Out

Out


Recompensa » Capítulo 2

Página 37 de 61

Capítulo 2

Jumonji se sentó en un banco del pequeño parque que había en frente del bloque donde vivía Kuniko.

Se puso un cigarrillo en los labios; al sacar el encendedor del bolsillo de sus pantalones caqui se dio cuenta de que la mano le temblaba. Sonriendo para sí mismo, lo cogió con fuerza y encendió el cigarrillo. Al alzar los ojos tras la primera calada, vio el balcón del piso de Kuniko. Aparte del aparato del aire acondicionado, no había más que un amasijo de bolsas de basura negras. ¿Qué debían contener?

En el parque, una decena de niños de entre seis y ocho años jugaban a pillar a la luz del atardecer. Se perseguían como posesos, como si supieran que se acercaba la hora de volver a casa, el final de las vacaciones y el inicio de las clases y las actividades extraescolares. Salpicaban barro a su paso, y sus gritos le resonaban en los tímpanos. Jumonji encontraba excesiva toda esa energía infantil, por lo que se hundió en el banco y se quedó un buen rato inmóvil.

La historia que acababa de escuchar lo había conmocionado. No se trataba solamente de la sorpresa que suponía constatar que sus sospechas eran ciertas, sino también del shock de descubrir que Masako Katori se encontraba implicada en el asunto. Incluso él mismo, pese a su violento pasado, hubiera evitado el trabajo de deshacerse de un cadáver, y no digamos de descuartizarlo. Admiraba la valentía de Masako. ¿Quién hubiera imaginado que una mujer como ella tendría las agallas suficientes para hacer algo así?

—Guau, qué fuerte… —murmuró para sí.

Entonces notó el calor de la llama del cigarrillo, a punto de consumirse, en la punta de los dedos. Fue como una señal de lo que empezaba a arder en su interior: quería unirse a ella y hacer algo malo, algo fuerte. Y ganar dinero con ello. Nunca le había gustado trabajar en equipo, pero con Masako sería diferente. Porque se podía confiar en ella.

Recordaba haberla visto años atrás en una cafetería cerca de la caja de crédito donde trabajaba. El local estaba abarrotado. La mayoría de clientes eran empleados del banco, que habían ocupado las mesas sin tener en cuenta si se sentaban con alguien a quien conocían; Masako estaba sola, sentada a una mesa para cuatro, cerca de la ventana. En aquel momento le extrañó que nadie hubiera compartido asiento con ella, pero después se enteró de que sus compañeros le hacían el vacío.

Ella no parecía molesta: se limitaba a beberse el café tranquilamente y a leer el periódico de información económica que había desplegado encima de la mesa, como si de un hombre se tratara. Sus compañeros, apretujados en las mesas circundantes, tenían un aspecto ridículo.

Jumonji soltó una carcajada y aplaudió un par de veces. Los niños pararon de jugar y lo miraron extrañados, pero él no les hizo el menor caso. A pesar de que nunca se había sentido atraído por una mujer madura, intuía que en cuestión de negocios podría confiar más en ella que en cualquier hombre. Quizá pensara eso porque la había conocido de joven.

Sacó el móvil y la agenda de un bolsillo y marcó un número telefónico. Le respondieron de inmediato.

—Oficina central de Tayosumi, ¿dígame?

—Soy Akira Jumonji. ¿Podría hablar con el señor Soga?

El joven le pidió que esperara un momento y empezó a sonar Lover’s Concerto, que no casaba en absoluto con una oficina de yakuzas.

—¿Akira? Cuando me han dicho que tenía una llamada de un tal Jumonji no sabía quién coño era —dijo Soga en un tono neutro. Sin embargo, Jumonji sabía que bromeaba—. Di que eres Yamada, hombre.

—Te di mi tarjeta, ¿no?

—Sí, pero no es lo mismo verlo escrito que oírlo.

Pese a su aspecto, a veces Soga hacía comentarios supuestamente cultos.

—Me gustaría hablarte de un asunto. ¿Podemos vernos un día de éstos?

—¿Un día de éstos? ¿Por qué no hoy mismo? Vayamos a tomar algo. ¿Te va bien en Ueno?

Jumonji echó un vistazo a su reloj y aceptó. Sabía que corría un riesgo, pero ya había perdido cerca de cuatrocientos cincuenta mil yenes por la información. Era mejor dar el paso siguiente cuanto antes.

Habían quedado en un viejo bar de Ueno. Cuando Jumonji llegó al edificio, de una sola planta y con la fachada cubierta de hiedra, encontró a los dos hombres que había visto en el restaurante de Musashi Murayama junto a la puerta. El más joven, teñido de rubio y que parecía más duro de entendederas, lo saludó.

—Hola.

Eran los guardaespaldas de Soga, a quien siempre le había gustado ser el jefe, incluso cuando pertenecía a la banda de moteros. Aun así, no se trataba del típico engreído inofensivo. Jumonji abrió la puerta con cautela.

