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Piso 412 » Capítulo 6

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Capítulo 6

Jumonji estaba en el cielo.

A su lado había una preciosa colegiala con el uniforme de un famoso instituto. El pelo teñido de castaño le caía sobre las mejillas, de piel tersa y clara, y tenía los labios rosados permanentemente entreabiertos. Sus cejas arqueadas resaltaban sus bonitos ojos y su minifalda apenas cubría sus piernas de modelo.

—¿Qué quieres hacer? —le preguntó Jumonji esforzándose para que su voz no traicionara su excitación.

—Me da igual —murmuró ella con una voz dulce y rasposa—. Lo que tú quieras.

Su cuerpo desprendía un olor que Jumonji no acertaba a identificar. Vestía ropa de marca. Era una chica perfecta, como un milagro caído del cielo. ¿De dónde habría salido? Era completamente distinta a las colegialas con las que Jumonji acostumbraba a salir, chicas que se pasaban horas y horas en bares deprimentes y cuyo pelo olía a champú barato. Sin embargo, gracias al dinero que había conseguido con su nuevo negocio, podía permitirse llevar a esa chica a un buen hotel sin dejarse impresionar por los cien mil yenes que ella le había pedido por adelantado.

—¿Qué te parece si vamos a un hotel?

—Como quieras.

—¿Quieres decir que…?

La chica asintió tímidamente, y él empezó a pensar en un hotel al que pudieran llegar antes de que ella cambiara de idea. En ese momento, su móvil empezó a sonar en el bolsillo.

—Perdona un segundo —dijo. Ese día había delegado su trabajo en la agencia en una empleada de confianza para así poder divertirse. Pensando que se trataba de ella, contestó con brusquedad—. Jumonji, ¿diga?

—¿Akira? ¿Dónde estás, chaval? —dijo una voz monótona pero inconfundible.

—¿Soga? ¿Qué tal? Gracias por lo del otro día.

La chica notó cómo cambiaba de tono y se dio la vuelta enfadada. Ante el temor de que escapara, Jumonji la cogió del brazo.

—No tienes por qué agradecérmelo —repuso Soga—. ¿Estás en Shibuya? —preguntó intrigado por el ruido de fondo.

—Sí, bueno… —comentó Jumonji dándole a entender lo inoportuno de la llamada.

—¿De veras? No me digas que un tipo tan serio como tú va a ligar a Shibuya.

—Es que… —dijo Jumonji rascándose la cabeza.

Seguía agarrado al brazo de la chica, quien miraba a su alrededor, sin disimular las ganas de liberarse de él. Había muchos hombres en Shibuya que, al igual que Jumonji, deseaban estar con una joven como ésa. De hecho, algunos se le habían acercado. Al ver sus ojos ávidos, Jumonji empezó a impacientarse.

—¿De qué color te has teñido el pelo? —prosiguió Soga, aprovechando la ocasión para chincharle.

—¿Querías algo?

—Estás con una chica, ¿verdad? Mira que eres asaltacunas…

—Llámalo como quieras —respondió Jumonji—. Oye, ¿no podríamos hablar más tarde?

—Pues no —contestó Soga con seriedad—. Tenemos un trabajillo.

—¿Qué? —exclamó Jumonji soltando a la chica, que aprovechó la ocasión para desaparecer con dos o tres tipos iguales a él que merodeaban por allí.

«¡Mierda!», pensó Jumonji al ver cómo se alejaba, con su minifalda y su precioso trasero. Pero los negocios eran los negocios. Con el dinero que ganaría, podría permitirse diez chicas como ésa. Centrándose en la conversación, pidió disculpas a Soga.

—Perdona, estaba un poco distraído.

—Vaya, ¿se te ha escapado? —dijo Soga—. Mejor así. Más te vale estar centrado. Si la cagas, eres hombre muerto.

Al imaginar la mirada de su socio pronunciando esas palabras, Jumonji notó un sudor frío en las axilas.

