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Recompensa » Capítulo 1

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Capítulo 1

Estaba sin blanca. Por mucho que buscó por todo el piso, apenas encontró un puñado de calderilla y unos pocos billetes de mil yenes en su cartera.

Kuniko llevaba varios minutos con los ojos clavados en el pequeño calendario que le habían dado en Mister Minute, pero por más que lo mirara los días eran los que eran: la fecha del pago a Million Consumers Center estaba a la vuelta de la esquina.

Masako había insistido en que, si era necesario, solicitarían otro préstamo para pagar lo que debían a Jumonji, pero al parecer se había olvidado por completo de los problemas de Kuniko. ¿Y qué había sido de la promesa de Yayoi de pagarles por la ayuda prestada? Hasta el momento no había visto ni un solo yen. Las dos la habían obligado a participar en ese horrible crimen y, encima, la dejaban en la estacada.

En un arrebato de furia, Kuniko dio un manotazo a la pila de revistas de moda que había encima de la mesa, que cayeron sobre la moqueta con un ruido sordo, y se dedicó a pasar las páginas con los dedos de los pies, fijándose en los anuncios de sus marcas favoritas, que la incitaban a gastar: Chanel, Gucci, Prada… Se sumió en una especie de ensoñación repleta de bolsos, zapatos, accesorios y nuevas tendencias para el otoño.

Aquellas revistas las había conseguido en el punto de recogida del barrio. En sus páginas había alguna que otra mancha de comida o bebida, pero le daba igual: lo importante era que le habían salido gratis.

Su suscripción al periódico había caducado, y últimamente no iba mucho en coche para ahorrar en gasolina. Las únicas distracciones que le quedaban eran las series y los programas de cotilleo, de modo que no iba a hacer ascos a unas revistas que alguien ya había leído. Seguía sin tener noticias de Tetsuya y en agosto había faltado muchos días al trabajo, por lo que su cuenta se encontraba a cero. No estaba acostumbrada a pasar ese tipo de apuros, y cuanto más se prolongaba esa situación, más ganas tenía de gritar que estaba harta de todo.

Había intentado buscar un empleo de día, pero pronto advirtió que el salario de los que ella podía desempeñar era insuficiente para hacer frente a sus deudas. No le hubiera importado trabajar en algún club nocturno, donde podría ganar más, pero no confiaba en su aspecto, ni siquiera para intentarlo. Por tanto, la mejor opción seguía siendo trabajar en el turno de noche de la fábrica de comida preparada, donde podía sacarse un sueldo más o menos digno en menos horas. En su interior parecían convivir dos impulsos contradictorios, como dos caras de una misma moneda: el deseo de ser rica, vestir bien y ser admirada por todo el mundo, y una especie de sentimiento de inferioridad que la empujaba a agazaparse en la oscuridad, donde nadie la viera.

Quizá debía optar por declararse en bancarrota. Había llegado a pensar seriamente en esa posibilidad, pero si lo hacía nadie estaría dispuesto a concederle ninguna tarjeta de crédito. También podría ir tirando con lo que tuviera, pero la perspectiva de vivir esperando y aplazando sus caprichos no le apetecía en absoluto. Además, con la promesa de Yayoi aún pendiente, no valía la pena ni plantearse esa opción.

Sin darle más vueltas, decidió no esperar más y telefonear a Yayoi. Si lo había aplazado hasta ese momento era porque temía la presencia de la policía, pero ahora ya no le importaba.

—Hola, soy Kuniko.

—Ah —respondió Yayoi incómoda.

Era evidente que su llamada no era oportuna, pero aun así Kuniko se decidió a hablar.

—He leído en el periódico que has salido muy bien parada.

—¿A qué te refieres? —preguntó Yayoi para despistar.

Se oía como ruido de fondo el sonido de un televisor y la voz de sus hijos. Para acabar de perder a su padre parecían muy animados, pensó Kuniko dirigiendo su rabia incluso a los niños.

—No disimules —dijo—. He leído que han cogido al propietario del club.

—Sí, eso parece.

—¿Eso parece? Tienes más suerte de la que te mereces.

—Y tú también. Ya sé que no debería decirlo, pero si no hubieras tirado eso ahí nadie habría sabido nada. Masako está furiosa.

Yayoi era siempre tan dócil que Kuniko quedó desconcertada por su respuesta.

—Ya… —dijo—. Mira quién habla. Yo no he matado a nadie.

—¿Qué quieres? —preguntó Yayoi tapando el auricular—. ¿Ha pasado algo?

—Pues sí. Quiero mi dinero. Quiero que me pagues lo que me prometiste. ¿Podrías darme por lo menos una fecha?

