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Salida » Capítulo 7

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Capítulo 7

Mucho antes, cuando todo había empezado, Masako se había quedado tendida, inmóvil, sintiendo cómo el frío se apoderaba de ella. Su cuerpo respondía a los estímulos, pero su cerebro estaba embotado, como si se encontrara en un mundo incomprensible.

Se esforzó por abrir los párpados y vio un oscuro vacío que parecía extenderse hasta donde le alcanzaba la vista. Se encontraba en un agujero húmedo y oscuro. En lo alto veía una luz tenue. El cielo. Su brillo apenas visible se filtraba por la hilera de ventanucos del techo. Recordó que sólo unas horas antes había visto ese cielo sin estrellas.

Poco a poco recuperó el olfato, y con él los olores conocidos: a humedad, a hormigón y a moho. No tardó en darse cuenta de dónde se encontraba: la fábrica abandonada.

Pero ¿por qué tenía las piernas al descubierto? Se pasó las manos por el cuerpo y vio que sólo llevaba puestas una camiseta y la ropa interior. Tenía la piel seca y helada como una roca, como si ya no le perteneciera. De pronto, una luz intensa la deslumbró y alzó la mano para evitarla.

Satake pronunció su nombre. La había atrapado. Al recordar cómo la había asaltado en el parking, soltó un gemido de desesperación. Estaba dispuesto a divertirse con ella y a acabar con su vida. Cuando por fin vislumbraba su salida, había quedado atrapada en un mundo de pesadilla.

Furiosa por su propia falta de atención, miró hacia la luz y gritó.

—¡Desgraciado!

De inmediato, él replicó con una extraña orden:

—Deberías decir: «¡Me has pillado, cabrón!».

Y entonces se dio cuenta de que había caído en una fantasía suya, que intentaba revivir alguna experiencia que le había sucedido en el pasado. Poco a poco fue consciente del horror que entrañaba esa situación: la venganza de Satake guardaba relación con su propio pasado, no con Kenji. Había acertado al decirle a Yayoi que habían despertado a un monstruo.

A los pocos segundos, consiguió darle una patada en la entrepierna y, tras deshacerse de él, se ocultó en la oscuridad. Mientras huía, sólo deseaba una cosa: desaparecer, esconderse y que nadie la encontrara jamás. Satake le provocaba un miedo casi ancestral, parecido al que la noche provoca a los niños. Pero no huía sólo de él: también huía de algo encerrado en su propia oscuridad y que la presencia de ese hombre había reavivado.

Los desechos esparcidos por el suelo le laceraban las plantas de los pies: fragmentos de hormigón, piezas metálicas, bolsas de plástico y otros objetos que no podía identificar pero que quedaban aplastados bajo su peso. Pero no era momento de preocuparse por eso. Siguió corriendo en la oscuridad, evitando el haz de la linterna, en busca de una salida.

—¡Ríndete, Masako! —gritó su voz cerca de la entrada.

Ella le respondió que no pensaba hacerlo. Él no quería contarle lo que quería, si bien Masako estaba convencida de que no se trataba sólo de venganza. Le hubiera gustado saber qué lo impulsaba a actuar. Cuando su voz volvió a escucharse a través del ambiente húmedo de la fábrica, ella imaginó la expresión de su cara.

Algo le dijo que se movía, tomando su voz como referencia para localizarla, y decidió acercarse a la plataforma de carga sin que él se diera cuenta. Intentaría abrir la persiana oxidada. Mientras tanto, Satake enfocaba su linterna a un lado y otro, como si jugara al escondite. Ella llegó a la plataforma y, subiéndose al mostrador de hormigón, levantó la persiana sin importarle el ruido que pudiera hacer. Tenía la libertad al alcance… siempre y cuando pudiera salir a tiempo. Deslizó la cabeza y los hombros por la abertura, y por unos instantes olió el aire del exterior, impregnado por la densa fetidez de la alcantarilla.

