Otto

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Aba » Capítulo 7

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Capítulo 7

 

 

—¡Aba! —una voz, desde la otra punta de la estación, gritaba histriónicamente agitando los brazos.

René nunca era indiferente. Un sombrero enorme, las mismas gafas negras que llevaba el día que apareció en la bodega y un fular azul celeste, prácticamente difuminaban cualquier composición acertada de su cara. Una americana de color blanco tapaba una camiseta en tono rojizo y unos pantalones acampanados dejaban ver unos luminosos mocasines verdes. De esta guisa, hizo su entrada el policía en la estación.

No habían distado más de cinco minutos, entre la llegada de uno y la partida del otro, para que Aba no se sumergiera en un mar de zozobras y contradicciones. A su propio caos interno, donde anhelaba despertarse de semejante pesadilla, se contraponía una realidad cruda, complicada y plagada de toma de decisiones para las que a ninguna, de momento, tenía capacidad de respuesta. La pasividad entre torrentes de dudas le provocaba ansiedad, la contradicción interior, tristeza y hastío. El alegre y vital grito de René fue respondido por su indiferencia.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó al ver la cara de circunstancias de Aba—. Caminemos un poco y así nos alejamos de esta locura de ruido —mientras cariñosamente le recogía por el brazo poniendo rumbo hacia los andenes.

Las vías que, aunque ya no cuentan en su composición con las traviesas de madera, siguen manteniendo un olor especial que combinado con el salino, proveniente del mar, le confieren un toque especial a la estación de Hendaya. En pocos pasos, obtuvieron cierta tranquilidad y, el anterior jolgorio y griterío se transformó en calma.

—Aquí, justo en este lugar, Hitler se reunió con Franco. Dos locos en busca de guerra —meditaba de manera introspectiva.

—Un hombre se acercó a mí en la estación —dijo Aba haciendo caso omiso a sus palabras.

Un poso de alarma apareció en el escaso espacio que la cara del policía ofrecía al mundo.

—¿Un hombre? —repitió contrariado—. ¿Cómo era? ¿Qué pasó?

Aba de manera pausada comenzó a referirle los hechos pero, de la misma forma que los relataba también sustraía algunos, que sin saber por qué, su inteligencia emocional le advertía no fueran del todo explicitados. Sin advertirlo y menos comprenderlo, intuía que esa consecución de hechos que relataba, intentaban provocar, como finos estiletes, la paz interior de René. Quizás y con ello pudiera obtener datos o percepciones nuevas ante su increíble situación.

—Le dije que la aparición en el periódico de la esquela de su padre atraería, a muchas personas sin nombre, interesadas en saber que hay detrás de todo esto.

—¿Usted piensa que estoy, de verdad, en peligro? —dibujando Aba el miedo en su cara.

—Sí —taxativo y sin concesión admitió René.

Las palabras dieron en el punto justo donde las lágrimas se forman, crecen y desembocan. Tras tantos días en tinieblas, necesitadas de emerger y como incipiente cascada comenzaron a deslizarse por la limpia, bella y fina cara de la enóloga. Desconsolada se sentó tapando su cara con manos y melena. Zahiriéndose del intento de René por abrazarla, dijo:

—¡Vamos allá! —secando el conato de lagrimeo.

Con la cara algo entumecida por las lágrimas, rápidamente retomó su compostura. Estallar, por fin, le había regenerado. Altiva y orgullosa pero sin soslayar el pánico y la incertidumbre, se adentraba en el peligroso mundo que su padre le legaba.

—Bien, me alegro haya tomado la mejor decisión —pausado y muy serio en su forma de hablar, René proseguía—. Regrese y coja de nuevo su coche. Son cinco minutos hasta la iglesia. Intente aparcar en un lugar visible para todo aquel que quiera observarla. Muéstrese tranquila y confiada. Es muy probable que la misma persona de la estación o algún secuaz suyo vuelvan a interceptarla. Como le dije su padre hizo poderosos enemigos y supongo habrá deudas todavía en posición de ser saldadas. Todo lo que me ha contado y el perfil del hombre que le ha abordado demuestran mis intuiciones. Debemos esperar y ver qué sucede durante el responso. Le recomiendo se siente en las primeras filas, no creo que haya demasiada gente, por lo tanto, será fácil tenerla controlada.

—¿Vendrá entonces conmigo?

—Ojalá pudiera —respondió compungido el policía.

Detrás de los cristales de sus gafas un arqueo de sus cejas emergió con profusión, Aba advertida, preguntó:

—Aún no he visto sus ojos —sin ser pregunta solicitaba respuesta.

René advirtió que no era una frase lanzada al azar y necesitaba concreción inmediata. Se quitó las gafas y pausadamente descubrió una enorme cicatriz que se retorcía sobre uno de sus ojos.

—¡Vaya! —exclamó Aba al verla—. ¿Ha sido hace poco? —al observar que la herida presentaba un color todavía demasiado fresco y rojizo.

—Mi profesión es complicada mi querida amiga. Hace no mucho, en una redada en Amberes, una explosión casi me saca de cuajo el ojo. Afortunadamente parece, que en no mucho tiempo, recuperaré toda la visión. ¡No tendré que llevar una bola de cristal aquí dentro! —afirmó resolutivo y señalándose el ojo herido.

