Otto

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Entre barricas y calados

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Entre barricas y calados

Capítulo 1

 

 

—¿Pero, qué es esto? —dijo estupefacta al ver la furgoneta.

A la carrera se habían abierto paso entre los residentes que atestaban los pasillos. Aba, agarraba con fuerza el brazo de Úrsula quien intentaba seguir su paso como podía.

—Mete la clave —ordenó, plantada frente a la puerta que daba acceso a la recepción.

Es probable que para la habilitadora, ese hubiese sido el desplazamiento más largo e intenso, recorrido en toda en su vida. Con la cara totalmente roja por la tensión y sin poder articular palabra, temerosa y vacilante, pulsó los números atendiendo a la orden dada.

—Ahora, ayúdame —ordenó de nuevo la enóloga.

Flanqueada la puerta fueron tras uno de los divanes de la entrada el cual, moviéndolo, hicieron que bloqueara el acceso a recepción.

—Llama a la policía y que nadie pase esa puerta hasta que lleguen ¿de acuerdo?

—Pero Aba…

—Ahora ábreme la puerta exterior de la residencia y haz exactamente lo mismo, hasta que no llegue la policía que nadie acceda o salga de Los Picos ¿entendido? —preguntó con cara de pocos amigos.

—Sí… pero ¿qué es lo que está…? —intentaba preguntar cuando ya la enóloga salía por la puerta de la entrada principal.

Con un imponente vestido de gala de color champán y con zapatos de larguísimos tacones de color rojizo, en una noche fría donde una fuerte tormenta era la protagonista, Aba, presa de cualquier ámbito alejado de la cordura, volaba más que corría.

La furgoneta era un modelo algo antiguo de Ford, una Transit 350 Chasis. Con una cabina de dos puertas contaba con un decolorado contenedor donde se dejaban todos los útiles necesarios para el mantenimiento de las instalaciones o del propio jardín, los cuales y en ese momento ocupaban su espacio. Nutridas abolladuras y apariencia de vieja, esperaba a ser arrancada.

—¡Pero menuda cerdada! —lastimosamente vociferó al sentarse frente al volante. El sillón del conductor estaba lleno de salpicaduras de grasas e incluso roto por varias de sus costuras. Polvo ennegrecido por la nula limpieza, asediaba con fuerza el salpicadero y papeles e inutilizados envases atestaban por doquier los espacios—. Al menos espero no hayas perdido la velocidad —de manera compungida intentó ofrecerse ánimos al ponerla en marcha.

Sus prisas no atendieron la fuerte tormenta que en esos momentos arreciaba, golpeando con fuerza, las miles de pequeñas piedras que jalonaban la salida. Simplemente arrancó con energía poniendo rumbo hacia el encuentro de los restos del vagón del tren de mercancías.

Los parabrisas trabajaban con intensidad. Tras quince minutos y apretando al máximo el acelerador dejaba atrás Casalarreina y enfilaba ya, los pocos kilómetros que le restaban hasta Haro. El viaje no estaba siendo cómodo. Varios relámpagos, resquebrajando el horizonte, acosaron vilmente su olvidada tranquilidad.

—Menuda pinta tengo —hablándose a sí misma e intentando arrinconar la terrible idea del sonido del inminente trueno—. ¡¿Aún no es suficiente?! —gritando preguntó enfadada a deidades ocultas y lejanas, buscando alguna respuesta ante tanta calamidad que le perseguía.

El trueno respondió a sus peores expectativas y agredió con poderosa energía sus sentidos. Al escucharlo y haciendo acto reflejo, bajó tanto su cabeza que casi impactó contra el volante. Tal hecho provocó que pegara un fuerte volantazo cambiando, sin deseo, de carril. La carga, varios bidones y alguna herramienta de mantenimiento se movieron con tal estrépito que provocaron que alguno de ellos saltara por los aires cayendo a la carretera.

Atemorizada, retomó el correcto sentido de la marcha sin poder dejar casi, que el corazón se le escapara por la boca. Afortunadamente no había tráfico a esas horas de la noche y no hubo mayor percance pero en cambio, eso no atenuó, que sus nervios aflojaran. En estado de alerta constante, embebida por el pánico no observó cómo, lo que antes eran lejanos faros ahora estos, se acercaban con rapidez. En instantes, se colocaron a su rebufo. De repente, las luces largas del vehículo posterior fueron encendidas deslumbrándola.