Soga, con un cigarrillo en la mano, le hizo un gesto desde una mesa situada al fondo. El bar estaba en penumbra y decorado con unos paneles de madera que olían a cera. Detrás de la barra había un hombre talludito con pajarita y cara de póquer que preparaba un cóctel. Soga estaba solo, sentado con las piernas abiertas en una mullida silla de terciopelo verde.

—Fue una suerte encontrarte el otro día —dijo Jumonji a modo de saludo—. Siento tener que molestarte tan pronto.

—No pasa nada —repuso Soga—. De todos modos, quería llamarte para ir a tomar algo. ¿Qué quieres?

—Una cerveza.

—Este bar es famoso por sus cócteles. El barman está esperando. Pídele algo.

—Bueno… pues un gintonic —dijo farfullando la primera bebida que se le ocurrió. Entonces observó a Soga, quien vestía un traje de verano verde pálido y una camisa negra sin cuello—. Vas muy elegante.

—¿Con esto? —dijo Soga sonriendo y abriéndose la americana para mostrarle la marca—. Es italiana, pero de una marca poco conocida. Es guapa, ¿verdad? A los viejos les gusta Hermés y todas esas cosas, pero lo elegante de verdad es esto.

—Te favorece.

—Pues tu camisa hawaiana no está nada mal —dijo Soga satisfecho—. ¿Es una pieza única?

—No, la compré en una tienda del barrio que estaba en liquidación.

—Con tu cara bonita, puedes ponerte lo que quieras y seguir ligando —bromeó Soga.

—Ni que lo digas… —dijo Jumonji, siguiéndole la corriente y aplazando lo que realmente le importaba.

Soga cambió de tema.

—Por cierto, Akira, ¿has leído Love and Pop, de Ryü Murakami?

—No —respondió Jumonji negando con la cabeza, sin saber muy bien adonde quería ir a parar con esa pregunta—. ¿De qué va? No suelo leer ese tipo de libros.

—Pues deberías —le recomendó Soga mientras se sacaba el cigarrillo de los labios y daba un sorbo a su cóctel, con varias capas de tonos rosa—. Le pirran las mujeres.

—No creo que lo entienda.

—Seguro que sí. Le interesan las jovencitas.

—¿Habla de eso?

—De eso habla —confirmó Soga tocándose suavemente los labios con un dedo.

—Pues igual le echo un vistazo. A mí también me interesan las jovencitas.

—Imbécil. No le interesan como a ti. Es como si se pusiera en su lugar, como si adoptara su punto de vista.

—Parece interesante… —comentó Jumonji bajando la vista, sin salir de su asombro por el rumbo que había tomado la conversación.

Había olvidado que Soga era un gran lector.

Su gintonic llegó a la mesa como un barco de salvamento. Dejó la rodaja de limón en el posavasos, echó la cabeza hacia atrás y bebió un buen trago.

—Pues claro que lo es —dijo Soga—. Yo no leo cualquier porquería.

—Ya.

—De hecho, juzgo las novelas en función de si tienen o no alguna relación con mi trabajo.

—¿Y ésta? —preguntó Jumonji después de terminarse el gintonic en un abrir y cerrar de ojos.

—Aprueba con nota. Tiene mucho que ver con nuestro trabajo.

—¿En qué sentido?

—Tanto Murakami como sus chicas odian a los vejetes. Y, de alguna manera, nuestro trabajo es lo mismo: nace del odio hacia los vejetes que tienen el poder en nuestro país. Son unas inadaptadas, igual que nosotros.

—Ya —dijo Jumonji.

—Todos somos unos inadaptados —repitió Soga casi chillando—. Al salir de la escuela en Adachi entramos directamente en la banda de moteros. ¿Qué somos si no? Ahora tú te dedicas a prestar dinero y yo soy yakuza. No somos trigo limpio. Y todo es culpa de esos tipos que gobiernan y lo mandan todo a la mierda. Pero el resto somos todos iguales: tú, yo, Ryü Murakami y sus chicas… Somos los mejores. ¿Lo entiendes?

Jumonji se quedó mirando la cara cada vez más pálida de Soga en la penumbra del local. Al suponer que tendría que quedarse ahí sentado soportando la inagotable cháchara de Soga, empezó a dudar de proponerle el plan que le había llevado a citarse con él. Incluso se preguntó si el plan en sí tenía alguna posibilidad de fructificar o sólo era una idea descabellada.

—Por cierto, Akira, ¿de qué querías hablarme? —le preguntó Soga de repente, como si hubiera captado las dudas de Jumonji.

Ya no había marcha atrás.

—De hecho, es un tema un poco raro —dijo Jumonji a regañadientes.

—¿Hay dinero en juego?

—Tal vez. Si sale bien. Pero tengo mis dudas.

—Habla claro. No se lo contaré a nadie.

