Otto

Otto


Marcus. 1944 » Capítulo 3

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Capítulo 3

 

 

La estación de Hendaya sin el poderoso influjo de la luz de la luna y sin el eterno deambular de las personas y mercancías era, un malicioso desvarío de amarillentos y sucios candiles. Efímeros haces de luz destacaban conquistando sombras perennes, predestinadas a ser, cómplices de destinos fatales.

Hasta no estar relativamente cerca, no se percibía cómo sinuosas y oscuras figuras revoloteaban alrededor de las vías del tren. Trabajaban afanosos en el proceso de enganchar un par de vagones a un gran tren que lleno de suministros de grano de trigo, mineral de hierro y cobre, al alba cruzaría la frontera. La estela de Marcus se hacía notar, constantemente entre todas, pidiendo silencio.

—¡Cerdos! —gritaba de una manera sorda y silenciosa teniendo claro que, sus palabras, eran captadas por todos—. Al siguiente ruido que oiga os mato de una bala en la cabeza —sentenciaba con evidentes signos de malas pulgas.

Con cierta pesadez en el andar, caminó unos pocos metros hasta llegar al andén desde donde Hans y Rudy, observaban curiosos los trabajos de enganche.

—En minutos estará todo hecho —dijo mientras intentaba mostrar una esforzada sonrisa.

—Perfecto, veo que nuestro negocio comienza a desarrollarse de la mejor manera posible —jocoso admitía Hans.

—Hay un pequeño detalle del que no hemos hablado —bajando la mirada, de manera lacónica y algo apesadumbrada intentaba medir sus palabras por el riesgo que sabía pudieran acarrear.

Alarmado por el cambio de tono Hans intervino rápidamente.

—¿Qué sucede? No quiero imprevistos —mientras tímidamente y de manera escondida sus manos comenzaron a palpar, en el bolsillo del abrigo, la culata de su pistola.

—Tranquilo, tranquilo mi querido amigo —modulando hábilmente las palabras para no resultar molesto—. En primer lugar no sé donde debemos depositar el cargamento y a quién…

—En la estación de Haro —aún alarmado por el giro inesperado del diálogo—, ya te lo dije —cerró la primera duda de Marcus—. La persona de Haro que ha de descargar la mercancía ya está apercibida. Así que ahora pasemos al otro punto que deseas solucionar —volvió a cortar tajante y sin dejar ningún género de incertidumbre en que no deseaba continuar por ese camino.

—Perfecto, era por clarificar ese extremo…

—Sigue ¿qué más? —estaba claro que Hans no quería problemas y deseaba cerrar ya todo inmediatamente.

—Y lo que más me preocupa —adoptando la pose más seria de la que era capaz se inclinó para lograr mayor confidencialidad y así, denotar compromiso con el encargo. Pausadamente dijo—: es algo simple, la logística.

Percibió al instante el dardo que daba en la diana al observar la perplejidad en el rostro de Hans y Rudy. A Marcus y por instantes, se le vino a la mente una vieja historia de su vida donde un raro veneno le fue presentado, el curare. Años atrás, alguien se había ido de la lengua y por ello, la familia de Marcus perdió un importante cargamento al ser detectado por los aduaneros equivocados. A consecuencia de eso, sufrió por condena un par de años lo cual le hizo salir de la cárcel mucho más precavido e inteligente pero también, muy enfadado con el mundo. Un brasileño que se definía como curandero andaba esos días por los turbios garitos de la frontera. Prestando atención, como siempre, hacía sobre cualquier cosa que pudiera depararle ganancias, se acercó a él y escuchó, algo terriblemente novedoso y singular. El chamán contaba la historia de, cómo él y su familia, cazaban monos en el Amazonas con un mortal veneno llamado curare. Rápido y letal, tras el impacto del dardo, el macaco tardaba segundos en encontrarse con la madre tierra, tras precipitarse desde lo alto de los árboles. Lo mejor de todo eso fue comprender, como dicho tóxico, podía utilizarse no solo con los animales sino también, con las personas. Queriendo comprobar la veracidad de lo expuesto tomó ejemplo práctico, al delator que dos años atrás había dado al traste con su operación. Noches después y parapetado junto al curandero tras un árbol, esperó a que el soplón pasara. Una cerbatana escupió un dardo impregnado de la solución venenosa y rápidamente, el pobre desgraciado, desparramó sus huesos por el suelo. Marcus salió de su escondrijo y presto se puso junto a él, tras mirarlo de manera displicente, comenzó a patear su cabeza hasta destrozarla. El mercader recordaba la escena mientras observaba el rostro de pavor y profunda contradicción de sus camaradas. Había lanzado el dardo, en breve saltaría sobre sus cabezas.

—Es decir —continuó tras medidos y escasos cinco segundos—, debemos estar seguros que nadie sospecha del convoy, lo cual quiere decir que ha de ser revisado, varias veces, en cada estación donde pare. Evidentemente serán revisados los vagones que nosotros designemos, previo soborno, por supuesto —mientras de sus amarillentos dientes se filtraba una codiciosa sonrisa—. Pero un fallo en esa cadena puede depararnos muchos problemas. Es casi peor un ladrón que observe un mal paso dado que un policía avezado en el desempeño de su trabajo y créame, sé de lo que hablo —enfatizando solemnemente cada una de sus palabras—. A su vez debe tener en cuenta que, una vez pasada la frontera, España es un país que ha soportado una dura guerra fratricida, es decir, muchos ojos hambrientos observando cualquier movimiento que puedan deparar beneficios. Si alguien otea algo, por mínimo que sea mi querido amigo, yo ya no le puedo garantizar ninguna seguridad. Si además un soldado alemán rubio, alto y mutilado, acompañado por un sucio esbirro colaboracionista —devolviendo ajustes de cuentas pendientes y dirigiendo la peor de las miradas a Rudy— son detectados siguiendo el tren, tenga la absoluta seguridad que los vagones nunca llegaran a su destino. Colegirás conmigo en que, lo que digo, es tan veraz como que hoy no ha salido la luna.

