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Piso 412 » Capítulo 2

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Capítulo 2

Cuando Kuniko se levantó, ya empezaba a anochecer. Lo primero que hizo fue encender el televisor y atacar la caja de comida preparada —de la fábrica donde trabajaba, evidentemente— que había comprado en la tienda de la esquina.

Era un menú de ternera a la brasa, seguramente compuesto en la cadena de al lado. Por el modo en que la carne estaba dispuesta sobre el arroz, supo al instante que lo había hecho alguna novata, y se alegró por ello: normalmente las nuevas empleadas no podían seguir el ritmo de la cadena y la caja se les alejaba antes de que pudieran terminar su cometido, por lo que caía en las cajas más carne de la que correspondía.

Que le tocara una de esas cajas era señal de que iba a tener un buen día. Emocionada, contó los trozos de carne: ¡once! Le parecía curioso que Nakayama no hubiera tenido un ataque de los suyos, se dijo riendo. La Maestra era capaz de cubrir el arroz con sólo seis trozos.

La Maestra… Últimamente parecía estar muy animada. De un día para otro había dicho que pensaba pagarle la universidad a su hija y que estaban buscando piso. Era imposible que contara sólo con los quinientos mil yenes que había cobrado de Yayoi. Con eso sólo podría pagar el traslado.

Quizá tuviera dinero ahorrado. No, imposible, se dijo Kuniko negando con la cabeza. Su situación económica era ruinosa. De hecho, ella hubiera preferido morir a vivir como Yoshie. Había algo que no encajaba, concluyó Kuniko, quien tenía un sexto sentido en todo lo relacionado con los asuntos económicos.

Entonces puso en marcha su imaginación, y pensó que quizá Yayoi le había pagado más de quinientos mil yenes a Yoshie. Y, en cuanto le vino esa idea, no pudo parar. La felicidad de los demás le parecía insoportable, y no le costó convencerse de que Yayoi la había tratado peor que a su compañera, lo que echó aún más leña al fuego. Decidió que esa noche hablaría con Yoshie… no, mejor con Yayoi, y averiguaría lo sucedido. Satisfecha por su resolución, cogió los palillos y se dispuso a disfrutar de la comida.

Mientras comía, recordó con una sonrisa que aún le quedaban ciento ochenta mil yenes de los que había cobrado. Después de pagar los intereses de algunos créditos, se había comprado una chaqueta de cuero rojo, una falda negra y un jersey morado. También le gustaban unas botas, pero había decidido sacrificarlas por unos cuantos productos cosméticos. Y todavía le quedaban ciento ochenta mil yenes. No había nada que la hiciera más feliz que tener dinero contante y sonante en el bolsillo. Y deshacerse de las deudas que había contraído con Jumonji también había sido un golpe de suerte.

No tenía ninguna curiosidad por saber los motivos de Jumonji para insistir en conocer su secreto ni cómo había utilizado la información que ella le había proporcionado. Mientras no volviera a perseguirla, no le importaba en absoluto. Evidentemente, se le había pasado por la cabeza que si todo salía a la luz podían detenerla, pero ahora que la policía había perdido interés en el tema no tenía por qué preocuparse.

En su fuero interno, el suceso parecía formar parte del pasado remoto. Lo único en que pensaba era en sacar algún otro provecho de él. Estaba dispuesta a recurrir al chantaje o a la amenaza con tal de sacar tajada.

Tiró la caja vacía a la basura y empezó a prepararse para ir a la fábrica. Se lavó la cara y se puso ante el espejo para maquillarse. Quitó el plástico de la barra de labios que acababa de comprar: un nuevo marrón otoñal. La vendedora la había convencido para que se la quedara, pero ahora se daba cuenta de que ese tono no le favorecía en nada a su rostro ancho y pálido. Le resaltaba demasiado los labios. Cuando la había probado en la perfumería, la chica le había dicho que le realzaba la imagen, y ella se lo había creído. Cuatro mil quinientos yenes tirados por la borda.