—Ah, sí, claro. No es seguro, pero quizá te pague en septiembre.

—¿En septiembre? —exclamó Kuniko—. Te lo van a dar tus padres, ¿no? ¿Por qué no se lo pides ya? Sólo faltan diez días.

—Sí, ya… —dijo Yayoi escuetamente.

—Me darás quinientos mil, ¿verdad?

—Sí. Eso es lo que tengo pensado.

—Muy bien —dijo aliviada—. Aun así, estoy en apuros. ¿No podrías anticiparme cincuenta mil?

—Si pudieras esperar un poco más…

—Si pudiera esperar, ¿qué? ¿Acaso vas a cobrar un seguro de vida?

—No, claro que no —se apresuró a negar Yayoi—. No tenía.

—Así que estás como yo: sin marido y sólo con el sueldo de la fábrica. ¿Cómo piensas vivir?

—Si quieres que te diga la verdad, todavía no he pensado en el futuro. Supongo que no me moveré de aquí y seguiré educando a los niños. Mi madre también cree que es lo mejor. Al menos por ahora.

Kuniko se irritó: el futuro de Yayoi no le importaba en absoluto.

—¿Y tus padres no van a ayudarte?

—Supongo que si se lo pido no se negarán, pero no les sobra el dinero.

—Pues Masako insinuó más bien lo contrario.

—Lo siento.

—De todos modos, tu padre tiene un trabajo fijo, ¿no? Seguro que cobra un buen pico cada mes.

Kuniko siguió insistiendo, desesperada por sacarle algo, pero Yayoi no dejó de repetirle que tenía que esperar. Al final, tras caer en la cuenta de que la llamada le saldría demasiado cara, decidió colgar.

El paso siguiente fue llamar a Masako. Kuniko la veía cada noche en la fábrica, pero apenas se hablaban. Desde que se había enterado de que Masako conocía a Jumonji, su temor hacia ella había aumentado. A pesar de sus problemas económicos, seguía viéndose como alguien que vivía en el mundo elegante de las revistas y no quería tener nada que ver con los callejones oscuros por los que solían moverse personajes como Masako y Jumonji.

No obstante, el día del pago se acercaba y tenía que hacer algo. Olvidando que una urgencia similar la había obligado a involucrarse en el problema de Yayoi, marcó el número de Masako.

—¿Diga?

Masako estaba en casa y, a diferencia de la llamada telefónica a Yayoi, no se oía ningún ruido de fondo. Kuniko se preguntó qué debía hacer todo el día sola en esa casa. Al recordar la escena del baño, sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Se duchaba sobre esos azulejos que habían estado ensangrentados? ¿Qué sentía al sumergirse en la bañera que había contenido aquellas bolsas macabras? Esas imágenes hicieron que Masako le pareciera aún más temible.

—Soy Kuniko… —anunció con voz temerosa.

—Se acerca el día del pago, ¿verdad? —dijo Masako saltándose las formalidades.

No lo había olvidado.

—Exacto. ¿Qué puedo hacer?

—A mí no me lo preguntes. Es tu problema.

—Pero ¿no dijiste que si era necesario pediríamos otro préstamo para pagarle? —protestó Kuniko sintiéndose traicionada.

—Pues pídelo tú —repuso Masako—. Seguro que encuentras a alguien dispuesto a prestarte lo que necesites. Con eso pagas lo que le debes a Jumonji, y después buscas a alguien que te preste algo más para devolver lo que te han prestado.

—¿Y eso qué me soluciona? Es un círculo vicioso.

—Es lo que has estado haciendo hasta ahora. No sé de qué te extrañas.

—¡No digas eso! Sólo te estoy pidiendo consejo.

—No te creo —le espetó Masako—. Lo que estás pidiendo es dinero.

Kuniko se arrepintió de haber llamado.

—¿Por qué no me prestas algo? Yayoi me ha dicho que espere.

—No puedo. Yayoi os pagará cuando esté más tranquila. Pero hasta entonces tendrás que apañártelas.

—Pero ¿cómo?

—Averígualo tú misma —le dijo Masako secamente.

Kuniko colgó mosqueada. Algún día le haría pagar toda su arrogancia, pero por lo pronto estaba indefensa ante ella. Dio un pisotón en el suelo para aliviar su frustración.

En ese preciso momento, sonó el interfono. Sorprendida, se encogió ante el temor de cualquier contacto con el mundo exterior. Hubiera querido sumergirse en un lodazal y pasarse el día escondida. Respirando aceleradamente, se cogió la cabeza con las manos.

