Out

Out


Cuervos » Capítulo 5

Página 25 de 61

Capítulo 5

Yayoi se encontraba escindida entre las muestras de compasión y las suspicacias de la gente. Se sentía como una pelota de tenis, rebotando entre dos sentimientos muy intensos. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo debía comportarse.

El inspector Iguchi, jefe del Departamento de Seguridad Pública de la comisaría de Musashi Yamato, se había mostrado muy cordial en sus primeros contactos, pero cuando fue a su casa para confirmar que la huella palmar de Kenji coincidía con la del cadáver encontrado en el parque su actitud había cambiado.

—La huella palmar del cadáver del parque coincide con la de su marido —le había anunciado Iguchi—. Como se trata de un caso grave, la investigación ha pasado a la Dirección General de Policía, que va a destinar una unidad de investigadores a nuestra comisaría. Señora Yamamoto, esperamos contar con su colaboración.

La expresión de sus ojos poco tenía que ver con la que Yayoi había visto el último día mientras observaba el triciclo del jardín. La transformación la dejó helada, aunque sabía que estaban en los preliminares de la investigación.

Esa misma noche, pasadas las diez, se presentaron en su casa dos agentes con aire circunspecto, incluso más que Iguchi.

—Soy Kinugasa, de la Dirección General —dijo uno de ellos mientras le mostraba la identificación guardada en una cartera de piel negra.

Debía de tener entre cuarenta y cinco y cincuenta años, si bien intentaba aparentar más por su vestimenta: un polo Lacoste de un negro desteñido y unos pantalones caqui. De cuello ancho y cabeza rapada, parecía más un yakuza que un policía. Yayoi no tenía ni idea de lo que era la «Dirección General», pero al encontrarse frente a un tipo tan rudo se puso a temblar.

El otro agente, delgado y con una barbilla minúscula, se llamaba Imai y trabajaba en la comisaría del barrio. Era más joven que Kinugasa, a quien cedió la iniciativa.

En cuanto entraron en casa, pidieron al padre de Yayoi que se llevara a los niños. Sus padres, que vivían en Kofu, habían acudido la misma noche en que Yayoi les había telefoneado para comunicarles la noticia de la muerte de Kenji. Sus padres obedecieron las indicaciones del agente y se llevaron al hijo pequeño, que tenía sueño y no quería irse, y al mayor, que estaba muy nervioso por los acontecimientos. Sin duda no se les había pasado por la cabeza que su hija pudiera ser sospechosa. Para ellos, se trataba de una terrible desgracia.

—Ya sé que lo está pasando mal —dijo Imai en cuanto se marcharon—, pero tenemos que hacerle unas preguntas.

Yayoi los acompañó hasta la sala de estar. A pesar de que por fin podía vivir a solas con sus hijos, sin la molesta presencia de Kenji, que siempre estaba de mal humor, el ambiente que reinaba en la casa le pareció más opresivo que de costumbre. La visita de los dos policías tampoco facilitaba las cosas.

—Ustedes dirán —dijo con voz temblorosa.

Kinugasa se quedó unos instantes en silencio y la miró de arriba abajo. Yayoi pensó que si ese hombre la presionaba, acabaría confesándolo todo. Cuando Kinugasa abrió la boca para hablar, Yayoi se encogió instintivamente, pero quedó decepcionada al oír su voz, más aguda y más agradable de lo que esperaba.

—Señora Yamamoto, si colabora con nosotros tenga por seguro que atraparemos al asesino en cuestión de días.

—Por supuesto —convino Yayoi.

Kinugasa se pasó la lengua por sus gruesos labios y la miró a los ojos. «Se estará preguntando por qué no lloro», pensó Yayoi. Aunque hubiera sido su deseo, no hubiera podido verter ni una sola lágrima.

—Al parecer, esa noche se fue a trabajar antes de que su marido llegara a casa. ¿No le preocupaba dejar a sus hijos solos en casa? Nunca se sabe lo que puede pasar: un incendio, un terremoto… —dijo entrecerrando los ojos con malicia.

A Yayoi le costó un poco entender que ésa era su manera de sonreír.

—Siempre… —empezó a decir, pero de pronto se detuvo. Si les decía que siempre volvía a las tantas, descubrirían que se llevaban mal—. Solía regresar pronto. Por eso me fui preocupada al trabajo. Al volver por la mañana y ver que no había aparecido, me enfurecí.

—¿Por qué? —preguntó Kinugasa mientras se sacaba una libreta de plástico marrón del bolsillo trasero de sus pantalones y apuntaba algo.

—¿Por qué me puse furiosa? —repitió Yayoi, súbitamente irritada—. ¿Ustedes tienen hijos?

—Sí —respondió Kinugasa—. Una en la universidad y otra en el instituto. ¿Y tú, Imai?

