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Cuervos » Capítulo 3

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Capítulo 3

¿Por qué podía hablar con él en sueños si sabía que estaba muerto?

En duermevela, Masako vio a su padre de pie en el jardín, mirando la hierba que empezaba a despuntar. Vestía un yukata parecido a los que solía llevar en el hospital, donde había permanecido ingresado a causa de un tumor maligno en la mandíbula. El cielo estaba nublado. Al ver a Masako en la galería, su rostro, deformado por varias operaciones, pareció relajarse.

«¿Qué haces ahí?», le preguntó ella.

«Decidir si salgo a dar una vuelta o no».

Pese a que era incapaz de hablar con claridad, en el sueño su padre pronunciaba las palabras perfectamente.

—«Las visitas están a punto de llegar», dijo ella.

No sabía de quién se trataba, pero había estado poniendo orden en la casa para las visitas. El jardín pertenecía a la casa de alquiler de Hachioji donde vivía su padre, pero, curiosamente, la vivienda en que se desarrollaba su sueño era la nueva que habían construido Yoshiki y ella. Nobuki, con la apariencia de un niño, se aferraba a la pernera de sus vaqueros.

«Entonces tendrás que limpiar el baño», dijo su padre preocupado.

Al oír esas palabras, Masako sintió un escalofrío, pues el baño estaba lleno de pelos de Kenji. Sin embargo, ¿cómo podía saberlo su padre? Debía de ser porque también él estaba muerto. Masako se libró de las pequeñas manos de Nobuki y empezó a buscar una excusa. Mientras trataba de inventarse una, el anciano se dirigió hacia ella caminando sobre sus delgadas piernas. Tenía el mismo aspecto, el semblante pálido y hundido, que el día que murió.

«Masako, mátame», le dijo al oído.

Masako se despertó sobresaltada. Ésas habían sido las últimas palabras que pronunció. El dolor le impedía hablar e incluso comer, pero fue capaz de articular esa única frase. Hasta entonces había permanecido oculta en su memoria, pero al recordarla tembló de miedo, como si acabara de ver a un fantasma.

—Eh, Masako.

Yoshiki estaba de pie, junto a la cama. Casi nunca entraba en el dormitorio cuando estaba ella. Aún absorta en su pesadilla, Masako alzó la vista y miró extrañada a su marido.

—Mira esto —le dijo él mostrándole un artículo del periódico—. ¿No los conoces?

Masako se incorporó y cogió el periódico que le tendía Yoshiki. El titular decía así: «Identificado el cadáver descuartizado hallado en el parque como el de un oficinista del barrio de Musashi Murayama». Tal como había supuesto, habían identificado a Kenji durante la noche. Sin embargo, al verlo en letras impresas le pareció más real. Preguntándose el porqué, Masako leyó el artículo.

«La noche en la que la víctima desapareció, su esposa, Yayoi, estaba trabajando en el turno de noche en una fábrica del barrio. La policía investiga los últimos movimientos de Yamamoto tras salir del trabajo». No había nuevos datos, sólo lo que ya había informado el artículo anterior sobre los restos encontrados en el parque.

—Conoces a la mujer, ¿verdad?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—A veces ha llamado una tal Yamamoto de la fábrica. Y tu fábrica es la única del barrio con turno de noche.

¿Acaso había oído la llamada de Yayoi esa noche? Masako le miró a los ojos, pero él desvió la mirada, avergonzado por haber mostrado tanto interés.

—Creí que querrías saberlo.

—Gracias.

—¿Por qué le habrán hecho algo así? Alguien debía de odiarlo.

—No creo —dijo Masako—. Pero ¿quién sabe?

—Eres amiga suya, ¿no? ¿No deberías ir a verla? —le preguntó Yoshiki, extrañado al ver que ella no mostraba el menor signo de alteración.

—No sé —respondió vagamente, fingiendo leer el periódico que estaba encima de la cama.

Yoshiki la observó un instante con curiosidad y luego se acercó al armario, de donde sacó un traje. Normalmente no trabajaba los sábados, pero hoy quizá fuera una excepción. Masako se levantó y, aún en pijama, se puso a ordenar la habitación.

—¿Seguro que no deberías ir? —insistió Yoshiki sin volverse—. Su casa debe de estar invadida de policías y periodistas.

—Por eso mismo creo que es mejor que no vaya —respondió Masako.

Yoshiki se quitó la camiseta sin decir nada. Masako estudió su espalda desnuda: sus músculos estaban nacidos y destensados. Tanto su cuerpo como su estado de ánimo le acercaban cada vez más a la vejez. Como si notara la mirada de su esposa en su espalda, Yoshiki tensó el cuerpo.

