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Recompensa » Capítulo 5

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Capítulo 5

Cuando el tifón pasó, el brillante cielo de verano se fue con él, como si lo hubieran barrido; en su lugar se dibujó un apagado cielo otoñal.

A medida que la temperatura descendía, las intensas emociones de Yayoi (rabia, arrepentimiento, miedos, esperanzas) también se aplacaron. Vivía con sus dos hijos, una vida que, poco a poco, había empezado a calificar de normal. Sin embargo, las vecinas, que al principio se habían puesto de su lado por una mezcla de lástima y curiosidad, pronto le dieron la espalda al ver que se convertía en una viuda confiada y segura de sí misma. Aparte de ir al trabajo y llevar y traer a los niños de la escuela, intentaba quedarse en casa con el fin de no levantar suspicacias. Se sentía extrañamente sola.

¿Realmente había cambiado tanto?, se preguntaba. Si sólo se había cortado el pelo y hacía lo posible para suplir la ausencia de su marido… De hecho, aún no se había dado cuenta de que estaba cambiando por dentro: pese a haberse librado del lastre que suponía vivir con Kenji, ahora tenía que vivir encadenada a la culpa que sentía por haberlo asesinado.

Una mañana en que le tocaba limpiar el punto de recogida de la basura, Yayoi salió a la calle con la pala y la escoba en ristre. Los vecinos dejaban la basura al pie de un poste eléctrico situado en la esquina de la calle, en el lugar donde Milk había aparecido la mañana siguiente del asesinato de Kenji.

Yayoi alzó la vista para mirar el muro, el lugar preferido de los gatos del barrio que confiaban en encontrar alguna bolsa rota. En ese momento había un gato blanco con el pelo sucio que bien podría ser Milk, y otro atigrado, marrón y de mayor tamaño, pero ambos desaparecieron al ver que Yayoi se les acercaba. Milk no había vuelto a casa y ahora rondaba por el barrio con los demás gatos abandonados. Yayoi, que había dejado de preocuparse por él, se puso manos a la obra.

Mientras barría los restos de comida y papeles que habían quedado esparcidos después de que pasara el camión de recogida, tuvo la sensación de que sus vecinas la miraban desde detrás de las cortinas de sus casas y se puso nerviosa. Justo entonces, como si acudiera a rescatarla, oyó la voz dulce de una chica.

—Disculpa…

Yayoi levantó la cabeza y vio a una mujer delante de ella. En sus ojos sólo había simpatía. No la conocía, pensó Yayoi al tiempo que intentaba recordar si la había visto antes. Debía de tener unos treinta años. Llevaba el pelo liso y estirado y un poco de maquillaje, al más puro estilo de las secretarias, pero daba la impresión de ser una chica inocente e inexperta. A Yayoi le cayó bien de inmediato.

—¿Es nueva en el barrio?

—Sí. Acabo de trasladarme a ese edificio —dijo la chica volviéndose hacia un viejo bloque de apartamentos que había detrás de ella—. ¿Es aquí donde debo dejar la basura?

—Sí. Ahí está el calendario —le explicó Yayoi señalando el cartel colgado en el poste eléctrico.

La chica le dio las gracias y se sacó un pequeño taco de hojas del bolsillo para copiar la información. Iba vestida de calle, pero la blusa blanca de manga larga y la falda azul marino le conferían un aire sencillo. Cuando Yayoi terminó su tarea y estaba a punto de irse, la joven, como si la hubiera estado esperando, la interpeló de nuevo.

—¿Siempre limpia usted?

—Hacemos turnos —respondió Yayoi—. Supongo que también usted tendrá que hacerlo, pero ya recibirá el aviso.

—Ah, entiendo.

—Si trabaja y no puede encargarse de ello, puedo hacerlo por usted —se ofreció Yayoi.

—Es muy amable —dijo la chica con sorpresa—. Se lo agradezco, pero no trabajo.

—Entonces, ¿está casada?

—No, no lo estoy. Aunque a mi edad debería estarlo —dijo con una sonrisa que le hizo aparecer unas arrugas en la comisura de los párpados. Yayoi pensó que debía de tener la misma edad que ella—. Acabo de dejar el trabajo. Estoy en el paro.

—Debe de ser duro.

—No crea. Es un lujo. De hecho, he empezado a estudiar de nuevo.

—¿Un doctorado o algo así? —inquirió Yayoi, consciente de que preguntaba demasiado.