Hans tomó, esta vez, las conclusiones de Marcus con objetividad y rigor. Su cabeza estaba preparada para la acción pero no para la toma de decisiones y mucho menos para pensar. Aunque no le gustara admitirlo era un vulgar soldado de tropa con inflas de oficialidad. Desde la llamada de Wilhelm había estado en todo momento dirigido y tutelado así que, en el crucial momento, huérfano de ideas y liderazgo, se acentuaron su nerviosismo y mal humor.

—¿Qué me propones entonces? Sin trucos o te mato aquí mismo —haciendo resaltar que sus palabras sonaran a letales y verdaderas.

Marcus, manteniendo el mismo estado conciliador y de calma, sonrió para sus adentros. Convencido, al percibir, el primer efecto del curare en la presa.

—¡Por Dios Hans! Estamos los dos en esto. Yo me juego mucho ¿no es poco jugarse la misma vida? Si me vuelven a cazar y encima, de nuevo cerca de un boche[12], termino en la horca o en el paredón —acentuando su pavor al imaginar lo que sus palabras suponían—. Les propongo una cosa. Utilicemos el tren para nuestros intereses ¿por qué no solo esconder el botín, sino también, a ustedes mismos? ¿No piensas que así nadie sospechará y será fácil internarse en las profundidades de España? Vayan los dos dentro del vagón junto con uno de mis hombres, así velarán por el control del cargamento y no despertaremos susceptibilidades de nadie. Una vez en Haro, descargan la mercancía, me pagan lo restante y nuestra amistad queda resuelta —afirmó feliz haciéndoles cómplices de su eficaz solución.

El tiempo se congeló para los sentidos de Hans. Era una locura pero en su fuero interno no había debate, admitía que, realmente era una idea brillante. Nadie iba a intuir y mucho menos hacer extrañas preguntas sobre el contenido de otro tren más de mercancías. Tampoco nadie iba a observar el paso de un tullido alemán acompañado de un sucio esbirro francés. Nadie se iba a apercibir del desmedido interés con el que seguían un anodino tren de granos y minerales y mucho menos aún, ningún alguacil de cualquier estación, pudiera hacer preguntas indeseables, obstaculizando el tránsito de las mercancías. Así pues y aunque no teniéndolas todas consigo Hans renunció a cualquier otra combinación posible.

—De acuerdo, pero si noto cualquier incidencia, te perseguiré hasta matarte —e intento proyectar en sus brillantes ojos azules la peor de sus miradas.

Poco tiempo después el tren partía de la estación de Hendaya en su horario previsto y sin problema alguno. Marcus contemplaba la escena con inusitada satisfacción junto a uno de sus secuaces.

—¿Qué pasará con Philip? —preguntó preocupado el esbirro.

—Lo llaman daños colaterales —y calló de improviso cerrando el tema.

Tras unos minutos no quedaban ni pequeños restos de vapor ennegrecidos por el carbón. La calma inundaba la estación y el amanecer, junto a una pequeña galerna en el horizonte, irrumpían con su presencia.

—¿Está avisado nuestro hombre? —se interesó Marcus.

—Va de camino. Llegará a Haro antes de que se descargue la mercancía.

—Parece ser que ya tienen un contacto allí. Una vez haya localizado al tipo, que lo siga y reconozca el escondite de depósito de la carga. Lo mata, sella el lugar y rápido viene hacia aquí. Necesito saber lo que tenemos dentro ¿entendido? —la frialdad e inteligencia de sus palabras contrastaban con la expresión taimada y casi agónica de su comportamiento anterior. Denotando con sus gestos que tenía totalmente controlada la situación simplemente esperaba el cumplimiento taxativo de su encomienda.

—Está todo ya en marcha, no te preocupes.

Marcus miró al cielo. Cerrada la conversación se perdió entre los múltiples espacios que vías, trenes y vagones dejaban por doquier. El viento arreciaba presagiando la incipiente galerna. Gaviotas volaban nerviosas buscando cobijo. Los sonidos del bullicio de los primeros pasajeros, acercándose a los andenes, comenzaban a hacerse eco en el amanecer de la estación de Hendaya. Para un viejo y menesteroso contrabandista como él, obligado por la vida a dormir con los ojos abiertos y a estar presto a atender hasta el más mínimo incidente, esa noche, parecía habérsele dado propicia. Aun así, debía volver rápido al mundo de las sombras donde tan bien se encontraba, huyendo de gentes y vidas que iban y venían sin motivo aparente. Dándose la vuelta comenzó a caminar y despedirse de la luz. No echaba de menos ese mundo porque tampoco nunca tuvo opción de conocerlo o tenerlo.

Seis días después y tras un largo y sinuoso viaje un tren hacía acto de presencia, con su negra estela de vapor de carbón, en la estación de Haro. Tres hombres, uno falto de una extremidad, casi en agonía por la falta de agua o víveres, se hallaban dentro de un vagón totalmente sellado al exterior. Como a los judíos ni tan solo una brizna de aire les era regalada en el compartimento. Extenuados, sin fuerzas y cogidos por los hombros fueron transportados junto con el resto de la carga hasta un lugar secreto donde fueron depositados. Una puerta se cerró pesada y ciegamente y el tiempo, como en el arte de hacer crecer, madurar y envejecer al vino, se quedó atrapado junto a ellos. El siniestro y letal veneno del contrabandista había hecho efecto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los Picos de Posadas

Capítulo 1

 

 

