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Piso 412 » Capítulo 8

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Capítulo 8

Kazuo subió la chirriante escalera metálica que llevaba a su piso, ubicado en el edificio prefabricado de dos plantas que hacía las veces de residencia para los empleados brasileños de la fábrica. Los matrimonios tenían una vivienda para ellos solos, pero los jóvenes solteros como Kazuo tenían que compartirla con otro compañero. El espacio era exiguo: una pequeña sala de seis tatamis, una cocina y un baño. La única ventaja que tenía era que se podía ir al trabajo a pie.

Al llegar al rellano, Kazuo se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. En la casa de campo al otro lado de la calle el viento agitaba la ropa olvidada en el tendedero, mientras que en la estrecha calle que daba acceso a su edificio una hilera de crisantemos secos brillaba a la blanquecina luz de las farolas. El paisaje de los primeros meses de invierno era desolador.

En Sao Paulo ya era verano, pensaba Kazuo a la par que experimentaba una opresión en el pecho. Las puestas de sol, el olor a feijoa y el aroma a flores llenaban las calles, las chicas bonitas con sus vestidos blancos, los niños que jugaban en los callejones, la pasión en las gradas del estadio del Santos. ¿Qué hacía él ahí, lejos de todo eso?

¿Ése era el país de su padre?, se preguntaba mientras miraba de nuevo el paisaje que le rodeaba. La oscuridad lo había cubierto todo, excepto algunas luces encendidas en las casas más cercanas, donde vivía gente desconocida, y, un poco más allá, el brillo azulado que desprendían las farolas de la fábrica. Ése nunca podría ser su hogar.

Se apoyó en la baranda metálica, se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. Su compañero de piso estaría en casa, mirando la tele. Los únicos lugares donde podía tener un poco de intimidad eran ese pasillo y la parte de arriba de la litera que compartía con Alberto.

Se había propuesto dos metas. O, para ser más exactos, tres. La primera era trabajar dos años en la fábrica y ahorrar dinero suficiente para comprarse un coche. La segunda, conseguir que Masako lo perdonara. Y la tercera, adquirir un nivel aceptable de japonés para alcanzar su segundo objetivo. De momento, la única que le parecía posible superar era la tercera. Había mejorado mucho con el idioma, si bien la persona destinataria de sus esfuerzos evitaba hablarle desde aquella mañana. Tal como iban las cosas, ni siquiera tendría la oportunidad de intentar convencerla.

Era evidente que se había equivocado. Masako no estaba dispuesta a perdonarle, o al menos no del modo que a él le hubiera gustado, es decir, de forma que le permitiera enamorarse de él. Así pues, al darse cuenta de que la segunda meta era prácticamente inalcanzable, su decisión de perseverar en la primera empezó a tambalearse.

Al fin y al cabo, conseguir a Masako había resultado ser lo más difícil. Pero no se debía a la meta en sí misma ni nada parecido, sino que era algo que escapaba a su control. Y tal vez fuera ése el verdadero objetivo: aprender a aceptar los hechos que escapaban a su control. Al comprender esa realidad, Kazuo se echó a llorar aún con más fuerza.

De pronto pensó que había llegado el momento de volver. Ya había tenido suficiente: por Navidades regresaría a Sao Paulo. Le daba igual si no podía comprarse un coche. Lo único que podía hacer en Japón era rellenar cajas de comida aborrecible. Si quería estudiar informática, lo haría en Brasil. Quedarse en Japón era demasiado duro.

En cuanto tomó esa decisión, se sintió más ligero, como si hubieran escampado los nubarrones que cubrían el cielo. Las metas que se había impuesto le parecían irrelevantes; ahora se sentía como alguien que había perdido la batalla consigo mismo. Alzó la vista y dirigió una mirada hostil a la fábrica, que se alzaba en medio de la oscuridad.

En ese instante oyó una débil voz femenina que lo llamaba desde la calle.

—¡Miyamori!

Kazuo miró hacia abajo, convencido de que la voz era una imaginación suya, y vio a Masako. Llevaba unos vaqueros y una vieja parka con tiras de celo tapando los agujeros. Kazuo observaba perplejo a la persona en quien había estado pensando hasta ese momento. Parecía un sueño.

—¡Miyamori! —repitió Masako, esta vez más fuerte.

—Sí —respondió él al tiempo que bajaba la escalera.

Masako estaba en la sombra, evitando la luz de las farolas, seguramente para que no la vieran los inquilinos de los pisos de la planta baja. Kazuo dudó unos segundos, pero finalmente se acercó a ella. ¿A qué había venido? ¿A humillarlo? Sin embargo, su repentina aparición había reavivado su interés por lograr su objetivo, como si alguien hubiera echado un tronco a un fuego a punto de apagarse. Kazuo se detuvo, nervioso, intentando dominar sus emociones.

—Quiero pedirte un favor —dijo ella sin andarse con rodeos.

De cerca, su rostro era como una madeja de hilo imposible de desenmarañar, pero aun así era atractivo. Hacía mucho tiempo que no estaban frente a frente, y Kazuo estaba ansioso por escuchar sus palabras.

—¿Podrías guardarme esto en tu taquilla?

Masako sacó un sobre de su bolso negro. Parecía contener documentos y pesar bastante. Kazuo lo observó con detenimiento, sin saber muy bien si cogerlo.

—¿Por qué?

—Porque no conozco a nadie más que tenga una taquilla en la fábrica.

Al escuchar esas palabras, Kazuo se sintió decepcionado. Ésa no era la respuesta que esperaba.