Sin embargo, estaba contenta de poder hablar con alguien, puesto que no tenía amigas en el barrio y la relación con sus compañeras de la fábrica se había deteriorado desde la muerte de Kenji. Hablar relajadamente, aunque fuera con una desconocida, era divertido.

—No, no es nada tan importante. Es algo que quería hacer desde hacía mucho tiempo: estoy aprendiendo a teñir. Me gustaría poder vivir de ello algún día.

—¿Y no tiene ningún trabajo por horas?

—No. Con lo que tengo ahorrado, creo que podré mantenerme dos años… llevando una vida humilde, claro.

La chica sonrió y se volvió de nuevo hacia el bloque de pisos, famoso en el barrio por su estado ruinoso, si bien eran baratos.

—Me llamo Yayoi Yamamoto y vivo al fondo del callejón. Si necesita algo, no dude en pedírmelo.

—Muchas gracias. Yo soy Yoko Morisaki. Encantada —se presentó la chica con voz serena.

Yayoi se preguntó si, de saber lo de Kenji, se habría comportado del mismo modo.

Al día siguiente, cuando, después de la siesta, Yayoi se disponía a preparar la cena, sonó el interfono.

—Soy Yoko —anunció una voz alegre.

Yayoi se apresuró a abrir la puerta donde encontró a su nueva amiga con una caja de uvas. En esta ocasión también iba vestida y maquillada con discreción y buen gusto.

—Hola —la saludó Yayoi.

—Sólo quería darle las gracias por lo de ayer.

—No era necesario —dijo Yayoi al tiempo que cogía las uvas y la guiaba hasta el comedor.

Desde el día en cuestión, las únicas personas que habían entrado en su casa habían sido los padres y parientes de Kenji, los suyos, algunos compañeros de trabajo de Kenji, Kuniko y los policías. Era fantástico tener a una invitada con quien sentirse a gusto.

—No sabía que tuviera hijos —dijo Yoko mirando los dibujos pegados con celo en las paredes y los coches de juguete esparcidos por el pasillo.

—Pues sí. Dos niños. Ahora están en la escuela.

—Qué envidia. Me encantan los niños. A ver si algún día puedo jugar con ellos.

—Como quiera —dijo Yayoi sonriendo—, pero le advierto que son un poco salvajes. Y agotadores.

Yoko se sentó en la silla que le ofrecía Yayoi y la miró a los ojos.

—Nunca hubiera imaginado que tuviera dos hijos. Parece muy joven.

—Oh, gracias —dijo Yayoi encantada de recibir un piropo de una mujer de su edad.

Se apresuró a preparar un poco de té y lo sirvió junto con las uvas.

—¿Su marido está trabajando? —preguntó Yoko distraída, mientras echaba azúcar en su taza.

—Mi marido murió hará un par de meses —respondió Yayoi al tiempo que señalaba el nuevo altar con la foto de Kenji que había instalado en la habitación contigua.

Era una foto tomada hacía un par de años, en la que Kenji aparecía joven y feliz, ignorante de la suerte que le esperaba.

—Lo siento —se disculpó Yoko con el rostro pálido—. No lo sabía.

—No se preocupe. Es normal que no lo supiera.

—¿Estaba enfermo? —preguntó tímidamente, como si no hubiera hablado nunca de la muerte de alguien.

—No —respondió Yayoi observándola—. ¿De verdad no lo sabe?

Yoko abrió los ojos y negó con la cabeza.

—Mi marido se metió en un lío y murió. ¿Le suena lo del caso de Koganei?

—Sí. No me diga que… —dijo incrédula.

Al parecer, era cierto que no sabía nada. Bajó la cabeza y se echó a llorar.

—¿Qué le pasa? —le preguntó Yayoi sorprendida—. ¿Por qué llora?

—Lo siento mucho por usted.

—Gracias —murmuró Yayoi, turbada a su vez por lo que parecía la primera muestra de verdadera emoción.

Mucha gente le había expresado sus condolencias después del incidente, pero en todos los casos había notado cierta sospecha hacia ella. Los parientes de Kenji la habían acusado abiertamente y sus propios padres habían vuelto a casa. Sabía que podía contar con Masako, pero estar con ella la enervaba, como si en cualquier momento pudiera hacerle daño. Yoshie era demasiado anticuada y sentenciosa, mientras que a Kuniko no quería ni verla. Después de un tiempo sintiéndose alejada de todo el mundo, Yayoi quedó realmente impresionada por las lágrimas de su nueva amiga.

