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Piso 412 » Capítulo 7

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Capítulo 7

Finalmente, Masako dejó atrás el resfriado.

Al mirarse en el espejo vio un rostro pálido, pero sin los signos de embotamiento en los ojos y la nariz que le habían causado tantas molestias durante toda la semana. Pensó que era una ironía que se hubiera recuperado para cumplir ese encargo.

Por suerte, Yoshiki se había ido a la oficina a la hora habitual, y Nobuki también había salido a primera hora. Desde su última conversación, Yoshiki parecía más propenso a encerrarse en su cuarto. Como Masako le había anunciado su intención de irse, hacía lo posible para reforzar sus defensas y no sentirse herido. Parecían estar separados pese a vivir bajo el mismo techo, si bien la situación no la entristecía. Por su parte, Nobuki había empezado a comunicarse de nuevo y, aunque sus preguntas se limitaban a asuntos prácticos como la comida, por lo menos era un avance.

Sacó el jabón y los botes de champú del baño, extendió la tela encerada y abrió la ventana para que se disipara la humedad de la noche anterior. Iba a ser un día inusualmente caluroso para la época del año. Sin embargo, ni su recuperación ni el buen tiempo eran suficientes para mitigar su inquietud. ¿Cómo podía explicárselo a Jumonji y a Yoshie cuando se habían mostrado encantados de recibir el nuevo pedido? ¿Qué significaba esa «presencia»?

A decir verdad, Masako empezaba a tener una vaga idea de su identidad. Se le había ocurrido mientras guardaba cama por el resfriado, si bien no tenía ninguna prueba en que basar sus suposiciones.

Después de cerrar la ventana y echar el pestillo, se dirigió al pasillo. Estaba impaciente, una impaciencia que no era fruto de la expectación sino del miedo. No obstante, no temía tanto la llegada del cadáver como lo que podía suceder después. El hecho de no saber qué le depararía el futuro la convertía en un manojo de nervios.

Se puso las sandalias de Nobuki y salió al recibidor. No podía entrar en casa y quedarse esperando, pero tampoco salir a recibir a Jumonji, de modo que se quedó ahí de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho para controlar su miedo.

—Mierda —murmuró.

Todo le parecía mal. No soportaba haberse visto superada por las circunstancias y no haber tenido tiempo de prepararse. Quizá fuera eso lo que esa «presencia» quería.

Aunque fuera sólo unos minutos, el Cima de Jumonji aparcado frente a su casa llamaría la atención, por lo que había pensado en utilizar su Corolla, pero no habían tenido tiempo. La primera vez había salido bien, pero nadie les garantizaba que en la segunda tuvieran la misma suerte. Le daba rabia haberse involucrado en algo tan mal organizado, y tenía la impresión de haber cometido algún error, de olvidar algo. Mientras dudaba, aún de pie en el reducido espacio del recibidor, su inquietud se fue hinchando como un globo a punto de explotar.

Era una mañana calurosa. El barrio estaba tan tranquilo como de costumbre. En el campo del otro lado de la calle se alzaba una columna de humo. Sólo se oía el silbido lejano de un avión a reacción y el ruido de alguien fregando los platos. Era una mañana típica de un barrio de las afueras. Masako observó el suelo rojo del solar de enfrente. La mujer que había manifestado interés en comprarlo no había vuelto a aparecer. Todo seguía como siempre, pero aun así no las tenía todas consigo.

Se oyó el ruido de una bicicleta al frenar.

—¡Buenos días! —exclamó Yoshie.

Vestía su habitual chándal gris y un viejo canguro negro que debía de haber heredado de Miki. Masako se fijó en sus ojos, enrojecidos y entrecerrados: los mismos que ella tendría si hubiera ido a trabajar.

—Hola, Maestra —la saludó Masako—. ¿Estás a punto?

—Sí, claro —respondió Yoshie más entusiasmada que de costumbre—. A decir verdad, tenía ganas de tener otro trabajo. ¿Recuerdas que te lo comenté?

—Date prisa —la apremió Masako mientras dejaba la bicicleta en el porche.

Yoshie se apresuró a entrar en casa y se quitó los zapatos.

—¿Qué tal tu resfriado? —le preguntó preocupada.

No se veían desde el día en que Masako había ido a su casa bajo la lluvia.

—Ya está curado.

—Me alegro. Pero no creo que este trabajo sea bueno para tu salud, con tanta agua y todo lo demás.

Se refería al hecho de que la última vez habían comprobado que era mejor dejar el grifo abierto mientras descuartizaban el cadáver.

—¿Y en la fábrica? ¿Todo igual?

—Pues no —respondió Yoshie en voz baja—. Kuniko lo ha dejado.