El interfono volvió a sonar. Tal vez se tratara de la policía. Rezó para que no fuera Imai, el agente que la había interrogado hacía tres semanas. Creía que no le había dicho nada importante, pero no le había gustado el modo como la había mirado. ¿Qué haría si le decía que alguien había visto un Golf verde cerca del parque Koganei? Definitivamente, no quería verlo.

Tras decidir fingir que no estaba en casa, bajó el volumen del televisor. Al hacerlo, quien fuera que llamara empezó a golpear la puerta.

—¿Señora Jonouchi? Soy Jumonji, del Million Consumers Center. ¿Está en casa?

Kuniko respondió al interfono, desconcertada.

—Aún me quedan un par de días, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo Jumonji aparentemente contento de haberla encontrado en casa—. He venido para hablarle de otro asunto.

—¿De qué?

—Le aseguro que no la voy a defraudar. ¿Puedo entrar un momento?

¿Qué querría? Abrió con una mezcla de cautela y curiosidad y vio a Jumonji plantado frente a la puerta, con una caja de pasteles en la mano. Vestía de forma más informal que de costumbre: llevaba puestas unas gafas de sol, unos pantalones caqui y una camisa hawaiana muy chillona con unas aves del paraíso sobre un fondo negro.

—¿Qué quiere? —quiso saber Kuniko, arrepentida de llevar puestos unos shorts que dejaban al descubierto sus gruesos muslos.

—Siento presentarme sin avisar, pero quería hablarle de algo —dijo Jumonji alargándole la caja.

Kuniko mostraba recelo, pero la sonrisa del joven acabó por desarmarla.

—Adelante —dijo finalmente.

Jumonji, que nunca había entrado en su piso, miró a su alrededor sin disimulo antes de sentarse a la mesa del comedor. Kuniko se apresuró a recoger las revistas esparcidas por el suelo.

—¿Probamos los pasteles? —propuso mientras dejaba sobre la mesa dos platos, dos tenedores y la última botella de té Oolong que quedaba en la nevera—. Si quiere preguntarme por el pago, pasado mañana lo haré efectivo —mintió.

—De hecho, no he venido por eso. Se trata de un asunto que me tiene muy intrigado.

Jumonji sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y ofreció uno a Kuniko, que lo aceptó gustosamente. Hacía días que debía racionar incluso el tabaco. Jumonji observó cómo lo encendía con su propio mechero y daba una larga calada.

—Si quiere, quédese el paquete.

—Gracias —aceptó ella dejando el paquete cerca.

—Parece que no le va muy bien…

—Pues no, tiene razón —dijo Kuniko bajando finalmente la guardia—. No sé nada de mi marido.

—Esta noche va a ir a la fábrica, ¿verdad? Por eso he venido sin previo aviso, para hablar con usted antes. Quería preguntarle acerca de la persona que firmó su aval, la señora Yamamoto. —Kuniko lo miró sorprendida. Él la observaba con las cejas arqueadas y una sonrisa agradable—. Al día siguiente, mientras leía el periódico, caí en la cuenta de que debía de ser la esposa del hombre a quien encontraron descuartizado en el parque. ¿No es así? Y desde entonces me he estado preguntando por qué accedió a firmar el aval con todo lo que le está pasando.

Jumonji hablaba muy bien.

—Porque se lo pedí. Trabajamos juntas y nos llevamos bien.

—Pero ¿por qué no se lo pidió a la señora Katori? Trabajó más de veinte años en una caja de crédito y sabe mucho del tema.

—¿En una caja de crédito? —repitió Kuniko, pues no tenía ni idea del pasado de Masako.

Ahora que lo sabía, podía imaginársela al fondo de una oficina bancaria, sentada frente a un ordenador.

—En definitiva, querría saber por qué escogió a la señora Yamamoto como avaladora.

—¿Y por qué quiere saberlo?

La pregunta de Kuniko era predecible. Jumonji sonrió y se pasó las manos por el pelo teñido de castaño.

—Por simple curiosidad.

—Se lo pedí a ella porque es una buena persona. Y Masako no lo es. Sólo por eso.

—¿Y no le importó pedírselo a pesar de que su marido había desaparecido?

—En ese momento no lo sabía.

—Es curioso que accediera a estampar su sello en el aval con todo lo que estaba pasando.

—Lo hizo porque es una buena persona.

—Muy bien. Pero entonces, ¿por qué la señora Katori retiró el aval?

—No tengo ni idea —admitió Kuniko.

Era obvio que Jumonji no había ido a visitarla por «simple curiosidad». Al comprender que se encontraba en peligro, sintió miedo.

—La señora Katori sí debía de saber que el señor Yamamoto había desaparecido —comentó Jumonji—, y debía de pensar que su amiga podría meterse en problemas si su nombre constaba en el contrato.

