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Sueños oscuros » Capítulo 2

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Capítulo 2

Satake creyó haber oído mal cuando un nuevo agente entró en la sala de interrogatorios y se presentó.

—Kinugasa, de la Dirección General.

—¿Eh? ¿De la Dirección General? ¿Qué pasa aquí?

—¿Cómo que qué pasa? —repitió Kinugasa echándose a reír. Era un tipo fuerte y robusto, con la típica mirada penetrante de los detectives. A Satake no le hizo ninguna gracia—. Quiero interrogarle sobre un caso que estamos investigando.

—¿Qué caso? —Llevaba retenido más de una semana sólo por regentar un establecimiento de apuestas ilegales, y ahora aparecía ese tipo de la Dirección General. ¿Qué andaban buscando? Estaba asustado, aunque debía hacer lo posible para disimularlo—. ¿Qué tiene que ver la Dirección General conmigo? ¿De qué se trata?

—De un cadáver descuartizado —respondió Kinugasa al tiempo que se sacaba un mechero barato del bolsillo de su polo negro desteñido.

Encendió un cigarrillo y dio una profunda calada mientras examinaba el rostro de Satake.

—¿Un cadáver descuartizado?

—Parece asustado —dijo Kinugasa.

Satake llevaba una camisa azul que le había enviado Reika. El color no le favorecía, pero como mínimo era mejor que la camisa negra de seda empapada en sudor. Se le veía más pálido de lo habitual.

—No crea —repuso echándose a reír.

—¿Que no crea qué? No sé de qué se ríe, imbécil. ¿Acaso cree que nos la va a pegar? —Kinugasa miró al policía de la comisaría de Shinjuku, quien le había cedido el mando del interrogatorio—. ¿O es que está tan acostumbrado al trullo que ya ni se inmuta?

—¡Eh, un momento! —intervino Satake alarmado—. ¿Qué está insinuando?

Al parecer, no se trataba de una simple redada. Creía que lo habían detenido para dar ejemplo al resto de propietarios de salas de juego, pero ahora empezaba a caer en la cuenta de que la Dirección General quería ir más allá. Por culpa de un malentendido se había metido en un asunto turbio, y ahora le iba a costar Dios y ayuda salir de él.

—Oiga, Satake. Sea bueno con nosotros —le advirtió Kinugasa—. ¿No se acuerda de un tipo llamado Kenji Yamamoto que frecuentaba su local? Es el hombre que ha aparecido descuartizado. Lo conocía, ¿verdad?

—¿Kenji Yamamoto? —repitió Satake ladeando la cabeza—. No me suena de nada.

Por la ventana de la sala de interrogatorios se veían los rascacielos de la salida oeste de Shinjuku y, entre ellos, las franjas de cielo azul. Satake cerró los ojos, deslumbrado por la luz blanca del sol. Su apartamento estaba cerca de allí. Se moría de ganas de salir de la comisaría y volver a su penumbrosa guarida.

—¿Ha visto esto alguna vez? —le preguntó Kinugasa mientras sacaba una americana gris arrugada de una bolsa.

Al verla, Satake tuvo que reprimir un grito de exclamación. Era la que había ordenado tirar a Kunimatsu la noche en que lo detuvieron.

—Sí. Un cliente se la dejó en el local.

Satake tragó saliva. Así que alguien había matado y descuartizado a ese inútil de Yamamoto. Ahora que lo pensaba, en la tele habían hablado de un tal Yamamoto… Las piezas empezaban a encajar. Los agentes lo miraron con inquietud.

—Venga, Satake. Cuéntenos qué le pasó a ese cliente.

—No lo sé.

—¿No lo sabe? ¿Está seguro? —inquirió Kinugasa con una sonrisa casi femenina.

«Idiota», pensó Satake, que comenzaba a sentir cómo la sangre se le subía a la cabeza. Estuvo a punto de marearse, pero el autocontrol que había adquirido en la cárcel le ayudó a dominar la situación.

—No lo sé.

Kinugasa sacó una libreta del abultado bolsillo trasero de sus pantalones y hojeó las páginas con parsimonia.

—Veamos. Martes, veintisiete de julio, diez de la noche. Varios testigos aseguran que les vieron a usted y a Yamamoto enzarzados en una pelea frente a la puerta del Amusement Park. Lo envió escalera abajo de un puñetazo, ¿no es así?

—Sí… puede ser…

—¿Puede ser? ¿Y qué pasó después?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabe? —lo interrumpió Kinugasa—. Queremos saber lo que hizo después de que Yamamoto desapareciera.

Satake rebuscó en sus recuerdos pero fue inútil. No sabía si se había ido a casa o si se había quedado en el Amusement, así que optó por decir lo que juzgó más adecuado.

—Me quedé trabajando en el local.

—¿Está seguro? Sus empleados han declarado que se fue inmediatamente.

—¿Ah sí? Entonces me fui a casa y me acosté.

