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Sueños oscuros » Capítulo 3

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Capítulo 3

Anna recordaba la primera vez que había subido a un tren de los Japan Railways, un día de invierno de hacía cuatro años.

Era por la tarde y el tren iba repleto. Poco acostumbrada a las aglomeraciones, sintió como si la engullera un cuerpo extraño. Impulsada por un continuo ataque de codos y bolsas, se encontró en medio del vagón. De alguna manera consiguió sujetarse a un asidero y miró por la ventana: el sol se ponía, y emitía una luz anaranjada. Recortados contra esa luz, los edificios proyectaban sombras oscuras que desaparecían en cuanto el tren las dejaba atrás. Anna se volvía de vez en cuando hacia la puerta, preocupada por si lograría bajarse en la estación correcta.

De pronto, como si se tratara de la neblina que se alza en el campo las mañanas de verano, oyó unas voces que hablaban en su dialecto de Shanghai. Más relajada, miró a su alrededor para ver de quién se trataba, pero advirtió que lo que le había parecido su dialecto no era sino japonés, cuya fonética es parecida.

En ese momento, sintió una súbita punzada de tristeza. Pese a que las caras y la lengua que la rodeaban eran muy parecidas a las suyas, se encontraba sola en un mundo extraño donde no conocía a nadie.

Al mirar de nuevo por la ventana, el sol ya se había puesto. Lo que vio en el cristal fue la imagen de una chica desamparada con un abrigo anodino. Al reconocerse, le embargó un sentimiento de absoluta soledad y los ojos se le anegaron de lágrimas. Tenía diecinueve años.

Evidentemente, ésa no fue la primera vez que se había sentido abrumada por la prosperidad económica de Japón o por la frenética actividad de Tokio, pero la soledad que sintió en ese instante no podía compararse con nada de lo que había sentido hasta entonces.

Si hubiera ido a Japón a estudiar, tal como figuraba en su visado, habría podido superar esos sentimientos, pero su verdadero objetivo no era otro que el de ganar dinero sin otras armas que su juventud y su belleza. Había llegado a Japón con grandes expectativas: el agente que la había captado le había contado lo fácil que era para las chicas de origen chino ganar dinero en Japón, y había sido justamente esa supuesta facilidad la que había hecho sucumbir a una chica seria e inteligente como Anna. Desde pequeña había sacado buenas notas, e incluso se había planteado ir a la universidad; no obstante, había acabado ganando dinero fácil sólo por hacer compañía a japoneses. Era consciente de lo sórdido de la situación, pero no podía evitarlo.

Su padre era taxista, su madre tenía una verdulería. Cada noche volvían a casa y hablaban con orgullo de sus pequeños éxitos, de lo que habían ganado con su habilidad y su ingenio. Ésa era la forma de vida de los comerciantes de Shanghai. Sin embargo, Anna siempre tendría vetado hablar de sus negocios y de sus éxitos con sus padres.

Pese a estar orgullosa de sus orígenes y de su belleza, en Tokio se sentía intimidada por la confianza que mostraban las jóvenes japonesas, educadas en un ambiente de riqueza y prosperidad. Ella carecía de esa confianza. Era injusto. Frustrada, sola e insegura, no parecía sino una pobre chica de pueblo perdida en la gran ciudad.

Durante sus primeros meses en Japón, había asistido diligentemente a la academia de japonés recomendada por el agente que le había tramitado el visado, y por las noches había empezado a trabajar en un club de Yotsuya.

Se centró en los estudios y, gracias a su buen oído y a su innata facilidad para los idiomas, pronto empezó a chapurrear el japonés y a entender las conversaciones que oía. También comenzó a vestirse a la moda, comprándose ropa en los grandes almacenes. Aun así, seguía sin poder despojarse del sentimiento de soledad que la había embargado esa tarde de invierno en el tren: por mucho que intentara ignorarla, siempre estaba al acecho, cual gato callejero.