Apenas recordaba cuánto tiempo hacía que no dormían juntos. Ahora vivían bajo el mismo techo y cumplían los roles que cada uno había escogido para sí. Ya no eran marido y mujer, ni siquiera padre y madre. Se limitaban a ir al trabajo y a ocuparse de las tareas domésticas de manera automática y obstinada. Masako pensaba que se estaban autodestruyendo en un lento proceso imparable. Yoshiki se puso la camisa y se volvió.

—Al menos podrías llamarla —dijo—. No seas tan fría.

Sus palabras la hicieron reflexionar: su proximidad con el crimen quizá la impulsaba a reaccionar de un modo poco natural. Si no actuaba con sentido común estaría perdida.

—Ya la llamaré —dijo a su pesar.

Yoshiki la observó como si fuera a anunciarle algo.

—Cuando piensas que algo no es de tu incumbencia, te desentiendes por completo.

—Pues no es mi intención —repuso ella alzando los ojos para mirarlo.

Él debía de haber detectado algún cambio en su actitud desde que fuera a casa de Yayoi.

—No quería molestarte —dijo él frunciendo el ceño, como si acabara de tragarse algo amargo.

Ambos se quedaron mirando un instante, hasta que Masako bajó los ojos para poner la colcha en la cama.

—Has estado hablando en sueños —comentó Yoshiki mientras se anudaba la corbata.

—He tenido una pesadilla —respondió Masako reparando en que la corbata no pegaba con el traje.

—¿Y qué has soñado?

—Mi padre me hablaba.

Yoshiki emitió un gruñido de aprobación al tiempo que se guardaba la cartera y el abono del tren en el bolsillo del pantalón. Su padre y él siempre se habían llevado bien, por lo que su poco interés por hablar del sueño sólo podía ser una muestra más de que no le interesaba saber lo que pensaba Masako. Seguramente no sentía esa necesidad. Y ella tampoco. Mientras arreglaba pulcramente los bordes de la colcha, Masako pensó en todo lo que habían perdido como pareja.

Una vez Yoshiki se hubo ido, Masako telefoneó a casa de Yayoi.

—¿Diga? —dijo una voz cansada.

Se parecía a la de Yayoi, pero era más vieja.

—Soy Katori. ¿Podría hablar con Yayoi?

—Ahora está durmiendo. Puede darme el recado.

—Soy una compañera de la fábrica. He leído en el periódico lo sucedido y estaba preocupada por ella.

—Le agradezco la llamada. Como supondrá, está destrozada. Lleva en cama desde ayer.

Seguramente, la mujer debía de estar harta de repetir la misma cantinela. ¿Cuántas veces habría sonado el teléfono durante esa mañana? Familiares, compañeros y clientes de Kenji, amigas de Yayoi y vecinos, eso sin contar a los medios de comunicación. Sin duda, la mujer debía de repetir el mensaje como si se tratara de un contestador automático.

—¿Es usted la madre de Yayoi? —quiso saber Masako.

—Sí —respondió la mujer tajantemente, como si no quisiera dar más información de la necesaria.

—Todos lo sentimos mucho. Cuídense —dijo Masako para concluir la conversación.

Masako se alegró de haber llamado. De lo contrario, hubiera parecido sospechoso. Ahora sólo tenía que poner los cinco sentidos para que no se descubriera nada más.

Después de colgar el aparato, Nobuki bajó de su habitación, se preparó el desayuno y salió sin decir nada. Masako no sabía si iba al trabajo o a pasar el día por ahí. En cuanto volvió a quedarse sola, puso la tele y repasó los informativos. Todas las cadenas repetían lo mismo que había leído en el periódico. Al parecer, no había novedades.

Al cabo de un rato recibió una llamada de Yoshie, que hablaba casi en un susurro. A diferencia de ella, Yoshie había ido a trabajar la noche anterior y ahora estaba en casa cuidando a su suegra.

—Vaya, tenías toda la razón —dijo en un tono pesimista—. Lo acabo de ver en la tele.

—La policía no tardará en presentarse en la fábrica.

—¿Crees que encontrarán nuestras bolsas?

—No lo sé.

—¿Y qué les diremos?

—Pues que Yayoi no ha venido al trabajo desde la noche en cuestión y no sabemos nada.

—Sí, claro. Les decimos eso y ya está.

Yoshie formuló las mismas preguntas una y otra vez, repitiendo para sí cada una de las respuestas que le daba Masako, como si quisiera convencerse a sí misma de las respuestas de su compañera. Masako, por su parte, empezó a impacientarse: para eso no valía la pena que la llamara. Entonces, oyó los gemidos del nieto de Yoshie al otro lado de la línea y recordó el sueño que había tenido esa mañana. La sensación de tener a Nobuki tirándole de los pantalones había sido muy real. Quizá fuera porque había visto al pequeño en casa de Yoshie. Si analizaba cada uno de los elementos que la componían, quizá la pesadilla dejaría de atemorizarla.