Kinugasa se cruzó de brazos, impaciente.

—¿En qué quedamos?

—Me fui a casa.

—Siempre se queda en el local hasta la hora de cerrar, ¿verdad? ¿Por qué ese día se fue a casa? ¿No es un poco raro?

—Estaba cansado y decidí acostarme pronto.

«Exacto», pensó Satake. Eso es lo que había hecho esa noche. Se durmió con la tele encendida. Ojalá se hubiera quedado en el Amusement, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse.

—¿Estaba solo?

—Claro.

—¿Y por qué estaba tan cansado?

—Me pasé toda la mañana en un pachinko. Al mediodía acompañé a una de las chicas a la peluquería y me reuní con Kunimatsu, el encargado del local, para tratar unos asuntos. Estuve todo el día yendo de aquí para allá.

—¿Y de qué habló con Kunimatsu? ¿De cómo deshacerse de Yamamoto? Eso es lo que él nos dijo.

—No es cierto —dijo Satake—. ¿Por qué querríamos hacer algo así? Me limito a llevar un club y un casino.

—¡No nos joda! —gritó de súbito Kinugasa—. ¿Cómo puede decir que sólo lleva un club y un casino con su historial? ¿No mató a una mujer? ¿Cuántas puñaladas le propinó? ¿Veinte? ¿Treinta? Y sin parar de follársela, ¿verdad? ¿Eh? ¿Le gustó, Satake? ¿Eh? Es un perturbado. Casi vomito leyendo ese jodido informe. No entiendo cómo un salvaje como usted pudo permanecer en la cárcel sólo siete años. ¿Puede explicármelo?

Satake sintió que el sudor empezaba a manar por cada uno de los poros de su piel. La tapa de su infierno privado acababa de abrirse de par en par ante sus ojos. Vio la cara de la mujer agonizante. Los oscuros fantasmas que había intentado mantener alejados de su vida le subían por la espalda como una mano helada.

—Vaya, está sudando, Satake.

—No, sólo…

—Venga, confiese. Se sentirá mejor.

—No tengo nada que confesar. No he matado a nadie más. He cambiado.

—Todos dicen lo mismo. Pero quien mata una vez por placer, tarde o temprano vuelve a hacerlo.

«Quien mata por placer». Impresionado por esas palabras, Satake miró los pequeños ojos desafiantes de Kinugasa. Tenía ganas de gritarle que estaba equivocado, que el placer había consistido en compartir la muerte con esa mujer. En ese momento, no había sentido más que amor. Por eso era la única mujer a la que había poseído, la única a la que estaría atado de por vida. No la había asesinado por placer. Lo que había sentido no podía expresarse en una sola palabra.

—Se equivoca —murmuró finalmente.

—Es posible. Pero estamos haciendo todo lo posible por descubrir la verdad —dijo Kinugasa—. Claro que, si lo prefiere, no es necesario que nos diga nada —añadió dándole unos golpecitos en el hombro, como si acariciara a un perro.

Satake se echó a un lado para evitar su mano carnosa.

—Le aseguro que se equivoca conmigo —insistió—. Sólo quería que no volviera a aparecer por el local. Se había encaprichado de mi mejor chica y la acosaba. Le advertí que la dejara en paz. No tenía ni idea de lo que sucedió después hasta que usted me lo ha contado.

—Su manera de advertir quizá difiera de lo estándar…

—¿Qué insinúa?

—Reflexione. ¿Qué hizo después de darle una paliza?

—Deje de decir bobadas.

—¿Qué es una bobada? Asesinó a una mujer, es un macarra y da palizas a sus clientes. De ahí a descuartizarlos no hay mucha diferencia. Y encima no tiene coartada. ¿Qué se ha creído? —Satake no respondió. Kinugasa encendió otro cigarrillo—. Satake —añadió echándole el humo a la cara—, ¿quién lo descuartizó?

—¿Qué?

—Tiene varios empleados chinos, ¿verdad? ¿Cuánto cobra la mafia china por un trabajo como ése? Es como el sushi. ¿A cuánto está ahora?

—Nunca me he planteado una cosa así.

—Según el mercado, se paga a cien mil. Con lo que lleva en el bolsillo, podría despellejar a diez.

—No tengo tanto dinero —repuso finalmente Satake riéndose de la capacidad de inventiva del policía.

—¿No tiene un Mercedes?

—Sólo es para aparentar. Pero no suelo gastarme el dinero en estupideces como ésas.

—Si supiera a la pena a la que se expone, quizá le hubiera interesado gastarlo. En caso de que sea acusado de asesinato, esta vez no se librará de la cadena perpetua.

Al ver el rostro serio de Kinugasa, Satake comprendió que ya habían decidido: él era el culpable. «Creen que encargué el asesinato a alguien —pensó—. ¿Cómo puedo salir de este entuerto? Voy a necesitar un golpe de suerte». Al pensar en la perspectiva de volverse a ver encerrado en una celda minúscula, empezó de nuevo a sudar.