Kuniko se arrepintió de su compra. Para eso, más le hubiera valido comprarse uno de ochocientos yenes en cualquier supermercado. Con todo, quizá pudiera arreglarlo cambiando la base que utilizaba. Satisfecha con esa idea, se puso a hojear las revistas en busca de las páginas dedicadas al maquillaje. En efecto, podría solucionarlo con una nueva base… y con unas nuevas botas.

Compraba para satisfacer sus deseos, pero era una espiral interminable, pues las nuevas adquisiciones le suscitaban nuevos deseos. Se trataba de una carrera sin tregua, aunque, en realidad, ésa era la razón de vivir de Kuniko; o, mejor dicho, ésa era Kuniko.

Una vez hubo terminado de maquillarse, se puso el jersey morado y la falda negra nuevos junto con unas medias también negras, y al mirarse al espejo se vio especialmente guapa. Mientras se contemplaba complacida, sintió que algo despertaba en su interior.

Un hombre. Quería un hombre. ¿Cuánto tiempo hacía que no se acostaba con nadie? Sacó un pequeño calendario de Mister Minute. Tetsuya se había ido a finales de julio. Por lo tanto, hacía más de tres meses que no estaba con nadie. Era un inútil, pero vivir con él tenía al menos esa ventaja. Al sentirse tan sola de repente, se echó sobre la cama, donde había un montón de ropa esparcida.

Anhelaba que alguien le dijera lo guapa que estaba con sus prendas nuevas, alguien que la abrazara. Y no un fantoche como Tetsuya, sino un hombre de verdad. Cualquiera le serviría, aunque fuera un pervertido o un desconocido. Su deseo creció de forma descontrolada, pidiendo ser satisfecho de inmediato.

Del mismo modo en que las cosas que compraba estimulaban sus ganas de adquirir nuevos productos, su imaginación hacía aumentar su deseo sexual desenfrenadamente. De pronto pensó en Kazuo Miyamori. Era un poco más joven que ella, pero, quizá a causa de su origen medio japonés y medio brasileño, era un chico guapo y apuesto. Hacía tiempo que Kuniko se había fijado en él. Se había comportado muy amablemente cuando ella y Yoshie le habían pedido que les guardara el dinero, y si, como ella sospechaba, compartía piso con otro brasileño, sin duda tendría ganas de tener compañía femenina. Segura de que sus suposiciones eran ciertas, decidió abordarlo esa misma noche en la fábrica. Exacto, eso es lo que haría. Al recordar que aún tenía dinero en la cartera, se levantó de la cama con ánimo renovado.

Kuniko abrió la puerta del coche. Llevaba la chaqueta de cuero en la mano para que se viera el jersey morado. Como había ido a la peluquería, decidió no bajar la capota del Golf. Lo único que le preocupaba era encontrarse con Masako en el parking. No soportaba verla, y últimamente hacía todo lo posible por evitar trabajar en la misma cadena que ella. Para ello tenía que llegar un poco más pronto de lo habitual, así que arrancó con precipitación.

Al llegar al parking de la fábrica, vio a un hombre plantado al lado de la garita de vigilancia.

Llevaba un uniforme azul marino, con una porra colgando del cinturón y una linterna sujeta al bolsillo de la camisa. Kuniko salió del coche decepcionada por la presencia del guardia; tal como había predicho Masako, ya no tendría ocasión de conocer al violador de la fábrica abandonada. Cerró la puerta del coche y miró al guarda.

—Buenas noches —saludó el hombre con una leve reverencia.

Impresionada por ese gesto, lo miró con detenimiento. Los guardias de la fábrica solían ser jubilados, pero ése era mucho más joven de lo habitual. Era robusto y el uniforme le favorecía. Como todo estaba a oscuras no pudo verle bien la cara, pero imaginó que también le gustaría.

—¡Buenas noches! —dijo devolviéndole el saludo con entusiasmo.

Él pareció sorprendido por su cordialidad.

—¿Va a la fábrica?

—Exacto.

—Pues la acompaño —dijo el guardia acercándose a su coche.

Tenía una voz suave y agradable.

—Ah, ¿sí? ¿De veras? —preguntó Kuniko con coquetería.

—Sí. Tengo que acompañar a todas las empleadas.