—Dos en la escuela y uno en el parvulario —respondió Imai.

—Pues entonces entenderán cómo me sentí al ver que habían pasado la noche solos. Por eso me puse furiosa.

Kinugasa anotó algo más. Imai permanecía callado, con su bloc de notas en el regazo y dejando que su compañero condujera la conversación.

—Quiere decir que se enfadó con su marido.

—Por supuesto. Sabía que me tenía que ir a trabajar y aun así volvía tarde. —Cayó en la cuenta de que sus palabras dejaban traslucir su resentimiento hacia Kenji, así que hizo una pausa para rectificar—. Quiero decir que no había vuelto.

Entonces se encogió de hombros, como si se diera cuenta por primera vez de que no volvería más. «Y eso que lo mataste tú», le dijo una voz en su interior, pero prefirió ignorarla.

—Sí, claro —intervino Kinugasa—. ¿Había sucedido antes?

—¿Que no volviera?

—Sí.

—No, nunca. A veces salía a beber y volvía cuando yo no estaba. Pero siempre hacía lo posible por volver a tiempo.

—La mayoría de hombres tienen compromisos —observó Kinugasa asintiendo con la cabeza—. Y a veces se echa el tiempo encima.

—Sí. Lo lamento por él. Siempre fue muy bueno conmigo.

«¡Mentirosa! —gritó para sí misma—. Nunca se esforzó por volver pronto. Sabía lo poco que me gustaba ir al trabajo sin que él hubiera vuelto, pero hacía todo lo posible por evitarme. Era odioso».

—Entonces, ¿por qué se enfadó si era la primera vez que no volvía? ¿No hubiera debido preocuparse?

—Pensé que estaría divirtiéndose por ahí —repuso Yayoi en voz baja.

—¿Discutían?

—De vez en cuando.

—¿Y por qué?

—Por naderías.

—Claro. Las peleas conyugales suelen ser por naderías. Bueno, volvamos a lo que hicieron ese día. ¿Su marido se fue al trabajo a la hora habitual?

—Sí.

—¿Y cómo iba vestido?

—Como siempre. Con traje…

Al decir esas palabras, Yayoi recordó que al volver a casa por la noche, Kenji iba sin su americana. Quizá aún rondara por casa. O quizá se la hubiera olvidado en algún lugar. Hasta ese momento no se había dado cuenta. Sintió que el pánico se apoderaba de ella, impidiéndole respirar con normalidad, pero aun así consiguió controlarse.

—¿Se encuentra bien? —se interesó Kinugasa volviendo a entrecerrar los ojos.

El contraste entre su aspecto y su modo de hablar era desconcertante.

—Lo siento. Estaba pensando en que fue la última vez que lo vi…

—Es duro cuando todo pasa tan de repente —dijo Kinugasa mirando a su compañero—. A pesar de que hace mucho que nos dedicamos a esto aún no nos hemos acostumbrado. ¿No es así, Imai?

—Sí.

Los dos parecían muy comprensivos, pero ella sabía que estaban al acecho, esperando a que se le escapara algo. Pero resistiría. Estaba convencida de que podía hacerlo. Tenía que seguir disimulando y aguantando sus miradas inquisitivas. Con todo, no le abandonaba la sensación de que esos dos hombres podían atravesarla con los ojos y descubrir la marca del golpe que su marido le había propinado en el estómago. Incluso una parte de ella pugnaba por quitarse la ropa y mostrarles su dolor.

Estaba en peligro. De pronto se dio cuenta de que retorcía las manos como si escurriera una toalla invisible para sacar de ella la fuerza necesaria para protegerse. La fuerza que necesitaba para preservar su libertad.

—Lo siento. Estoy un poco alterada.

—No se preocupe —dijo Kinugasa para tranquilizarla—. A todo el mundo le pasa lo mismo. La entendemos perfectamente. De hecho, es más fuerte que la mayoría. La gente suele echarse a llorar y es imposible hablar con ellos.

—Llevaba camisa blanca y corbata azul oscuro —prosiguió Yayoi—. Y zapatos negros —añadió en un tono más calmado.

—¿De qué color era el traje?

—Gris claro.

—Gris claro —repitió Kinugasa apuntando en su bloc—. ¿Recuerda la marca?

—No, pero solía comprar sus trajes en una tienda llamada Minami.

—¿También compraba allí los zapatos?

—No. Creo que los compraba en una zapatería del barrio.

—¿En cuál? —quiso saber Imai.

—Creo que en una llamada Tokio Center.

—¿Y la ropa interior? —inquirió de nuevo Imai.

—Se la compraba yo en el supermercado —respondió bajando la vista, avergonzada.