Pero él la atrapó, la arrastró de nuevo hacia dentro y le pegó; no sintió un dolor real, sólo una enorme decepción por haber llegado tan lejos, a un suspiro de la libertad, y haberla perdido para siempre. Además, había algo que la aterrorizaba: el hecho de no saber por qué Satake iba sólo a por ella y no a por sus compañeras.

Ahora estaba atada a las planchas de la vieja cinta transportadora. Antes de que su piel tuviera tiempo de calentar el metal, sintió que el frío le entraba por ambos costados y le robaba el calor acumulado. Nunca había sentido tanto frío, pero aun así no estaba dispuesta a rendirse. Mientras permaneciera con vida, combatiría el frío, así que empezó a retorcerse con la esperanza de que el movimiento pudiera calentar su cuerpo. Si no lo hacía, su espalda se quedaría pegada al metal.

Él la abofeteó de nuevo en la cara. Mientras gemía de dolor, lo miró a los ojos en busca de un signo de locura, consciente de que si lo estaba, sólo le quedaba resignarse a su suerte. Pero no estaba loco. No se trataba de un simple juego ni de una simple paliza. La pegaba para que lo odiara. Por algún motivo que no alcanzaba a comprender, necesitaba que ella lo despreciara con toda su alma, y sólo la mataría cuando llevara su odio al límite.

Cuando él la penetró, Masako se sintió humillada por el hecho de que su primer acto sexual en años fuera una violación y porque un hombre pudiera satisfacer sus deseos de esa manera con una mujer de su edad. Pocas horas antes, Kazuo la había abrazado de un modo totalmente distinto y había hallado consuelo, pero el contacto con Satake sólo le provocaba repulsión. En ese instante entendió que el acto sexual podía ser una fuente de odio: lo odiaba como hombre del mismo modo que él la odiaba como mujer.

Masako era consciente de que Satake estaba inmerso en un sueño, en una interminable pesadilla que sólo él podía entender, y de que ella no era sino un objeto de su fantasía. Durante unos minutos se preguntó cómo podía escapar del sueño de alguien, pero finalmente concluyó que lo más importante era entenderlo, adivinar cuál iba a ser su próximo paso. Si no lo hacía, su sufrimiento sería en vano. Tenía que averiguar qué le había sucedido. Mientras Satake se abalanzaba sobre ella, miró al vacío: la libertad se encontraba a su espalda.

Cuando él hubo terminado, lo insultó diciéndole que era un pervertido, si bien sabía que no lo era. No era ni un pervertido ni un loco, sino un alma en pena que buscaba algo desesperadamente, y si creía que podía encontrarlo en ella, quizá pudiera seguirle el juego… y salir con vida.

Esperó con impaciencia a que el sol entrara en la fábrica y la reconfortara. El frío era insoportable y doloroso de un modo que nunca había imaginado. Durante un rato había intentado moverse para calentarse, pero ahora su cuerpo temblaba de manera incontrolable, como si tuviera convulsiones.

Con todo, el aire gélido de la fábrica quizá no se calentara hasta que el sol estuviera en lo alto, y Masako se preguntó si podría resistir hasta entonces. No quería rendirse, pero empezaba a asumir que moriría congelada.

Para distraerse de los espasmos que la atenazaban, miró a su alrededor. El esqueleto de la fábrica era como un enorme ataúd. Llevaba dos años pasando casi cada noche por ese lugar camino a su trabajo. No pudo evitar pensar que estaba destinada a morir ahí, que ése era el cruel destino que la esperaba al otro lado de la puerta que había abierto con tanta determinación. «Socorro», dijo para sí. Pero el socorro que esperaba no era el de Yoshiki o el de Kazuo, sino el de Satake, el del hombre que la estaba torturando.

Se volvió para mirarlo. Estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, mirando su cuerpo tembloroso, pero no parecía divertirse; parecía mantenerse a la espera.

Pero ¿qué esperaba? Masako escrutó su rostro a través de la oscuridad. De vez en cuando miraba los ventanucos, como si aguardara la llegada del amanecer. También temblaba, pero estaba desnudo, como si el frío no le importara.

