ORA:CLE

ORA:CLE


VI

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VI

El grito de Emde fue atroz, y por un momento lo inmovilizó. En él chillaban el terror, y el dolor, y la rabia también, ante un mundo que se había vuelto tan loco. Ael sintió deseos de gritar también, en empatía. Hubiera tomado el dolor de ella para sí, si hubiera podido.

Entró en el apartamento a la carga, en medio de la niebla de anhídrido carbónico de los extintores automáticos. Fragmentos de la cocina y trozos de hojas de las plantas cubrían la sala de estar; tuvo que arrastrarse por encima del armario de los licores para alcanzar el pasillo que conducía al baño. El gemido como una sirena de la señora M’te Emdiez atravesaba como un cuchillo la pared. Se oyó ruido de pasos, rápidos y fuertes, en el descansillo. Se puso a temblar bruscamente: por tercera vez en dos días le había salvado el azar. Si no se hubiera ocupado del peral, los cristales, convertidos en proyectiles, lo hubieran acribillado.

—¡Doc!

La halló en el baño, los pantis enrollados aún en sus tobillos. Se balanceaba hacia delante y hacia atrás, gimiendo, las manos apretadas formando copa contra sus oídos. Una gota de sangre cayó salpicando sobre su desnudo muslo.

Acarició su mano izquierda, ligeramente, y ella alzó la cabeza. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, diluyendo la mancha roja sobre su labio superior.

—¡Ael! —gritó—. ¡Ael! ¡Mis oídos, no puedo oír!

Se arrodilló y la rodeó con sus brazos, como si su desesperado abrazo pudiera curarla. Se sumergió mentalmente en la interface de ORA:CLE, sondeó en la base de datos del hospital Yale-New Haven, y emergió en su Programa de Emergencias. Aguijoneado, el ordenador prometió hacer aterrizar un saco negro en su terraza antes de noventa segundos.

Volvió a tiempo real, ayudó a Emde a ponerse en pie. Temblaba tan violentamente que tuvo que sostener la mayor parte de su peso. Seguro que no podría trepar por encima del mobiliario roto que cegaba el pasillo. La condujo hacia la puerta más próxima, la del dormitorio. Los extintores seguían siseando y escupiendo nubes pegajosas, pero con todas las ventanas destrozadas, entraba el suficiente aire fresco como para que la atmósfera no fuera sofocante.

La condujo a la cama y la arropó con frías mantas. Con exagerados movimientos de los labios, dientes y lengua, murmuró: AGUARDA. DOCTOR. VIENE. Escuchó, atento a oír el zumbido de los rotores. Y rezó.

Cuando llegó el saco negro y lo hubo alzado por encima de los cascotes para que pudiera deslizarse hasta Emde, pidió acceso de nuevo al Oráculo. La furia crecía dentro de él, pero la mantuvo bajo control.

¿Qué fue transmitido a mi masireceptor?

Una décima de segundo más tarde, El Oráculo respondió:

#Un centenar de centímetros cúbicos de gas procedente de las profundidades de la atmósfera de Júpiter…, en su densidad original#.

¿Cómo lo dejó pasar la Central de Masitransmisión?

#Fue un envío directo; nunca pasó por la Central de Masitransmisión#.

—¿Qué? —Eso lo gritó en voz alta.

#El Laboratorio de Astrofísica de Yale ha informado de la desaparición de un envío de gas joviano; parece probable que su paquete fuera destinado originalmente a ellos#.

—Estoy llamando a una ambulancia, señor —interrumpió el saco negro.

—¿Cómo se encuentra? ¿Está…, se pondrá…?

—La he puesto bajo sedación, señor. Y se pondrá bien. Unas cuantas horas en el hospital, y estará como nueva. —Rodó de vuelta al dormitorio.

Los fármacos habían amortiguado sus gemidos. Sólo entonces se dio cuenta de lo nervioso que le habían puesto aquellos gemidos. Se reclinó contra la destrozada pared, y dio gracias a Quien Fuera por haber permitido que siguiera en el baño, aunque la compresión le hubiera roto los tímpanos. Si hubiera acudido al aviso del masi… Se estremeció.

¿Cómo demonios puede haber llegado hasta aquí un envío a Yale?

#Las manchas solares#.

¿Qué?

#Los registros señalan que una serie de interferencias procedentes de las manchas solares embrollaron el destino en el momento en que la transmisión se acercaba a la Tierra#.

¿Con quíntuples circuitos de redundancia? Eso es la cosa más malditamente estúpida que he oído en mi vida.

#Sí#.

Guardó silencio, escuchando el latir de su corazón, mientras digería aquello. Luego:

¿Está de acuerdo conmigo?

#Completamente#.

