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Ael comprobó la hora: las 14:05 EDT. Tenía que ir al seminario «La revolución en la sala de estar» dentro de quince minutos. No, antes. Si pensaba acudir mucha gente, los ascensores funcionarían con lentitud, o se bloquearían por completo, y llegaría tarde. Cuarenta y cinco minutos, entonces.

Del pasillo le llegó el flotante murmullo de distantes motores. Normalmente tales ruidos nunca penetraban hasta su consciencia, pero hoy estaba tan aburrido que sonaban interesantes.

Quizá fuera la flota que recogía a los refugiados de Florida…

Se dirigió a la sala de estar, echando una ojeada al despacho de Emde al pasar junto a él, esperando que ella le mirara también pero sin conseguirlo. La holovisión desplegaba arcos iris que cambiaban constantemente y zumbaba para sí misma. Miró por la ventana. Nada. Los helicópteros debían acercarse al edificio por el norte.

El inmueble se estremeció casi imperceptiblemente; el ruido de motores se extinguió.

Sintió que se despertaba su curiosidad. Cambió la holovisión al canal de circuito cerrado que le permitiría observar a través del monitor del tejado.

Un enjambre de uniformes azules cubría el negro y plano tejado. Parpadeó, se dejó caer sin pensar en el diván, luego murmuró al ordenador del apartamento:

—Estimación de los efectivos.

La holovisión parpadeó. El ordenador dijo:

—Setenta y cinco humanos; tres máquinas.

Un pequeño grupo de policías se congregó junto a la puerta de la escalera. Uno de ellos echó hacia atrás el visor de su casco, se quitó los guanteletes y se arrodilló para manipular en la cerradura. Los demás permanecieron de pie junto a los ascensores, apoyados sobre las plantas de sus pies, golpeando tensamente sus porras aturdidoras contra las abiertas palmas de sus manos.

—Sonido —dijo Ael.

Los altavoces se pusieron en funcionamiento con un ligero chasquido en el momento en que el ascensor número seis abría sus puertas. El policía del edificio salió y saludó amistosamente a sus colegas, pero no se echó a un lado.

—Buenas tardes. ¿Qué puedo hacer por vosotros, muchachos?

El oficial al mando, una mujer, dijo:

—Para empezar, puedes darnos tu llave maestra de los ascensores. Parece que habéis cambiado las cerraduras sin informarnos.

—Exacto, capitán. Había un montón de llaves flotando por ahí, la mayor parte en manos equivocadas. El otro día vino un cerrajero. Me sorprende que no fuerais notificados; normalmente eso es automático.

—Hum. —Tendió hoscamente la mano—. La llave maestra, por favor.

—Oh, lo siento, señor. Tengo entendido que vuestro partido ha sido derrotado en las elecciones, lo cual significa que este edificio ya no pertenece a vuestra jurisdicción. Me despedirán si te entrego la llave.

—Todos hemos sido afectados temporalmente a la Coalición, lo cual significa que tenemos jurisdicción aquí. Ahora, si tienes la bondad…

—No la llevo conmigo. —Se encogió de hombros—. Tendré que ir abajo y…

La oficial se volvió hacia su segundo.

—Regístrale.

El teniente hizo una seña con la cabeza. Dos robustos patrulleros avanzaron, sujetaron al guardia de seguridad, y lo mantuvieron inmovilizado mientras el teniente revisaba todos sus bolsillos.

—Nada, capitán.

—Se lo dije —señaló el policía del edificio.

—Lo haremos sin ella. —Se volvió y se dirigió a los que estaban al otro lado del tejado—. ¿Habéis abierto ya?

—¡Otro minuto, señor!

—No vamos a esperar más. ¡Equipo Q! A este ascensor, directamente al auditorio. Bloquead todas las entradas, que nadie entre ni salga. Arrestad a todos los que estén conectados con ese seminario, y requisad toda la literatura subversiva. ¿Comprendido?

Diez policías se pusieron firmes, dijeron a coro: «¡Sí, señor!», y se metieron en el ascensor.

