Out

Out


Sueños oscuros » Capítulo 5

Página 31 de 61

Capítulo 5

Imai se secó el sudor de la frente y echó a andar por una calle estrecha.

Sin duda, antes había sido un camino entre arrozales, pero ahora se había convertido en un callejón flanqueado por casas pequeñas y viejas. A juzgar por los tejados de cinc abollados, por las puertas de madera astillada y por los canalones oxidados, esas casas tenían más de treinta años. Tenían una apariencia frágil, como si una simple cerilla fuera suficiente para hacerlas arder.

Kinugasa, el agente de la Dirección General, estaba convencido de que Kenji Yamamoto había sido asesinado por el propietario de la sala de juegos de Kabukicho a la que había ido la noche de su desaparición y al que tenían retenido en la comisaría de Shinjuku. Sin embargo, Imai no era del mismo parecer y proseguía la investigación por su cuenta. Al descubrir que el propietario de la sala de juegos tenía antecedentes, Kinugasa se había centrado exclusivamente en él, pero Imai albergaba dudas acerca de Yayoi Yamamoto. Se trataba de una sensación que no podía explicar con palabras, pero percibía que esa mujer intentaba ocultar desesperadamente la clave del caso.

Se detuvo en medio del callejón, sacó su libreta y, mientras la hojeaba, revisó los hechos mentalmente. Un grupo de escolares que volvían de la piscina con la cabeza aún mojada lo miraron con curiosidad al pasar por su lado.

«Supongamos que Yayoi mató a su marido —pensó Imai—. Los vecinos han declarado que discutían a menudo, de modo que tenía motivos suficientes para hacerlo. Cualquiera es capaz de matar a alguien en un arrebato. Sin embargo, es una mujer más bien menuda, por lo que le resultaría difícil asesinarlo a menos que su marido estuviera dormido o borracho. Sabemos que él estuvo en el club de Shinjuku hasta las diez, de modo que, incluso volviendo directamente a casa, habría llegado sobre las once, con lo que los efectos del alcohol que hubiera ingerido habrían desaparecido. Si mantuvieron una pelea lo bastante fuerte para acabar en un asesinato, los vecinos los habrían oído y los niños se habrían despertado. Además, nadie vio a Kenji Yamamoto en el tren ni en la estación, como si se hubiera esfumado al dejar el local».

Aun así, Imai consideró el supuesto de que Yayoi había conseguido matar a su marido y se había ido al trabajo como si nada hubiera pasado. De ser así, ¿quién se habría encargado del cadáver? El baño de los Yamamoto era demasiado pequeño, y la prueba con Luminol había resultado negativa.

«Imaginemos que alguna de sus compañeras de trabajo —aventuró Imai— se apiadó de ella y la ayudó a deshacerse del cuerpo». Las mujeres eran capaces de hacer algo así. De hecho, parecían tener una cierta afición a descuartizar cadáveres. Imai había leído varios informes sobre sucesos anteriores y había llegado a la conclusión de que la mayoría de casos de mutilación tenían dos características comunes: la primera era el origen aparentemente azaroso del asesinato, y la segunda la solidaridad femenina.

Cuando una mujer cometía un crimen no premeditado, su principal preocupación residía en qué hacer con el cadáver, puesto que no solía ser lo bastante fuerte para moverlo sola. Por eso en muchas ocasiones optaban por descuartizar el cuerpo. También se habían dado casos de varones que habían descuartizado a sus víctimas, pero en su defecto para ocultar la identidad de la víctima o porque el propio acto de mutilar les causaba una especie de placer animal. Las mujeres, en cambio, lo hacían simplemente porque no podían transportarlo entero. Ésta solía ser la prueba de que el crimen no había sido premeditado. Recordaba el caso de una mujer de Fukuoka que, después de matar a una compañera, confesó a la policía que había decidido descuartizar el cadáver al verse incapaz de sacarlo entero de su casa.

También era corriente que mujeres que vivían experiencias parecidas se convirtieran en cómplices de la asesina, impulsadas por una especie de compasión. Hubo un caso en que una madre había considerado justo que su hija matara a su marido violento y borracho, y por ello la había ayudado a descuartizar el cadáver. En otro caso, una mujer había ayudado a matar al marido de su amiga y ambas se habían encargado de descuartizarlo y tirarlo al río; incluso tras su detención se mostraron convencidas de que habían llevado a cabo un buen acto.