Con todo, lo más importante era el dinero: cuanto más rápido lo ganara, más pronto podría regresar a Shanghai, donde quería abrir una tienda de ropa. Pasaba los días en la academia de japonés y las noches en el club, pero pese a sus esfuerzos apenas podía ahorrar. La vida en Japón era más cara de lo que había imaginado, y la desesperación empezó a hacer mella en su ánimo. Aún no había ahorrado ni una cuarta parte de lo que se había propuesto, y a ese paso nunca podría regresar. Se sentía atrapada. Sus días estaban teñidos de angustia. Era como si en ellos se hubiese abierto una grieta que amenazaba con romper su vida como una delicada taza de té.

Y entonces conoció a Satake.

A pesar de no beber, Satake era un buen cliente del club y se distinguía por sus generosas propinas. Cuando lo vio por primera vez, Anna notó que el encargado del club lo trataba con deferencia y le proporcionaba la mejor chica, de modo que pensó que no tendría nada que hacer con él. Sin embargo, la siguiente ocasión en que apareció por el club, Satake pidió que fuera ella quien lo acompañara a la mesa.

—Me llamo Anna. Encantada.

Satake parecía diferente del resto de clientes, que solían pecar de un exceso de timidez y egocentrismo. Entrecerró los ojos como si degustara la voz de Anna y miró fijamente sus labios, como un profesor de japonés atento a la pronunciación de su alumna. Anna se puso nerviosa, como si el profesor hubiera decidido examinarla.

—¿Un whisky con agua? —le preguntó.

Mientras le preparaba un whisky poco cargado, no dejó de observarlo. Tenía cerca de cuarenta años, de tez morena, pelo corto, ojos muy pequeños y labios gruesos. Si bien no era guapo, su cara transmitía una cierta serenidad que lo hacía atractivo. Sin embargo, vestía rematadamente mal: un traje negro de marca que le quedaba horrible, una corbata llamativa, un Rolex de oro y un encendedor Cartier también dorado. El efecto que producía el conjunto era casi cómico al lado de sus ojos tristones.

Unos ojos que se asemejaban a un lago. A Anna le recordaron una foto que había visto en alguna revista, en la que se veía un oscuro lago oculto en la cima de una montaña. El agua de ese lago era helada y turbia, y Anna imaginaba que en sus profundidades vivían extraños seres enredados entre las algas. En esas aguas nadie se atrevía a nadar o a botar una nave. Por la noche, cuando la superficie del oscuro cráter se tragaba la luz de las estrellas, los extraños habitantes de la laguna seguían escondidos en las profundidades. Tal vez ese hombre, Satake, hubiera escogido esa indumentaria chillona para evitar que la gente se asomara a la oscura laguna de sus ojos.

Anna observó las manos de Satake. No llevaba ninguna joya. Su piel fina delataba que nunca había hecho un trabajo manual. Para ser unas manos masculinas, eran bonitas y bien proporcionadas. ¿En qué debía trabajar? Como no parecía encajar en ninguna tipología, se preguntó si no sería uno de esos yakuza de los que había oído hablar. Al pensar en ello, la embargó una mezcla de miedo y curiosidad.

—¿Anna? —dijo él.

Se puso un cigarrillo en los labios y la observó un buen rato. En la laguna no había ni una ola. Por mucho que la mirara, sus ojos no traslucieron el menor signo de aprobación o de decepción. Con todo, su voz era suave y agradable, y Anna pensó que le gustaría volverla a escuchar.

Tal como le habían enseñado en el club, Anna se apresuró a coger el mechero para encenderle el cigarrillo, pero con las prisas se le resbaló y a punto estuvo de caérsele. Satake pareció relajarse.

—No tienes por qué estar nerviosa.

—Lo siento.

—¿Cuántos años tienes? ¿Veinte?

—Sí —asintió Anna, que acababa de cumplirlos.

—¿Has escogido tú ese vestido?

—No —contestó Anna negando con la cabeza. Llevaba un vestido rojo barato que le había prestado una compañera del club con la que compartía piso—. Me lo han dejado.

—Ya decía yo —dijo Satake—. No es de tu talla.