Al notar su mirada, alzó la cabeza. Sus ojos se encontraron en la pálida luz. Irritado, encendió su mechero y se lo acercó a la cara unos instantes, antes de prender fuego a un cigarrillo. Súbitamente, Masako supo que aguardaba a que la estancia se iluminara para poder ver lo que tanto deseaba contemplar y, cuando lo hubiera visto, matarla. Cerró los ojos.

Al cabo de unos minutos percibió un movimiento en el aire y, al abrirlos, vio a Satake de pie, sacando algo de su bolsa. Era una funda negra; tal vez contuviera la navaja con que se disponía a matarla. Al verla, el frío que sentía en la espalda se intensificó.

Finalmente, el sol se filtró por las ventanas y sintió cómo se abrían los poros cerrados de su piel; de nuevo pudo respirar con regularidad. Si lograba que el cuerpo se le calentara un poco, intentaría dormir un rato. Pero entonces se acordó de la navaja y sonrió para sí. ¿De qué le serviría si hiciera lo que hiciese estaba dispuesto a matarla?

Normalmente, a esa hora salía de la fábrica y regresaba a su casa para preparar el desayuno o poner una lavadora. Entonces, cuando el sol ya estaba lo suficientemente alto en el cielo, tenía que dormir. ¿Qué pensarían Yoshiki y Nobuki al comprobar que había desaparecido? Independientemente de si moría ahí mismo o lograba escapar, para ellos ya había desaparecido. De hecho, Yoshiki admitió que no iría a buscarla. Mejor así, pensó Masako, consciente de lo lejos que había llegado.

Cuando hubo suficiente luz, Satake intentó acercarse a ella.

—En tu fábrica también hay una rampa como ésta, ¿verdad? —le preguntó, aparentemente divertido por la broma.

Ella seguía atada a las planchas metálicas, como si fuera un ingrediente más a punto de ser introducido en una caja, pero intentaba no dejar traslucir su miedo. Satake tenía razón: nunca había imaginado estar atada a una cinta transportadora como ésa. Yoshie, que era quien controlaba la velocidad de la cinta, había encontrado una salida, pero ella no.

—Dime, ¿cómo se descuartiza un cadáver? —le preguntó mientras deslizaba un dedo desde su mentón hasta la entrepierna, fingiendo diseccionarla. Ella gritó al sentir dolor en su piel fría—. ¿Cómo se te ocurrió la idea de descuartizarlo? ¿Qué sentiste al hacerlo? —Masako se dio cuenta de que Satake intentaba reavivar su odio—. Eres como yo. Has llegado demasiado lejos y ahora no puedes regresar al punto de partida.

Tenía razón: no había vuelta atrás. Las puertas se habían cerrado a su paso; primero la que se había cerrado el día en que descuartizaron a Kenji. Sin embargo, ¿qué le había pasado a Satake para actuar de ese modo? Lo miró a los ojos y vio una oscura laguna… ¿o era más bien un vacío?

De pronto, él le introdujo un dedo helado entre las piernas, y Masako soltó un grito. Y al penetrarla por segunda vez, su cuerpo quedó sorprendido por la calidez de Satake, como si agradeciera la presencia de una fuente de calor más potente que la tenue luz del sol. Su miembro duro y cálido empezó a derretir su frialdad desde dentro. Ese punto de contacto entre ambos era sin duda el lugar más cálido de toda la fábrica. A Masako le incomodaba que su cuerpo fuera capaz de sentir placer con tanta facilidad, y no estaba dispuesta a que Satake supiera que lo había aceptado. Volvió a cerrar los ojos; él lo interpretó como un signo de rechazo.

—¡Abre los ojos! —le ordenó apretándole las órbitas.

«Si quiere arrancármelos, que lo haga —pensó Masako—. Así no sabrá que mi cuerpo ha reaccionado a sus embestidas». Lo odiaba con toda el alma, y le horrorizaba pensar que pudiera adivinarlo si la miraba a los ojos.