—Bueno —intervino Kinugasa—, eso podemos dejarlo para mañana. No disponemos de mucho tiempo. —Imai no replicó, pero parecía disgustado—. ¿A qué hora se fue su marido al trabajo? —preguntó Kinugasa cambiando de tema.

—Tenía que coger el tren de las ocho menos cuarto en dirección a Shinjuku, como siempre.

—Y desde entonces no volvió a verlo ni él la llamó, ¿es así?

—Exacto —confirmó Yayoi tapándose los ojos con las manos.

Kinugasa echó un vistazo a su alrededor, como si se diera cuenta por primera vez de dónde se encontraba. El salón estaba lleno de libros y juguetes con los que los abuelos habían intentado distraer a los niños.

—Por cierto, ¿dónde están los niños?

—Se los han llevado mis padres.

—Pobrecillos —dijo mirando el reloj.

Eran ya más de las once.

—Se los habrán llevado a comer —precisó Yayoi.

—Bueno. Ya casi estamos.

—¿Podría decirnos de dónde era originario su marido y de dónde lo es usted? —preguntó Imai alzando la vista de su bloc de notas.

—Mi marido era de Gunma. Creo que sus padres no tardarán en llegar. Y yo soy de Yamanashi.

—¿Les informó de que su marido había desaparecido? —quiso saber Imai.

—No… —dudó Yayoi—. No se lo dije.

—¿Por qué no? —preguntó Kinugasa pasándose las manos por su pelo corto.

—No lo sé. En su oficina me dijeron que los hombres suelen hacer estas cosas, y que seguro que volvía. Decidí que era mejor no decir nada.

Imai se quedó mirando su bloc extrañado.

—Vamos a ver: su marido no regresó el martes por la noche… Es decir, el miércoles por la mañana no estaba en casa, pero el miércoles por la noche llamó a la policía para denunciar su desaparición. Y tramitamos la denuncia el jueves por la mañana, en comisaría. Si tanta prisa tenía por saber dónde se encontraba, ¿por qué no llamó a sus padres? ¿No hubiera sido lógico ponerse en contacto con ellos?

—Supongo que sí. Pero ambas familias estaban en contra de nuestro matrimonio y no tenemos mucha relación. Por eso no les llamé.

—¿Le importaría explicarnos el motivo de su rechazo? —inquirió Kinugasa.

—No sabría decirles —dijo Yayoi—. Mis padres no veían con buenos ojos a Kenji, y por eso su madre se enfadó…

Lo cierto era que Yayoi nunca se había entendido con su suegra. De hecho, en ese momento temía su llegada y el jaleo que armaría. Yayoi incluso se preguntó si el odio que había llegado a sentir hacia Kenji no era en parte provocado por el hecho de que fuera hijo de esa mujer. La voz de Kinugasa interrumpió los pensamientos de Yayoi:

—¿Por qué sus padres no veían con buenos ojos a su marido?

—Pues… —empezó Yayoi ladeando ligeramente la cabeza—. Quizá porque soy hija única y albergaban muchas esperanzas en mi matrimonio. No sé, quizá fuera eso.

—Ya —comentó Kinugasa—. Además, es usted muy guapa.

—No me refería a eso.

—¿Ah, no? Entonces, ¿a qué se refería? —preguntó el policía en un tono paternal, animándola a explicárselo todo.

La inseguridad de Yayoi cada vez era más evidente. No había imaginado que le fueran a preguntar tantas cosas. Al parecer, les interesaban todos los aspectos de su relación con Kenji y estaban dispuestos a formarse una idea lo más detallada posible para después extraer conclusiones por su cuenta.

—Antes de casarnos, mi marido era aficionado a las apuestas —anunció—. Apostaba a las carreras de caballos y de bicicletas. Incluso había pedido créditos para jugar. Mis padres se enteraron y se opusieron a nuestra boda. Pero lo dejó en cuanto empezamos a salir.

Al oír esas palabras, los dos agentes intercambiaron una mirada.

—¿Y últimamente? —preguntó Kinugasa con renovado interés.

Yayoi dudó sobre si explicarles lo del bacará. No recordaba si Masako se lo había desaconsejado, así que se quedó callada, temiendo que si lo contaba descubrieran que también le pegaba.

—Venga —la animó Kinugasa—. A nosotros nos lo puede contar.

—Pues…

—Volvía a jugar, ¿verdad?

—Creo que sí —reconoció con un escalofrío—. Dijo algo del bacará.

Sin ella saberlo, esa palabra la salvó milagrosamente.

—¿Al bacará? ¿Y dijo dónde jugaba?

—Creo que en Shinjuku —respondió Yayoi en voz baja.

—Muchas gracias —le dijo Kinugasa—. Le agradecemos el esfuerzo por contarnos esto. Estoy seguro de que cogeremos a quien lo mató.