Anna aún no había aprendido a pedirle que le comprara uno. En ese momento se limitó a sonreír vagamente para disimular su vergüenza. Tampoco sabía que Satake se estaba divirtiendo imaginándola como una muñeca de papel a la que podía vestir a su antojo.

—Nunca sé qué ponerme.

—Estoy seguro de que a ti te queda todo bien —dijo Satake. Anna estaba acostumbrada a tratar con clientes infantiles que decían lo primero que se les pasaba por la cabeza, pero Satake era diferente. Después de un breve silencio mientras apuraba el cigarrillo, añadió—: Me has estado observando, ¿verdad? ¿A qué crees que me dedico?

—¿Trabajas en alguna empresa?

—No.

—Entonces, ¿eres un yakuza?

Satake sonrió por primera vez. Tenía unos dientes grandes y sanos.

—No exactamente —dijo Satake—. Pero no vas muy descaminada. Soy un alcahuete.

—¿Un alcahuete? —repitió Anna—. ¿Y eso qué es?

Satake sacó un bolígrafo caro del bolsillo de su americana y escribió los caracteres en una servilleta. Al leerlos, Anna frunció el ceño.

—Me dedico a vender mujeres.

—¿Y a quién las vendes?

—A hombres que quieren comprarlas.

En otras palabras, se dedicaba a mediar entre las prostitutas y sus clientes. Anna guardó silencio, sorprendida por la franqueza de Satake.

—¿Te gustan los hombres, Anna? —le preguntó éste finalmente, mirándole los dedos con que sostenía la servilleta. Anna ladeó la cabeza.

—Me gustan si son buenos.

—¿Cómo?

—Como Tony Leung. Es un actor de Hong Kong.

—Si un hombre como él quisiera comprarte, ¿te importaría que alguien te vendiera?

—Supongo que no —admitió Anna tras pensarlo unos instantes—. Pero es imposible. No soy tan guapa.

—No es cierto —repuso Satake—. Eres la mujer más bonita que conozco.

—Eso es mentira —dijo Anna echándose a reír, incrédula.

Ni siquiera se contaba entre las diez mejores del club.

—Yo nunca miento.

—Pero…

—Sólo te falta un poco de confianza —intervino Satake—. Si trabajaras conmigo, llegarías a creer que eres tan hermosa como en realidad eres.

—Pero yo no quiero ser una prostituta —objetó Anna con un mohín.

—Era broma. Tengo un club como éste.

Si era un club como ése, ¿por qué iba a cambiar? Decepcionada ante la perspectiva de trabajar durante muchos años en Japón, Anna bajó la cabeza. Mientras la observaba, Satake se entretuvo jugueteando con sus dedos largos y elegantes con las gotas que se habían formado en el exterior de su vaso de whisky. Después tocó el posavasos para dejar en él unas manchas oscuras. Anna tuvo la sensación de que Satake se había hecho preparar la bebida para librarse a aquel extraño juego.

—¿No te gusta este trabajo? —le preguntó finalmente.

—No es eso —respondió mientras miraba con nerviosismo a la mujer que llevaba el club.

Satake captó la mirada.

—Entiendo que te cueste tomar una decisión —dijo—. Pero viniste a Japón para ganar dinero, ¿no es así? Entonces, ¿por qué no empiezas a ganarlo? Estás malgastando tu don.

—¿Mi don?

—Si alguien es atractivo tiene un don, del mismo modo que lo tiene aquel que sabe escribir o pintar. No es algo que tenga todo el mundo; es como un regalo del cielo. Los escritores y los pintores se esfuerzan para explotarlo. Y tú también tienes que trabajar para pulirlo. Es tu deber. En cierta manera, eres una artista. Yo lo veo así. Y de momento lo estás descuidando.

Mientras escuchaba su suave voz, Anna se sentía mareada. Sin embargo, al alzar los ojos cayó en la cuenta de que Satake no perseguía otra cosa que llevársela a su club. La encargada del local la había alertado de que no se dejara embaucar por ese tipo de hombres. Satake adivinó sus pensamientos y suspiró.

—Es una lástima —le dijo sonriendo.

—Yo no tengo ningún don.