—¿Una a una?

—Sí, pero sólo hasta la fábrica abandonada. A partir de ahí el camino está iluminado.

La luz de la garita alumbró su perfil por un instante. Sus facciones no tenían nada de especial, si bien sus gruesos labios eran atractivos e inspiraban confianza. Sin embargo, su rostro tenía algo que lo hacía difícil de clasificar.

Kuniko se alegró de haberse puesto su ropa nueva y de haberse maquillado con más esmero del acostumbrado. Como tenía la esperanza de que pasara algo, esperó un momento en la entrada del parking a que el guardia se sacara la linterna del bolsillo y la enfocara hacia el camino. Apareció un pequeño círculo iluminado de gravilla a sus pies, y ambos echaron a andar por el sendero. Emocionada, Kuniko imaginó que emprendían juntos una aventura.

—¿Ese coche es suyo? —le preguntó el guardia más animado, como si le hubiera contagiado su entusiasmo.

—Sí.

—No está nada mal —dijo él impresionado.

—Gracias —respondió Kuniko con una sonrisa, olvidando que aún le quedaban tres años para pagarlo.

—¿Cuánto hace que lo tiene?

—Tres años —contestó contenta, como si estuviera hablando con un chico—. Pero es muy caro. Por el… por eso de la gasolina.

—¿El consumo?

—Eso es —confirmó Kuniko agarrándose del brazo del guardia.

Al notar sus músculos, el corazón le dio un vuelco.

—¿Cuántos litros gasta?

—Ni idea. Pero el chico de la gasolinera me dijo que muchos.

—Ya. Y la dirección va un poco dura, ¿verdad?

—Pues sí —dijo Kuniko sonriendo de felicidad—. Sabe mucho de coches, ¿no? ¿Ha conducido alguno?

—¡Ya me gustaría! Pero un coche de importación como ése… —respondió él sonriendo vagamente mientras se detenía frente a la fábrica abandonada.

El edificio en ruinas siempre le había transmitido malas vibraciones, pero en ese momento le pareció un escenario adecuado para la aventura, como si fuera el decorado de un parque de atracciones.

—Bueno, ya hemos llegado —añadió el guardia.

Kuniko se sintió decepcionada al ver que su paseo terminaba súbitamente. El guardia le deseó buenas noches y se despidió.

—¡Gracias! —repuso ella contenta por haber descubierto una perspectiva tan prometedora.

¿Quién sabía adónde podía llevarla? Como respuesta a ese nuevo estímulo, sus deseos empezaron a emerger a la superficie. Decidió que iba a comprarse un nuevo vestido a juego con las botas. De color negro, claro, que adelgazaba. Cuando llegó a la fábrica seguía aún tan contenta que no prestó la menor atención a Kazuo Miyamori.

Tarareando, se puso el uniforme, que empezaba a estar sucio; pronto tendría que lavarlo. Entonces llegó Yoshie con su camiseta gastada y un jersey negro encima, pero con un nuevo broche de plata en el pecho. Kuniko lo vio al instante y calculó su precio mentalmente: valía como mínimo cinco mil yenes. Era un lujo demasiado caro para la Maestra.

—Has llegado muy pronto, ¿verdad?

La cara de desprecio con que Yoshie dijo esas palabras le hizo bullir la sangre, pero aun así pudo controlarse.

—Buenas noches —le respondió tan educadamente como le fue posible—. Llevas un broche precioso.

—Ah, sí —dijo Yoshie con una leve sonrisa—. Lo compré en un impulso. Siempre había querido uno, pero no podía permitírmelo. Podía elegir entre el broche o hacerme la permanente, y me decidí por el broche. Al fin y al cabo, soy una mujer.

—¿Lo has comprado con el dinero de Yayoi? —preguntó Kuniko bajando la voz.

—Sí —admitió Yoshie enrojeciendo—. ¿Acaso es algo malo?

—No, qué va.

Después de cambiarse, antes de que Masako llegara, se lanzó a preguntarle a Yoshie lo que hacía tiempo deseaba saber.

—Maestra, quería preguntarte algo sobre el dinero de Yayoi.