La pequeña broma creó un pequeño foco de distensión en el ambiente y Aba sonrió durante unos instantes recuperando cierto brillo y calor interior.

—Aparco entonces el coche, me hago la interesante, doy vueltas alrededor de la iglesia y me meto de lleno, yo solita, dentro del cepo, ¿no? —manteniendo una sonrisa repleta de matices de autoconfianza, miedo y tristeza.

—Más o menos, pero por favor no se haga en exceso la interesante, como usted dice. No necesitamos que todo el mundo sepa que está al tanto de todo. Usted debe hacer el papel de apesadumbrada hija que va a la misa en honor de su padre. Debemos esperar y ver qué sucede. Si no aparece nadie, hoy será la última vez que me vea, si en cambio y como sospecho tras la visita del tío de barbas, alguien acude, no se preocupe que ya veremos cuál va a ser la estrategia a seguir. Es obvio que Otto ha lanzado a sus hombres por todo Hendaya, ahora mismo ya tendrá un informe sobre quién es usted y cómo es. Estoy seguro que ahora mandará a otra persona ya que el primer peón ha sido ya quemado.

—¿Quemado? —preguntó Aba.

—Lo siento —respondió efusivo el inspector—, al final empleo constantes tecnicismos provenientes de mi argot policial y no me doy cuenta que todos no pueden entenderlo.

—Sí, sí lo he entendido pero lo que no entiendo es por qué ese tío no puede volver de nuevo. Si según lo que dice usted trabaja para Otto, lo normal es que me lo vuelva a encontrar ¿no? El tío se notaba que intentaba ganar mi confianza —asombrada porque sus palabras enfatizaran con fuerza y coloquialmente supuestos desconocidos para ella en un contexto todavía más extraño.

Hubo unos segundos de calma entre los dos en el que las preguntas sin respuesta y las respuestas, para preguntas sin enunciados, aparecieron.

—Entonces ¿por qué presentarse en la estación y no ir directamente a la iglesia? —prosiguió resuelto René—. Estoy aquí para ayudarla, creo que es mejor que siga mis indicaciones en todo momento —afirmó suave pero directo—. En la estación le han detectado y ahora simplemente estarán observando su llegada a la iglesia, desde ahí, solo toca observar y esperar. Son profesionales Aba —y ceremoniosamente cogió su mano en señal de afecto—, en cada fase actúa una determinada persona con un determinado propósito, minusvalorar esos detalles puede aumentar nuestros riesgos.

—Sí, me parece que tiene razón. De acuerdo pues, entonces, ¿nos vamos?

—Se va —afirmó secamente—. Recuerde que yo soy policía y por tanto, fácilmente reconocible. Estaré observándola constantemente y ante cualquier problema actuaré. Ahora salga de la estación sola, coja el coche y aparque en el lugar más visible, después yo le buscaré, no se preocupe por ello.

Risueño y feliz, sin casi dejar que las palabras se secaran bajo el aire salino de la mañana de Hendaya, René comenzó a caminar para perderse dentro de la maraña de gente que iba y venía en eterno sinfín. Aba se montó en el coche y encendió la radio escuchando al azar, la primera canción, que cualquier cadena de música francesa emitía. En el corto recorrido que supone ir de la estación hasta la Paroisse de Notre Dame de la Bidasoa se encontró conduciendo sin conducir y pensando sin pensar. Despertó tras sentir en sus sienes el estribillo de una conocida canción francesa. Una agria sonrisa le golpeó y apremió para salir del letargo y luchar. No tenía claro contra quien debía dirigir su fuego así como tampoco referenciaba a buenos o malos por haberla conducido a esta situación pero en cambio, si se maldecía, por no estar ahora mismo concentrada en descubrir, en su bodega, indómitos defectos perdidos de sus vinos. Se sentía lerda, casi tonta, por seguir en la leyenda de una historia de la cual no se sentía ni tan siquiera actriz de reparto. Personas, que de ninguna manera pudiera haber encontrado en su vida, se le acercaban ahora por doquier y con una normalidad, tan asombrosa, que resultaba totalmente preocupante. De dar conferencias en la universidad para jóvenes aprendices de enólogos brujos, haciéndoles sonreír y guiñándoles el ojo cuando les decía que hay tantos defectos en los vinos como malos políticos, a una situación donde la palabra muerte se yuxtaponía de manera normalizada a cada momento.

Un inspector de melosa y dudosa sonrisa le había metido en una movida terrible, con pretensiones cada vez más claras de terminar siendo indeseable. Recién acababa de conocer a un hombre con apariencias de ser perfecto si no fuera por la sencilla razón de que en ese mundo, al que parecía incorporarse, nada era idílico y por lo tanto, ese trazo de ayuda y bondad con el que pretendía ayudarla, más bien parecían un reclamo que la bondad en estado puro. Y para terminar, lo peor de todo, Maurice. Sin reconocer en su vocabulario, desde su más tierna infancia los estigmas que la palabra padre acarrean, ahora surfeaba en encrespadas olas de turbio amor paternal. Ni una llamada en años o ni tan si quiera un efímero encuentro en cualquier momento de su vida hacían que Maurice pudiera tener la categoría de padre. Ahora, simplemente en su fuero interno, luchaba por saber cómo poderlo recordar. Desolada por sentirse sola sin tener un solo motivo claro, diáfano o nítido que le hicieran presagiar nuevos rumbos o al menos mejores paisajes, intentaba al menos tener la capacidad de pensar con frescura. Mientras, maniobraba para aparcar su coche. Inacabada aun “Hypernuit” de Bertrand Belin, salió del coche y dirigió sus pasos hacia la entrada de la iglesia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 8