—Sí lo tienes. Y si lo utilizas, las cosas te saldrán como las has planeado.

—Pero…

—Y cuando se cumplan tus deseos, podrás verlo.

—¿Qué veré?

—Tu destino.

—¿Por qué?

—Porque el destino es lo que sucede independientemente de los planes que hagas —explicó Satake en un tono muy serio, y después le puso un billete de diez mil yenes perfectamente doblado en la palma de la mano.

Anna apartó la vista, creyendo haber visto algo en sus ojos que no debería haber visto.

—Gracias.

—Hasta la próxima.

Después de pronunciar estas palabras, y como si hubiera perdido súbitamente el interés por Anna, Satake hizo un signo a la encargada para indicarle que le llevara a otra chica. Anna se dirigió a otra mesa con cierta sensación de abandono. Si no le hubiera dado una respuesta tan evasiva, tal vez no habría perdido su interés por ella. Las palabras de Satake asegurándole que si trabajaba para él se creería más bonita la habían conmovido. Y si sus palabras eran ciertas, tal vez pudiera ver lo que el destino le deparaba. ¿Había dejado escapar una buena oportunidad para cambiar su vida?

De vuelta al piso donde vivía, sacó el billete que le había dado Satake y al desdoblarlo encontró un nombre escrito, «Mika», y un número de teléfono.

Cuando empezó a trabajar para Satake, Anna aprendió muchas cosas: que era mejor fingir que aún no dominaba el japonés delante de los clientes; que a los japoneses les gustaban las chicas calladas y reservadas; que era mejor decirles que era estudiante y que se dedicaba a ese trabajo para disponer de dinero para sus gastos; que a los clientes no les importaba que les mintieran con tal de sentirse superiores económicamente, y que así daban mayores propinas, y, sobre todo, que era recomendable decir que era hija de una buena familia de Shanghai, puesto que eso tranquilizaba a los hombres. Satake incluso le dio instrucciones sobre el tipo de ropa y de maquillaje que gustaba a los clientes.

También le insistió en que estaban en Japón y que, a diferencia de Shanghai, a los hombres no les gustaban las chicas que reclamaban la igualdad entre hombres y mujeres. Cuando Anna expresaba dudas sobre las costumbres japonesas, Satake le decía que se lo tomara como una representación, como un papel que interpretaba para triunfar en la profesión que había escogido. Ése era un principio que sus padres habrían entendido: cualquier cosa para salir adelante en el trabajo. Y además descubrió que, tal como le había asegurado Satake, poseía un don. Cuanto más se metía en su papel, más atractiva era. El ojo clínico de Satake había acertado de lleno.

Anna no tardó en convertirse en la mejor chica del Mika. Al tiempo que ganaba popularidad, ganaba también confianza, por lo que decidió seguir adelante con su nueva profesión. Finalmente pudo liberarse de la soledad que hasta entonces había estado acechándola como un gato callejero.

Empezó a llamar «cariño» a Satake, y éste no tuvo ningún reparo en mostrar su predilección por ella. Cuando Anna se dio cuenta de que no la ponía en manos de cualquier cliente adinerado como hacía con las otras chicas, lo tomó como una muestra de que se había enamorado de ella. Pero justo cuando ella había llegado a esa conclusión, Satake la llamó para decirle que quería presentarle a alguien.

—Anna, tengo a un buen hombre para ti.

—¿Y cómo es?

—Es rico y agradable. Seguro que te gusta.

Evidentemente, el hombre en cuestión no era Tony Leung. No era ni joven ni guapo, pero sí muy rico. Prácticamente cada vez que lo veía, le daba un millón de yenes. Si lo veía diez veces, se sacaría diez millones, más de lo que necesitaba para vivir un año entero. A ese paso, se haría millonaria. Cuando cumplió el objetivo que se había marcado al llegar a Japón, olvidó por completo a Tony Leung.

Pero el hombre que había ocupado el lugar del guapo actor en el corazón de Anna no era otro que Satake. Estaba decidida a descubrir los seres que había entrevisto en el lago de sus ojos el día en que se habían conocido, cogerlos con sus manos. Satake había dicho que el destino era algo que sucedía con independencia de los planes que uno hiciera, y eso debía de guardar cierta relación con lo que ella había adivinado en el fondo de su mirada.

Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que cuanto más intentaba ella conocerlo, menos dispuesto estaba él a abrirse. Satake ocultaba cuidadosamente cualquier información sobre su vida privada.

Por ejemplo, no permitía que nadie fuera a su piso. Según contaba Chin, el encargado del Mika, una vez había visto a alguien parecido a Satake frente a un viejo bloque de apartamentos en Nishi Shinjuku. No obstante, en lugar de la llamativa ropa de marca que solía llevar su patrón, el individuo en cuestión iba vestido como un pordiosero: había salido a tirar la basura con unos pantalones viejos y un jersey con los codos gastados. Al llegar al contenedor se había puesto a recoger la basura esparcida con gesto reconcentrado, y por sus movimientos Chin comprobó que se trataba de Satake. Chin quedó perplejo y horrorizado a la vez.

«Aquí, en el club, siempre está a la altura de las circunstancias. Quizá no sea muy hablador, pero siempre sabes que puedes contar con él. Ahora bien, si el Satake que vi ese día es el verdadero Satake, es que está mal de la cabeza. Sólo de pensar que lo que hace aquí no es más que una pose se me ponen los pelos de punta. ¿Por qué tiene que actuar? ¿Por qué se esconde? Al parecer no se fía ni de nosotros. Pero ¿cómo es posible vivir sin confiar en nadie? Quizá se comporte así porque no confía ni en él mismo».

Satake era un misterio, un enigma por resolver. Cuando los empleados del Mika oyeron esa historia, el secreto de su jefe se convirtió en un tema recurrente. Todo el mundo parecía tener una opinión sobre qué tipo de persona era Satake y sobre por qué actuaba de esa manera.

Con todo, Anna no estaba de acuerdo con Chin en que Satake no confiaba en nadie. Ella se sentía celosa por la supuesta presencia de otra mujer con la que seguramente Satake sí podía ser él mismo.

Finalmente, un día se atrevió a preguntárselo.

—Cariño, ¿vives con alguien?

Satake dudó unos instantes y la miró con cara de sorpresa. Anna tomó su reacción como un signo de que había acertado, y quiso saber más.

—¿Y quién es?

—Nadie —repuso él con una sonrisa. Sin embargo, el brillo que había en sus ojos se extinguió del mismo modo en que las luces del Mika se apagaban al final de la noche—. Nunca he vivido con una mujer.

—Así, ¿no te gustan las mujeres? —le preguntó aliviada porque no la engañaba con otra, pero a la vez con temor por si era homosexual.

—Claro que me gustan —repuso él—. Especialmente las chicas jóvenes y guapas como tú. Para mí son como un regalo.

Mientras pronunciaba esas palabras, cogió la mano de Anna y empezó a acariciarle sus dedos largos y finos, si bien lo hizo como si comprobara el tacto de un objeto. Para Satake, el verbo «gustar» no parecía tener más sentido que una inclinación puramente estética.

—¿Un regalo de quién?

—Un regalo de los dioses a los hombres.

—¿Y las mujeres no tienen regalo? —insinuó Anna refiriéndose a él, pero Satake no quiso comprenderla.

—Supongo que sí. Alguien como Tony Leung. ¿Qué te parece?

—No sé… —dijo Anna ladeando la cabeza.

Ella quería tocar el alma de un hombre, no sólo su cuerpo. Y sólo había un alma que deseara, sólo un hombre que hiciera temblar la suya. Por desgracia, las «chicas jóvenes y guapas» que Satake había mencionado no eran seres vivos capaces de emocionarse sino simples objetos que cuidar. Y si era así, cualquier chica mona le valía, mientras que para ella el único hombre que le importaba era Satake.

—Así, cariño —dijo Anna frustrada—, ¿ya tienes suficiente con que una chica sea guapa?

—Los hombres no queremos nada más que eso.