El potente fogonazo descentró su visión que por segundos quedó anulada. Sus manos, frías y mojadas por la terrible ansiedad se agarraron con mayor fuerza, si cabe, al volante. El constante traqueteo de la furgoneta, el incómodo vestido y los imposibles tacones hacían que tuviera demasiados frentes abiertos como para poder tenerlos a todos en perfecto estado de revista. Añadido a todo ello, la atosigante lluvia que al golpear el cristal delantero, con inusitada vehemencia, pareciera también querer agredirla. Resultaba, por tanto, la peor de las noches posibles para una enóloga haciendo prácticas de detective.

Las luces largas precedieron a lo que supuso un violento choque. Alguien, con saña, chocaba con inusitada virulencia contra la parte posterior de la furgoneta.

—¡Joder! —muerta de miedo, contrariada e intimidada miraba por los espejos buscando encontrar una solución inmediata. Si la palabra pánico tuviera en ese momento cara, estaba claro que su mejor pose sería la suya.

Un todoterreno golpeaba sin cesar. A cada impacto su pavor se incrementaba y lo que era peor, hacía que poco a poco, fuera perdiendo el control sobre el vehículo. Un relámpago emergió en el horizonte. Los ojos de Aba se dilataron de tal manera que parecían agonizar. De forma instintiva, apretó el acelerador sabiendo que debía luchar por su vida. Poco a poco fue entrado en Haro dejando a los lados las bodegas Carlos Serres, Ramón Bilbao y Paternina. Sus perseguidores, instalados sin remedio a pocos metros, parecían expertos en el manejo de la situación. Los ojos de Aba insistían buscando respuestas intentando encontrar sus caras. Miraba hacia atrás cuando podía pero las luces largas le obligaban, rápidamente, a proteger su visión.

Todo lo que suele ser conocido o reconocido durante el día puede aparecer desdibujado, incluso corrompido, durante la noche. Las farolas que con sus luces amarillentas enfocadas contra la piedra resultan atrayentes y atractivas, en ese momento, simulaban ser frías y lejanas. Añadida la lluvia, el efecto era muy desapacible. Cientos de reflejos centelleaban desafiando su capacidad para reconocer el entorno. El miedo, agitador y enemigo constante, pretendía hacer de guía intentando congelar sus sentidos.

—Llegó a la Enológica y tomo la carretera hacia abajo —seguía hablando consigo misma ofreciéndose calor y buscando salidas—. ¡Tengo que llegar como sea al barrio de la estación!

La estación Enológica de Haro se presentaba a escasos cincuenta metros. Lugar de control y laboratorio para las vendimias, desde hacía muchos años, se situaba en un estratégico cruce de caminos. A punto de iniciar la bajada estaba cuando, conjuntados de nuevo trueno y colisión, impactaron ambos contra su coche. A pesar de llevar el cinturón de seguridad puesto y protegiéndose con los brazos su cuerpo impacto contra el volante recibiendo un fortísimo golpe. El grito de Aba fue ensordecedor. El terror se alió contra su capacidad racional de tomar cualquier tipo de decisión y durante unos microsegundos, bloqueada, no supo qué hacer. Un repentino, aleatorio e inesperado giro de muñecas hizo que cambiara la dirección de la furgoneta. Sin saber cómo lo había hecho tomaba la calle que conduce hacia la Basílica de la Vega. Por unos segundos se vio libre de sus captores que, dando marcha atrás, retornaban tras su presa. Recuperando un poco la respiración y reubicándose en el asiento pisó de nuevo, con fuerza el acelerador.

—¡No vais a poder conmigo! —como si estuviera posesa, exclamó.

Gritando y obligando a sus músculos a desentumecerse, olvidando la pertinaz tormenta e intentando soslayar el espanto que habitaba en cada una de sus células intentó dejar de ser el cebo.

Dejada tras de sí la basílica, maniobró yendo en dirección prohibida por toda la calle de la Vega. Siendo guiada, únicamente por sus instintos de supervivencia olvidó cualquier capacidad, obvia y racional de seguir la correcta dirección.

—Vas a ver como alguien me aparezca de frente… lo que me voy a divertir —cínicamente se decía atemorizada ante la duda razonable—. Bueno a estas horas hasta los policías municipales están durmiendo… quizás algún amante fugaz que esté volviendo a casa —se respondía inmediatamente intentando no perder el poco calor y energía que le quedaban.

Los bellos y blancos balcones que discurren a lo largo de la calle contemplaban una imposible persecución. Mientras la mayoría dormía, recogidos en sus casas, dos vehículos violentaban la paz del pueblo.

—¡Dios! Olvidé hablar del Banco de España —al verlo cuando lo dejaba a su derecha—. Que un pueblo tan pequeño tuviera un banco de ese nivel da pábulo para sospechar del nivel económico que tuvo gracias a la uva —definitivamente Aba parecía enajenada. De las crisis de pánico y ansiedad había pasado a un estado, casi inanimado, donde se ahuyentaba de la situación hablando sobre lo que primero le llegaba a la mente.