—Por cierto, ¿podría ver a mi marido? —pidió Yayoi tímidamente, intuyendo que el interrogatorio estaba tocando a su fin.

Ninguno de los dos policías había mencionado el tema.

—Pensábamos pedir a su cuñado que lo identificara —le explicó Kinugasa—. Quizá sea mejor que usted no lo vea.

Entonces abrió su vieja cartera y sacó un sobre con varias fotos en blanco y negro. Las mantuvo cerca de su pecho para que Yayoi no las viera y, como si estuviera jugando a cartas, escogió una y la dejó encima de la mesa.

—Si quiere saber por qué es mejor que no vaya, eche un vistazo a esto.

Yayoi cogió la foto con cautela. Mostraba una bolsa de basura llena de una masa de carne troceada. Lo único reconocible era la mano de Kenji, con las yemas de los dedos cortadas en círculos de un rojo negruzco.

—¡Ah! —exclamó Yayoi, sintiendo un odio momentáneo hacia Masako y sus compañeras.

¡Se habían excedido! Ella lo había matado y les había pedido que se deshicieran de él, pero en cuanto vio el cuerpo de Kenji —o lo que quedaba de él— no pudo evitar sentir una oleada de indignación. Se inclinó sobre la mesa y se echó a llorar desconsoladamente.

—Lo sentimos —la confortó Kinugasa dándole un suave golpe en el hombro—. Debe de ser duro, pero tiene que ser fuerte. Hágalo por sus hijos.

Los agentes casi parecieron alegrarse de verla llorar de esa manera. Al cabo de un rato, Yayoi alzó la cabeza y se enjugó las lágrimas con el reverso de la mano. Estaba confundida. Kuniko había tenido razón al decirle que no podía entenderlo. Efectivamente, prefería pensar que Kenji se había ido.

—¿Se encuentra mejor?

—Sí. Disculpen.

—¿Podría pasarse mañana por comisaría? —le pidió Kinugasa mientras se ponía de pie—. Tenemos varias preguntas que hacerle.

Yayoi asintió y se quedó pensativa. ¿Aún más preguntas? ¿Hasta cuándo iba a durar todo eso?

Imai seguía sentado, revisando sus notas.

—Se me ha olvidado preguntarle una cosa —dijo finalmente alzando la vista.

—Usted dirá.

Por mucho que se enjugara las lágrimas, éstas seguían brotando.

—¿A qué hora regresó de la fábrica a la mañana siguiente? —le preguntó mirándola a los ojos—. ¿Podría contarnos lo que hizo ese día?

—Terminé el turno a las cinco y media, me cambié y llegué a casa poco antes de las seis.

—¿Siempre vuelve a casa directamente después del trabajo?

—Normalmente sí —repuso Yayoi con la cabeza aún nublada por la imagen que acababa de ver. Tenía que escoger bien las palabras—. A veces me quedo a hablar o a tomar un café con mis compañeras, pero ese día estaba preocupada por mi marido y regresé en seguida.

—Claro —observó Imai asintiendo con la cabeza.

—Al llegar a casa, dormí un par de horas y después llevé a los niños a la escuela.

—Estaba lloviendo, ¿verdad? ¿Fue en coche?

—No, no tenemos coche. Y yo no tengo carnet. Los llevé en bicicleta.

Los policías se miraron de nuevo. El hecho de que no condujera era una baza a su favor.

—¿Y después? —inquirió Imai.

—Regresé hacia las nueve y media y estuve hablando con una vecina, cerca de los contenedores de basura. Luego hice la colada, ordené un poco la casa y hacia las once me acosté de nuevo. A la una recibí una llamada de la oficina de mi marido diciendo que no había ido a trabajar y me asusté.

Mientras respondía con facilidad, Yayoi volvió a relajarse y se arrepintió de haberse enfadado con Masako.

—Muchas gracias —dijo Imai al tiempo que cerraba su bloc de notas.

Kinugasa estaba de pie y con los brazos cruzados, esperándolo, impaciente.

Al acompañarlos hasta la entrada y observar cómo se ponían los zapatos, Yayoi sintió que las sospechas de los policías se habían transformado de nuevo en compasión.

—Hasta mañana —dijo Kinugasa antes de cerrar la puerta.

Yayoi miró su reloj. Pronto llegarían la madre y el hermano de Kenji. Tragó saliva, pensando que tenía que prepararse para una nueva escena de lágrimas. Sin embargo, lo único que tenía que hacer era responder con su llanto. La visita de los policías le había servido para practicar.

La tensión y la confusión habían desaparecido. Miró a su alrededor y, tras darse cuenta de que estaba justo donde había muerto Kenji, dio un respingo.

Ir a la siguiente página

Report Page