Los ojos de la capitana se alzaron hacia las luces indicadoras del ascensor número cuatro.

—Ahí viene otro. Equipo B, preparaos…

El número cuatro se abrió. Hubo un brillo metálico. Dos mecaguardias salieron de un salto, listos para la batalla. El policía que estaba más cerca de ellos trastabilló hacia atrás, horrorizado, cuando los ultrasonidos provocadores del pánico le golpearon de lleno. Los tentáculos golpearon como serpientes, cerrando esposas en su lugar con el seco y frenético cliqueteo del fuego sobre ramas secas.

La capitana alzó su porra aturdidora, lista para golpear, mientras le decía al policía del edificio:

—¡Diles que se detengan!

—No puedo, no están a mis órdenes.

—¿Quién los manda?

—Que me condene si lo sé.

Se oyó el resonar de chapa metálica. Los mecaguardias de la Coalición se habían unido al barullo. Eran más grandes y se movían más rápidos de lo que nadie en New Haven se podía permitir; sus operadores los dirigían con una casual habilidad que hablaba de años de entrenamiento y experiencia…, años de los que sus adversarios carecían claramente. Torreta contra torreta, uno de ellos acorraló a un mecaguardia haciendo girar velozmente sus ruedas mientras dos arañas maniobraban una resistente red de nailon sobre el otro. La lucha terminó en cuestión de segundos.

—¡Puerta abierta, capitán!

—Equipo A. Vaya al auditorio y refuerce al Q. Suelde todas las puertas contra incendios a su paso. ¡Adelante!

El soldador hizo un saludo restallante, tomó su antorcha y desapareció en el hueco de la escalera. Otros nueve policías le siguieron.

La capitana se volvió y alzó las cejas hacia el abierto y vacío ascensor.

—Sargento —dijo con una voz peligrosamente tranquila—, ¿tiene algún problema el equipo B?

—Cuatro hombres siguen aún esposados, señor. —Señaló hacia donde tres mecaguardias de la Coalición seguían trabajando para liberar a los policías uniformados de sus esposas—. Estarán libres en un minuto.

—Vea que así sea. Yo… ¡Dacs! ¡Todo el mundo a cubierto, rápido! ¡Moveos!

Los uniformes se dispersaron en todas direcciones; el tejado quedó libre en unos segundos. El monitor siguió fielmente la dispersión, el vacío, las dos nítidas sombras de gigantescas alas que se deslizaban suavemente sobre el asfalto y desaparecían por el borde del edificio, el…

La escena en la esfera se redujo a una pequeña bola negra; el sonido murió. Ael imaginó que los policías que habían penetrado en el inmueble habían cortado los hilos. Pero un momento más tarde el punto negro se hinchó a una nueva escena, el interior de una sala de estar con motivos saharíanos. Un hombre que Ael no había visto nunca antes se inclinó hacia las cámaras.

—Aquéllos de ustedes que estén viendo este canal sabrán que la policía ha venido para impedirnos celebrar nuestro seminario y para arrestar a todos los que estén conectados con él. Necesitamos su ayuda. Tomen todo lo que puedan: una escoba, una mopa, la pata de una silla, cualquier cosa, y únanse a nosotros en los rellanos. Estamos luchando por nuestra libertad. Por las vidas de nuestros vecinos. Por favor. Todos llevan porras aturdidoras. Si no pueden alcanzarnos, no podrán hacernos ningún daño. Debemos echarlos. Por favor, únanse a nosotros. Ahora.

Ael sintió que se le encendía la sangre. Saltó del diván, buscando ya, mentalmente, algo que pudiera usar como arma. Algo que pudiera agitar ante él, algo bueno y fuerte y pesado que… Vaciló.

¿Estaba loco? ¿Iba a enfrentarse realmente a un puñado de duros y entrenados policías, gritando y agitándoles un palo de escoba de plástico? No se ataca a la policía. Nunca. Era ilegal, era inmoral, y además era un suicidio.

Pero deseaba ir. De modo que quizá sí estaba loco.