Soga se metió una mano por debajo de la camisa y empezó a rascarse el pecho: era su tic cuando se hablaba de algo serio. Jumonji decidió seguir adelante.

—Me gustaría deshacerme de un cadáver.

—¿Qué? —exclamó Soga.

El barman estaba concentrado cortando finas rodajas de limón como si su vida dependiera de ello. En el silencio que siguió a la exclamación de Soga, Jumonji se dio cuenta de que en el bar sonaba suavemente una vieja canción de rythm & blues. Estaba demasiado nervioso para oírla, pensó mientras se enjugaba el sudor que le cubría la frente.

—Bueno, quiero decir que si alguien necesita deshacerse de un cadáver, no me importaría echar una mano.

—¿Tú?

—Sí.

—¿Y cómo lo harías? —quiso saber Soga, con los ojos brillantes—. ¿Tienes un método para no dejar ni rastro?

—Lo he ideado yo —respondió Jumonji—. Si lo entierras o lo tiras al mar, te expones a que lo encuentren. Por eso lo mejor es descuartizarlo y tirarlo a la basura.

—Del dicho al hecho… Has oído lo que pasó en el parque de Koganei, ¿verdad?

Soga hablaba ahora en un tono de voz más bajo. Había abandonado el aspecto juvenil que había mostrado antes al hablar de ropa y novelas. Su rostro enjuto tenía una expresión más seria.

—Claro —dijo Jumonji.

—Consiguieron descuartizarlo, pero la cagaron en el momento de deshacerse de él. Además, ¿tú sabes lo difícil que es descuartizar un cuerpo? No tienes ni idea, ¿verdad? Para cortar un dedo se necesita Dios y ayuda.

—Ya lo sé. Pero si lo conseguimos, he pensado en una manera de deshacerme de él sin dejar rastro.

—¿Cómo? —se interesó Soga inclinándose hacia delante y olvidando su cóctel.

—Yo soy de Fukuoka. Cerca del pueblo hay un vertedero de grandes dimensiones. Es el lugar ideal. Hay una incineradora enorme que destruye todo lo que llega hasta allí. Y lo mejor es que cualquiera que se haya olvidado de tirar la basura, puede acercarse al vertedero y arrojar allí lo que quiera. Si lleváramos el cadáver hasta ahí, podríamos deshacernos de él sin dejar rastro.

—¿Y cómo lo llevarías hasta Fukuoka?

—Cortándolo a trozos pequeños y enviándolos por mensajero. Desde que murió mi padre, mi madre vive sola. Podría ir hasta ahí, recibir el envío y llevarlo al vertedero.

—Mmm… —murmuró Soga—. Me parece un poco complicado.

—Lo complicado es descuartizar el cadáver, pero ya lo tengo solucionado.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo a una persona de confianza para hacerlo.

—¿Un amigo?

—Sí… Una mujer.

—¿Tu novia?

—No, pero es alguien en quien se puede confiar —dijo Jumonji intentando sonar convincente.

El interés de Soga había ido en aumento, tal vez consciente de que se trataba de una buena propuesta.

—Puede haber alguna posibilidad —dijo sacándose la mano de dentro de la camisa y cogiendo su vaso—. Hay tipos que se dedican a hacer ese trabajo, pero son muy caros. Ahora, la gente quiere estar segura de que no deja estas cosas en manos de aficionados —añadió mirando hacia fuera.

—¿Sabes cuánto suelen pedir?

—Depende. Pero es un trabajo muy sucio, de modo que piden un buen pellizco. ¿Por cuánto estarías dispuesto a hacerlo tú?

—Por un buen pellizco.

—No me vengas con demasiadas exigencias —le advirtió Soga mirándolo fijamente.

—Nueve millones.

—Tienes que superar a la competencia. Ocho.

—Bueno, vale.

—Y si te encuentro al cliente, me quedo con la mitad.

—¿No es demasiado? —dijo Jumonji frunciendo el ceño.

—Quizá sí —admitió Soga con una sonrisa—. ¿Tres millones?

—Hecho.

Soga asintió satisfecho. Jumonji calculó mentalmente: de los cinco millones restantes, tres serían para él y dos para Masako. Se olvidaría de Kuniko por ser demasiado peligrosa y dejaría el trabajo en manos de Masako y Yoshie. Masako ya se ocuparía de decidir cómo dividir los dos millones con su compañera.

—Muy bien —dijo Soga—. De vez en cuando me llega alguna propuesta de ese tipo. Cuando sepa algo, me pongo en contacto contigo. Pero prométeme que cumplirás tu parte: si la lías, estoy perdido.

—Si no lo pruebas es imposible saberlo, pero creo que va a funcionar.

—Por cierto, Akira: ¿no estarás implicado en el asunto de Koganei?

—No, no —le aseguró Jumonji negando con la cabeza.

De momento había plantado la semilla. Ahora sólo le quedaba convencer a Masako.

Ir a la siguiente página

Report Page