Como pasaban largas horas en la cocina, las mujeres estaban más acostumbradas que los hombres al tacto de la carne y el olor de la sangre. Además, eran diestras en el manejo de los cuchillos y sabían qué hacer con la basura. Y, quizá porque tenían la capacidad de dar a luz, mantenían una relación más directa con la vida y la muerte. Su mujer, sin ir más lejos, era un buen ejemplo, pensó Imai.

Entonces, y prosiguiendo su razonamiento, supuso que Masako Katori, la mujer a la que acababa de interrogar, hubiera decidido ayudar a su compañera a deshacerse del cadáver. Recordó su cara serena e inteligente, y su amplio baño. Tenía carnet de conducir, y Yayoi la había telefoneado la noche del crimen. Imai imaginó que tal vez se tratara de la llamada de una mujer desesperada que acababa de matar a su marido. Masako pudo pasar por casa de los Yamamoto de camino al trabajo y esconder el cadáver en el maletero de su coche. Sin embargo, esa noche ambas habían ido a trabajar como si nada hubiera sucedido. Y no sólo ellas dos: Yoshie Azuma y Kuniko Jonouchi, que completaban el cuarteto de amigas, también habían acudido al trabajo como de costumbre. Todo parecía demasiado atrevido y bien planeado, lo que no concordaba con los casos sobre los que había leído.

Según sus declaraciones, a la mañana siguiente Yayoi Yamamoto había vuelto a casa y no había salido en todo el día. De hecho, los vecinos habían confirmado tal extremo. Por lo tanto, era prácticamente imposible que hubiera participado en el descuartizamiento del cadáver. Entonces, quizá Masako Katori se lo había llevado y lo había descuartizado sola o con la ayuda de alguna compañera. Sin embargo, eso dejaba a la esposa de la víctima tranquilamente en casa mientras sus compañeras se ocupaban del trabajo sucio. ¿Por qué iban a hacer algo así? No podían odiar a ese hombre tanto como su propia esposa, y además era impensable que una mujer tan astuta como Masako estuviera dispuesta a correr ese riesgo innecesario.

Por otra parte, no parecía que entre Yayoi y Masako hubiera el sentimiento de solidaridad que solía darse en casos parecidos. Tenían muy poco en común. Para empezar, la diferencia de edad y circunstancias heterogéneas. Yayoi era joven, tenía dos hijos pequeños y pasaba apuros económicos. Masako, en cambio, parecía llevar una vida humilde pero más estable, hasta el punto de que Imai no entendía muy bien qué necesidad tenía de trabajar en el turno de noche. Su marido trabajaba en una buena empresa y vivían en una casa nueva y lo suficientemente bonita para que el propio Imai sintiera envidia al compararla con su pequeño piso de protección oficial. Era evidente que su hijo le daba algún que otro problema, pero ya era mayor y pronto se independizaría. Sin duda, podrían seguir viviendo con holgura sin lo que ganaba en la fábrica. En cualquier caso, el trabajo en la fábrica era lo único que Masako y Yayoi parecían tener en común.

De ser así, podía tratarse de dinero. Recordó la irritación de Masako cuando él le había señalado lo absurdo de trabajar de noche, y se había mostrado especialmente preocupada por la diferencia de sueldo. Por lo tanto, cabía la posibilidad de que Yayoi le hubiera prometido dinero por su ayuda. Sabía que necesitaba una coartada, de modo que ¿por qué no pedirle ayuda a su compañera prometiéndole una cantidad de dinero? Además, era posible que hubiera hecho la misma petición a Yoshie Azuma y a Kuniko Jonouchi. Sin embargo, ¿de dónde iba a sacar el dinero Yayoi si apenas tenía lo suficiente para el día a día?

De pronto recordó haber oído a Yayoi mencionar el seguro de vida de su marido. ¿Acaso se planteaba utilizar ese dinero para pagar a sus compañeras? Pero, si era así, ¿qué necesidad tenían de descuartizar el cadáver? Para cobrar el dinero del seguro, era imprescindible que lo identificaran. Otro problema para Imai. Además, en su teoría seguía habiendo un cabo suelto, quizá el más importante: el motivo del asesinato.