Anna no hizo más preguntas, pues fue suficiente para advertir que dentro del hombre al que amaba se había roto algo de manera irreparable. Pensó que quizá había tenido una mala experiencia con alguna mujer. Esa idea hizo crecer su compasión y sus ganas por intentar solucionarlo.

Sin embargo, el día que fueron a la piscina el sueño de Anna se hizo añicos. Al principio se alegró al ver que Satake accedía a acompañarla, pero su alegría se esfumó al comprobar su reacción ante los intentos de aquel joven de acercarse a ella: se limitó a observar la escena como si fuera un tío comprensivo con los devaneos de su sobrina, señal evidente de que no se había dado cuenta de que ella estaba enamorada de él. Ante ese comportamiento, Anna hizo algo excepcional: invitar a su apartamento a un muchacho al que acababa de conocer. Esa fue su forma de rebelarse, pero aun así Satake no dio muestras de sus sentimientos hacia ella.

«No me importa que te diviertas —le dijo—. Pero debes evitar que se interponga en tu trabajo o que dure demasiado».

Anna nunca olvidaría el tono de voz con que pronunció esas palabras. Era como si se refiriese a un objeto que estuviera a la venta en el Mika, un juguete para ofrecer a los hombres que acudían al club. Si Satake la trataba bien era porque hacía todo lo que le decía, porque interpretaba a la perfección el papel de muñeca dócil.

Esa noche le costó dormir, consciente de que acababa de reaparecer la brecha que tiempo atrás se negaba a cerrarse. Con todo, a la mañana siguiente la aguardaba una sorpresa aún mayor.

—Anna —dijo la voz de Chin al otro lado del hilo—, han trincado a Satake por apuestas ilegales. He pensado que como ayer no viniste no lo sabrías.

—¿Qué quiere decir «trincado»?

—Que la policía lo ha detenido —le explicó Chin—. También arrestaron a Kunimatsu y a los del Amusement. Hoy no abrimos. Si la policía te pregunta algo, diles que no sabes nada —le recomendó antes de colgar.

Antes de recibir esa llamada, Anna había decidido que ese mismo día iba a preguntar a Satake si significaba algo para él y que, dependiendo de la respuesta que obtuviera, estaba dispuesta incluso a dejar el trabajo. Sin embargo, ante aquella situación inesperada, decidió ir a la piscina y se pasó el día tomando el sol.

Por la noche, mientras miraba su piel enrojecida, recordó la excursión a la piscina del día anterior. Tal vez no había sido justa al pensar que Satake la veía sólo como a una mercancía. ¿No podía ser que se contuviera por su diferencia de edad? Si no le importaba, ¿por qué se preocupaba tanto por ella? ¿Por qué estaba siempre dispuesto a hacer lo que ella le pedía? Con todo lo que le había demostrado, había sido cruel al pensar así. Poco a poco fue emergiendo la Anna dócil, buena y agradable, hasta que al final concluyó que lo quería incluso más que antes.

Al día siguiente, los empleados del Amusement que habían sido detenidos salieron de comisaría. Todos creían que pronto dejarían libre a Satake, pero el jefe fue el único que siguió arrestado. El Mika y el Amusement estuvieron cerrados más de una semana. Anna se enteró de que Reika había ido a ver a Satake y que éste le pidió que anunciara el inicio de unas vacaciones de verano anticipadas.

Anna iba a la piscina todos los días. Con el sol, su piel adquirió el color del trigo maduro y su belleza floreció como nunca lo había hecho. Los hombres con los que se cruzaba por la calle se volvían para mirarla, y en la piscina se le acercaron varios chicos con la intención de ligar con ella. Sabía que Satake hubiera apreciado ese cambio y le apenó que no pudiera verla.

Una noche, Reika apareció en su apartamento.

—Anna, tengo algo importante que contarte —le dijo.

—¿Sobre qué?

—Sobre Satake. Parece que la cosa va para largo.

Reika siempre hablaba a Anna en mandarín. Como era de Taiwán, no dominaba el dialecto de Shanghai.

—¿Por qué?

—Parece que no lo han arrestado por el asunto de las apuestas ilegales. He hecho mis averiguaciones y me he enterado que tiene que ver con el caso del cadáver descuartizado.