—Muchas gracias —le dijo—. Los vecinos me han dado la espalda y estoy muy sola.

—No tiene por qué dármelas —repuso Yoko—. Soy muy ingenua y siempre acabo diciendo alguna inconveniencia. Por eso normalmente intento estar callada, para no herir a los demás. De hecho, si he dejado mi trabajo ha sido por eso. Creo que voy a estar mejor en mi propio mundo.

—Entiendo —dijo Yayoi, y a continuación se puso a contar la versión oficial de lo que le había sucedido a Kenji.

Al principio Yoko la escuchó en silencio, pero a medida que el relato avanzaba, empezó a hacer preguntas.

—Así, ¿la última vez que lo vio fue esa mañana?

—Sí —respondió Yayoi, que había acabado creyendo que había sido así realmente.

—Es tan triste…

—Pues sí. Nunca imaginé que podría suceder algo parecido.

—¿Y todavía no han detenido al asesino?

—Ni siquiera saben quién lo hizo —afirmó Yayoi con un suspiro.

A base de mentir, el hecho de que lo hubiera matado ella le parecía cada vez más irreal.

—Y después lo descuartizaron —dijo Yoko indignada—. Debe de ser un monstruo.

—¿Verdad? No puedo ni imaginar quién lo hizo —dijo Yayoi recordando la foto de la mano amputada de Kenji que le mostró la policía.

El intenso odio que sintió en ese momento por Masako volvió a hacerse patente. ¿Cómo podían haber llegado tan lejos? En parte sabía que esa reacción era irracional, pero conforme seguía hablando y pensando en los acontecimientos, los recuerdos que tenía iban cambiando.

Sonó el teléfono. Quizá fuera Masako. Ahora que tenía una nueva amiga, Yayoi se dio cuenta de lo cansado que era tener que hablar con una mandona como Masako. Dudó unos instantes, sin saber qué hacer.

—No se preocupe por mí —dijo Yoko animándola a cogerlo.

Yayoi respondió a su pesar.

—¿Diga?

—Hola, soy Kinugasa —dijo una voz familiar.

Él o Imai la telefoneaban cada semana para saber cómo se encontraba.

—Gracias por llamar —dijo Yayoi.

—¿Hay alguna novedad?

—No, ninguna.

—¿Ha vuelto al trabajo?

—Sí —respondió—. Tengo allí a mis compañeras y estoy acostumbrada a llevar esa rutina, así que de momento no lo voy a dejar.

—Entiendo —dijo Kinugasa con un tono de voz agradable—. ¿Y los niños? ¿Deja que se las arreglen solos?

—¿Que se las arreglen solos? —repitió Yayoi, sorprendida por el matiz negativo de la expresión.

—Perdone, no quería decir eso —aclaró Kinugasa—. ¿Qué hace con ellos?

—Los pongo en la cama y me voy cuando ya están dormidos. No les puede pasar nada.

—A menos que haya un terremoto o un incendio. Si ocurre algo, no dude en llamar a la comisaría del barrio.

—Gracias.

—Por cierto, parece que va a cobrar el seguro de vida de su marido.

Kinugasa se esforzó por mostrar que se alegraba por ella, pero aun así Yayoi percibió cierta reserva en sus palabras. Se volvió y vio que Yoko, quizá por cortesía, se había levantado y estaba frente a la ventana, mirando un pequeño tiesto de campanillas medio secas que los niños habían traído de la escuela.

—Sí —dijo finalmente—. Ni siquiera sabía que tenía suscrito un seguro de vida en el trabajo. Ha sido una sorpresa, pero si quiere que le diga la verdad, me vendrá muy bien. No sería fácil criar a los niños con lo que gano.

—Claro —dijo Kinugasa—. Por cierto, tengo una mala noticia. El propietario del casino ha desaparecido. Si sucede algo, comuníquenoslo de inmediato.

—¿A qué se refiere? —dijo Yayoi alzando la voz por primera vez desde que había descolgado el teléfono.

Sorprendida, Yoko se volvió para mirarla.

—No se preocupe —la calmó Kinugasa—. Ha sido un error de la policía, y estamos haciendo todo lo posible por localizarlo.

—¿Cree que ha huido porque es culpable?

Kinugasa guardó silencio durante unos segundos. Entretanto, se oyó el sonido de un teléfono y la voz de un hombre al responder a la llamada. Yayoi frunció el entrecejo, como si el ambiente masculino y atestado de humo de la comisaría se hubiera filtrado en su casa.