El otro agente intervino por primera vez.

—Satake, ¿ha pensado en la pobre viuda? Trabaja en una fábrica, en el turno de noche, y tiene que cuidar de sus hijos.

Satake recordó a la mujer que había visto casualmente por televisión. Ese desgraciado tenía una esposa mucho más guapa de lo que hubiera imaginado.

—Tiene dos niños pequeños —prosiguió el policía—. Como usted no tiene hijos, no puede entender lo que eso significa. Lo pasará muy mal.

—Yo no tengo nada que ver en todo esto.

—¿Ah no? —respondió el agente.

—No.

—¿Cómo puede decir eso?

—Porque es la verdad. No sé nada.

Kinugasa seguía con sumo interés el diálogo entre ambos. Al sentirse observado, Satake se volvió hacia él y le aguantó la mirada. Una idea empezaba a cobrar forma en su cabeza: quizá fue su mujer quien lo mató. ¿Cómo podía estar tan serena ante las cámaras si acababa de perder a su marido de un modo tan horrible? Satake se esforzó por recordar la sensación que tuvo al verla: como encontrar un grano de arena en una ostra. En su rostro había algo escrito imposible de descifrar a menos que hubiera vivido la misma experiencia, como si se sintiera en paz. Su marido estaba colgado de Anna y se dejaba mucho dinero en el Mika. Por su aspecto, no parecía un matrimonio acomodado, de modo que esa mujer tenía motivos de sobra para odiarlo.

—¿En qué piensa, Satake? —intervino Kinugasa.

—En su esposa —respondió sin dudarlo—. ¿Están seguros de que no fue ella?

Kinugasa se irritó.

—Esa mujer tiene una coartada. Más le vale preocuparse por usted: lo tiene crudo.

Al oír esas palabras, Satake entendió que habían descartado por completo esa hipótesis y que toda la investigación se centraba en él. En efecto, las cosas pintaban mal.

—Siento lo que he dicho —se disculpó—. Pero le aseguro que yo no tengo nada que ver con todo esto. Se lo prometo.

—Es un mentiroso de mierda.

—Eso lo será usted —murmuró Satake bajando la cabeza.

Kinugasa oyó el comentario y le dio un codazo en la sien.

—Deje de joder.

Pero Satake no necesitaba ninguno de esos avisos: sabía perfectamente que si se lo proponían le endosarían cualquier delito que se les ocurriese. Iban a por él. Se puso a temblar de miedo y de rabia. Si se libraba de ésa, no pararía hasta desquitarse con el asesino. Y, de momento, su objetivo era la esposa de Yamamoto.

Tenía la suficiente experiencia para saber que ese incidente le costaría, por lo pronto, perder el Mika y el Amusement. Con lo que había trabajado los últimos diez años para lograr lo que tenía, y ahora iba a perderlo por una memez como ésa… Tenía que haber imaginado que los veranos siempre eran portadores de malas noticias para él. El destino así lo había querido.

De pronto la sala se oscureció. Satake alzó los ojos y vio un banco de nubarrones sobre Shinjuku. El viento agitaba las hojas de la gran zelkova que había al otro lado de la ventana. Un claro indicio de que esa noche llovería.

En la celda donde permanecía bajo arresto, Satake soñó con esa mujer. Estaba tendida ante él, con expresión suplicante. «Llévame al hospital…», decía. Él metió los dedos en la herida que él mismo le había abierto en el costado, pero ella no pareció notarlo y siguió suplicando que la llevara al hospital. Satake le acarició la mejilla con su mano ensangrentada, y al hacerlo se dio cuenta de que la cara de esa mujer, teñida de rojo con su propia sangre, adquiría una belleza ultraterrena.

—«Llévame al hospital…».

—«No servirá de nada… Es demasiado tarde».

Como respuesta a las palabras de Satake, la mujer le cogió la mano ensangrentada con una fuerza inusitada y la llevó hacia su cuello, como si le rogara que la estrangulara cuanto antes. Él le acarició el pelo.

—«Aún no».

Su corazón se estremeció por la pena y el placer que le provocó la profunda desesperación que reflejaban aquellos ojos. Aún no. Aún no podía morir. Tenían que correrse juntos. La abrazó con más fuerza y su cuerpo quedó empapado en sangre.

Abrió los ojos creyendo que tenía el cuerpo ensangrentado… hasta que se dio cuenta de que el líquido que lo empapaba era su propio sudor. Miró hacia un lado, donde su compañero de celda yacía inmóvil, fingiendo estar dormido. Satake lo ignoró y se sentó en la cama. Era la primera vez en diez años que soñaba con esa mujer y estaba excitado. Aún podía sentir su presencia. Sus ojos buscaron en la oscuridad de la celda. Deseaba estar con ella.

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