—¿El cadáver descuartizado? —preguntó Anna mientras se deshacía de Jewel, que ladraba a sus pies.

Reika encendió un cigarrillo y dirigió una mirada inquisitiva a Anna.

—¿No estás al día? Hace tres semanas encontraron un cadáver descuartizado en un parque. Se trataba de Yamamoto, el tipo aquel que venía por el Mika.

Anna se quedó pasmada.

—¿Quieres decir el Yamamoto que me perseguía?

—El mismo. Nadie se lo explica.

—No puedo creerlo.

Yamamoto siempre pedía su compañía y no se separaba de ella ni un instante. Cuando se sentaba a su mesa él la cogía de la mano y, si se emborrachaba, incluso intentaba tumbarla en el sofá. Pero lo que más le molestaba a Anna no era tanto su persistencia como la intensa sensación de soledad que transmitía. Si un hombre quería divertirse ella estaba dispuesta a seguirle el juego, pero no soportaba a los que se sentían solos. Por eso, cuando Yamamoto desapareció ella se alegró y lo olvidó rápidamente.

—La policía vendrá a hacerte preguntas —dijo Reika mientras pasaba revista al lujoso apartamento de Anna—. Será mejor que te vayas de aquí.

—¿Y por qué iban a venir?

—Suponen que Satake mató a Yamamoto porque no te dejaba en paz. Y creen que después encargó a la mafia china que lo descuartizara.

—Nunca haría algo así.

—Pero saben que le dio una paliza en el Amusement.

—Ya lo sé, pero no le hizo nada más.

—Ya… —dijo Reika casi en un susurro—. Pero ¿sabías que Satake mató a una mujer?

Anna intentó tragar saliva, pero tenía la boca tan seca que le resultó imposible.

—Al parecer, fue un asesinato horrible. Cuando me lo contaron, no me lo podía creer. Si las chicas llegaran a enterarse dejarían el trabajo.

—¿Qué hizo? —quiso saber Anna recordando la extraña luz que brillaba en el fondo de los ojos de Satake.

—Satake trabajaba para un jefe yakuza que controlaba el negocio de las drogas y la prostitución en el barrio. Él se dedicaba a cobrar deudas y a perseguir a las chicas que querían dejar el negocio. Un día, su jefe se enteró de que una mujer le robaba las chicas y se las llevaba a otro club. Satake la cogió, la encerró en una habitación y la torturó hasta matarla.

—¿Cómo que la torturó? —preguntó Anna, incapaz de controlar su voz temblorosa.

De pronto recordó un viaje que había hecho de pequeña con su familia a Nanking, y los horribles maniquíes que había visto en el Museo de la Guerra. Tal vez lo que se escondía en el fondo de los ojos de Satake era un pasado tan turbio como ése.

—Fue muy fuerte —dijo Reika arqueando sus cejas bien perfiladas—. Por lo que he oído, la desnudó, le pegó y la violó. Entonces, cuando la mujer estaba ya casi inconsciente, empezó a apuñalarla para que volviera en sí y, con el cuerpo ensangrentado, volvió a violarla. Al parecer, el cadáver estaba lleno de hematomas y le faltaban varios dientes. Incluso los yakuza para los que trabajaba quedaron estupefactos y se negaron a volver a tener tratos con él.

Anna soltó un largo gemido. Mientras lloraba, Reika se fue y la dejó sola con su caniche, que se quedó a su lado mirándola extrañado y moviendo la cola.

—Jewel… —dijo con la voz ahogada por los sollozos.

El perro ladró alegremente. Anna recordó que lo había comprado con la intención de tener algo especial, sólo para ella, por lo que había ido a la tienda de animales y había escogido al perro más bonito que encontró. Quizá los hombres obraban igual: querían a una mujer del mismo modo que ella había querido a su caniche. De ser así, ella no era más importante para Satake de lo que Jewel lo era para ella. Fue en ese instante cuando supo que nunca podría adentrarse en ese lago oscuro y misterioso, y se echó a llorar desconsoladamente.

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