Alguien corrió pesadamente delante de la puerta de su apartamento. Y alguien más. Un ruido sordo y hueco resonó en el rellano cuando alguien reventó una puerta de una patada. Una mujer lanzó un breve y agudo grito. Luego calló. Volvió a gritar.

Sí, definitivamente loco.

Corrió hacia la puerta, agarrando a su paso una silla plegable. Se dio un brusco golpe en las espinillas; cojeó, maldijo, y siguió corriendo. Salió al rellano y chocó contra un policía que corría para ayudar a sus compañeros. El policía rebotó contra la pared; Ael se tambaleó, y hubiera caído si la silla plegable no se hubiera abierto y le hubiera ofrecido su apoyo. El policía agitó la cabeza una vez para aclararla, sonrió con una sonrisa lobuna, y se lanzó contra Ael con la porra preparada.

Instintivamente, Ael alzó la silla. El borde de su asiento golpeó al policía en la muñeca; una pata le alcanzó en la barbilla. Los ojos del policía se desenfocaron; gruñó. Cayó fláccidamente al suelo.

Jadeante, Ael contempló asombrado la silla, luego la soltó. Con cuidado, como si no quisiera despertar al inconsciente policía, le despojó de su porra aturdidora.

Su contacto en la mano de Ael era agradable. Muy agradable.

Cuidando de evitar la energizada punta, la golpeó con suavidad contra su palma. Sí: definitivo. Disfrutaría usándola contra quien fuera que estaba haciendo gritar a aquella mujer.

Avanzó a grandes saltos hacia la fuente de la conmoción. Mientras corría se le ocurrió que podía volver a su apartamento y tomar la pistola dac…, seguro que sería algo más amenazador. Pero no, no tenía tiempo, era demasiado tarde, y además (pensó aquello al borde de su consciencia), la pistola podía matar, y él no deseaba matar. No ahora. No todavía…

Se abrió una puerta a su izquierda. La vieja señora M’te Emdiez se aventuró fuera, blandiendo insegura una raqueta de tenis. Ael no se detuvo. La sorprendente vieja era capaz de golpearle creyendo que era un policía.

Los chillidos procedían del 38-W. La puerta estaba tirada plana en el suelo, los doblados tornillos colgaban todavía de sus frágiles bisagras. Cargó hacia el interior del apartamento.

Dos policías estaban intentando arrastrar a una esposada quinceañera, mientras la madre, aparentemente insensible a los repetidos golpes de sus porras, clavaba furiosamente las uñas en sus brazos.

Un ronco grito gutural brotó de la garganta de Ael mientras se lanzaba contra el policía más cercano. Lanzó un golpe con la porra, duro y rápido. El aire silbó al ser cortado en un amplio arco. El policía empezó a volverse; su compañero gritó:

—¡Cuidad…!

La porra golpeó contra la orejera de su casco…, y se partió. El casco de plástico se hendió. El policía dobló las rodillas y se derrumbó al suelo.

—Oh, Jesús. —Ael se quedó contemplando el roto muñón de astillados bordes en su mano.

—Tú lo has dicho, tonto del culo. —Con un movimiento de muñeca, el compañero del policía caído empujó hacia atrás a la muchacha, que chilló cuando perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre sus esposadas muñecas—. Vas a lamentar lo que acabas de hacer, amigo. —Hizo una finta con su porra.

La madre de la muchacha saltó a su espalda y pasó un brazo en torno a su cuello. El policía se dobló hacia adelante, arrojándola por encima de su cabeza y echándola casi sobre Ael. La mujer siguió agarrada a él, sin embargo, pero a su casco, que le arrancó de la cabeza con un seco restallido de velero.

Con el rostro enrojecido, los ojos como tizones, el policía empezó a enderezarse de nuevo.

Ael lanzó una larga patada con su pierna izquierda y le alcanzó de lleno en la mejilla. El policía cayó blandamente hacia atrás. Ael dio varios pequeños saltos sobre el pie derecho, mientras se sujetaba el lastimado izquierdo con las dos manos.

Desde el umbral, la señora M’te Emdiez dijo:

—No está mal para un holgazán.

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