—¿Y si…?

—Nos veremos esta noche —dijo, interrumpiendo la pregunta de Yoshie.

Kuniko, en cambio, no dio señales de vida. Quizá sus amenazas habían surtido efecto y había decidido comportarse durante una temporada.

Mientras hacía la colada, Masako pensó en Jumonji, a quien había visto el día anterior por primera vez en muchos años. Éste estaba metido en un tipo de negocio que, casi siempre, proporcionaba mucho dinero en poco tiempo y, después, había que cerrarlo. No sabía lo que iba a pasar con Kuniko y su crédito, pero si Jumonji leía el periódico y reconocía el nombre que figuraba en el contrato sería una fuente de problemas.

¿Qué tipo de persona era Jumonji? Por primera vez en mucho tiempo, Masako se dispuso a rememorar su paso por su antiguo empleo, si bien no había nada relevante de esa época digno de evocar. No obstante, mientras ponía detergente en la lavadora y observaba cómo se disolvía en el agua formando un remolino blanco, sus pensamientos viajaron hacia el pasado.

Lo primero que le vino a la memoria fue la fiesta de Año Nuevo.

En Caja de Crédito T, la empresa en la que entró en cuanto acabó el instituto y para la que trabajó durante veintidós años, la fiesta de Año Nuevo era un gran acontecimiento. Justo el día antes de reanudar la actividad, solían organizar una recepción a la que se invitaba a los ejecutivos de las empresas con las que trabajaban y a los representantes de las cooperativas agrarias que eran sus principales depositantes. Ese día, todas las empleadas debían acudir al trabajo en quimono, si bien esa norma sólo afectaba a las más jóvenes.

El resto de empleadas trabajaban entre bastidores, preparando entremeses, limpiando vasos y calentando sake. Los hombres asumían el trabajo más duro, como servir la cerveza e instalar el mobiliario necesario en la sala, pero las mujeres estaban ocupadas todo el día, empezando por los preparativos y terminando por la limpieza. Sin embargo, lo peor era que la fiesta suponía acortar un día las vacaciones, que teóricamente abarcaban desde el 30 de diciembre hasta el 4 de enero. Además, la asistencia era obligatoria para todos los empleados, aunque a efectos prácticos ese día no se consideraba una jornada laboral.

Masako, que con el tiempo se había convertido en la empleada de más edad, debía quedarse siempre en la cocina, calentando sake. De hecho, era una tarea que iba en consonancia con su carácter poco sociable, pero cuando llevaba varias horas de pie en ese espacio reducido que olía a sake, empezaba a encontrarse mal. Y cuando sus compañeros comenzaban a excederse en la bebida y acudían a buscar a otras mujeres para que sirvieran a los invitados, sus tareas se duplicaban. Mientras se encontraba sola calentando sake y limpiando vasos, la situación dejaba de ser lamentable para rozar lo absurdo. Incluso algunos años le había tocado limpiar las vomitonas de sus compañeros. Algunas mujeres habían dejado la empresa al ver el destino que les esperaba si seguían trabajando hasta la edad de Masako.

Por fortuna, la fiesta de Año Nuevo se celebraba sólo una vez al año y podía soportarlo. Lo que más la molestaba era que el esfuerzo que ponía el resto de días nunca se viera recompensado y que, con el paso de los años, no la hubieran ascendido ni le hubieran confiado más que las tareas rutinarias que había desempeñado desde su primer día en la empresa. Pese a entrar a las ocho de la mañana y quedarse hasta las nueve de la noche, siempre le encomendaban el mismo trabajo. Y por muy bien que lo hiciera, las decisiones importantes recaían invariablemente sobre sus compañeros, y ella quedaba relegada a un segundo plano.

Los hombres que habían entrado en la empresa en la misma época que ella habían recibido una buena formación y habían sido ascendidos como mínimo a jefes de sección, e incluso los más jóvenes ya ocupaban cargos más importantes que el suyo.

Un día vio la nómina de un compañero con su misma antigüedad y se quedó asombrada. Cobraba casi dos millones más que ella, quien, tras veinte años de servicio, tenía un sueldo anual de cuatro millones seiscientos mil yenes.

Después de pensarlo mucho, se decidió a hablar con el jefe de su sección, que había entrado en la empresa el mismo año que ella, con la petición de realizar el mismo trabajo que sus compañeros, así como un ascenso a un puesto de mayor responsabilidad.