La entrada de Aba, como la de cualquier otro interno en la residencia fue, provocadoramente disimulada como correspondía a los fines y objetivos del lugar: “descanso, aislamiento, meditación, introspección, reorganización interna y contemplación para lograr una vida mejor”. Aunque bien es cierto que cualquier viajero o caminante que sin ninguna otra pretensión, más que la mera por el disfrute de pasear, hubiera recorrido la distancia entre Ezcaray y Posadas, sorteando a su paso Zaldierna y Azarrulla y dejando las primeras cumbres de la Sierra de la Demanda a derecha e izquierda, hubiera pensado lo mismo al plantarse ante sus puertas, “típico complejo vacacional o balneario de reposo y aguas medicinales”. La piedra recia, noble y abigarrada, le daba ese aspecto rústico tan deseado de encontrar por los visitantes de las grandes ciudades. Aparentando ser sinónimo de paz, seguridad y tranquilidad presentaba una disposición antigua como si fuera un pequeño regalo a los sentidos. A su vez, su triangular tejado de pizarra presagiaba largos y gélidos inviernos que la cubierta, sin gran esfuerzo, debiera soportar.

El hall de recepción con reminiscencias a “resort” de cualquier entorno paradisíaco no hacía vaticinar que detrás de todas esas paredes un mundo de adicciones, pasiones o deseos irredentos luchaban por ausentarse definitivamente de los cuerpos que les cobijaban. La decoración ofrecida, imaginaba querer mimetizarse con el bucólico entorno asemejándose a una de esas cabañas, de cualquier fotografía, tomadas en la montaña. Troncos de madera de pino, toscamente lijados, soportaban una mesa de cristal, los cuales y junto a un ordenador, completaban la mesa de recepción. Conjuntos de plantas verdes, donde sobresalían las lavandas y los helechos se disponían por doquier y algunas ramas de brezo, con sus frutos rojos, daban calor y color alegrando la visión. Enormes ventanas recogían todo el sol de la mañana aunque en ese momento, quizás algo mitigadas, por nubes de evolución y por un enorme operario que subido sobre una escalera limpiaba los cristales. Dos grandes cuadros glosaban las paredes, ambos fielmente detallaban, escenas bucólicas de los alrededores. En uno de ellos, la imagen de una montaña se hacía resaltar sobre la mansedumbre del espejo que un lago pretendía suponer. Las cumbres nevadas pintadas aún presentaban resistencia ante la intensidad que, los rayos de sol ofrecían, en lo que podría ser un hermoso atardecer de primavera. El otro cuadro en cambio, era más curioso y quizás, distorsionaba la paz con la que se pretendía agasajar la bienvenida del futuro residente. Un ciervo de poderosas y enrevesadas puntas hacía frente al ataque de una manada de lobos. Su boca, abierta de par en par, acusaba furiosa el dolor por las dentelladas inferidas así como por el esfuerzo baldío en pos de zafarse de la terrible situación. Ante su contemplación, Aba pareció quedarse atónita frente a ambos lienzos. Quizás la dirección del centro, deseara mandar un mensaje escondido pero implícito, en el que poder sacar conclusiones sobre la dicotomía existencial que presentaban ambas situaciones. Por un lado, la dura lucha que supone sobrevivir y por otro, el premio que te regala la vida cuando consigues la dádiva de los retos obtenidos. Perdida en sus cavilaciones se hallaba cuando se apercibió de la enorme sonrisa, paciente y tranquila, con la que la recepcionista le aguardaba.

—¡Buenas tardes! Bienvenida a Los Picos de Posadas ¿puedo ayudarle en algo? —sin perder, ni por un segundo la sonrisa, enfatizaba casi mascando cada una de las palabras que previamente, habían sido protocolizadas e interiorizadas.

—Sí… buenas tardes —farfullaba torpemente Aba, un poco turbada por la efusiva recepcionista. Sin tener muy claro cómo continuar prosiguió de manera tímida y entrecortada—. Sí… bueno, el caso es que tengo una cita con el director del centro, el señor Otto Brandl y si es posible me gustaría pudiera avisarle.

—Su nombre, ¿por favor? —inquirió solícita.

—Aba Desc… —las palabras quisieron congelarse en su boca— Aba Galán —recomponiendo rápidamente la serenidad respondió.

Su cabeza era un profundo mar de discordancias. “¿Pero por qué no doy mi apellido? Ahora que vuelvo a utilizarlo voy y me corto. ¡¿Estás imbécil o qué?! No tengo nada que esconder ¡tranquila joder!” En cambio sin preguntarse y menos percatarse, por el pequeño lapsus ocurrido, ni por el objeto de la visita o sin interesarse mínimamente por el caos mental que asolaba a Aba, la recepcionista prosiguió eficazmente el desempeño de su trabajo. Descolgando el teléfono de la mesa y sin aflojar la fuerza de su sonrisa se dirigió a un interlocutor desconocido.

—Por favor en unos momentos la doctora Baños le atenderá, si quiere puede sentarse allí mientras espera —manos y ojos, de manera gestual, mostraban un cómodo sofá acompañado por dos sillones, de color beige con motivos florales que hacían de recibidor junto a la entrada.

—Gracias —asintió Aba mientras sus pasos marcaban ya el camino.

No eran el único mobiliario que había en el amplio salón de recepción. Un par de minimalistas y modernas cómodas soportaban, un pequeño cuenco con flores frescas y en la otra, un antiguo reloj con reminiscencias del siglo XVIII, trabajosamente marcaba las cuatro de la tarde. A su vez, ambos arquibancos, hacían de separadores entre un par de conjuntos más de sillones y sofás, los cuales, glosaban la estancia. Hábilmente colocados hacían que, si en un momento determinado se agolparan visitantes o nuevos residentes, todos pudieran esperar sin molestarse o sin que la privacidad de sus conversaciones, fueran descubiertas. La confidencialidad era indispensable en Los Picos de Posadas.