—¿Eh? ¿Kuniko?

—Sí. Hace tres días. El jefe intentó convencerla, pero ya sabes cómo es. No hemos vuelto a verla —explicó mientras se quitaba el canguro y lo doblaba con cuidado. Masako observó distraídamente el gastado forro blanco—. Yayoi tampoco viene. Como me aburría sin vuestra compañía, he puesto la cadena a dieciocho. Si hubieras visto cómo se quejaban las demás. Son unas niñatas.

—Ya lo creo.

—Por cierto, anoche el brasileño preguntó por ti.

—¿El brasileño?

—Ese chico… Miyamori.

—¿Qué quería?

—Me preguntó si habías dejado el trabajo. Creo que le gustas.

Sin hacer caso del tono burlón de Yoshie, Masako recordó el rostro ofendido de Miyamori mirándola de pie en medio del camino que llevaba a la fábrica. Le pareció una imagen muy lejana. Yoshie esperó un momento a que dijera algo, pero al ver que no lo hacía prosiguió.

—Su japonés ha mejorado muchísimo, como todavía es joven…

Yoshie estaba muy locuaz, tal vez como consecuencia de la tensión acumulada ante la tarea que les aguardaba. Masako dejaba que las palabras de su compañera le resbalaran como gotas de lluvia y esperaba a que amainara para exponerle sus temores. En ese momento oyeron un coche acercarse.

—¡Ya está aquí! —exclamó Yoshie irguiéndose.

—Un momento —dijo Masako mientras miraba por la mirilla de la puerta de entrada.

El Cima de Jumonji estaba aparcando frente a su casa. Era la hora prevista. Masako entreabrió la puerta y se asomó. Jumonji salió del coche con la cara grasienta después de pasar la noche en vela.

—Masako —le susurró a través de la puerta—, creo que el cadáver de hoy no te va a gustar en absoluto.

—¿Por qué?

—Es una mujer —murmuró.

Masako chascó la lengua. El trabajo era horrible de por sí, pero aún lo era más descuartizar un cuerpo semejante al suyo. Después de mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie los viera, Jumonji abrió el maletero. Al ver el bulto enrollado en una manta, Masako se echó atrás. El cadáver del viejo que habían descuartizado también era bajo, pero muy delgado, apenas tenía carne. Sin embargo, esta vez se trataba de un cuerpo rechoncho con el torso abultado.

—¿Qué pasa? —preguntó Yoshie acercándose por detrás.

Al ver el fardo soltó un grito. A Kenji y al anciano también los habían envuelto en una manta, pero la meticulosidad con que habían atado a ese cadáver tenía cierto aire siniestro.

—Entrémoslo —dijo Jumonji.

Alargó los brazos hacia el bulto sin mirarlo. Masako cogió un extremo del cuerpo flácido y pesado, y entre los dos lo llevaron hasta el baño. Al dejarlo sobre la tela encerada, se miraron intrigados.

—He pasado mucho miedo. El tipo que me lo entregó era horrible.

—¿Por qué?

—Llevaba escrito en la cara que la había matado.

—¿Por qué dices eso? —inquirió Yoshie llevándose una mano al pecho—. Sólo lo entregó, ¿no?

—Ya sé que parece raro, pero supe de inmediato que había sido él quien la había asesinado —repuso alzando la voz.

Tenía los ojos inyectados en sangre. Masako no replicó, pero estaba de acuerdo con él. En el caso de Yayoi, también ella había pensado lo mismo: la noche en la que había matado a Kenji no parecía la misma.

—Venga, ábrelo —dijo Yoshie—. Eres el hombre.

—¿Yo?

—Pues claro.

Jumonji cogió las tijeras, temeroso, se agachó y cortó la cuerda. A continuación, cogió un extremo de la manta y tiró de él, dejando al descubierto unas piernas blancas y gruesas, con manchas moradas en las pantorrillas. Yoshie soltó un grito y se escondió detrás de Masako. Después apareció un tronco rollizo, sin aparentes signos de violencia y con los pechos henchidos caídos a ambos lados. La mujer, aunque gorda, estaba en la flor de la vida.

El cadáver estaba completamente desnudo, pero la cabeza seguía envuelta en la manta, como si se negara a revelar su identidad. Masako se agachó para ayudar a Jumonji a destapar el cuerpo y su mano se quedó paralizada en el aire: la cabeza estaba cubierta con una bolsa de plástico negro atada al cuello con una cuerda.

—Esto es horrible —comentó Yoshie mientras salía del baño.

Jumonji estaba pálido, parecía a punto de vomitar.

—No le habrán destrozado la cara, ¿verdad? —preguntó horrorizado.