Imai recordó el horror de Yayoi al ver las fotos del cadáver de su marido. Una reacción como ésa no podía ser fingida. Era terror de verdad, por lo que no cabía ninguna duda de que ella no había descuartizado el cuerpo. Sin embargo, esa noche nadie había visto el Corolla rojo de Masako por el barrio de Yayoi, y tampoco por los alrededores del parque Koganei. Finalmente, optó por abandonar su teoría sobre una posible conspiración femenina.

Entonces contempló la posibilidad de que Yayoi tuviera un amante y que éste estuviera involucrado en el caso. Se trataba de una mujer guapa, de modo que no era imposible que mantuviera una relación con otro hombre. Con todo, no había podido conseguir ninguna información al respecto.

Siguió hojeando la libreta, deteniéndose en los detalles que había marcado con rotulador fosforescente: la declaración de los vecinos sobre las frecuentes discusiones de los Yamamoto; el descubrimiento de que no compartían habitación; las palabras del hijo mayor asegurando que esa noche había oído a su padre (si bien su madre había insistido en que había sido un sueño); el hecho de que el gato no hubiera vuelto a entrar en casa desde la noche de autos…

—¡El gato! —exclamó Imai mirando a su alrededor.

Un gato marrón lo observaba agazapado entre las primaveras que crecían salvajes en el jardín de una casa ruinosa. Imai miró sus ojos amarillos. ¿Qué había visto esa noche el gato de los Yamamoto? ¿Qué lo había horrorizado tanto para no querer volver a entrar en casa? Era una pena que no pudiera interrogarlo, pensó Imai con una sonrisa amarga.

El calor seguía apretando. Se secó el sudor con un pañuelo arrugado y siguió andando. Un poco más adelante encontró una confitería de las de antes. Entró, compró una lata de té Oolong y se la bebió ahí mismo. El propietario, un hombre corpulento de mediana edad, miraba la tele con cara de sueño, e Imai decidió abordarlo.

—¿Sabe dónde vive la familia Azuma?

El hombre señaló la casa de la esquina.

—El marido murió hace un tiempo, ¿verdad?

—Exacto —confirmó el hombre—. Hará ya varios años.

La viuda está al cargo de su suegra, que no puede moverse de la cama. Y ahora tiene que cuidar a un nieto. Hoy han venido a comprar unos caramelos.

No eran precisamente las circunstancias más favorables para que una mujer tuviera el tiempo suficiente para descuartizar un cadáver, pensó Imai. Su teoría se evaporaba como el rocío en una mañana soleada.

Al abrir la puerta de casa de Yoshie, Imai percibió un fuerte olor a heces. Desde la entrada podía ver el fondo de la pequeña vivienda: Yoshie estaba cambiando el pañal a una anciana postrada en la cama.

—Disculpe —dijo Imai.

—¿Quién es?

—Me llamo Imai, de la comisaría de Musashi Yamato.

—¿Es policía? Ahora estoy ocupada. Vuelva más tarde. Imai dudó ante el enfado de Yoshie, pero finalmente decidió no ceder.

—¿Le importa que le haga unas preguntas?

—Como quiera —respondió Yoshie volviéndose hacia él. Estaba despeinada y tenía la frente empapada en sudor—. Espero que no le moleste el olor.

—No se preocupe —dijo Imai—. Siento importunarla.

—¿Qué quiere saber? ¿Algo sobre Yayoi?

—Exacto. Me han dicho que son buenas amigas.

—No especialmente. Es mucho más joven que yo.

Yoshie levantó las piernas de la anciana y empezó a limpiarla con papel higiénico. Sin saber adónde mirar, Imai bajó la vista. Sus ojos se fijaron en unas pequeñas zapatillas decoradas con un personaje de dibujos animados. Entonces vio que en la pequeña y oscura cocina que se abría a la derecha del pasillo había un niño en cuclillas bebiendo de un tetrabrik. Debía de ser el nieto de Yoshie. Imai se dio cuenta de que era imposible entrar un cadáver y descuartizarlo en ese espacio tan reducido. No tendría necesidad de ver el baño para comprobarlo.

—¿Ha notado últimamente algo extraño en el comportamiento de la señora Yamamoto?

—No sé nada —dijo mientras ponía un nuevo pañal a la anciana.

—Tal vez pueda contarme qué tipo de persona es.

—Es una buena chica —se apresuró a responder Yoshie—. No merecía lo que le ha ocurrido.

Imai achacó el temblor de su voz al cansancio.

—He oído que el día en que su marido desapareció, ella sufrió una caída en la fábrica.