—Lo estamos buscando —dijo finalmente el policía—. No se preocupe. Si sucede algo, llámeme.

Después de pronunciar estas palabras, Kinugasa colgó. Sin duda, eso eran buenas noticias tanto para ella como para Masako, pensó Yayoi. Al soltarlo por falta de pruebas se había sentido decepcionada, pero el hecho de que se hubiera escapado era como admitir su culpabilidad. Eso la tranquilizaba. Al colgar el teléfono y volver a su silla, estaba más animada.

—¿Buenas noticias? —le preguntó Yoko al verla sonreír.

—No especialmente —respondió ella intentando mostrarse seria de nuevo.

—Creo que debería irme —dijo Yoko.

—Quédese un rato más.

—¿Ha pasado algo?

—Al parecer, el sospechoso ha desaparecido.

—Así, ¿la llamada era de la policía? —preguntó Yoko con interés.

—Sí. De uno de los agentes.

—Guau. Qué emocionante… Lo siento.

—No se preocupe —dijo Yayoi sonriendo—. Son unos pesados. Siempre me están llamando para saber cómo estoy.

—Pero debe de querer que atrapen al asesino cuanto antes, ¿verdad?

—Sí, claro —dijo Yayoi con tristeza—. Es muy difícil seguir así.

—Pero si ha huido, será que es el culpable, ¿no?

—Ojalá —dijo Yayoi a bote pronto, pero por suerte Yoko no pareció darse cuenta y asintió con la cabeza.

Que Yayoi y Yoko trabaran una buena amistad sólo fue cuestión de tiempo.

Yoko solía aparecer por casa de Yayoi cuando ésta se levantaba de la siesta y empezaba a prepararse para ir a recoger a sus hijos a la escuela. Yoko volvía de sus clases, y a menudo se presentaba con pasteles o con algo para picar. A los hijos de Yayoi les cayó bien en seguida. Yukihiro le contó lo de Milk, y Yoko se los llevó a buscarlo por el barrio.

—Yayoi, ¿qué te parece si me quedo aquí con los niños mientras tú estás en la fábrica? —le propuso un día.

A Yayoi le sorprendió que alguien a quien apenas conocía fuera tan amable con ella.

—Me sabe mal por ti…

—No te preocupes. A mí me da igual dormir en casa o aquí, y me angustia pensar que Yukihiro se despierte a medianoche y no tenga a nadie a quien acudir.

Yoko mimaba especialmente al pequeño, y él no quería separarse de ella. Así pues, Yayoi, poco acostumbrada a recibir tanta amabilidad por parte de nadie, aceptó el ofrecimiento encantada.

—Pues ven a cenar con nosotros. Ya que no puedo pagarte, al menos te invito a cenar.

—Muchas gracias —dijo Yoko echándose a llorar.

—¿Qué te pasa?

—Es que soy muy feliz —respondió sonriendo y secándose las lágrimas—. Es como si tuviera una nueva familia. Llevo tanto tiempo sola que se me había olvidado lo bien que se está acompañado. Mi piso es tan triste…

—Yo también estoy sola. He perdido a mi marido, y desde entonces todo el mundo me ha dado la espalda. Nadie me comprende.

—Es una pena.

Se abrazaron con lágrimas en los ojos. Cuando Yayoi alzó los ojos, vio a Takashi y a Yukihiro mirándolas sorprendidos.

—Chicos —dijo entonces secándose las lágrimas—, de ahora en adelante Yoko se quedará con vosotros durante la noche. ¿Qué os parece?

Nunca se le ocurrió que Yoko sería la causa de una discusión con Masako.

—¿Quién es ésa que se pone siempre que llamo a tu casa? —le preguntó Masako.

—Se llama Yoko Morisaki. Es una vecina que cuida a los niños.

—¿Quieres decir que pasa la noche en tu casa?

—Sí, mientras yo estoy en la fábrica.

—O sea que vive contigo —repuso Masako con desaprobación.

—No es eso —dijo Yayoi enfadada—. De día estudia, y por la noche viene a cenar y se queda con los niños.

—¿Y lo hace gratis?

—A cambio de la cena.

—Pues es muy generosa, ¿no te parece? ¿No buscará algo?

—¡Qué dices! —protestó Yayoi. No pensaba permitir que alguien hiciera insinuaciones de ese tipo, ni siquiera Masako—. Lo hace porque es amable. ¿Cómo puedes ser tan desconfiada?