—Lo siento.

—Bueno, de todos modos, el primero no fue nada mal. El cliente quedó satisfecho.

—Oh.

La conexión falló unos instantes. Jumonji se apartó del gentío para refugiarse bajo un toldo.

—Sólo tienes que hacerlo igual de bien. Lo tendremos esta noche.

—¿Esta noche? —repitió Jumonji, preguntándose si podría ponerse en contacto con Masako.

Consultó su reloj y comprobó con alivio que eran las ocho. A esa hora aún estaría en casa.

—Es carne fresca. No podemos esperar mucho.

—Entendido.

—Hemos quedado en la entrada trasera del parque Koganei, a las cuatro.

—Ahí estaré.

—Esta vez nos llega por otra vía —dijo Soga con un tono más apagado de lo habitual—. También iré yo, para asegurarme de que todo salga bien.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jumonji.

Los jóvenes que pasaban por su lado lo miraban extrañados, quizá porque no estaban acostumbrados a ver a alguien hablando con tanta seriedad por un móvil.

—El viejo del otro día me lo proporcionó un proveedor de total confianza, pero el de hoy ha aparecido de la nada.

—¿Cómo? ¿No pertenece a tu círculo de contactos?

—No —explicó Soga—. Al parecer, el tipo ha oído hablar del servicio y quiere que lo hagamos nosotros. Cuando le he dicho que le iba a costar diez millones, ni se ha inmutado.

—Así te sacas un millón más.

—Y tú también —repuso Soga, adoptando el papel de patrón generoso.

Jumonji había olvidado a la chica y recuperado el buen humor. Si no informaba a Masako, se sacaría tres millones de una tajada.

—Muchas gracias, Soga.

—Recuerda que toda precaución es poca. Iré acompañado. Quizá sea mejor que desempolves tu katana.

—No digas bobadas —dijo Jumonji con una sonrisa.

En cuanto colgó, se preguntó si Soga habría hablado en serio respecto a lo de la katana, pero estaba demasiado excitado ante la perspectiva de ganar dinero como para preocuparse. Sacó su agenda del bolsillo y buscó el número de Masako; si no conseguía ponerse en contacto con ella, se vería obligado a pasar otro día errando por la ciudad con un cadáver en el maletero.

Masako respondió inmediatamente. A juzgar por su voz, estaba resfriada.

—Tenemos otro trabajo —le anunció—. ¿Le va bien?

—¡Vaya, qué rápido! —exclamó ella.

—Será que lo hicimos bien —dijo él. En lugar de sumarse a su entusiasmo, Masako guardó silencio. Jumonji captó su incomodidad, pero tenía que convencerla—. Cuento con usted, Masako.

—¿Y si te niegas? Sólo por esta vez.

—¿Por qué?

—No tengo buenas vibraciones.

—Es sólo el segundo trabajo —dijo Jumonji—. Si no lo acepto, mi reputación caerá en picado.

—Mejor eso que arriesgarse a algo peor —dijo Masako enigmáticamente.

—¿Qué quiere decir?

—No sé… Algo me huele mal.

—Quizá no se encuentre bien, pero eso no tiene nada que ver con el trabajo —insistió Jumonji empezando a desesperarse—. Tengo que ir hasta Kyushu para deshacerme de él. Usted no es la única que se arriesga.

—Ya lo sé —murmuró ella.

Jumonji se enfadó.

—Si se echa atrás, me veré obligado a recurrir a la Maestra. Y si ella tampoco quiere, a Kuniko. Esa foca haría cualquier cosa por dinero, ¿no es así?

—No lo hagas —respondió Masako—. Si mete la pata, nos vamos todos al garete.

—¡Por eso mismo! —exclamó Jumonji—. Lo haremos como la primera vez. Cuento con usted.

—De acuerdo —transigió finalmente Masako—. Por cierto, ¿puedes proporcionarnos unas gafas protectoras?