Distraídamente Aba ojeaba una revista de decoración y viajes, de las varias que se agolpaban en la mesa, junto con otras de propaganda de la propia residencia. La mesa, era la superposición de dos palés de esos que forman parte del paisaje de cualquier fábrica industrial pero que, abrillantados y pintados, daban un pequeño toque moderno al lugar o al menos, de cierto gusto por estéticas nuevas. Pasando las páginas, sus ojos se fueron moviendo hacia los cristales, donde una fina película de agua y jabón se deslizaba por ellos. Siguiendo la estela de las pequeñas pompas producidas por el detergente su mirada se encontró, de manera sorpresiva e inesperada, con la del operario de limpieza. De manera fija y callada la observaba con detenimiento. Un pequeño gesto de temor impregnó su piel que reverberó en la gestualidad de su cara aparentado malestar. El hombre, apercibido, de manera rauda retomó los quehaceres de su trabajo. Aba rehecha ya del contratiempo, en cambio, siguió observándole con detenimiento. Era un sujeto más bien grande y desproporcionado, con barba descuidada y ojos negros protegidos por unas densas y tupidas cejas. Las manos señalaban ser grandes y fuertes, hecho que no pasó desapercibido para Aba, ya que no denotaban ser las de un limpiador de cristales u operario al uso. Probablemente más de cien kilos anidaban detrás de un corroído mono de trabajo, lleno de las salpicaduras de agua, desprendida al chocar contra los cristales. Aún no se había evaporado la pequeña crisis de ansiedad provocada por sentirse espiada, cuando una cercana voz, le despertó de sus cábalas.

—¿Aba Galán? —con paso rápido y enérgico una mujer con bata de color pastel, casi anaranjado, se aproximaba de manera amistosa y complaciente—. Me  llamo Isabel Baños y soy la directora médico del centro y también, cuando Gretta Hollstein no está, oficio de cogerente en Los Picos de Posadas. Me gustaría darle la bienvenida a nuestra residencia.

—Gracias —respondió agradecida y devolviendo la cortesía—, es un placer conocerla. Tengo una cita con el señor Otto Brandl y…

—Sí, lo sé, pero ha tenido que ausentarse de manera urgente y me ha pedido le atienda yo personalmente. El primer día con nosotros es muy importante y su adaptación, rápida y positiva, es nuestro principal objetivo de inicio, así que yo seré su cicerone desde ahora mismo hasta que pueda reunirse con el fundador del centro —cortó Isabel de manera firme sin perder el mismo punto de afabilidad inicial.

Aun intentando contener todo el nerviosismo que en su interior bullía, no pudo evitar parecer turbada por unos instantes. Tenía claro que lo que estaba a punto de comenzar iba a ser la caza del gato y el ratón y ella, en todo momento debiera ser el gato, por lo tanto, perder el tempo y control de cada décima de segundo, no era el mejor de los presagios para comenzar. A su vez los nervios le impedían mostrarse distendida o incluso simpática. “Ahora encima esta tía se piensa que estoy loca y encima debo aparentarlo para quién sabe qué” –interpretaban agriamente sus neuronas.

—De acuerdo, puedo esperar —masculló Aba con cara de póquer.

—Tranquila —percibiendo su contradicción e intentando ser conciliadora. Isabel tenía claro que esa situación ya la había vivido otras muchas veces antes con otros pacientes en su entrada de acogida y por lo tanto, esos primeros momentos de inmersión eran vitales para no aguar los días posteriores—, su proceso lo llevará el señor Otto pero en este momento, como le digo, ha tenido que desplazarse a Logroño para hacer unos papeles. No dude que en breve se pondrá con su proceso pero mientras, si me gustaría, poder presentarle el lugar y tomarle unos simples datos. Ya sabe —la médico hacía todo lo posible por denotar que quería ofrecer calor y confianza ante la nueva situación—, tipos de comida, si está a dieta, deportes que practica, gustos literarios o musicales y un largo etcétera —mostrando un divertido tedio burocrático por el trabajo aún por realizar—. Para terminar me gustaría poder mostrarle cual será su espacio de retiro, si le parece, claro.

—¿Retiro? ¿Espacio? —preguntó sorprendida.

—¡Ay! ¡Dichosos tecnicismos nuestros! —interpeló sonriendo—. Nos matan con tanto protocolo de trabajo para dar el toque perfecto del Sentido Otto…

—¿Sentido Otto? Ya lo siento pero estoy totalmente perdida —cortó y preguntó de nuevo Aba.

—Sí, se me traban las palabras de tantas cosas que tengo que decir por cada bienvenida. De todas formas usted que es una profesional reputada ya sabe de lo que le hablo —pretendiendo hacer una pequeña mueca confidencial profesional en pos de seguir ganándose el favor de la enóloga—. Nuestro departamento de calidad y marketing nos tiene fritos en el cómo debemos desarrollar nuestra marca y sobre todo en este primer momento de acogida. A nuestro modelo y forma de trabajo y al conocimiento aplicado, basado en la filosofía que nuestro fundador creó, lo llamamos Sentido Otto —siguió con la misma tónica feliz y exclusiva—. En fin, prosigo —haciendo que sus palabras, hábilmente parecieran laxas—, me refiero a su habitación cuando hablo de retiro. Revestido con palabras más rimbombantes le damos un plus de calidad o distinción al asunto y una estancia queda casi convertida en una especie de marco espiritual —guiñando un ojo finalizó.

La cara de Isabel no dejaba lugar a la duda. A la vez que intentaba ser lo más amistosa posible, incluso bromista, tampoco omitía dejar de ser inflexible y relegar el mecanismo de acogida de pacientes asumido por la casa. Aunque hubiera un alto porcentaje de internos en el que el ingreso se producía por voluntad propia, no dejaba de generarse un profundo magma de preocupación ante la nueva situación. Sabido era que, cierto nerviosismo o ansiedad, solía aparecer en la conducta de los recién llegados al verse en un lugar siempre asociado al trastorno psicológico o mental pero, la experiencia justificaba, permanecer siempre firmes ya que así, se mandaba un claro mensaje de “situación bajo control”. Ese protocolo, para el tipo de personas que acudían al centro, generaba signos de calor positivo.