Casi no supo qué preguntar a continuación.

¿Qué infiernos está ocurriendo aquí?

#Debería resultar obvio, señor: alguien está intentando matarle#.

¿Quién, maldita sea?

—¿QUIÉN?

Ante su grito, el saco negro se asomó al pasillo para preguntarle si él también necesitaba atención médica. Lo despidió con un gesto de la mano; rodó de vuelta al dormitorio.

¿Quién?

#Es un auténtico acertijo, señor. Todavía no estamos seguros#.

¿Estamos?

#Señor Ael Elochenta, los eruditos sobre el Asia Oriental, 1500-2000 d. C., son una especie en peligro. ORA:CLE no está dispuesto a permitir que se extingan#.

Extingan. La palabra en sí sonaba definitiva. Se estremeció.

Entonces, ¿qué recomienda?

#Por el momento, nada concreto. Atienda a su esposa. Manténgase disponible#.

Quiere decir vivo.

#Viene a ser lo mismo#.

Fuera, las palas de un helicóptero llenaron el aire. Se oyó el silbar de chorros; los cristales crujieron en la terraza. El rugir del helicóptero disminuyó; el operador debía estar enviándolo al tejado.

—¡Hey! —llamó una voz de bajo, entre crujidos de parásitos.

—¡Aquí dentro!

El primer camillero trepó fácilmente por el demolido mobiliario: una máquina de cuerpo redondeado con ocho patas de araña, cada una rematada por un pie ajustable que podía encogerse a un muñón tubular o hincharse hasta formar un pontón de un metro de largo, según exigieran las condiciones de rescate, con una camilla plegada sujeta en dos de sus cuatro brazos telescópicos. Su cámara se fijó en Ael; el faro montado en su centro le deslumbró.

—¡Hey! —alzó los brazos para protegerse los ojos—. No necesita eso.

—La energía aún funciona, ¿eh? —Apagó el foco—. ¿Dónde está la señora Emde Ocincuenta?

—¡Aquí dentro! ¡Aquí dentro! —dijo el saco negro desde el dormitorio.

—¿Eres tú, Jotef? Perdón, señor, déjeme pasar. —Ael se echó hacia atrás, pegándose a la pared mientras la máquina se escurría por su lado; una de las pulidas articulaciones de sus rodillas le golpeó en un muslo—. Hey, creí que te habían retirado, Jotef.

—Resultó que era alérgica al tinte para el pelo de mi marido. Tan pronto como cambió de marca cesaron los temblores. No es nada demasiado serio, sólo los tímpanos perforados, unas cuantas costillas magulladas en la espalda, el shock…, quizá contusiones en algunos lugares.

El segundo camillero apareció al extremo del pasillo. Inclinó el cuerpo para estudiar el armario de los licores volcado, extendió sus cuatro brazos al máximo, lo sujetó. Zumbaron engranajes. Flexionó las patas, elevó el cuerpo medio metro; sus brazos se retrajeron. El armario se alzó.

—¿Dónde quiere que se lo ponga?

—En cualquier lugar, no importa.

—Correcto. —Hizo girar su cámara, pivotó sobre su pelvis articulable en todas direcciones y dio dos pasos de arácnido hacia la sala de estar. Una botella de vino cayó de la destrozada puerta del armario y se hizo añicos contra la moqueta. El motor zumbó como protestando cuando se inclinó para apoyar el armario contra el respaldo de uno de los sofás. Volvió junto a Ael, dejando el penetrante olor del alcohol derramado tras de sí.

—Ahí dentro —dijo Ael, y señaló hacia el dormitorio.

—Gracias. —Pasó por su lado, luego dudó en la puerta—. Esto…, será mejor que espere usted en la sala de estar; este pasillo va a verse muy atestado cuando la saquemos.

Deseaba estar junto a ella, pero parecía hallarse en manos competentes, y él lo único que haría sería estorbar. Con las manos en los bolsillos, la cabeza hundida, fue a la sala de estar. Allá echó un vistazo al desastre.

Restos de vajilla, latas de conserva y trozos de alacena cubrían el suelo. El estallido había arrancado la mayor parte de las hojas de la dracaena, la difrenbachia y la schefflera de la jardinera, y roto todos sus tallos. Una profunda muesca recorría en diagonal la mesa del comedor, trazando una línea que iba desde la habitación del masirreceptor, cruzaba la encimera de la cocina y terminaba en la cafetera empotrada en el brazo del sofá. Las plantas de la pared de la izquierda parecían haber sido completamente podadas.

Se dirigió a la puerta y miró por encima de la volcada encimera al lugar de la explosión. La nevera estaba aplastada y ahora no era más que una losa de plástico de veinte centímetros de grosor, aún en pie. La puerta colgaba de una sola bisagra, bajo la cual rezumaba zumo de naranja.