—Veo que sabe muchas cosas —dijo Yoshie mirándole a la cara—. Es cierto. Tropezó y se cayó en un charco de salsa.

—¿Cree que había algún motivo que pudiera explicar esa caída? ¿Estaba preocupada por algo?

—No lo creo —repuso Yoshie en un tono cansado—. En un sitio así cualquiera puede patinar.

Recogió el pañal sucio y se levantó. Lo dejó al lado de la puerta de la cocina, donde el niño seguía jugando, y, después de enderezar la espalda, se volvió hacia Imai.

—¿Tiene alguna otra pregunta?

—¿Qué hizo usted el miércoles por la mañana?

—Lo mismo que estoy haciendo ahora.

—¿Todo el día?

—Todo el día. Igual que hoy.

Después de disculparse, Imai salió de la casa tan rápido como le fue posible. Era casi indecente sospechar de una mujer mayor que se pasaba las noches trabajando y los días cuidando de su suegra. En el interrogatorio de la fábrica junto a Kinugasa, sus respuestas les habían parecido vacilantes, casi sospechosas, pero hoy se había comportado de manera diferente.

Sólo le quedaba por visitar a la última componente del grupo, Kuniko Jonouchi, si bien empezaba a preguntarse si valía la pena hacerlo. Volvió a entrar en la confitería para tomarse otro té.

—¿Estaba en casa? —le preguntó el vendedor.

—Sí. Parecía ocupada. Por cierto, ¿sabe si la señora Azuma salió de casa el miércoles por la mañana?

—¿El miércoles? —repitió el tendero mirándolo extrañado.

Imai le mostró su placa.

—El cadáver que encontraron descuartizado era el marido de una de sus compañeras de trabajo.

—¡No me diga! —exclamó—. Eso sí es horrible. Ahora que lo dice, es verdad: leí que la mujer de la víctima trabajaba en la fábrica de comida envasada.

—¿Qué hizo la señora Azuma el miércoles?

—No puede alejarse mucho de casa —respondió el tendero sin ocultar su curiosidad.

Imai salió de la confitería sin añadir nada más. Creía que empezaba a perder el tiempo.

A medio camino, entró en un restaurante chino cerca de la estación de Higashi Yamato, donde comió unos fideos fríos, de modo que cuando llegó al piso de Kuniko Jonouchi era ya casi la una. Llamó al interfono, pero no obtuvo respuesta. Cuando, después de varios intentos, estaba a punto de desistir, oyó una desagradable voz femenina por el altavoz.

—¿Quién es?

Imai se identificó y la puerta se abrió inmediatamente.

—Siento despertarla —dijo al ver la inquietud que su visita inesperada provocaba en Kuniko—. ¿Siempre duerme a estas horas? —preguntó echando un vistazo al interior del piso.

—Sí —respondió Kuniko—. Trabajo de noche.

—¿Su marido está trabajando?

—Sí, bueno… —murmuró Kuniko.

—¿Dónde trabaja? —dijo Imai, intuyendo que si preguntaba con rapidez podría obtener alguna información valiosa.

—De hecho, dejó el trabajo… y se ha ido de casa.

—¿Se ha ido? —repitió Imai impulsado por su curiosidad profesional. De todos modos, no creía que eso tuviera nada que ver con el caso—. ¿Puedo preguntarle el motivo?

—Por nada en especial. No nos llevábamos bien.

Mientras Kuniko buscaba un cigarrillo en el bolso, Imai se dio cuenta de que no llevaba sujetador debajo de la holgada camiseta. Mirando hacia el interior del piso vio la cama deshecha, y pensó que para cualquier hombre sería deprimente vivir con una mujer como ésa. Kuniko se puso el cigarrillo en la comisura de los labios y se quedó mirándolo.

—Tengo entendido que es amiga de la señora Yamamoto. Querría hacerle algunas preguntas.

—¿Amiga? No especialmente.

—¿Ah no? En la fábrica me dijeron que ustedes dos trabajaban siempre juntas, con la señora Katori y la señora Azuma.

—Eso es en el trabajo. Pero, como es guapa, es bastante creída y no somos precisamente muy amigas…

Imai notó la hostilidad latente tras sus palabras. Era curioso que no sintiera ningún tipo de compasión por una mujer que acababa de perder a su marido en unas circunstancias tan terribles.