—¿De qué se trata? —inquirió Yoshie bajando también la voz y mirando a su alrededor.

—¿Cobraste lo mismo que yo?

—¿Qué insinúas? —respondió molesta.

—Nada, nada —se apresuró a aclarar Kuniko—. Sólo me preguntaba si no he cobrado demasiado por lo poco que hice. Me sabe mal, con todo lo que has hecho tú… Además, como Masako me había prometido sólo cien mil…

—No te preocupes —le dijo Yoshie dándole un golpecito en sus anchos hombros—. Todas hicimos lo mismo.

—Entonces, ¿de verdad cobraste quinientos mil?

—Sí —dijo Yoshie asintiendo con la cabeza sin mirarla.

Estaba mintiendo.

—Si es así, ¿cómo puedes permitirte tantos lujos?

—¿De qué hablas? —preguntó Yoshie atónita.

—Pues de todo lo que has hecho últimamente. Seguro que te has gastado más de quinientos mil. —Aunque fuera verdad, no es asunto tuyo.

—Conque no es asunto mío —dijo Kuniko mirando el broche con malicia.

Yoshie dirigió la vista hacia la sala, en busca de ayuda, y en su rostro apareció una sonrisa de alivio. Masako acababa de llegar. Llevaba un jersey ajustado y unos pantalones, ambos de color negro.

—¡Guau! —exclamó Kuniko de forma exagerada—. Si lleva ropa de mujer…

Al parecer, Masako no oyó el comentario e, ignorándolas, se fue directa al cenicero que había al lado de las máquinas de bebidas y encendió un cigarrillo. Mientras fumaba con cara de pocos amigos, se distrajo con los anuncios colgados en la pared. Kuniko estudió el nuevo aspecto de su compañera y llegó a la conclusión de que era falso que no hubiera cobrado nada de Yayoi. La habían engañado. Sin embargo, no se atrevía a enfrentarse a Masako.

—Hasta luego —dijo a Yoshie al tiempo que salía del vestuario con el gorro en la mano.

Pasó por detrás de Masako, que seguía mirando a la pared, y salió al pasillo. Yayoi era la siguiente. La interrogaría hasta sonsacarle la verdad.

La esperó en la entrada, pero no apareció. Entonces se acercó al lugar donde estaban las fichas y, mientras las revisaba, sintió una presencia detrás de ella.

—Yayoi no va a venir —le anunció Masako, que ya se había cambiado.

—¿Qué?

—Ya me has oído —le espetó Masako apartándola con el brazo y cogiendo su ficha.

—¿Qué quieres decir? —preguntó enfadada por el miedo que le causaba Masako—. ¿Que no va a venir hoy o que no va a venir más?

—Que no va a venir más.

—¿Y por qué?

—Quizá porque no le gustaba que la chantajearas —repuso Masako.

Cogió sus viejas Stan Smith de uno de los compartimentos que había en la entrada. Aunque al principio eran blancas, la grasa y la salsa que utilizaban en la cadena les habían conferido una pátina marrón.

—¿Cómo puedes ser tan ruin? —gritó Kuniko—. Yo sólo…

—Déjanos en paz de una vez —le espetó Masako enfurecida.

Al ver sus ojos brillar de rabia, Kuniko se quedó de piedra.

—¿Qué quieres decir?

—Cobraste quinientos mil de Yayoi y Jumonji te canceló las deudas por contarle lo sucedido. ¿Qué más quieres?

Kuniko se quedó boquiabierta: Masako sabía lo de Jumonji.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo contó él mismo. Veo que, además de inútil, también eres una estúpida.

Kuniko frunció el ceño. No era la primera vez que Masako le decía esas mismas palabras.

—No sé por qué eres tan maleducada.

—Eso lo serás tú —repuso Masako dándole un codazo.

—Pero ¿qué haces? —se quejó Kuniko al notar el huesudo brazo de Masako en el costado.

—Gracias a tu chivatazo iremos todas al infierno —le espetó Masako—. Serás idiota, has cavado tu propia tumba.