 

 

Realmente hacía siglos que no había entrado en una iglesia, así que casi ya no recordaba los olores, colores o silencios intrínsecos que le acompañan. Con paso firme accedió a la nave principal esperando encontrar personas, caras, gestos y riesgos pero chocó con sigilos, sosiegos y reposos casi misteriosos. Una galería parecía suspendida entre la penumbra mientras la luz, filtrada por el pequeño rosetón, impactaba contra los blancos muros interiores. De estilo gótico y similar a muchas del País Vasco Francés no resaltaba por nada pero tampoco desmerecía por todo. Sin apreciar algo extraño a su alrededor pero más precavida, expectante y esperando un cambio definitivo en la paz del lugar, se acomodó en el primer banco frente al altar.

Pasaron varios minutos hasta que un solitario cura salió de la sacristía y comenzó a ofrecer la misa de responso. “¿Quién habrá pagado todo esto?” sorprendida al escuchar las primeras palabras, que en tono elogioso, versaban sobre su padre “Dudo que él supiera, incluso, ¿qué es una iglesia?” pensaba concienzuda. “Renné, tiene razón, esto es una encerrona”, mientras sus sentidos, aguzados y en total alerta, atentos a la homilía que ahora comenzaba.

—Je prie pour le repos éternel de Maurice. J'espère rencontrer bientôt au sein de sa gloire avec son défunt épouse Maite. Ta fille Aba t'aura toujours dans son heureux souvenir[7].

—Pero. ¡¿Cómo?! —tan alto vociferó que el cura tuvo casi que frenar el inicio de su sermón.

Sonrojándose y disculpándose por el tímido grito, se imbuyó de nuevo en un marasmo y enloquecido rodil de preguntas y respuestas. “¡Joder, mi puto nombre se lo sabe todo el mundo o qué!” clamaba su mente. No solo estaba ofendida porque la citara sino porque también nombró a su fallecida madre, lo cual hacía, que todo pareciera más endiabladamente perverso de lo imaginado. A su vez, los nervios, ya de manera fluida, comenzaron a hacer acto de presencia cuando, finalizada la homilía, la iglesia mantenía la misma y solitaria calma inicial. Acabado el responso y tras rogar por su descanso en el reino de los cielos, el cura bajó los escalones y se acercó a Aba mostrándole sus respetos. Ofreciéndole la mano le dijo:

—Je donne mes plus sincerés[8] —dijo encorvado el avejentado prelado.

—Merci —sin comprender, sin saber y por supuesto sin entender el boato del momento, Aba emitió una tímida sonrisa de agradecimiento.

—L`église est á votre disposition pendant 15 minutes, puis se ferme[9].

Agradecida al cura, este se perdía por las sombras dejando en el aire el simple eco de una puerta al cerrarse. Años con enólogos o bodegueros franceses habían hecho que casi adoptara su lengua pero, debido a los nervios del momento, prácticamente no entendió nada de lo que el padre expresaba lo cual hizo que su cabreo y perplejidad aumentara exponencialmente. Aun así, algo había sucedido, sus sentidos comenzaron a reconocer un cambio. Dentro de su mano, aún fría y sudorosa, acababa de ser depositado un pequeño papel. Al abrirlo una pequeña frase, como instrucción, podía leerse.

“Por favor, diríjase a la sacristía”.

El silencio sepulcral inundaba la iglesia aunque, levemente, era interrumpido por los latidos de corazón que partían desde el pecho de Aba. Estos, atronadores, parecían desbocados. No sabía qué hacer, paralizada, no atinaba a mandar órdenes a sus extremidades que le hicieran moverse y aún menos levantarse. Había llegado el momento, sensaciones internas le gritaban implorando que se fuera corriendo y otras clamaban, para que, tras acceder a la sacristía, reventara la cara al gracioso que había montado semejante circo. Pero el caso es que su culo seguía inmóvil, casi adherido al banco de madera, carente de tracción y ausente a cualquier llamada del cerebro rogando movimiento. Sin pensarlo se levantó. El incienso impregnaba de aromas toda la nave del crucero y tímidas velas se encendían y apagaban según la dirección que, pequeños suspiros de viento, moldeaban. Como una gata que camina sobre una cornisa, así eran los pasos de Aba, lentos, suaves, firmes y seguros. La puerta de acceso a la sacristía permanecía entreabierta y una tímida luz se filtraba hacia fuera.

—Entre, entre, por favor —alguien desde dentro, de manera cálida y suave, le llamaba.

La puerta se cerró a sus espaldas. Las iglesias siempre emiten sonidos graves que reverberan ecos del pasado de cuando fueron alumbradas. Maderas que crujen y pomos de puertas percutidos por hierros encanecidos por los años crean atmósferas densas y especiales. Aba sin desearlo era un elemento más de todo ello.