En cuanto tomaba una decisión, le gustaba ir al grano. Jumonji suspiró aliviado.

—Llevaré las que uso para ir en moto.

—Perfecto. Te llamaré si surge algún contratiempo.

Satisfecho por cómo había ido la negociación, Jumonji cortó la comunicación y miró su reloj. Quedaban varias horas hasta las cuatro. ¿Tendría tiempo de encontrar a una joya como la de antes? Con lo que iba a cobrar, podría pagar lo que le pidiera. Se volvió de nuevo hacia la calle para iniciar su búsqueda. No podía perder tiempo pensando en por qué Masako se había mostrado tan reticente a aceptar el trabajo.

Las cuatro de la madrugada. Jumonji aparcó el Cima en la entrada trasera del parque Koganei.

Detrás de la verja que daba a la calle crecía un espeso muro de vegetación. Al otro lado de la calle se alzaba una hilera de casas con los postigos cerrados. No había ninguna farola, y la zona estaba oscura y desierta. Jumonji miró hacia los árboles del parque, intentando ignorar el inquietante crujido de las hojas. De pronto recordó que Kuniko había dejado cerca de allí la parte del cadáver de Kenji que le correspondía, y la coincidencia no le pareció un buen augurio.

Hacía frío. Se sorbió la nariz, y al intentar abotonarse la americana se dio cuenta de que no le quedaba ni un solo botón. Era culpa de la chica a la que había intentado llevarse a la cama. La había tomado por una colegiala, pero tenía veintiún años. Al salir del baño, la había pillado rebuscando en su americana. Los botones debían de haberse caído al arrebatársela de las manos. «Mala suerte», se dijo, aunque se apresuró a olvidar esas palabras. Dentro de pocas horas cobraría tres millones de yenes. No podía decir que tuviera mala suerte. Mientras se esforzaba por ver las cosas con optimismo, oyó el motor de un coche que se acercaba por la derecha e iluminaba con los faros la parte trasera del Cima.

—Buenas —lo saludó Soga con cara de sueño.

A pesar de la hora, llevaba un abrigo de cachemira beige sobre un traje negro. Iba acompañado por el chico del pelo teñido de rubio, que estaba al volante, y por otro muchacho con la cabeza rapada que se bajó al mismo tiempo que él del Nissan Gloria negro.

—Gracias por venir —le dijo Jumonji.

—Tengo curiosidad por ver qué pinta tiene ese tipo —dijo Soga alzándose el cuello del abrigo y metiendo las manos en los bolsillos.

—El tipo y su mercancía —comentó Jumonji.

—Claro. Si está dispuesto a pagar diez millones, debe de ser digno de ver.

—Tienes razón.

—¿Piensas meterlo ahí? —preguntó Soga señalando el Cima.

—¿Dónde si no?

—¡Uf! ¡Qué asco! —exclamó Soga con una mueca.

La primera vez, el chico rubio y el de la cabeza rapada le habían traído el cadáver y el dinero, y Soga se había limitado a organizarlo todo por teléfono. Jumonji se había molestado porque cobrara dos millones sólo por eso.

—No es más que una parte del trabajo.

—Bueno, tú sabrás —le dijo Soga, tras darle un golpecito en el hombro.

En ese momento vieron los faros de una furgoneta que se les acercaba desde el otro lado. Por un instante a Jumonji le pareció que se trataba de un animal a punto de embestirlos.

—Es él —dijo Soga.

Apagó el cigarrillo contra la verja y le dio la colilla al chico teñido de rubio.

—¿Qué hago con esto? —preguntó el joven.

—No podemos dejar ninguna prueba aquí, imbécil. Cómetela.

—¿Me la como?

—Guárdala donde quieras, estúpido.

El chico se apresuró a meter la colilla en el bolsillo de su chaqueta. Jumonji tragó saliva. Había dejado de tener frío.