Dicho esto, echó a andar hacia la escalera que llevaba a la planta. Cuando su esbelta figura desapareció tras la esquina, Kuniko se dio cuenta por primera vez de que había cometido un grave error.

Sin embargo, y como era habitual, su arrepentimiento no duró mucho. Si la situación empeoraba en la fábrica, buscaría otro trabajo. Era una lástima, ahora que acababa de conocer a ese guardia tan apuesto, pero si las cosas se ponían feas no dudaría en alejarse de Masako y compañía.

Miró la caja de madera que contenía las fichas de todos los empleados. Llevaba cerca de dos años en la fábrica y se había acostumbrado a esa vida, pero había llegado el momento de buscar un empleo diferente, más fácil, mejor remunerado y con unas compañeras más agradables. O mejor aún, compañeros. Un trabajo así tenía que existir, aunque fuera en algún club nocturno, pensó Kuniko, más confiada en su aspecto que de costumbre. Sí, empezaría a buscar al día siguiente. Sus ganas de conseguir siempre algo mejor la ayudarían a ponerse en marcha. Y, de paso, podría alejarse del lío en que ella y sus compañeras estaban metidas.

A la mañana siguiente, al volver a casa cansada después de toda la noche trabajando, le esperaba una grata sorpresa.

Aparcó el Golf en su plaza y, tras pasar por delante de la hilera de desastrados buzones, se dirigió a la entrada del bloque. Al oír sus pasos, un hombre que estaba de pie ante uno de los buzones se volvió.

—Vaya, qué casualidad —dijo el hombre. Kuniko no lo reconoció—. Ayer nos vimos en el parking de la fábrica —añadió.

—¡Ay, perdone! —exclamó ella—. No le había reconocido.

Era el guardia del parking. No vestía uniforme, sino una cazadora azul marino y unos pantalones de trabajo grises. No lo había reconocido porque no le había visto muy bien la cara debido a la oscuridad del aparcamiento.

Cerró la portezuela del buzón, aún cubierta de pegatinas de los hijos de los anteriores inquilinos, y de nuevo se volvió para mirarla. Tenía cierto atractivo, si bien había algo extraño, incluso siniestro, en su aspecto. A Kuniko se le aceleró el corazón. La caja de comida seguía dándole suerte.

—¿Siempre vuelve a esta hora? —le preguntó el hombre, sin darse cuenta del azoramiento de Kuniko y echando un vistazo a su barato reloj digital—. Debe de ser un trabajo duro, ¿verdad?

—Sí —convino ella—. Pero el suyo también lo es.

—Acabo de empezar —dijo él ladeando la cabeza—, o sea que aún no puedo quejarme. —Se sacó un cigarrillo del bolsillo de la americana y miró hacia fuera con ojos soñolientos. El sol de noviembre empezaba a asomar—. En invierno debe de ser duro.

—Una se acaba acostumbrando —comentó Kuniko.

Decidió no decirle que estaba a punto de dejar la fábrica.

—Ya —repuso él—. Por cierto, no me he presentado: me llamo Sato —dijo mientras se sacaba el cigarrillo de la boca y le ofrecía una educada reverencia.

—Yo soy Kuniko Jonouchi —se presentó Kuniko al tiempo que le devolvía la reverencia—. Vivo en el cuarto.

—Encantado —dijo Sato sin disimular su satisfacción, mostrando una dentadura blanca y sana.

—El gusto es mío —dijo Kuniko—. ¿Vive con su familia?

—No, no —masculló Sato—. Estoy divorciado. Vivo solo.

¡Divorciado! Los ojos de Kuniko refulgieron de alegría, pero Sato no lo advirtió. Tal vez le avergonzara hablar de su vida privada, y por eso había desviado la mirada.

—Vaya —dijo Kuniko—. No lo lamento, yo estoy más o menos igual.

Sato la miró sorprendido. A Kuniko le pareció detectar un ligero rastro de alegría en sus ojos, tal vez hasta deseo. Eso la hizo decidirse: ese mismo día se compraría las botas y el vestido, y un collar dorado. Antes de despedirse, miró por encima del hombro de Sato para comprobar el buzón que acababa de cerrar: el del piso 412.

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