—Me llamo Miguel de Salinas Gortari, soy notario —y una enorme sonrisa partió de su cara—. Estoy aquí para entregarle la última voluntad de su padre, es decir, su testamento.

Un hombre de unos cincuenta años, calvo y con una poderosa y bien trabajada barriga le saludaba. Con ligereza se acercó a ella y le plantó dos efusivos y cariñosos besos. Un jersey azul celeste de marca anudado al cuello sobre una camisa blanca, náuticos y unos “dockers” hacían que pareciera más estar en busca del anclaje de su barco que por entregar el último legado de Maurice.

—¡Qué casualidad, otro más que me conoce! —balbuceaba desconsolada la enóloga.

—Pues ya me explicará esa frase porque no me da buena espina, la verdad. En fin, si los datos nos me fallan, es usted el único vástago de Maurice Deschamps —sin perder un ápice de su perspicaz sonrisa, prosiguió—. Su padre era una persona sumamente inteligente y tengo claro que, lo principal para él, era velar por su seguridad. Hace unos meses vino a verme e hizo testamento. Todos los acontecimientos que están sucediendo me dijo se producirían.

—¿Hace unos meses? ¿Acontecimientos? —su sensación de imbecilidad crecía por momentos.

—Sí, coincidiendo con una conferencia que usted ofreció en Burdeos. Por alguna extraña razón observó que su vida corría peligro e hizo todo lo posible por garantizar la suya o al menos preservarla.

—Mi padre en…

—Sí, en Burdeos. Tengo entendido que su padre era un profundo seguidor suyo. Debía quererla mucho y solía ingeniárselas para conseguir un espacio allá donde usted impartiera una conferencia.

Anonadada, perpleja y casi en estado de shock no sabía, ni tan siquiera entender, la carga emocional que dicha información significaba. De nuevo su padre presente en su vida, tan cerca y tan lejos pero inalterable tras las sombras. Todavía no tenía claro ese significado de presencia. No sabía si odiarlo por espiarla en la clandestinidad o proponerse comprender el porqué de sus motivos el caso es que, a cada momento más parecía, que nunca su padre se había llegado a ir. La piel contuvo las emociones. Intentaba rememorar cada una de sus conferencias, siendo imposible el empeño. Buscaba a alguien escondido con antifaz y sombrero, sigiloso, escuchando una de sus ponencias. El pensar tenerlo a escasos metros laceraba sus emociones. Percibió que su calor interno le abandonaba y frenéticamente buscaba encontrar, entre el público, el abrazo de Maurice. Aún conmocionada e intentando aparentar precaria fuerza y dominio del momento, preguntó:

—Ya que todo el mundo se preocupa por mí y sabe lo que he de hacer… entonces ¿usted dirá?

—¿Todo el mundo? No pensaba que fueran tantos —titubeó—. Entiendo, por lo que dice, han comenzado a aproximarse a usted turbios personajes. No puedo ahuyentarlos, ni es mi misión esa, solo puedo abrir el legado de su padre y después darle un par de consejos. En primer lugar y dado como lo veo, me gustaría saliéramos por la puerta trasera de la sacristía, vayamos a un hotel cercano y abramos el sobre. No le interesa que intuyan mi presencia aquí porque temo entonces, se multipliquen sus nuevos amigos. No sé quien le sigue, pero es posible que se pongan muy nerviosos si perciben una alargada ausencia o peor aún, que abandona la iglesia con un extraño como yo. En ese momento se lanzarán como locos buscando información y ambos correremos gran peligro. Si lo hacemos rápido, podrá volver en pocos minutos y entrar por la misma puerta trasera ¿de acuerdo?

—Desde hace días no tengo elección para nada —sus manos gesticulaban teatralmente ufanas, cómplices de su complicada realidad.

Franquearon rápidamente el seto y entraron en el todoterreno de Miguel. Agazapada en el amplio y disimulado asiento de atrás, esperó unos pocos minutos hasta poder delatar su presencia. Escasos minutos después, se hallaba en una habitación preciosa con vistas al mar.

—Bonita vista, ¿verdad? —le preguntó—. Lástima que no tengamos mucho tiempo de disfrutarla.

La mirada de Aba vagaba perdida y sin rumbo. A regañadientes y sin poder remediarlo iba, poco a poco, adoptando el rol que su padre le iba legando. Sin casi prestar atención capas de miedo, temor y nervios se le iban desprendiendo por otras de poderosa y anormal tranquilidad. Estás nuevas amistades, en proceso de crecimiento interno, le insuflaban más temor que todas las anteriores juntas, al asumir una nueva definición a su nuevo yo. Aunque no supiera sus nuevos fines ni casi el proceso para conseguirlos, el caso es que Aba, comenzaba a pulir el personaje que siempre había sido sin saberlo.

—Estamos en la villa Bi Ur Arte ¿impresiona, verdad? —prosiguió Miguel embelesado—. El diseño es similar al del típico caserío vasco de la zona, fuerte, recio y acogedor. Tan hospitalario que en 1940 se convirtió en la casa del soldado para las tropas alemanas de ocupación.

—Parece ser que ahora que mi padre ha sido encontrado, todo gira a su alrededor —explicitó sin hacer mucho caso al notario.

