió Masako—. Como se ha cambiado el nombre…

—Jamás hubiera imaginado verla por aquí… —dijo Jumonji con una sonrisa maliciosa.

—¿De qué lo conoces? —le preguntó Kuniko a medio tramo de escalera, incapaz de disimular su curiosidad.

—Solía venir por la empresa donde trabajaba.

—¿Y qué hacía?

—Algo relacionado con dinero.

—¿Cobraba a morosos?

Masako no respondió. Kuniko la miró un instante y decidió no hacerle más preguntas y echó a andar, como si tuviera prisa por dejar las calles tristes y oscuras de ese barrio.

A diferencia de Kuniko, Masako sintió el impulso de esconderse en esas sombrías callejuelas después de encontrarse con un fantasma del pasado. También tenía miedo. ¿Qué le esperaba? ¿Adónde podría escapar?

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