Por otro lado también, había un grupo menor de pacientes en el que era su familia la que imploraba su inclusión. Al no soportar más la degeneración paulatina que proclama cualquier enfermedad mental, apelaban expectantes, a sus variadas y modernas nuevas técnicas de sanación. Incluso, y en ciertas ocasiones, dejándolos en el centro de por vida y tirando la llave para ya nunca ser devueltos a la sociedad.

Dada la exclusividad y precios de Los Picos de Posadas generalmente eran personas atribuladas las que llegaban hasta sus puertas. Famosos por sus trabajos o entornos sociales y acaudalados que, tras una vida de excesos, adicciones o locuras congénitas, más o menos perversas, entendían que eran difíciles ya de erradicar sin ayuda. La edad, la vida, la familia, sus parejas o simplemente la toma de conciencia de su situación, admitiendo que ese no era el camino a seguir, les hacía frenar, pensar y redefinirse. Así pues y tras esa composición de lugar, daban con sus huesos en el sitio perfecto, donde poner punto final a todos sus males y disonancias. El tener, como manual de buenas prácticas, una argumentación positiva, libre de palabras que pudieran ser agresivas, lesivas o incluso peyorativas hacían que el residente se acomodara mejor a su nueva vida. La seña de identidad o idea a vender del centro en el mundo mercadotécnico era muy simple y sencilla “reconducir espíritus y almas”. Aunque muchas veces el trabajo diario fuera similar al típico a cualquier consulta psicológica o psiquiátrica, era siempre mejor administrarlo, dentro de lo llamado políticamente correcto y más en el caso de la clientela a la que esperaban. Primero seducir para luego admitir, más o menos era esa la idea propuesta por dirección.

Los Picos de Posadas también estaba concebida como una especie de centro de alta seguridad donde nadie podía salir sin ser detectado pero que, desde el punto de vista de los internos, debía mostrarse como una suerte de albergue idílico lleno de paz, corrección y tranquilidad. Grandes ventanales y luz por doquier generaba el calor necesario para la aventura de la nueva construcción de los espíritus rotos. La cercanía de las grandes montañas hacía que manara con fuerza el purificador aire fresco y saludable, que incluso era recomendado por los médicos de las grandes ciudades otorgando al lugar el título de “espacio único donde la vida ofrece una nueva oportunidad”. La publicidad y revistas creadas por el departamento de marketing de la empresa, diseminadas hábilmente y con sutiliza por todo el hall de recepción, mostraban parajes cercanos paradisíacos, personas felices montando a caballo en la cercanía de una cascada u otras paseando o vadeando pequeños riachuelos bajados desde la montaña. Médicos y pacientes en alegre sintonía mostraban una actitud servicial y divertida mientras escuchaban de manera cortés las conversaciones de cada cual. Un enorme bufete ofrecía las delicias culinarias de la cocina haciendo ver que el alma situada en el estómago nunca pasaría fatigas. En definitiva, un entorno ideal donde la vida brindaba para unos pocos exclusivos, una nueva oportunidad.

—¿Me acompaña? —preguntó solícita Isabel—. No se preocupe por sus maletas que en breve las tendrá colocadas en perfecto orden en su habitación.

Aba se levantó sin ofrecer resistencia a la petición del médico. En su interior existía una confrontación a partes iguales entre frenar sus ansías de respuestas, preguntas, conocimientos, con otras nuevas e insondables. No albergaba sentimientos de venganza porque realmente, no había dirección alguna para poder generar ira contra nadie, como mucho, contra su propio padre por haberla colocado en esa situación. No podía categorizar su miedo porque, aunque percibido, tampoco había un sujeto que fuera presa de sus desvelos. Tampoco podía aventurarse en pedir explicaciones a algo o alguien ya que ni tan siquiera tenía datos para poder componerlas. En cambio, si percibía un incremento constante y frenético en sus niveles nerviosos, cosa a lo que no estaba nada acostumbrada. El mero hecho de haber tomado una decisión en el que todos sus niveles de confort eran derribados a cada instante, sin propuesta alguna de mejora, le martirizaba. Dicha sensación le producía un profundo malestar, parecido, al ardor de estómago que le producía un mal mosto. Buscaba claves para algo que desde su interior ni tan siquiera tenía definición. Aba comenzaba a sentir que, ante todo lo que ella buscaba, era saber cuál era su origen y fin en la vida reiniciándose desde sus raíces. “Fingir para lograr, mimetizarse para encontrar quien realmente soy”. Sin entender muy bien la premisa comenzaba, fatigosamente, a repetirla en su cerebro. Quizás y como un buen vino que se inició sobre una base de trabajo exhaustivo, metódico y paciente en el campo, de aquellas pequeñas yemas que, nacidas en las varas de las cepas, devienen en generar el mejor caldo que luego descansará en sombríos calados, así iba a ser su nuevo camino, puro crecimiento constante.

René había hecho llegar a los Picos de Posadas un diagnóstico firmado y sellado por un reputado médico holandés. En dicho escrito, el psicólogo, de manera exhaustiva, nombraba diversos trastornos y traumas que asolaban la mente de Aba. Incluso cuando esta lo leyó por primera vez, tuvo que ir varias veces al diccionario, para averiguar el sentido de sus padecimientos. Aun así, estaba sorprendida por la diligencia, rapidez y facilidad con la que el policía había hecho llegar tan extensos y bien cimentados informes. Achacado todo ello a su pericia policial no le dio mayor importancia. Aun así, ecos de alarmas reverberaban enmascarados, al recordar las últimas palabras de Vega, presa de una crisis de pánico y ansiedad, cuando Aba le transmitió que se iba por una temporada de la bodega.