—Me sorprende que le hayan nombrado la palabra testamento. Solo su padre y yo sabemos de su existencia, el resto son torticeras cábalas con un único ánimo, sonsacarla. Alguien está buscando obtener pistas y conclusiones. Permanezca siempre en alerta —y un sombrío gestó difuminó su cara—. Bien, comencemos, aunque no estoy en mi despacho de San Sebastián, primero le enseño todas mis credenciales y si necesita algún dato más no dude en pedírmelo, debe estar totalmente segura de quién soy yo y el porqué de mi misión con usted.

Y terminando la frase sacó una carpeta donde méritos, títulos y documentaciones aseveraban su licencia y veracidad de lo dicho.

—Ahora, por favor, necesito que me dé su documentación para visar que todo sea legal. Mientras tanto le voy a contar una pequeña y rápida historia que su padre me hizo prometer le relatara.

Aba comenzó a sacar del bolso su documentación y mientras esto hacía, Miguel comenzaba a desarrollar su relato.

—Como le decía soldados alemanes camparon a sus anchas por estos lares. Cientos de ellos pasaban cada día por el puente de Santiago e iban a Guipúzcoa para descansar y disfrutar. Soldados de las Waffen SS acudían a los toros en Donosti, apostaban a los caballos en el hipódromo o pasaban la tarde en La Perla, el caso era relajarse unos días tras los duros días en el frente. Además de acomodar a los soldados Bi Ur Arte también servía de enfermería militar para los llegados desde el frente del Este e incluso desde aquí se vio, como en la playa, un bombardero era derribado por un caza polaco. Todo este despliegue de soldados entrando y saliendo, a veces sin control por la muga, facilitó la génesis de un incipiente mercado negro o generador de tramas de espionaje. Haciéndose eco de todo ello, el ejército se vio forzado a crear un entramado oficial y extraoficial de comunicación, propaganda y por supuesto de redes de vigilancia y delación, a la vanguardia con respecto a otras zonas ocupadas. Es por tanto comprensible imaginar, que tras la guerra, todas esas redes creadas fueran utilizadas para la evasión de criminales de guerra o de bienes expoliados. Los poseedores de todos esos conocimientos tenían oro en sus manos obviamente.

Aba atendía concienzudamente toda la explicación. A cada frase notaba más un porqué y un cómo en toda la acción desarrollada por Maurice. Sentimentalmente cada vez más cercana y aunque aún no se hiciera una composición de lugar fiel, si comenzaba a sentirse más cómoda ante el relato de los hechos.

—Bien —frenando un poco la exposición—, veo que todo está en orden. Procedo a abrir el sobre que su padre me entregó y luego sigo con la historia.

Con un fino abrecartas, con empuñadora de cuero de pelo de vaca, rasgó el cierre de un sobre de color beige que sacó de un portafolio. Procediendo con diligencia y profesionalidad se dispuso a leer el contenido de la última voluntad de Maurice Deschamps.

—Leo a continuación las palabras escritas, por puño y letra, de su padre, luego procedo a entregar el documento a doña Aba Deschamps Galán.

Corazón frenético contrastaba con una poderosa y aparente calma externa, deseosa de escuchar las últimas palabras de su padre.

“Querida y amada hija. Es significativo que me dirija a ti, tras tantos años de ausencia y en estas circunstancias, pero aunque lo consideres erróneo otra forma de hacerlo hubiera sigo lesiva para tus intereses. No voy a extenderme en bellas palabras, que no conducen a nada, y que al no ser pronunciadas en todos estos años pudieran resultar un insulto a tu inteligencia. Aun así, he seguido desde siempre, de manera clandestina y constante, tus pasos. En la distancia he sido cómplice de tus éxitos en ese bello mundo de la enología que has elegido. Me resulta fácil y sencillo esquivar la mirada del mundo sobre mis pasos pero debes saber, que ni un minuto dejé de sustraerme a mi bien más preciado, mi familia y por supuesto, la joya más bella, mi hija. Siento la orfandad manifiesta, que por mi culpa, ha caminado contigo por la vida. Tu fuerza es la mejor garantía de tus éxitos y por tanto espero, guíe tus pasos en los próximos duros días que te van a tocar vivir.

Te dejo de despedida lo poco bueno que aún queda de mi alma vendida al diablo, mi amor incondicional y eterno. Sé que son un dardo envenenado mis palabras y por eso espero mi muerte selle mis malos pasos dados en la vida. De todas formas, reconozco, que has de prepararte para que poderosas fuerzas luchen por sustraerte mi legado. He podido evitar, desde que me fui, mi turbio influjo en tu crecimiento. Ahora, solo me queda ofrecerte, que bebas y aceptes el elixir de la precaución servido en cápsulas de fe y aumenten tu capacidad y tenacidad. Eres bella e inteligente, empoderada y arriesgada, creativa y luchadora. Todo ello lo he paladeado en cada uno de tus vinos. Así pues y como despedida, implorándote perdón y esperando no me relegues al balcón de tu olvido eterno, te ofrezco sigas los pasos de esta cata ciega y entregues a la justicia lo que se esconde tras la puerta.