—No es eso. Lo anuló porque cree que soy idiota.

—¿Está segura? —preguntó él mientras cruzaba las manos en la nuca y miraba hacia el techo, como si le divirtiera jugar a los detectives.

Kuniko, por su parte, empezaba a sentirse a gusto en su compañía.

—Creo que probaré el pastel.

—Adelante. Seguro que está bueno. Se lo he preguntado a una jovencita.

—¿A su novia? —inquirió Kuniko con el tenedor en el aire y mirándolo a los ojos.

—No, no —negó Jumonji frotándose las mejillas para ocultar su rubor.

—Estoy segura de que usted debe de tener mucho éxito entre las jovencitas —insistió Kuniko.

—Se equivoca.

Kuniko se concentró en el pastel y abandonó su intento por descubrir qué era lo que había traído a Jumonji a su casa. Éste echó un vistazo a su reloj.

—Por cierto, ¿cuántos pagos le quedan? —preguntó repentinamente.

—Creo que ocho.

—Ocho. En total, unos cuatrocientos cincuenta mil yenes. Hagamos un trato: si me cuenta todo lo que sabe, le cancelo la deuda.

—¿Qué quiere decir?

—Pues eso: que no tendrá que devolver el dinero.

Kuniko se quedó pensativa, intentando imaginar qué pretendía Jumonji. De pronto se dio cuenta de que tenía un poco de nata en el labio.

—¿Todo lo que sé de qué? —preguntó mientras se pasaba la lengua por el labio.

—Sobre lo que hicieron.

—No hicimos nada —repuso manteniendo el tenedor con firmeza.

Sin embargo, en su cabeza la balanza con que lo sopesaba todo se había desequilibrado.

—¿Nada? —preguntó Jumonji—. ¿De veras? He hecho mis investigaciones y he averiguado que usted, Katori, Yamamoto y otra mujer son muy amigas. ¿Seguro que Yamamoto no les dio lástima y la ayudaron?

—¿Lástima?

—Exacto. Por el mal momento que estaba atravesando.

—No hicimos nada de nada —insistió Kuniko dejando el tenedor—. ¿En qué tendríamos que haberla ayudado?

—Usted misma me dijo que iba a cobrar un dinero, ¿no es así? —dijo Jumonji con una sonrisa—. ¿Tiene algo que ver con esto?

—¿Con qué?

—No disimule —dijo Jumonji, repitiendo la expresión que ella misma había utilizado hacía poco con Yayoi—. Con el asesinato de Yamamoto.

—Han detenido al propietario de un club de Shinjuku.

—Eso es lo que dicen los periódicos. Pero aquí hay algo que huele mal.

—¿Qué?

—Tres mujeres ayudando a su amiga.

—Ya le he dicho que nadie ha ayudado a nadie.

—Entonces, ¿por qué la señora Yamamoto aceptó avalar su crédito en un momento como ése? Mucha gente no lo haría aunque no tuviera nada por lo que preocuparse. Venga, cuénteme lo que sabe y le cancelo la deuda.

—¿Y qué va a hacer si se lo cuento? —dijo Kuniko casi sin darse cuenta.

Durante unos instantes, en los ojos de Jumonji brilló la luz del triunfo.

—No haré nada —aseguró—. Sólo quiero saciar mi curiosidad.

—¿Y si no le cuento nada?

—Pues tendrá que devolver su crédito. El próximo plazo vence pasado mañana, ¿verdad? Ocho pagos más, de cincuenta y cinco mil doscientos yenes cada uno. Puede pagarlos, ¿verdad?

Al recordar que estaba sin blanca, Kuniko se volvió a lamer los labios, pero la nata ya había desaparecido.

—¿Y cómo me demuestra que cancelará los pagos? —preguntó ella.

Jumonji abrió la carpeta que tenía en el regazo y sacó unos documentos doblados: era el pagaré de Kuniko.

—Lo romperé delante de usted —anunció.

Al instante, el fiel de la balanza interior de Kuniko se decantó por cancelar la deuda. Si se olvidaba de los pagos que debía a Jumonji, podría quedarse con el dinero que iba a darle Yayoi. Después de llegar a esa conclusión, la decisión fue fácil.

—De acuerdo. Se lo voy a contar.

—¿De veras? ¡Es perfecto! —exclamó con una sonrisa.

Sin embargo, su tono no delataba alegría.

El resto fue coser y cantar. Kuniko incluso se divirtió describiendo con pelos y señales cómo Masako y Yayoi la habían amenazado para que participara en sus horribles planes. Ya habría tiempo para pensar en las consecuencias. De momento, ella, poco amante de vivir aplazando sus caprichos, conseguía aplazar su sufrimiento.

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