—Pero ¿estás loca? ¿Te vas adónde? —preguntaba atónita.

—Necesito encontrar respuestas. Necesito saber qué pasó con la muerte de mi padre —respondía con temor sabiendo que ni ella misma creía en lo que decía.

—No lo entiendo, ¿te vas a internar en un centro por ayudar a un policía que más bien parecía un payaso de feria chunga? ¡Lo flipo tía! —seguía perpleja.

—Ahora la bodega está tranquila. Ya ha pasado lo peor de la vendimia y tú puedes con todo el trabajo de cada día. Podemos permitirnos que yo falte. Otros años nos hemos ido de vacaciones al finalizar la campaña, así que tranquila —intentado emitir una sonrisa reposada en la que ni ella misma creía.

—¡No tiene nada que ver! Aba, todo esto es una gran mentira. Alguien te está utilizando para yo que sé qué. Pero ¡por Dios! ¿No lo ves? —y juntas, abrazadas, lloraban al despedirse reconociendo peligros indómitos y complicaciones extremas acercándose sin pausa.

Su cara era un poema. Pálida, casi desaliñada, no lograba hacerse creer el miedo que irradiaban cada una de sus palabras.

—He hablado con los dueños y no hay problema. Les he dicho que necesito un poco de paz y tranquilidad y me han entendido, llevo un año a tope y saben que estoy estresada. Estoy segura que en dos meses estaré de vuelta pero, por ahora, necesito que me cubras ¿vale? —preguntó a una Vega, ahogada bajo un manto de lúgubres pesadillas.

—Llámame y mantenme al tanto. Si necesitas algo me dices ¿de acuerdo? Y si quieres que vaya a verte subo cada día pero por favor, ten cuidado, te quiero mucho y te necesitamos aquí —ahogadas, bajo el torrente producido por sus vasos lagrimales, se abrazaron no queriendo interpretar si la despedida tenía matices de puntos suspensivos o definitivos.

A cada paso que daba hacia el interior del centro un miedo sin rostro crecía en su interior. Amagó con volver su mirada hacia la puerta de salida como si fuera un último grito, escorzo o gesto en el que su mundo interior le imploraba que huyera, pero al contrario, sus ojos chocaron de nuevo con los del operario que limpiaba los cristales. Sus ojos destilaban una oculta y cuasi pervertida mirada mientras una débil sonrisa aparecía en su rostro como presagiando días difíciles para Aba.

Isabel marcó una clave numérica en un aparato de los utilizados para el control de presencia de los empleados que, junto a la puerta, precedía a la entrada en el centro. Aba, confusa y desorientada, observando la inexorabilidad de la decisión tomada, se enfadó consigo misma al no haber estado más atenta aprendiendo las claves para, como intuía, le fueran vitales en un futuro nada lejano. La puerta aparentemente sencilla se cerró tras sus espaldas. Un percutor hizo eco al nuevo universo en el que se adentraba y un nuevo mundo apareció ante a sus ojos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 2

 

 

El jardín hervía de vida entre las ocho y las nueve de la mañana. Aunque el calendario databa que el invierno gobernaba el viento, las turbulencias del cambio climático parecían querer engañar a los sentidos ofreciendo aún, tímido sol y calor desde las montañas del sistema Ibérico. Una explosión de colores sorprendió a la enóloga. Por lo que podía observar cada cual iba vestido como le daba la gana con lo que en un principio, casi le dio la impresión, de estar más en una comuna hippie de los años setenta que en una residencia de descanso. Evadidos de los marcos o normas no escritas que rigen en la realidad cotidiana de cada ciudad, en la residencia se primaba el libre albedrío de cada residente. A todo ese colorido popurrí se unía un enorme buffet de desayuno compuesto de las más variopintas y exóticas especialidades lo cual, ahondaba aún más en hacer que los sentidos dudaran, en situar exactamente el lugar donde se hallaban. Aba, de manera tímida y acomplejada, intentaba introducirse dentro del conjunto con cierta torpeza. Eslóganes, montados sobre pequeños plintos, lanzaban frases llenas de píldoras vitamínicas sobre la autoestima, la motivación y la paz interior. Mensajes como “Si un árbol ha soportado cientos de inviernos ¿por qué has dejado de confiar por haber dado un mal paso?” o “Recoge energía de la montaña y devuélvele luz” se dispersaban, hábilmente colocados, por el lugar. Sin resultar cargantes o excesivos y sin romper la armonía del paisaje, la vista los encontraba con agrado e ilusión.

—¿Qué tal ha dormido esta mañana señora? —preguntó un educado y solícito camarero.

—¡Mal! —respondió afligida—. Me estoy muriendo y nadie parece querer ayudarme. No me aguanto ya ni yo misma —terminó compungida.

—Mi querida Elena, cada mañana la veo más guapa pero igual de protestona. Eso significa que cada día está mejor —echándose a reír amablemente—, tengo una sorpresa para usted.

—A ver —sonriendo aparentaba desgana.

—Una riquísima leche vegetal repleta de calcio y proteínas ¡Leche de castañas! —manifestó efusivo—. Llevo desde ayer preparándolo para usted. He tenido toda la noche en remojo las castañitas, con esto va a parecer que tiene de nuevo veinte años.

—¡Ya me gustaría a mí! —soltando una cínica carcajada.

—Mire. La receta lleva —mientras comenzaba a prepararlo—, castañitas troceadas, un poco de vainilla en polvo y otro poco de jengibre. Además y por ser usted he conseguido —y se acercó a ella hablando en voz muy baja, dando exclusividad a lo que le iba a decir— baobab[13] o lo que también se llama “árbol de la vida” que tiene propiedades antioxidantes que le van a venir genial… ahora le añadimos un poquito de ajo negro que es lo mejor para el corazón…

—No me repetirá ¿no? —interpeló con la contradicción reflejada en su cara—.