Al día siguiente empezó el acoso. En primer lugar debían de haber explicado mal sus peticiones a sus compañeras, puesto que éstas fueron las primeras en darle la espalda. Al parecer, se extendió el rumor de que era una egoísta que únicamente se preocupaba por su situación. Dejaron de invitarla a la cena de empleadas que se celebraba todos los meses y la aislaron por completo.

Los hombres, por su parte, insistían en que fuera ella quien sirviera el té a los clientes que visitaban la oficina y quien se ocupara de hacer las fotocopias. Por pura lógica, no tenía tiempo para terminar sus tareas, así que a menudo debía quedarse a hacer horas extra. La calidad de su trabajo se resintió, lo que quedó reflejado en los informes de seguimiento y, por consiguiente, esos mismos informes desaconsejaron el ascenso a un puesto de mayor responsabilidad.

No obstante, Masako resistió. Se quedaba en la oficina hasta bien entrada la noche, y si no podía terminar el trabajo, se lo llevaba a casa. Nobuki, que por aquel entonces estaba en primaria, acusó el estrés de su madre y Yoshiki, enfadado, le pidió que dejara la empresa. Masako se sentía como una pelota de ping-pong, yendo y viniendo todos los días de casa al trabajo y del trabajo a casa, y en ambos lugares estaba sola. No tenía adónde ir ni dónde esconderse.

Entonces descubrió que su jefe había cometido un error importante, y cuando lo señaló, él la reprendió con severidad. De hecho, su superior era un hombre bastante más joven y de una incompetencia patente.

—Ni se te ocurra comentarlo, vieja —le dijo al tiempo que le daba una bofetada.

Como la escena tuvo lugar por la noche, cuando la mayoría de empleados se había marchado, nadie los oyó, pero el incidente dejó una herida profunda en el ánimo de Masako. ¿Por qué se creía tan importante por el mero hecho de ser un hombre? ¿Se daba esos aires porque había ido a la universidad? ¿Acaso su experiencia y sus ganas de progresar no valían para nada? A menudo había pensado en buscar otro empleo, pero como le gustaban las finanzas había decidido quedarse. Sin embargo, aquello fue la gota que colmó el vaso.

El incidente de la bofetada coincidió con la época de la burbuja económica. Para los bancos y las entidades de crédito había sido un período frenético de negocio, en el que habían prestado dinero sin ni siquiera solicitar un aval. Durante esos años, se habían concedido préstamos a clientes dudosos y, al estallar la burbuja, una gran cantidad de créditos quedó sin devolver. El precio del suelo cayó en picado, así como el de las acciones, y aumentaron las subastas de terrenos recuperados. Con todo, los precios que se alcanzaban en las subastas nunca igualaban el precio real, de modo que las pérdidas crecían de forma imparable.

En esa situación, conseguir fondos resultaba cada vez más difícil, y con el tiempo otra caja de ahorros respaldada por una gran cooperativa agrícola entró en Caja de Crédito T. Todo sucedió muy deprisa. Al poco empezaron a circular rumores sobre una posible fusión y una reducción de plantilla. En su condición de empleada más veterana, Masako se encontró en una posición muy vulnerable. Además, no había procurado mantener una buena relación con sus superiores, así que no se extrañó en absoluto cuando el jefe de personal la llamó para ofrecerle un puesto en una pequeña oficina en Odabara.

Eso sucedió el año antes de que Nobuki tuviera los exámenes de ingreso al instituto. Si aceptaba el puesto tendría que dejar a su hijo con Yoshiki. Tras rechazar el traslado, le pidieron que dejara la empresa. Ella no lo consideró una derrota hasta que se enteró de que, en el momento en que se anunció su dimisión, sus compañeros recibieron la noticia con aplausos.

Jumonji había empezado a aparecer por la oficina en cuanto estalló la burbuja y comenzaron a producirse impagos de forma masiva. Incluso los bancos habían recurrido a los servicios de tipos como Jumonji para presionar a los clientes que no estaban al corriente de sus pagos.

Cuando las cosas iban bien, la concesión de créditos, aunque conllevaran un riesgo elevado, era moneda corriente; pero pronto las facilidades se convirtieron en prisas por cobrar. Masako no consideraba un proceder correcto ni lo primero ni lo segundo, y de alguna manera había imaginado que, pese a ser quien perseguía a los morosos, Jumonji compartía su opinión. Nunca había hablado con él, pero aun así había observado cierto disgusto en su sonrisa y en su mirada mientras trataba con el resto de empleados.

De pronto oyó la señal que anunciaba que el programa de lavado había terminado y se dio cuenta de que había estado tan absorta en sus recuerdos que había olvidado meter la ropa en la lavadora. Después de formar un remolino, el detergente se había escurrido, aclarado y centrifugado… igual que ella en esos días lejanos. Nada había valido la pena, pensó Masako soltando una risotada.

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