El destrozo le produjo náuseas. Todos los muebles y aparatos, para los que él y Emde habían estado ahorrando durante muchos años —y algunos aún no acabados de pagar—, todo reducido a basura. Y su jardinera, cinco metros de largo y seis años de cuidados, un desierto. Todo estaba asegurado, por supuesto, pero ¿podría reemplazar la indemnización de la compañía los jarrones que Emde había moldeado con sus propias manos en sus clases de cerámica? ¿Podría hacer resucitar una pared llena de queridas plantas?

Se detuvo.

—Oh, no. —Brotó de su pecho como un suspiro, ahogado por una imagen: sus bonsáis, perchados en pedestales en la parte exterior de las ventanas que daban a la terraza.

Las retorcidas, destrozadas ventanas que habían escupido sus cristales hacia fuera en una nube de resplandeciente metralla.

Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la terraza, casi resbalando cuando pisó un brillante embudo cromado que rodó bajo su pie.

Los camilleros aparecieron avanzando con precaución por el recodo del pasillo, abriéndose camino por entre los escombros, manteniendo a Emde absolutamente estable en su litera, los pies más altos que la cabeza. La máquina de atrás cargaba también con el saco negro, que mantenía uno de sus tentáculos blandamente enrollado en torno a la muñeca izquierda de Emde.

—La llevamos al hospital Yale-New Haven —dijo el camillero de cabeza—. Puede llamar usted a información del hospital dentro de, digamos, quince minutos, para saber todos los detalles: habitación, doctor asignado, todo eso. Si nos disculpa, por favor… —Su tercer brazo se adelantó telescópicamente para accionar la manija de la puerta.

Ael se echó a un lado.

—Vengo con ustedes.

—Lo siento, señor, pero no puede.

—¿Qué quiere decir con que no puedo? Es mi esposa, y…

—Son las reglas, señor. Puede acompañarnos hasta el tejado, pero no más allá. —Abrió la puerta a una multitud de rostros curiosos, que el sudoroso policía del edificio intentaba mantener hacia atrás. A la vista del rostro de Emde, manchado de sangre y fantasmagóricamente blanco pero no envuelto en la cubierta de plástico, la multitud suspiró y se echó hacia delante. Los brazos abiertos del policía sólo pudieron contener a tres. El camillero tuvo que encargarse de todos los demás.

Se detuvo. Su cámara giró mientras, al parecer, evaluaba la situación. Se oyó un cliquetear metálico. Dos de sus brazos se extendieron unos buenos tres metros y medio. Sus extremos se tocaron; sus codos se proyectaron hacia fuera formando una cuña, una punta de lanza. Luego la máquina avanzó, abriendo camino entre los espectadores, que se echaron apresuradamente hacia atrás.

El segundo camillero cerró con un pie la puerta de entrada del apartamento de Ael antes de que ninguno de los curiosos pudiera deslizarse a su destrozado interior.

Ael caminó junto a la camilla, sujetando la mano derecha de Emde, respondiendo a los ¿«Cómo se encuentra»? con apresurados «Se pondrá bien».

El ascensor los condujo silenciosamente hasta el tejado, y los depositó en el corredor del techo bajo que conducía a la pista de acceso para helicópteros al aire libre.

—Ya no puede ir más lejos de aquí —dijo el primer camillero.

—Tienen ustedes sitio para…

—Lo siento, señor. Son las reglas. —Agitó su tercer brazo; la mano floreció en un escudo forrado de vinilo que retuvo a Ael por el pecho, el estómago y las caderas y lo empujó hacia atrás, hasta toda la longitud del brazo extendido.

—¡Hey! —Intentó frenar el empuje y luego eludirlo echándose a un lado, pero el segundo camillero lo agarró por el cinturón y lo empujó suavemente hasta el ascensor. Lo mantuvo suspendido con los talones a unos centímetros del suelo, mientras otro de sus brazos culebreaba hasta el panel de control y pulsaba el botón marcado 38. Luego ambos brazos se retiraron, abriéndose a escudos al tiempo que lo hacían, bloqueando la salida del ascensor hasta que se cerraron las puertas. La maquinaria sorbió a Ael de vuelta hasta su piso. La cabina bajó tan rápido que llegó abajo antes de que hubiera podido reajustar sus pantalones.

—Ael.

Se volvió.

—Oh, doctora L’i Hachveinte.

Ella frunció el ceño.

Agua.

—Agua.

—Acabo de enterarme de la causa de toda esta conmoción. —Apoyó su mano en el antebrazo izquierdo de él—. Lo lamento tanto. ¿Puedo hacer algo para ayudar?