—No tranquila. Es bueno para su colesterol y el corazón, como le digo. Además, le va poner a tono todo su sistema inmune, que pronto llega el invierno y parece viene duro. Y si conseguimos atenuar su cansancio, recuerde que muchas veces me dice que anda fatigada, pues ¡bingo! Y es que lleva un porrón de vitaminas. ¡Elena, le estoy regalando vida! —mientras hablaba, pasaba todo por un robot de cocina y con el mismo tacto añadía un poco de agua, fría y sin tratar, recogida del manantial que bajaba desde la montaña. Feliz, al terminar su preparado, le entregaba un vaso repleto de colores con matices marrones.

—Pero que pelota eres corazón. Menos mal que me alegras las mañanas que si no… —respondió con cariño la septuagenaria—. Si montas un negocio de estos, yo te avalo, hay que ver lo que sabes de estas cosas.

Cogiendo con gusto el batido y sonriendo al camarero se dio la vuelta encontrándose con los ojos de Aba.

—¿Es usted la nueva? —preguntó educadamente y ofreciendo una confortable sonrisa.

—Sí —Aba, mostrando un tenue arqueo de los labios y sorprendida por la pregunta, respondió casi mecánicamente algo ruborizada.

—Bienvenida querida —y efusivamente, Elena, le plantó dos besos—. Tenga cuidado con este camarero que es puro veneno. Dice que tiene el título de nutricionista pero yo más bien creo que es el de brujería —mientras guiñaba un ojo e irónicamente se divertía con la chanza.

Aba adelantó un paso y se situó frente a la mesa de los zumos y batidos naturales donde los camareros ofrecían sus servicios.

—Buenos días —comenzó a hablar con efusividad y amabilidad controlada el camarero—, me llamo Gustavo y espero poder ofrecerle cada mañana el mejor de los desayunos y con mis mixturas, hacer que su espíritu renazca ¿come de todo, es usted vegetariana o tiene recomendada algún tipo de dieta? —preguntó siguiendo con el mismo protocolo afable—. Todavía no hemos recibido de dirección algún tipo de indicación o tratamiento para usted, así que hoy es nuestra invitada especial.

Además de estar, algo incordiada descubriendo que todo el mundo sabía ya de su existencia aún estaba más confundida, por todo lo que observaba a su alrededor. Realmente, más parecía una especie de secta de esas modernas que veía en la tele que un sanatorio mental. No entendía el porqué de las simpares vestimentas de todos los allí presentes y menos aun comprendía, el que toda la imagen allí propuesta, se alejara enormemente de cualquier idea preconcebida para lugares como Los Picos de Posadas.

Agradecida por el interés de Gustavo le observó con detenimiento por unos segundos. Tras la primera toma de contacto con Isabel era la primera persona con la que hablaba desde que había llegado. Muy pálido, alto y espigado, vestido con un uniforme de color cereza con varias tallas de más, ofrecía toda su impronta profesional desde manos alargadas y huesudas. “Vaya tela de uniforme. Igual esperan que crezca más con este rollo de la energía y las fuerzas cósmicas” bromeó cínicamente su mente.

—Entonces, dicho lo cual ¿le puedo preparar una de nuestras especialidades repletas de pura energía? —insistió solícito el camarero—. ¿Si me dice sus gustos, también, puedo hacer algo en un minuto? No me ha dicho si es vegetariana, Maitena, celiaca o si no tiene problema con ningún alimento. Perdón, se llama Aba, ¿verdad? A veces, han entrado varios residentes nuevos y he confundido sus nombres en su primer día, si es así le pido perdón.

—Sí… Aba, me llamo Aba. Soy enóloga, creo que no tengo problemas para comer de todo y bueno, particularmente, me gustan los frutos rojos. Así que con eso… —respondió con cierta rotundidad y medida cortesía, intentando esbozar una milimétrica sonrisa. Algo tensa, todavía no contaba con demasiada locuacidad ni excesiva confianza, así que de momento, su habitual verborrea era poco prolija.

—Perfecto, espero sorprenderla con esta idea. La llamaremos “Nuevas Luces para Aba”.

—Un poco hortera, la verdad, pero muchas gracias por el detalle —sin intentar ser borde aunque pareció que lo era, esperó a ver la evolución del trabajo del camarero.

Este ya cogía, de manera rápida, un poco de agua de coco de un pequeño dispensador y de otra botella, medio vaso de agua salada del mar Cantábrico. Agregando un par de cucharadas de zumo de limón comenzó sutilmente a mezclarlo.

—Ahora le vamos a añadir un poco de un concentrado nutricional que hacemos en la casa. Está compuesto por proteínas vegetales, semillas de calabaza, guisante y arroz integral germinado. Un poco más de levadura nutricional con semillas de cáñamo y va a ver qué cremoso queda. Ahora lo ayudamos con un toque de canela traída de la India y un poco de miel de nuestras abejas para endulzar y fin —explicaba profesional y feliz el camarero.

En una enorme licuadora iban cayendo todos los productos finalizando con unos pocos trozos de plátano y una suerte de frutos rojos compuestos por arándanos, fresas, moras y frambuesas. Un enorme estruendo tuvo lugar cuando la máquina inició su trabajo.

—Y aquí lo tiene —mientras lo servía sobre un moderno plato sopero, acompañado de pequeñas virutas de chocolate blanco y un poco de menta fresca—. Espero le guste —ofreciéndoselo con esmero—. Como el Sentido Otto precisa, trabajamos todo sin prisa, haciendo que cada proceso fluya y alcance su máximo sabor. Nuestros extractores de zumo van a baja revolución para conservar los nutrientes y enzimas. El efecto o sensación que intentamos conseguir es que por cada sorbo que damos, una bocanada de nueva vida surja en nuestro interior —se palpaba que tenía apego a su trabajo. Finalizado, expectante esperó, con cierto nerviosismo, a conocer las sensaciones de la nueva residente ante su creación.