A pesar de todo, seguía sin poder evitar que una lágrima negra, mezclada con carmín, no cejara su recorrido hacia el suelo impregnada de miedo, pánico y un terrible frío que consumía todas sus articulaciones.

Levantó sus ojos y percibió, de nuevo, el todoterreno a escasos centímetros de la furgoneta. Esta vez el golpe fue peor. Rota de nuevo su trayectoria y muy a su pesar, fue chocando contra todos los coches aparcados en la calle que hicieron de soporte en el fin de no precipitarse contra los muros de piedra de las casas. Retrovisores y cristales saltaban por los aires como si fuera un tornado el que, en ese momento, asolara la calle. Incluso, la poca carga que quedaba del coche, iba saltando por los aires impactando contra los cristales de los comercios cercanos. La furgoneta se gobernaba descontrolada y esta vez, el miedo, era el verdadero conductor.

—¡Ostras, las telarañas! ¡Claro! Pero que lerda soy por Dios, si lo tengo cada día delante de mis narices —triunfante y feliz exclamaba al reconocer su mente el paradero de la carga del interior del vagón.

Fugaz y similar al temible trueno, un disparo entró por la ventana que estaba a sus espaldas. Aunque pasó silbando siguiendo camino, el hecho de ver el pequeño hueco dejado en su cristal le hizo exteriorizar un tremendo grito. Nunca nadie le había disparado. Percibir de nuevo que su vida se hallaba en serio riesgo hizo que se multiplicara su temor. La calle de la Vega se terminaba y los coches aparcados, seguían sujetando en su trayectoria a la cada vez más desvencijada furgoneta. Si no fuera por ellos, es probable que Aba ya hubiera dado una vuelta de campana.

La plaza de la Paz se presentaba ante sus ojos. Como cualquier plaza de pueblo estaba rodeada por soportales que albergaban bares y algunos comercios. En el medio, un bello quiosco de esos de mediados del siglo anterior, se ofrecía ideal para ofrecer conciertos u otras exhibiciones. Además de situarse el ayuntamiento, dominando con su preeminencia el lugar, la plaza tenía una inclinación descendente que le hacía un poco diferente a otras plazas de otros pueblos.

—¡No me jodas! —gritó desesperada al acceder a la plaza.

Una vez pasada la Plaza de la Paz la intención de Aba era dejar el museo del Torreón a mano derecha y calle abajo, ir directa hacia el barrio de la Estación. Una vez allí y rápidamente, abandonar la furgoneta para poder evadirse del acoso de sus perseguidores. Las telarañas habían sido la clave para reconocer la situación del tesoro. Pocos calados podían contar con semejante decoración como atractivo turístico. Incluso si se le daba mal la cosa podría esconderse en su bodega y pasadas las horas, junto a la policía, ir en busca del tesoro.

Las cosas no suelen salir como se esperan y desde hacía meses, esa constante, era seña de identidad en el pequeño mundo de la enóloga. El camión de la basura apareció frente a sus ojos y la colisión era inevitable. Por unos segundos los ojos de ambos conductores se detectaron y reflejaron el espanto, que justo en ese instante, vomitaban. Como acto reflejo uno giro a la izquierda y el otro a la derecha.

El bar El Suizo, nombre dado a múltiples establecimientos del mismo carácter a lo largo de la geografía española y que decenas de años atrás, fueron creados para dar pedigrí a sus entornos, recogió el impacto del camión de la basura que sin remedio, penetró hasta sus cocinas. Rompiendo puertas y cristales, de manera fácil, asoló el espacio. Aba casi no atendió al suceso dado lo difícil que le era gobernar la situación, con sobrevivir un poco más, le bastaba. Sus hombros, forzados hasta el límite y antes de darse de frente con el camión, habían girado el volante con brusquedad y fuerza hacia la derecha. Dado el hecho, no pudo dejar de acceder a la zona peatonal que rodea parte de la plaza. El instinto de supervivencia dictaba todos sus pasos y de manera casi automatizaba, tomaba las decisiones. El pánico hacía que sus piernas no tuvieran órdenes de decelerar y así pues apretaba, aun más si cabe, el acelerador. Intentando esquivar al propio quiosco, sin remedio la furgoneta embistió lateralmente, contra una de las cuatro fuentes que se hallan en la base del mismo. Revestidas y ornamentadas en forma de león, solo pudo ver como una de sus cabezas volaba por los aires, tras su paso. Esquivado el segundo león no pudo librarse de otra embestida de sus perseguidores que ya tomaban ventaja. Pegado a la parte trasera de la furgoneta, apenas le dejaba capacidad de maniobrabilidad.