Él le dijo que la odiaba porque era una mujer. Si eso era cierto, ¿por qué la había violado? Había vuelto a pegarle para reavivar su repulsión, pero lo único que ella experimentó fue pena por un hombre que necesitaba ser odiado para poder sentir placer. Su pasado empezaba a cobrar forma entre las brumas.

—Eres un bestia —le espetó ella—. Estás enfermo.

—Pues claro que lo estoy —respondió él—. Y tú también. Lo supe desde el momento en que te vi.

Saber que había sido su parte oscura lo que lo había atraído hacia ella hizo que lo odiara con más fuerza. Satake seguía moviéndose dentro de ella. De pronto le besó los labios, y fue entonces cuando Masako adquirió plena conciencia de lo desesperado que estaba por poseerla. Alargó la mano para coger la navaja, la desenfundó y la dejó junto a su cabeza. Masako cerró los ojos instintivamente al sentir tan cerca el frío metal, pero Satake la obligó a abrirlos y la miró a la cara. Ella le aguantó la mirada, dispuesta a clavarle la navaja en cuanto pudiera, del mismo modo en que él le había clavado su miembro.

La luz del día había iluminado completamente la fábrica, pero en los ojos de Satake se reflejaba una luz diferente a la del sol: el primer indicio de que Masako empezaba a ser real para él, de que empezaba a conmoverlo. Sin embargo, no parecía tratarse de un sentimiento duradero. Del mismo modo en que ella había querido morir en sus manos, él deseaba otro tanto. Ahora ya lo entendía todo.

Masako supo cómo el sueño en el que Satake había estado atrapado empezaba a disiparse. Se hallaba más cerca del mundo real. Sus cuerpos se unieron y sus ojos se encontraron. Al ver su imagen reflejada en ellos, la invadió una oleada de placer. No le hubiera importado morir en ese mismo instante, pero la presencia de la navaja cerca de su rostro la devolvió a la realidad.

Él le pegó hasta que perdió el sentido; al recobrar el conocimiento sentía un dolor nauseabundo en la mandíbula. Satake la observaba furibundo. Ella lo había echado todo a perder en el preciso instante en que él se disponía a llegar al punto que tanto había anhelado.

Masako le dijo que tenía que ir al lavabo. Cuando Satake le dio permiso, bajó las piernas al suelo y se incorporó. No sabía cuánto tiempo llevaba maniatada. La sangre volvió a fluir por sus extremidades, y sintió que el embotamiento se transformaba en dolor, y el dolor en llanto. Se agachó para recoger su parka, se la arrojó a los hombros y cerró los ojos, esperando a que su piel se acostumbrara al frío tejido. Satake la observaba en silencio.

Se dirigió hacia los lavabos que había en un rincón de la fábrica, pero tenía las piernas rígidas y le costaba horrores dar un paso. Un objeto punzante se le clavó en la planta del pie, pero no sintió dolor. Al llegar al lavabo, se sentó en la primera taza y orinó, ignorando la atenta mirada de Satake. Dejó que la orina le mojara los dedos; le provocaba punzadas de dolor en la piel aterida de frío. Tras ahogar un gemido, se levantó, se metió las manos en los bolsillos y volvió junto a Satake.

—¡Date prisa! —le gritó.

Ella tropezó con una lata de aceite y cayó al suelo. Al ver que le costaba levantarse, Satake la agarró por el cuello de la parka, como si fuera una cría de gato, la obligó a incorporarse, impaciente por que volviera a la mesa de tortura. Las manos de Masako, aún en sus bolsillos, empezaban a recobrar el calor, aunque sus dedos aún temblaban.

—¡Venga, date prisa! —insistió él.

Ella cerró la palma sobre algo y, cuando él levantó la mano para pegarle de nuevo, sacó la mano del bolsillo y le rasgó la mejilla con el bisturí que había encontrado en el interior del mismo. Satake alzó los ojos unos instantes, confuso, y a continuación se llevó la mano al rostro. Masako contuvo la respiración mientras observaba cómo la sangre manaba a borbotones. El bisturí había hecho una profunda incisión en su mejilla izquierda. Desde la comisura del ojo hasta la barbilla.

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