Seis botellas multiplicadas por dos hacen doce. Sé que no puedo competir con tu nariz, hago lo que puedo, pero te ofrezco un poco de historia a cambio. Yo comenzaría por un:

1. La Tâche de 1940 de Domaine de la Romanée-Conti (click)

2. Musigny Grand Cru “Cuvee Vieilles Vignes” de 1940 del Domaine Comte Georges de la Vogue (click)

3. Château Mouton Rothschild de 1940 (click)

4. Château Palmer de 1942 (click)

5. Charmes de Chambertin “Tres Vieilles Vignes” de 1941 del Domaine de Joseph Roty (click)

6. Charmes de Chambertin de 1940 del Domaine de Armand Rosseau.

Nota cariñosa de tu padre. Ya sabes que siempre te hice reír pero “cuidado porque puede picarte”.

Siento en vida, no haberos hecho comprender, lo mucho que os quise a ti y a tu madre.

Afectuosamente. Maurice Deschamps”.

Aba permanecía en estado de shock no tanto por el significado implícito del testamento sino más bien, por haber por fin tenido una especie de conversación o cercanía con su padre, tantos años esperada y deseada. No se registraban lágrimas en su limpia cara pero si una especie de sobrecogimiento o profunda introspección. Como si la estela de un fantasma hubiera, en su paso, inundado la habitación Aba permanecía atónita ante cualquier estímulo externo.

—Tenemos que irnos —dijo Miguel.

Sobresaltada por la ruptura de la cadena de silencio regresó de nuevo a la vida.

—No sé qué hacer —dubitativa, cabizbaja y perdida respondía a la orden del notario.

—De momento, tenemos que irnos de aquí lo antes posible y regresar a la iglesia. Entre tanto debe memorizar el mensaje de su padre. Sea lo que sea, como potente pócima, ya emergerá en el momento oportuno un resultado. Ahora debe quemarlo.

—No puedo. Es lo único que tengo de él —sus ojos clamaban por derramar lágrimas perdidas en el fondo de sus verdes ojos—. No puedo.

El notario no pudo replicar con contundencia aludiendo a los peligros que tal decisión pudiera acarrear. Sintiéndose cómplice del estado y padecimiento de Aba simplemente asintió diciendo:

—Protéjala con su vida si es preciso.

Rápidamente montaron en el coche y salieron hacia la capilla. Con pasos similares a los de una felina, sigilosa, penetró dentro de la nave. El silencio permanecía perenne en su interior y la severa quietud mantenía su reinado.

—Entre con cautela y directamente vaya al confesionario —le había dicho durante el trayecto Miguel—, espere unos minutos, varios minutos, estoy seguro que alguien irá a buscarla con cualquier excusa.

—¿Usted se va? —objetó muerta de miedo.

—Sí, lo siento. Poco puedo hacer más —y sus palabras sonaban a triste despedida—. Aun así, su padre me previno de todo esto que comienza a sucederle. No me puso nombres pero si me dijo que siguiera el rastro del tren, fuera lo que fuese lo que signifique eso. Su padre, cuando vino a verme, se sentía acosado y probablemente conocía su destino. Constantemente me recalcó que le dijera que había intentado evitar, durante toda su vida, los peligros que sus malas acciones le iban a acarrear. Aun así e implorando perdón eterno se sentía terriblemente orgulloso de su hija, téngalo siempre presente, su padre la amaba —notando la tristeza y emoción contenidas en la cara de la enóloga rápidamente concluyo—. Por favor, insisto, es la parte más importante de lo que le quiero decir, sea cual sea su significado, siga el rastro del tren.

Agotada y agarrotada se sentía mientras de rodillas, en un solitario confesionario, intentaba convertir elucubraciones en hechos e ideas en realidades. Escondida bajo las aterciopeladas cortinas negras imaginaba estar a salvo y protegida ante la adversidad externa. El exceso de información le saturaba, el conocimiento de la vida de su padre, tras tantos años olvidado, le martirizaba. Un mundo opaco, gris y con encallados matices se abría ante sí sabiendo que, para poder salir indemne, iba a tener que multiplicar por mil su coraje. Constantes, reiterativos y perniciosos soliloquios, que solo conducían a la recreación de fantasmas y locuras, se desarrollaban en su cabeza hasta que la realidad le rescató con ímpetu. La puerta de la iglesia fue abierta y en segundos, se cerró de nuevo. Como una esfinge, su cuerpo permanecía hierático, frío y firme en pos de no ser descubierto. Pasos cortos crecían en intensidad en función de su cercanía. El eco, los reverberaba, pareciendo como si el foco de una galerna se situara sobre su cabeza. El miedo le agazapó. Los pasos, de repente, cesaron.

—Voila.

La voz de René, como siempre, resonó estridente y jocosa. Su silueta se adivinaba tras las celosías que separan y amparan el pequeño lugar de recogimiento tanto para el cura como para el creyente en espera de confesión.

—¿Tienes algo que declarar? Perdón, confesar —mientras una ácida y sonara carcajada partía del lugar donde se sitúa el prelado—. Estaba preocupado por usted e incluso, sabiendo que puedo ser descubierto, he decidido entrar por si fuera el caso de que necesitara ayuda. No debe gastarme estas bromas, chiquilla. Esto no se trata de un juego.

—No ha venido nadie —las palabras de Aba resultaban tímidas, precavidas y escogidas—. Necesitaba un poco de tranquilidad y estar a mi aire, por eso me acerqué aquí, necesitaba soledad. Tal como dijo igual todo esto es una locura y es mejor dejarlo ya estar.