La estudió. Por una vez, no parecía dopada.

—¿Puede meterme en la ambulancia antes de que se vaya?

—Ya se ha ido. Pero aunque no lo hubiera hecho, tampoco podría. Las reglas, ¿sabe?

—Eso es lo que me dijeron. —Echó a andar hacia la puerta de su apartamento. Las reglas. Jesucristo. Qué estupidez. Deseó que el descansillo estuviera lleno de botellas o latas o cualquier cosa que pudiera patear, fuertemente…, o ramas y palos de escoba que pudiera partir contra su rodilla.

L’i se mantuvo a su altura y le palmeó el hombro.

—¿Por qué no sube conmigo arriba? Déjeme prepararle una copa, ayudarle a calmarse un poco.

Negó con la cabeza. Lo último que deseaba era calmarse.

—Entiendo cómo se siente. Mi madre vivió conmigo hasta el final. Cuando se la llevaron… —Adelantó una mano, la cerró lentamente, luego la agitó—. Tuvieron que clavarme al suelo para que el saco negro pudiera sedarme. A mí, a una profesional. Pero es algo que está en los genes. Desde hace tres millones de años, cuando todo lo que podías hacer si uno de los miembros de tu grupo resultaba herido era quedarte a su lado y agitar tu garrote para mantener alejados a los buitres y a los chacales.

La miró.

—¿Está usted segura de eso? ¿Como un hecho real, quiero decir? ¿O es sólo…, esto…, una teoría personal?

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué importa si es cierto o no? Mire, su apartamento debe estar hecho un desastre…, déjeme ayudarle a ordenarlo.

La oferta parecía sincera, pero retrocedió ante ella.

—No, yo me encargaré. —Tener a una desconocida removiendo entre sus revueltas y chamuscadas pertenencias…— De todos modos, necesito algo en que ocuparme.

Se detuvieron a cinco metros de distancia del apretado grupo de murmurantes vecinos reunidos en torno a su puerta. El grupo calló cuando se acercaron, y algunos miraron significativamente a L’i, luego a él, luego al techo. Ael deseó que no estuvieran pensando lo que creía que estaban pensando —no era ese tipo de hombre—, pero sus expresiones, entre acusadoras y despectivas, le hicieron sentirse inquieto, cosa que ellos probablemente tomaron por una confesión.

De modo que dijo, con voz un poco demasiado fuerte:

—Gracias por su ayuda, doctora… Aprecio su consideración.

Ella empezó a decir: «Ag…», luego desvió su mirada hacia la señora M’te Emdiez, inclinada hacia delante, con una expresión de lujuriosa avidez en su rostro. Tosió.

—Oh, no ha tenido importancia, señor Ael Elochenta; lo único que lamento es no haber podido venir antes. —Miró de nuevo a Ael y parpadeó tres veces; las comisuras de su boca se curvaron casi imperceptiblemente—. Nos veremos luego.

Seguro que lo harás. Ael le dijo adiós con la cabeza y se volvió en redondo. La decepción con la que se enfrentó era tan palpable, y tan glacial, como lo había sido el chorro de anhídrido carbónico de los extintores. Buitres. Avanzó, desechó las ávidas preguntas del señor Efuw Escero con un «Disculpe» apenas murmurado, y entró en el apartamento.

Uwef Denoventi estaba arrodillado junto a la jardinera, recogiendo hojas y trozos de tallos. Alzó la vista al sonido de la puerta. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas húmedas.

—Lo siento. Hubiera debido esperar.

Ael miró al viejo, sin comprender de qué estaba hablando.

—¿Esperar qué, Uwef?

—Esperar a estar de nuevo en casa para indagar sobre Yei. —Inspiró fuertemente por la nariz, intentó secarse las mejillas con las mangas de su camisa a cuadros—. Pero me sentía tan malditamente impaciente. Siempre es así. Jamás aprenderé. Maldita sea.

Ael ató finalmente cabos. Hizo un gesto hacia los escombros que los rodeaban y dijo:

—¿Cree que todo esto ocurrió por culpa suya?

—¡Sí! Porque ahora ellos saben que nosotros sabemos, y por eso… —Su voz se quebró en un tembloroso suspiro.

Ael inspiró fuertemente. Si ahora tenía que enfrentarse al juego de las adivinanzas con un viejo lleno de remordimientos que probablemente estaba medio borracho, iba a ponerse a gritar.

—Uwef. ¿Qué es lo que sabemos?

Uwef se apoyó en el borde de la jardinera y se alzó lentamente en pie.

—Se trata de Yei. Descubrió que fue la Coalición quien manipuló su DetectDacs. La Coalición lo hizo matar.

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