—¡Vais a ver el poder de una rubia cuando no se hace la tonta! —mientras un ademán cuasi demenciado amanecía, otra vez, en su cara.

El ayuntamiento de Haro, inaugurado por Carlos III, cuenta con unos magníficos soportales. La piedra, perfectamente labrada, jalona cada uno de sus espacios dándole belleza y sobriedad. Bajo los arcos, desde tiempos atrás se suelen colocar barricas con los escudos de las bodegas más importantes con el fin de hacer de reclamo turístico. Aba retiró el pie del acelerador y dejó por unos segundos que fueran sus perseguidores quienes, al empujarle, guiaran su rumbo. Obligada su trayectoria y aproximándose a los soportales, giró con brusquedad el volante todo lo que pudo hacia la izquierda mientras aceleraba con fuerza. Al instante quedó libre y el todoterreno, no apercibido, saltó sobre la acera chocando contra una de las bocas de los soportales, repleto de las barricas apiladas. Estas, cayeron con estrépito comenzando, calle abajo, a rodar por el suelo. Mientras Aba, chocando con varios coches que allí estaban aparcados, salía ya con brío de la plaza de la Paz.

—¡Yo gano! ¡Joderos! —gritó desafiante y feliz al saberse ganadora.

No todas las victorias se ganan sin derrotas.

—Y ahora ¿qué leches pasa?

Tras bajar y tomar una leve curva a mano derecha se pasa el puente del río Tirón. Dejando las bodegas Rioja Santiago a la izquierda y apareciendo CVNE a escasos cien metros la furgoneta perdió toda capacidad de aceleración. Demasiados golpes habían cercenado la fuerza del motor. Pisando con toda la energía que le quedaba, sus tacones eran incapaces de transmitir orden alguna, haciendo que la furgoneta decelerara rápidamente. Humo blanco comenzaba a filtrarse desde el motor y era obvio, que amenazaba con echar a perder toda la operación. Para poner las cosas aún peor, sus acosadores estaban ya al acecho y antes de llegar al puente del ferrocarril, chocaban de nuevo con ella. Inmersa dentro del barrio de la Estación luchaba por asirse unos minutos más a la vida. Avezada ya, en este tipo de situaciones, esperó otra oportunidad. Pasando el puente del ferrocarril aparece una enorme rotonda donde, como instrumentos decorativos, una pequeña viña y un carromato hacen las delicias de los turistas. Justo enfrente, bodegas Muga emerge en todo su esplendor. Una locomotora, de esas antiguas de vapor, soportando un vagón en forma de gran barrica se mece sobre viejos raíles, recordando a tiempos antiguos, donde la logística de la vendimia, era una palabra aun indeterminada. Casi desahuciado el motor, la maniobrabilidad perdida y no pudiendo bordear la rotonda, como sería lo propio, se cargó de nuevo toda lógica del código de circulación. Aba no pudo más que entrar por en medio de la rotonda destruyendo todo lo que a su paso se encontraba. Unas cepas plantadas para las delicias de los turistas y un carro antiguo de madera, utilizado para acarrear los toneles, volaban por los aires a su paso.

—¡Me estoy cargando mi pueblo! —llorando y presa del pánico gritaba histérica la enóloga.

Con las últimas energías que le quedaban giró de nuevo el volante a la izquierda quedándose libre de nuevo y haciendo que el todoterreno se empotrara contra el precioso y ornamental tren antiguo de mercancías. Un hombre saltó del todoterreno e inició a la carrera la persecución de Aba. La furgoneta, a marcha reducida, aún tenía algo de vida, lo cual hizo que ganara unos preciosos metros de distancia. Dejando Muga a su derecha, disparos silbaban a su alrededor. Uno de ellos impactó contra su hombro. El grito de dolor fue descomunal al sentir la punzada de la bala.

—¡Resiste! —gritó atenazada por el miedo y el caos.

Los muros exteriores de las bodegas Gómez Cruzado desfilaban antes sus ojos. La que siempre había sido una de sus bodegas favoritas ahora permanecían lejanas a su paso. Llorando de dolor y rabia, echaba de menos su calor.

Pocos metros después, descontrolado su coche y ya sin fuerza, chocó contra la entrada de las bodegas de La Rioja Alta. Una estructura de metal, simulando ser un baldaquino o palio recubierto de frondosas hojas verdes soportó la envestida.

—Acabo de destruir yo solita todo mi pueblo, soy una bomba nuclear con taconazos —dolorida y dejando caer las pocas lágrimas que le restaban, terriblemente entristecida y ensangrentada, vistiendo el recuerdo de lo que fue un traje de gala de color champán, Aba se desmayó.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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