—Desconfiada o no, te recuerdo que si nos descubren eres tú quien se va a llevar la peor parte.

—Ya lo sé, pero…

—Pero ¿qué?

Yayoi estaba harta de las preguntas de Masako. ¿Por qué era siempre tan inquisitiva cuando quería averiguar algo?

—¿Por qué me machacas tanto? —exclamó Yayoi.

—No te machaco. No sé por qué te enfadas.

—No me enfado —insistió Yayoi—, pero estoy cansada de tu insistencia. De hecho, yo también tengo algunas preguntas para ti: ¿qué estáis tramando tú y la Maestra? ¿Por qué ya no esperas a Kuniko? ¿Ha pasado algo?

Masako frunció el ceño. No le había contado que Kuniko se lo había dicho todo a Jumonji, ni que como consecuencia de eso ella tenía un nuevo «trabajo» en perspectiva. A Yayoi no se le había ocurrido pensar que Masako no la había informado porque había perdido la confianza en ella.

—No, no ha pasado nada —respondió Masako—. Pero ¿estás segura de que esa chica no va detrás del dinero del seguro?

—¡Yoko no es así! —explotó finalmente Yayoi—. ¡No es como Kuniko!

—De acuerdo, olvida lo que he dicho —dijo Masako, quien guardó silencio esperando que a su compañera se le pasara el enfado.

—Perdóname —dijo Yayoi recordando cuánto le debía—. No sé por qué me he puesto así. Pero no tienes por qué preocuparte por Yoko.

—¿Y no te inquieta que pase tanto tiempo con tus hijos? —insistió Masako—. Pueden contarle algo.

—Han olvidado todo lo que sucedió esa noche —respondió Yayoi, perpleja por la tenacidad de Masako—. Nunca han vuelto a hablar de ello.

Masako se mordió el labio y se quedó mirando al vacío.

—¿No crees que si no lo han hecho es porque saben que te causarían problemas?

Esas palabras llegaron al fondo del corazón de Yayoi, pero aun así se apresuró a negarlas.

—No, no es eso. Los conozco mejor que nadie, y estoy segura de que lo han olvidado.

—Espero que tengas razón —dijo Masako mirando hacia un lado—. Pero es mejor no bajar la guardia.

—¿La guardia? ¿Por qué lo dices? —Para Yayoi todo había terminado—. El propietario del casino ha huido. Estamos salvadas.

—¿Qué? —exclamó Masako soltando una risotada—. Tú no vas a estar a salvo en todo lo que te resta de vida.

—¿Cómo puedes decir eso?

Al mirar a su alrededor, Yayoi vio que Yoshie se les había acercado. Estaba de pie detrás de Masako, mirándola con los mismos ojos acusadores que ella. Yayoi no podía soportar que estuvieran tramando algo a sus espaldas y que le echaran la culpa de todo lo sucedido. ¿Acaso no les había pagado lo prometido?

Al acabar el turno, se fue sin despedirse. Como amanecía más tarde, al salir al exterior era aún de noche. La oscuridad le hizo sentir su soledad con más intensidad.

Cuando regresó a casa, Yoko y los niños aún estaban dormidos en la habitación. Yoko apareció en pijama al cabo de unos instantes.

—Buenos días —dijo.

—¿Te he despertado?

—No te preocupes. De todos modos, hoy tengo que irme pronto —dijo desperezándose, pero entonces, como si se diera cuenta de que Yayoi estaba alterada, frunció el ceño—. Yayoi, ¿te pasa algo? Estás pálida.

—No es nada, sólo me he discutido en la fábrica.

Evidentemente, no podía decirle que ella había sido la causa de la rencilla.

—¿Con quién?

—Con Masako. La que suele llamar por teléfono.

—¿Te refieres a la que es siempre tan seca? ¿Qué te ha dicho? —quiso saber Yoko acalorada, como si fuera ella quien se hubiera peleado.

—Nada —respondió Yayoi—. Una tontería.

Acto seguido, se puso el delantal para preparar el desayuno.

—¿Por qué siempre hablas con esa voz tan dócil cuando te llama? —le preguntó Yoko.

—¿Eh? —exclamó Yayoi volviéndose—. No es cierto.

—¿Acaso te amenaza?

De sus ojos emanaba un aire inquisitivo, el mismo que había detectado en la mirada de los vecinos, pero Yayoi se obligó a ignorarlo. Era imposible, Yoko no podía ser como ellos.

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