René abrió la puerta y salió del pequeño espacio. Descorrió la pequeña cortina y ofreció su mano a Aba para que pudiera alzarse. En escasos pasos dieron con uno de los bancos de la nave principal y se sentaron. El silencio que antes se presentaba como cómplice de Aba ahora parecía delatarla. Aparentemente, intentaba mantener el mismo sentimiento introvertido y casi timorato pero por dentro, un mar bravío colmado de inquietudes, le zarandeaba. La primera de ellas, hacer que su fisonomía no chivara lo sucedido minutos atrás.

—¿Cree usted en Dios? —preguntó René, mientras su mirada se perdía en la contemplación del altar.

—No lo sé, la verdad. Quizás más quiero creer en fuerzas y energías que de una manera u otra nos influyen constantemente. Igual creamos y provocamos entes a los que luego necesitamos agradecer o denostar y en ese sentido, buscamos a alguien con nombre y apellidos que soporte el peso de nuestra llamada. Cada época es diferente. Quizás, el hombre antiguo, tuviera miedo y se viera muy pequeñito en la inmensidad y necesitara buscar en las estrellas un guía y estímulo en su paso por el mundo. Ahora, aun constatando nuestro progreso creo que es parecido, necesitamos un Dios que nos libere de tanta hecatombe constante y nos ayude a soñar. En fin, no sé responderle —concluyó de la misma manera, seria y reservada, con la que había iniciado su frase—. Estoy muy cansada —ofreciendo una triste sonrisa al policía.

—Sí. Yo también. Comienzo a añorar las paredes de mi comisaria y la vulgaridad de sus días tranquilos.

—Nadie ha venido, podemos irnos —afirmó intentando generar frases que devinieran en la victoria deseada.

—No puedo retenerla —cariacontecido le daba la razón.

Aba comenzó a caminar hacia la salida haciendo que la cadencia de sus pasos aumentara en función de la cercana puerta.

—Yo le creo —sus palabras se pausaron intentado dar misterio a su análisis—. Nadie ha entrado por esa puerta, doy fe de ello, observé todo parapetado tras un balcón. Pero, ¿será capaz de hacerle creer a Otto que nadie utilizó la puerta de la sacristía? ¿Piensa que no intentará tener otra versión, por ejemplo, la del diácono de la parroquia?

El eco de su voz resonó en toda la nave haciendo que se repitiera cientos de veces en la cabeza de Aba. Manejando bien las situaciones, René dejaba que el tiempo corriera, esperando a que la situación le fuera de nuevo propicia. Aba, intuía, que intentaba jugar con sus nervios. Había frenado sus pasos y las manos apretaban fuertemente el papel que, como único y último vínculo, conservaba de su padre. Comenzaba a reconocer los entresijos del mundo donde por suerte o por desgracia le obligaban a incorporarse. Sagaz como ninguna, intentaba observar la situación desde cierto punto de distancia para intentar sacar conclusiones. Solía reunirse con enólogos donde vinos de todo tipo eran expuestos sobre una mesa corrida. Aunque el clima fuera siempre muy cordial los egos de cada cual eran siempre, los reyes de la velada. “Este vino tiene toques a geranio, ¿lo percibís?” decía uno de ellos. Introduciendo la nariz hasta casi tocar el caldo y tras una larga introspección, más de pose que otra cosa, resaltaba aromas totalmente arriesgados hasta para el más aguzado de todos ellos. Muchas veces se había preguntado el tipo de rivalidad que existía entre las viejas narices, casi siempre masculinas y más proclives a ver quien la tenía más larga y las nuevas generaciones tendentes a compartir el conocimiento.

Aun así, todos y cada uno de ellos luchaban por paladear y poner nombre a un defecto del vino. Ignoto para el resto debiera ser relevante, esperando como recompensa, ser admitido el nuevo descubrimiento. Desde ese momento, mieles de envidia servida en hielos de cortesía, se reflejaran en el resto de los rostros. Evidentemente esta situación no era una simple cata de vino ya que aquí había un punto de inflexión claro, no medir bien el tipo de caldo a catar podía suponer, la pérdida de la propia vida. Pero desde su punto de vista había cierta relación en ambos escenarios. Todos sabían esconder las cartas y hasta alumbrar el vino de la nueva cosecha, nadie delataba ese matiz diferente al resto con el que iban a seducir al consumidor y por tanto, al mundo.