—¡Vaya pinta tiene! —exclamó anonada por la presentación y por el relato de su producción. De manera inmediata y feliz procedió a tomar una cucharada—. ¡Por Dios, está buenísimo! —sus pómulos tornasolados daban fe de su satisfacción interior—. Cada sabor se marca perfectamente, sin solaparse ninguno y no están ni demasiado licuados ni con excesiva textura —afirmó exultante.

—Gracias, venido de una profesional como usted es todo un halago —complacido ofreció una franca sonrisa mientras suavemente inclinaba la cabeza.

Aba comenzó a mostrar confianza. Su inicio, algo mal encarado quizás motivado por su férrea coraza interior, comenzó a atenuarse.

—Empezamos bien el día. Por lo que veo tenemos variedad de comidas para iniciar el día —mientras con deleite, observaba la disposición general del buffet.

—Sí. Si se fija, ahí tiene diversos tipos de tortillas y huevos, bacón y salchichas, que para muchos son una delicia. Aun así debe saber que los contenidos cárnicos solo los tenemos dos días a la semana en el buffet —matizó con eficiencia—. El Sentido Otto intenta ofrecer una dieta nutricional óptima cada día pero también permite que un poco de colesterol o por así decirlo, grasa, sea bien recibida por nuestro cuerpo —sus palabras, no exentas de rigor, acercaban a la nueva residente al complejo mundo de la recuperación interior—. En esa plancha, mis compañeros pueden prepararle al momento…

—Perdón, sigo sin pillarle el truco a eso que llamáis el Sentido Otto ¿qué es el Sentido Otto? Todo el mundo lo repite constantemente y en fin… —meditando y arqueando sus cejas mostraba las profundas que asolaban su interior. Las necesidades de respuestas fluían por doquier.

—¡Ah! Se nota que es su primer día. Creo que su habilitador no le ha presentado Los Picos de Posadas.

—¿Habilitador? —volvió a interrumpir.

—Sí, el habilitador o bueno igual habilitadora, es la persona que guiará sus pasos dentro del centro para así conseguir sus objetivos lo antes posible, sean físicos o psíquicos.

—Hay que ver lo bien preparados que están ustedes, saben de todo —enfatizando notablemente el sarcasmo en sus palabras—. Entonces, es como un médico de guardia, ¿no? Bueno, supongo que ese habilitador del que hablas será Otto, ya que estoy esperando hablar con él.

—¿Otto? —interpeló el camarero muy contrariado por la afirmación de Aba—. Nadie conoce o ve a Otto.

Aba no entendió muy bien el sentido de las palabras de Gustavo, las cuáles y quizás, simplemente achacadas, a su condición de camarero nutricionista. “Es lógico” pensó. “No es médico o personal directivo de Los Picos y por tanto no está al tanto del todo”. Pero el caso es que, la pregunta, le dejó cierto poso de incertidumbre. Aun así y catalogado ya a Gustavo como suministrador oficial de información, prosiguió en su afán de buscar respuestas para nutrir su necesidad de conocimientos.

—Entonces, tenemos un sentido de llevar las cosas, un hombre al que nadie ve pero lo preside todo, un enorme buffet que solo en determinados días ofrece colesterol a tope, un…

—Y una habilitadora que soy yo —con gesto enérgico y una mirada algo gélida cortó la conversación una mujer que se coló entre ambos. Sorprendido y cazado por su vehemencia informativa Gustavo rápidamente volvió a sus quehaceres—. Me llamo Úrsula y seré su habilitadora durante su estancia en Los Picos de Posadas.

Úrsula era una mujer de unos cuarenta y tantos años. No excesivamente alta, media melena con necesidad de nuevas mechas y algo oronda, parecía más bien la típica profesora a la que, el alumno común, no suele tener exceso de cariño. Aun así, cualquier juicio de valor inmediato hacia ella pudiera ser erróneo si no siguiéramos observando. La bata que, simulando un campo de girasoles uniformaba, era difícil pasase desapercibida. Por lo tanto pudiera parecer que dos fuertes personalidades cohabitaban en su ser. Una amable y voluntariosa frenada por otra donde, un marcado rictus hierático frenaba cualquier intento de ser más cordial de lo debido. Se notaba que tenía la necesidad de controlar el entorno y más, en los primeros pasos de cualquier nuevo residente.

—Debe perdonar al camarero. Muchas veces hablan por hablar y realmente, aunque su intento siempre es el de ayudarnos a todos, suelen meter la pata más de lo deseado —y con un gesto severo volvió sus ojos hacia Gustavo quien no respondió a su velada increpación.

—¡Querida! —un tímido grito partió desde dentro del comedor.

Elena, la señora con la que había coincidido en la cola del buffet, agitaba una servilleta con pasión haciéndole ver que le aguardaba para acompañarle en el desayuno. “¡Vaya! Otra que me agita un pañuelo. Debo de atraer a todos los locos” pensó.

—Pues ya tendremos ocasión de ir conociéndonos —argumentó secamente Aba librándose de su habilitadora—, me voy a desayunar con Elena —pareciendo que la conocía de toda la vida.

Dejando a Úrsula con la palabra en la boca, Aba ya se perdía entre las concurridas mesas, aceptando el ofrecimiento de su anfitriona.

—Siéntese conmigo… no entiendo yo a estos de la residencia, a estas horas de la mañana nos ponen samba, se les va la pinza con tanto rollo naturalista —meditaba denotando ganas de agradar y afabilidad extrema.

—¿Quién es? Suena bien. Me parece bonito comenzar el día con sonidos dulces.

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