—¿Hasta cuándo?

Masako hizo una pausa antes de responder.

—Hasta que lo necesite. ¿Me entiendes?

—Sí —respondió él.

La curiosidad que sentía iba en aumento. ¿Por qué no se quedaba ella el sobre? ¿No estaría más seguro en su casa? Y si necesitaba una taquilla, en la estación había muchas.

—Te estás preguntando por qué lo hago, ¿verdad? —dijo Masako relajándose un poco—. No puedo tenerlo en casa, pero tampoco quiero arriesgarme a que me lo roben si lo dejo en el trabajo o en el coche.

Kazuo cogió el sobre. Tal como había imaginado, era muy pesado.

—¿Qué hay dentro? —preguntó—. Si quiere que se lo guarde tendrá que decírmelo.

—Dinero y mi pasaporte —respondió Masako al tiempo que sacaba un cigarrillo del bolsillo de la parka y lo encendía.

Kazuo parecía sorprendido. Si el sobre contenía dinero, había una buena suma. ¿Por qué se lo confiaba a él?

—¿Cuánto?

—Siete millones —dijo ella con el mismo tono seco con el que anunciaba el número de cajas en la cadena.

—¿Y el banco? —preguntó Kazuo con voz temblorosa.

—Imposible.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—Porque es imposible —respondió Masako exhalando una bocanada de humo y mirando hacia un lado.

Kazuo se quedó pensativo.

—¿Y si no estoy cuando lo necesite?

—Esperaré hasta que pueda ponerme en contacto contigo.

—¿Cómo?

—Vendré aquí.

—De acuerdo. Vivo en el piso 201. Cuando venga, iremos a buscarlo a la fábrica.

—Gracias.

Kazuo se preguntó si valía la pena decirle que iba a regresar a Brasil a finales de año, pero decidió no hacerlo. Le preocupaba más el lío en el que parecía estar metida Masako.

—Hace días que no acude a la fábrica.

—No. He estado resfriada.

—Pensé que lo habría dejado.

—No voy a dejar el empleo —respondió Masako volviéndose hacia la calle oscura que conducía a la fábrica abandonada.

Kazuo percibió una sombra de miedo en sus ojos y se convenció de que le había sucedido algo malo. Algo relacionado con la llave que había arrojado a la alcantarilla. Siempre había sido especialmente sensible para ese tipo de cosas, lo que a la vez era una ventaja y un inconveniente. Estaba convencido de que en esa ocasión supondría una ventaja para él.

—¿Tiene algún problema?

Masako se volvió para mirarlo.

—Se me nota, ¿no es así?

—Sí —dijo él asintiendo con la cabeza.

El miedo de ella se reflejaba en sus pupilas.

—Tengo un problema, pero no necesito ayuda… Sólo que me guardes el sobre.

—¿Qué tipo de problema? —insistió Kazuo, pero Masako apretó los labios y no respondió. Él creyó haberse excedido—. Lo siento —dijo sonrojándose en la oscuridad.

—No te preocupes. Soy yo quien debería disculparse.

Kazuo se guardó el sobre en el bolsillo interior de su cazadora negra y se subió la cremallera. Masako se sacó un llavero del bolsillo y se volvió para irse. Debía de haber aparcado cerca de allí.

—Hasta luego.

—Masako —dijo Kazuo.

—¿Sí?

—¿Me perdona? —Claro.

—¿Del todo?

—Sí —dijo ella con la vista clavada en el suelo.

Kazuo estaba desconcertado: acababa de superar con facilidad la prueba que consideraba más difícil. Con demasiada facilidad. La observó durante unos instantes; comprendía que había sido tan fácil porque no se trataba del tipo de perdón que él esperaba: si no conseguía conquistar su corazón, el perdón no le servía de nada.

Se llevó la mano al pecho y, mientras buscaba la llave que llevaba colgada del cuello, tropezó con el grueso sobre que acababa de guardarse.

—Pero… —murmuró él. Sin levantar los ojos, Masako ladeó la cabeza, esperando a que prosiguiera—. ¿Por qué me ha dado un sobre tan importante?

Kazuo necesitaba saberlo. Masako apuró el cigarrillo, lo tiró al suelo y lo pisó para apagarlo.

—No estoy segura —dijo levantando la cabeza—. Supongo que no tengo a nadie más a quien recurrir.

Kazuo miró sorprendido las finas arrugas que se formaban alrededor de sus labios. Por primera vez se daba cuenta de lo sola que estaba. Si tuviera familia o amigos en quien confiar, ¿qué necesidad tendría de poner algo tan valioso en manos de un extranjero a quien apenas conocía? Masako se giró hacia un lado para rehuir su mirada y dio un puntapié en el suelo, haciendo volar varias piedrecillas que aterrizaron detrás de Kazuo. Éste tragó saliva y repitió las palabras que acababa de oír.

—¿No tiene a nadie?

—No —admitió Masako negando con la cabeza—. No tengo a nadie ni conozco ningún sitio seguro donde guardarlo.

—¿Porque no puede confiar en nadie?

—Exacto —respondió ella mirándolo de nuevo a la cara.

—¿Y confía en mí? —preguntó.

La observaba conteniendo la respiración.

—Sí —respondió ella sin apartar la mirada.

Masako le dio la espalda y echó a andar por el oscuro camino que llevaba a la fábrica.

—Gracias —murmuró él.

Inclinó la cabeza y se llevó la mano derecha al pecho, no al bolsillo donde se había guardado el dinero, sino al corazón.

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