Se decidió, en un primer momento, por ponderar las cosas. Todos se referían a Otto, como la persona que movía los hilos dentro de un escenario global, aún sin delimitar, para su actual comprensión. La realidad es que habían asesinado a su padre por algo que no solo merecía la pena, sino que podía ser un gran descubrimiento con tintes incluso geopolíticos. Asumida su fragilidad para el compás al que se le quería predestinar, igual mejor parecer la tonta útil que no la lista tonta y así, en el momento oportuno, presentar toda su impronta. A su parecer todo lo que mostraba René tenía el mismo peso que todo lo que intentaba esconder. “Un policía corrupto que ha olido un gran tesoro y que intenta utilizar a una enóloga tonta y miedica” le explicaban sus meninges. “Lo más probable es que lleve siguiendo a mi padre muchos años y nunca le haya echado el guante. Llega a la escena del crimen antes que otros lo cual le hace tomar ventaja, de ahí que me enseñara fotos que probablemente, antes de huir, recogió. Haciendo una rápida composición de lugar, comprende que las pistas encontradas le plantean la posibilidad de adelantarse en la búsqueda del botín y si caza al asesino obtendrá reconocimiento de sus jefes. ¡Brillante! Un mismo caso separado en dos. Descubrir al asesino de un conocido ladrón o espía tapando lo que para él es principal, encontrar el botín”. Un poso, escondido y limitado en el tiempo de tímida satisfacción por el hecho comprendido, quiso sobresalir en sus labios pero dado que, el nuevo rol asumido de femme fatale llamaba a sus puertas, mejor lo mantuvo incólume. Siguiendo con la cascada de cambios, a los que su vida se enfrentaba, prosiguió estudiando su particular estado de su nación. Yuls llamó entonces a la puerta de sus neuronas “¿Y este?” Tildó la primera elucubración. “Demasiado fácil, demasiado perfecto, demasiado colaborativo y apelando en cada una de sus palabras a la paz mundial, a correr desnudos por el parque en eterna armonía y a la vida bella, pero ¿será verdad? No tengo ni idea qué es eso del congreso o como leches se llame, la organización mundial judía, pero ¿por qué no puede él también intentar aprehenderlo y lucrarse del dichoso tesoro? René es un policía y de acuerdo, independientemente de todo, su misión es desvelar un crimen pero Yuls ¿realmente persigue lo que dice buscar? O, ¿leyó una esquela y simplemente quiere aprovecharse de la situación? ¿Y Otto? ¡Jodido Otto!”.

Obviamente le faltaban muchas piezas en el puzzle. Hasta ahora solo había pequeños indicios de figuras sin componer y sin definición alguna. Aun así todas se reflejaban sobre una imagen o silueta, ni tan siquiera creada todavía, Otto. Otto era principio y fin, probable asesino de su padre y sobre todo poseedor de todas las claves incluso, de las llaves, de su propia vida. Y su padre “¡ay mi padre!” entristecida casi exclamaba. “Toda una vida sin él y al contrario, ahora parece que siempre estuvo conmigo. En mi graduación, tomando un vino en mi bodega o comprándolo. Yendo a una de mis disertaciones o atendiendo en una de mis catas. Aquí o allí, pero siempre presente. Sin tocarme para no delatarse pero percibiendo su aliento en cada momento”. Cabreada toda la vida por su ausencia y ahora de repente, era la receptora de todos los pasos de su existencia. Aun así, algo indómito e incomprendido desde su interior, llamaba por ser definido y descubierto, aunque nunca apreciado, su árbol genético clamaba por ser encontrado. Como los matices del vino, como los aromas, como los defectos que constantemente ansiaba por descubrir ahora y dentro de sí, nuevas posibilidades, caracteres, notas y colores, sorprendentemente, luchaban por ser redefinidos. De alguna manera un nuevo vino, llamado Aba, se estaba creando. Descorchado y escanciado, pronto debiera luchar por ser el que más puntos tuviera en las mejores y más preciadas listas de caldos.

Como diagnóstico final y tras finalizar el rápido análisis sobre los comportamientos, actitudes y conocimientos, hasta ahora recibidos, por parte de todas las personas que hasta entonces habían interactuado con ella era que, todos pretendían ayudarle y salvarle la vida pero ninguna le había dicho “¿para qué?”. Quizás con la única excepción del notario, que hecho su trabajo, desapareció. Así que la conclusión de su mundo interior fue “¿Te regalaron el título de enóloga? ¿Mis méritos son míos o de otros? A excepción de alguna noche loca ¿elegí al chico o me eligieron?” Sumida de nuevo en perdidas oraciones internas asumió tenazmente un pequeño punto y seguido como reflexión final. “Protege tu culo y vamos a movernos con precaución. Tonta o contradictoria cuando deba, bella sobre mis tacones y jodidamente lista por cada segundo que dure la cata que comienza. Yo, como sujeto, verbo y predicado”.

Sus pasos giraron sobre sí misma. Aparentando flaqueza, necesidad de consuelo y desconfianza general ante el enorme cariz que la situación había tomado, se sentó deprimida en un banco mientras lágrimas en tropel se precipitaban al vacío.

—Entonces ¿qué hago? —preguntó desolada y cariacontecida.

René picó el anzuelo. Sentado, contemplaba la escena de una manera reconfortada. Regocijado, raudo se levantó y tomándola bajo sus brazos, le abrazó insuflándole todo el calor del que su cuerpo fue capaz de otorgar.

—Tranquila, yo le ayudaré mi querida niña. Juntos llegaremos hasta el final de toda esta pesadilla —dijo complacido el policía.

Abrazada a René, sus ojos verdes, pretendían ser vivos torrentes henchidos de pánico mientras por dentro, comenzaban a aprender a nadar, ágilmente, sobre sus propias y recién creadas corrientes. Escondida bajo sus brazos, aún no lograba apreciar del todo cómo el rictus de su yo interior reverberaba fuerza y profunda satisfacción por la decisión tomada. Pero sobre todo, comenzó a sentir algo nuevo, bello y recién adivinado, sin saber ponerle nombre, se sintió orgullosa por ser hija de Maurice, fuera quien fuese.

 

 

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