—Un momento —dijo Masako con un presentimiento.

Cogió las tijeras y cortó la bolsa rápidamente.

—Es Kuniko.

Ahí estaba: el rostro flácido, la lengua fuera y los ojos entreabiertos. Con la presencia de ese cuerpo conocido, el baño, que hasta entonces no había sido más que el lugar destinado a descuartizar cadáveres, se convirtió en un velatorio. Jumonji se quedó petrificado; Yoshie empezó a sollozar.

—¿Cómo era ese tipo? —preguntó Masako a Jumonji—. ¿Quién era?

—No lo he visto bien —respondió exhausto—. Era alto y fuerte, y tenía una voz profunda.

—Eso no nos sirve de nada —repuso Masako exasperada.

—¿Cómo quiere que sepa quién era? —se quejó Jumonji mirando hacia otro lado.

Yoshie lloraba sentada en la pequeña sala que daba acceso al baño.

—Es un castigo del cielo —repetía—. No teníamos que habernos metido en este embrollo.

—¡Cállate! —le ordenó Masako mientras salía del baño y la agarraba del cuello de la camisa—. ¿No lo entiendes? Van a por nosotros.

Yoshie la miró atónita, no entendía lo que Masako intentaba explicarle.

—¿Qué quieres decir?

—¿Quieres más pruebas? Nos han enviado a Kuniko.

—Tal vez se trate de una casualidad —murmuró Yoshie.

—Pero ¿qué dices? —exclamó Masako exaltada.

Se puso un dedo en la boca y se lo mordió para controlarse.

—Cuando me dijeron que fuera a recogerlo al parque Koganei —intervino Jumonji—, me pareció un mal presagio.

—¿Al parque Koganei? —repitió Masako sintiendo un escalofrío. O sea que lo sabían todo. Y por eso habían matado a Kuniko y se la habían entregado a modo de amenaza. Pero ¿por qué? Se volvió para mirar el rostro inexpresivo de Kuniko—. ¡Imbécil! —le gritó—. ¡Al menos podrías contarnos qué es lo que sucede!

Jumonji la cogió del brazo.

—¿Se encuentra bien, Masako?

—¿Qué te pasa? —dijo Yoshie boquiabierta.

—Quizá ahora me creáis.

—¿El qué?

—Que van a por nosotros —dijo girándose para mirarlos—. Se metieron en casa de Yayoi para espiarla, y también husmearon por aquí. Ahora han encontrado a Kuniko, la han matado y nos la han enviado.

—Pero ¿por qué? —preguntó Yoshie medio llorosa—. Aunque hayan matado a Kuniko, ¿por qué iban a enviarla aquí? Tiene que ser una coincidencia.

—No seas ingenua —insistió Masako—. Quieren que sepamos que están al corriente de todo.

—Pero ¿por qué?

—Venganza —dijo Masako.

En el instante en que pronunció esa palabra, el misterio pareció resolverse por sí solo. Ese tipo quería venganza, una venganza cara y complicada. Al principio había pensado que iba tras el dinero del seguro, pero se había equivocado. Si hubiera querido dinero, no se hubiera gastado diez millones para asustarlos enviándoles el cadáver de Kuniko. Era terrible. Masako luchaba desesperadamente para no romper a llorar.

—Pero ¿quiénes son? —preguntó Jumonji con el ceño fruncido.

—Quizá sea el propietario del casino. Es el único de quien sospecho.

Jumonji y Yoshie se miraron.

—¿Cómo se llama? —quiso saber Jumonji.

—Mitsuyoshi Satake —respondió después de consultar el periódico—. Tiene cuarenta y tres años. Lo dejaron libre por falta de pruebas y después desapareció.

—¿El tipo que viste podía tener cuarenta y tres años? —le preguntó Yoshie a Jumonji.

—No lo sé. Estaba oscuro y llevaba una gorra. Pero la voz quizá sí fuera la de un hombre de esa edad. O sea que yo soy el único que lo ha visto —añadió Jumonji con una mueca, como si hubiera recordado algo desagradable—. Espero no tener que verlo nunca más.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Yoshie echándose de nuevo a llorar—. ¿Qué voy a hacer?

—Coge el dinero y vete —le dijo Masako mientras seguía mordiéndose el dedo.

—No puedo irme —respondió Yoshie.

—Entonces, tendrás que andarte con cuidado.

Dicho esto, Masako se volvió hacia el cadáver de Kuniko. Eso era lo primero que había que solucionar. ¿Tenían que descuartizarlo? En realidad, no había ninguna necesidad de hacerlo, puesto que el cliente no estaba interesado en hacerla desaparecer. Aun así, era muy arriesgado deshacerse de ella tal cual.