¿Qué interés tenían Yoshie y Kuniko en dejar claro que no eran amigas de Yayoi? Imai empezó a sospechar. En la fábrica le habían dicho que las cuatro mujeres trabajaban siempre juntas y que solían quedarse a hablar cuando terminaban el turno. Por experiencia, sabía que en esa situación las mujeres solían mostrarse solidarias.

—O sea que fuera del trabajo nunca se ven.

—No.

Kuniko se levantó, se acercó a la nevera, cogió una botella de agua y se sirvió un vaso.

—¿Quiere? Es del grifo.

—No, gracias.

Imai había alcanzado a ver el interior de la nevera, prácticamente vacía. Nada hacía pensar que en esa casa vivía una mujer: ni provisiones, ni restos de comida, ni siquiera una botella de zumo. No debía de cocinar. Todo era un poco extraño. Su ropa y sus accesorios parecían caros, pero no se veía ni un solo libro o CD, y el ambiente que se respiraba en el piso era más bien humilde.

—¿Nunca cocina? —preguntó Imai al tiempo que echaba un vistazo a las cajas de comida vacías amontonadas en un rincón de la sala.

—No lo soporto —respondió Kuniko con una mueca exagerada, que pronto cambió por una expresión de vergüenza.

«Una auténtica comedianta», pensó Imai.

—Querría hacerle unas preguntas sobre el caso del asesinato del señor Yamamoto —dijo Imai—. La noche del miércoles no fue a trabajar, ¿verdad? ¿Puede explicarme por qué?

—¿El miércoles? —repitió Kuniko llevándose su mullida mano al pecho.

—Sí. El señor Yamamoto desapareció el martes y lo encontraron el viernes. Sólo quería saber por qué usted no fue al trabajo la noche del miércoles al jueves.

—Creo que me dolía la barriga —repuso Kuniko alterada…, Imai hizo una breve pausa.

—¿Sabe si la señora Yamamoto tenía un amante?

—Pues… —dijo encogiéndose de hombros—, no creo.

—¿Y la señora Katori?

—¿Masako? —exclamó aparentemente sorprendida porque hubiera mencionado ese nombre.

—Sí, Masako Katori.

—Imposible. Es una arpía.

—¿Una arpía?

—Bueno, no exactamente… —dijo Kuniko mientras buscaba otra palabra. Imai la observó satisfecho porque Kuniko había dicho lo que realmente pensaba de su compañera, pero a la vez intrigado por la expresión que había utilizado. ¿Qué tenía Masako de arpía?—. De todos modos, voy a dejar la fábrica —añadió cambiando de tema—. Después de lo que ha pasado, me da mal rollo.

—Entiendo —dijo Imai asintiendo con la cabeza—. O sea que está buscando trabajo.

—Ya no quiero trabajar de noche. Además, también está lo del violador. Todo va fatal.

—¿Un violador? —repitió Imai sacando su bloc. Era la primera vez que oía hablar de eso—. ¿En la fábrica?

—Sí —confirmó Kuniko más animada. El nuevo tema parecía gustarle—. Ataca a las mujeres, pero no han podido pillarlo.

—No creo que tenga nada que ver con el caso, pero ¿puede contarme más detalles?

Kuniko comenzó el relato de los ataques que habían empezado en abril. Mientras tomaba notas, Imai volvió a pensar en los numerosos inconvenientes que ese trabajo tenía para aquellas mujeres.

Después de salir del piso de Kuniko, los intensos rayos de sol de la tarde iluminaron el parking de hormigón. Al pensar en la caminata que le esperaba hasta llegar a la parada de autobús, suspiró profundamente. En el parking había coches de todos los colores, pero le llamó la atención un Golf descapotable de color verde oscuro. Le extrañó que alguien que viviera en ese bloque pudiera tener un coche como ése, pero en ningún momento se le pasó por la cabeza que perteneciera a la mujer que acababa de dejar en ese piso tan destartalado.

Estaba en un callejón sin salida. Ahora, interrogaría a los cinco empleados de la fábrica que habían librado la noche del martes. No obstante, decidió posponerlo para el día siguiente, y si sus investigaciones no daban resultado, debería admitir su derrota y doblegarse ante Kinugasa. Imai frunció el ceño y echó a andar bajo el intenso calor. Al cabo de unos minutos, su polo estaba empapado en sudor.

Ir a la siguiente página

Report Page