La furgoneta se detuvo frente a ellos, pero los faros siguieron encendidos, impidiéndoles ver la matrícula. La puerta del conductor se abrió y salió un hombre. Iba solo. Era alto y fornido, y vestía de forma sencilla: pantalones de trabajo y una cazadora. Su gorra le tapaba la cara. Sin embargo, al verlo, a Jumonji se le puso la carne de gallina.

—Soy Soga, de los Toyosumi —se presentó Soga.

—¿Qué hace aquí tanta gente? —murmuró el hombre.

—Lo siento. Como no ha venido por la vía normal… ¿Podría decirnos cómo se ha enterado de nuestro servicio?

—¿Acaso importa?

—Sí.

—No insista —dijo el hombre al tiempo que sacaba un sobre del bolsillo de su cazadora y se lo alargaba.

Soga lo cogió y comprobó el contenido. Jumonji miró por encima de su hombro y vio varios fajos de billetes de diez mil. Después de contar el dinero, Soga asintió con la cabeza.

—Muy bien —dijo—. Adelante.

El hombre abrió la puerta de la furgoneta. En el interior había un bulto con forma humana envuelto en una manta. Era un cuerpo bajo y grueso. Una mujer, pensó Jumonji paralizado. Nunca había contemplado esa posibilidad.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? —le preguntó el hombre con sorna al tiempo que tiraba del cadáver para sacarlo.

Los chicos de Soga se acercaron para ayudar, pero el hombre dejó caer el cadáver sobre el asfalto y cerró la puerta. Sin volverse, se subió a la furgoneta, dio marcha atrás, y se fue por donde había venido. El sonido del motor resonó por la calle durante unos segundos hasta desaparecer. Todo fue visto y no visto.

—Menudo mal rollo —comentó Jumonji.

—¿Qué esperas de un asesino? —repuso Soga con una sonrisa.

¿Realmente la habría matado él?, se preguntó Jumonji mientras miraba el cuerpo rechoncho envuelto en una manta y atado con una cuerda.

—¿Por qué se ha ido dando marcha atrás?

—Para que no viéramos la matrícula, imbécil —respondió Soga—. Y para asegurarse de que no le seguimos.

Jumonji empezó a temblar al darse cuenta del lío en que se había metido. Debía haberlo imaginado al ver la furgoneta.

Soga abrió el sobre, cogió tres fajos y le dio el resto a Jumonji.

—Toma —le dijo—. Todo tuyo.

Jumonji se guardó el sobre en el bolsillo y observó a los esbirros de Soga mientras introducían el bulto en el maletero del Cima.

—Es una mujer, ¿verdad? —preguntó como si se tratara de un trasto viejo.

—Eso parece —coincidió Soga volviéndose hacia él—. Igual es una colegiala.

—No digas eso —respondió Jumonji, que sintió un escalofrío, provocado en parte por el aire helado del amanecer.

Los esbirros cerraron el maletero con un fuerte golpe y se alejaron del coche olisqueando y frotándose las manos, como si acabaran de tocar algo sucio.

—Nos vamos —dijo Soga, y le dio un golpecito en el hombro—. Que te vaya bien.

—Soga —dijo Jumonji mirándolo a los ojos.

No quería quedarse solo. Soga se lamió los labios inquieto.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?

—No.

—No la cagues, ¿me oyes? Hay mucho en juego.

El chico rapado había abierto la puerta del Gloria y esperaba a Soga. Éste se subió al coche y le hizo una señal para que arrancara. A los pocos segundos, Soga y sus muchachos desaparecieron por donde habían venido, como si huyeran del escenario de un crimen. Jumonji se quedó en la calle, a oscuras. Tras vencer las ganas de salir corriendo, entró en el Cima y arrancó. Era la primera vez en su vida que tenía tanto miedo.

Cuando llevaba unos minutos conduciendo por las calles de la ciudad, se dio cuenta de que no temía tanto al cadáver que llevaba en el maletero como al hombre que se lo había entregado.

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