—¿Qué hacemos con Kuniko? —preguntó finalmente.

—Vayamos a la policía —propuso Yoshie sentada al lado de la lavadora—. No quiero acabar como ella.

—Si acudimos a la policía, nos detendrán a todos. ¿Es eso lo que quieres?

—No —respondió Yoshie—. Entonces, ¿qué hacemos?

—Deshacernos de ella —dijo Jumonji sin dejar de mirar los grandes pechos de Kuniko.

—¿Dónde?

—Donde sea. Y después haremos como si nada hubiera sucedido.

—Estoy de acuerdo —dijo Masako—. Pero tenemos que asegurarnos de que la culpa del asesinato recaiga en Satake.

—¿Y cómo? —inquirió Jumonji observándola con escepticismo.

—No lo sé. Pero tenemos que demostrarle que no le tenemos miedo.

—¿Qué necesidad hay de hacer eso? —preguntó Yoshie, incrédula—. ¿Acaso te has vuelto loca?

—Tenemos que devolverle el golpe. Si no, acabará con todos nosotros.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? —insistió Jumonji mientras se acariciaba la barba de dos días.

—Tal vez devolviéndole el cadáver de Kuniko.

—No sabemos dónde vive —objetó Yoshie con las manos en la cara.

—Tienes razón —admitió Masako.

—Un momento —dijo Jumonji haciendo un gesto con la mano—. Pensemos con calma. Es importante.

De repente, Masako se dio cuenta de que Kuniko tenía algo en la boca, así que se puso unos guantes de plástico y se lo sacó. Eran unas bragas negras de encaje. Al recordar la ropa interior barata que solía llevar en la fábrica, pensó que se las había puesto esperando que alguien se las quitara.

—Le debieron servir de mordaza mientras la estrangulaba —observó Jumonji horrorizado, con los ojos fijos en las marcas que Kuniko tenía en el cuello.

—Jumonji, ¿pudiste ver si ese tipo era atractivo? —le preguntó Masako con las bragas en la mano.

—No le vi bien, pero sí, parecía apuesto.

Debía de ser un ligue, pensó Masako al tiempo que intentaba recordar si Kuniko había mencionado a algún hombre. Sin embargo, últimamente no habían hablado mucho, de modo que no sabía nada de su vida sentimental.

—Supongo que sólo nos queda una alternativa: descuartizarla —dijo encogiéndose de hombros.

—Conmigo no cuentes —murmuró Yoshie—. No pienso participar en esta locura.

—O sea que no necesitas el dinero —dijo Masako—. Olvídate del millón que te prometí. Lo haré sola y cobraré tu parte.

—Un momento —repuso Yoshie levantándose de un salto—. Tengo que mudarme de casa.

—Tienes razón. No puedes quedarte toda la vida en esa vivienda. Si hay un incendio, adiós Yoshie —dijo Masako maliciosamente. Entonces se volvió hacia Jumonji, quien ignoraba de qué estaban hablando—. Tráenos las cajas. Seguiremos el plan original: te las llevarás a Kyushu.

—¿O sea que lo hacemos?

—¿Acaso nos queda otra opción?

Masako intentó tragar saliva, pero ésta se le atragantó en la garganta, como si su cuerpo no quisiera aceptarla. También su cerebro se negaba a aceptar lo que estaban a punto de hacer.

—Voy a buscar las cajas —anunció Jumonji, contento por poder salir de ahí.

Masako le dirigió una mirada reprobadora.

—Ni se te ocurra salir corriendo —le advirtió Masako—. ¿Me has entendido?

—Sí.

—Aún tienes mucho que hacer.

—Ya lo sé —replicó ante la insistencia de Masako.

—¿Qué vas a hacer, Maestra? —preguntó Masako a Yoshie, que seguía sentada, con los ojos clavados en el cadáver de Kuniko.

—Cuenta conmigo —respondió Yoshie—. Lo hago, cobro y me traslado.

—Como quieras.

—Y tú ¿adónde piensas ir?

—De momento, me quedo.

—¿Por qué? —inquirió Yoshie alzando la voz, pero Masako no le respondió.

De hecho, apenas oyó la pregunta de su compañera, ya que estaba pensando en las palabras que había dicho Jumonji: «O sea que yo soy el único que lo ha visto». Se preguntó si eso sería verdad, si ella no habría coincidido en algún sitio con ese tal Satake. No podía quitarse esa idea de la cabeza.

—En seguida vuelvo —dijo Jumonji.

Masako se puso el delantal de plástico y se dirigió a Yoshie, que seguía postrada en el suelo.

—Maestra, pon la cadena a dieciocho.

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