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Poco después de las diez, mientras Ael bebía su séptima taza de café del día, L’i Hachvente apareció en la cocina. Ael casi dejó caer su taza. ¿Cómo diablos había entrado en el apartamento? Luego tuvo un vago recuerdo de haber programado el ibn Daoud para que reconociera y respondiera a su voz. Tomó nota mental de reprogramar más tarde el ordenador.

—Hola, Ael. —Lo abrazó, apretó su firme cuerpo contra el de él y le besó en la mejilla—. Necesitas un afeitado.

—Y veinte horas de sueño. —Hasta el abrazo estaba dispuesto a pedirle que se marchase para que él pudiera seguir con su trabajo, pero el contacto de la mujer era agradable, y él parecía gustarle a L’i. Era importante para Ael gustarle a alguien en estos momentos. Alguien aparte de Uwef Denoventi, alguien que pudiera hacerle un poco de compañía.

—¿Qué ocurre?

Ella le miró de reojo y le hizo un guiño.

—Querrás decir qué más ocurre.

No pudo evitar la risa; asintió.

—Es este problema de la censura. —Ella le soltó, con un aire repentinamente sombrío—. Nuestros comunicados entran ahora en los bancos, pero sigue habiendo algo en el sistema que borra nuestro nombre cada vez que es entrado…, y nadie se ha dado cuenta siquiera de nuestra proposición de evacuar Sydney.

—Hablando de eso —dijo Uwef desde la sala de estar—, ¿cuándo van a enviar de vuelta a casa a los refugiados de Florida? Se suponía que tenía que irme de aquí hace dos días.

—Eso también —le dijo L’i a Ael—. Pronto, Uwef. —Bajó la voz—. ¡No conseguimos ninguna publicidad!

—Es lo mismo que antes, Agua. Hay otro programa suelto en el sistema. Le está ocurriendo a todo el mundo.

—¡Pero no le está ocurriendo a la ACLE, maldita sea!

—Lo sé. —Lanzó un gruñido—. Lo sé. Pero Uwef tiene una teoría acerca de eso. Imagina que se trata de un programa sencillo y corto con una lista. Cualquier palabra en la lista es borrada…, cualquiera que no esté sigue. Y la ACLE no existía por ahí cuando la Coalición estableció la lista, eso es todo.

—Una mierda. —Cruzó los brazos y le miró con ojos beligerantes.

—Oh, vamos. Yo… Está bien. Mira. Tengo otra idea para vosotros. Os mantendrá en la lista hasta que le echemos mano al programa.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿De qué se trata?

—Cambiad el nombre del partido…, tendréis que ir tanteando hasta que encontréis uno que no esté en la lista…, pero quizá Soc-Te funcione, u Ocial-Ec… ¿Captas la idea?

—¡Ael, nos hemos pasado años promocionando ese nombre! No vamos a abandonar todas las asociaciones emocionales que suscita en la gente. Y además, aunque lo hiciéramos, ¿de qué nos serviría? ¿Incluimos una noticia que diga: «El partido (borrado) anuncia que a partir de ahora se llama el partido Nunca-He-Oído-Hablar-De-Él-Martha»? Quiero decir que de todas las ideas ridículas…

Se interrumpió ante un rugido inarticulado procedente del vestíbulo. Se oyó resonar de metal y plástico. Algo golpeó contra la pared. Una furiosa voz masculina dijo:

—¡Soltadme, os digo!

Ael dirigió una ansiosa mirada a la puerta del apartamento. Bien. Estaba cerrada.

—¿Qué es esa conmoción? —dijo L’i.

—Suena como una pelea.

—Sé eso. —Se dirigió al vestíbulo—. ¿Pero quién? ¿Y por qué?

Ael señaló hacia la pantalla encima del dintel.

—Averigüémoslo. Vídeo.

—Averiado.

—Oh, tampoco vas a poder ver nada de ese modo —dijo ella burlonamente—. ¡Abre!

—Hey… —Pero era demasiado tarde. La puerta ya había girado sobre sus bisagras. Se apresuró a situarse al lado de ella. La aprensión le hacía sentir el estómago hueco y agitado.

—Ael…, ¡es Ape!

L’i bloqueaba la puerta; Ael tuvo que inclinarse sobre su hombro. En el extremo del rellano, Ape Emcuarenta estaba precipitando a un fornido policía contra otro. Tres policías más se esforzaban en inmovilizarlo. Medio impedido como estaba, el hombre alzó la cabeza y gritó:

—¡Ael! ¡Ayuda!

Ael no sentía ningún deseo de salir. Por supuesto, no deseaba echarle a Emcuarenta una mano. Pero el hombre le había salvado de la policía en una ocasión, y Ael tenía la impresión de que le debía algo.

—Muchas gracias, muchacha —le dijo en un susurro a L’i, y salió al rellano.

Uno de los policías caídos se dirigió a cuatro patas hacia una toma de corriente. Enchufó en ella su porra aturdidora. Se puso de rodillas y gritó:

—¡Despejad para el restallido! —y apuntó la porra hacia Emcuarenta.

Los otros cuatro policías dieron un rápido salto hacia atrás; uno de ellos tropezó y cayó pesadamente sobre sus posaderas.

La porra lanzó un fuerte y brillante destello.

El pelo de Emcuarenta se erizó formando como un halo en torno a su cabeza; sus ojos se desorbitaron, giraron, se velaron. Cayó blandamente al suelo.

Ael inspiró profundamente. Con las manos alzadas casi a la altura de sus hombros, abiertas y ostensiblemente vacías, avanzó por el rellano.

—Hey, oficial.

El policía más cercano dejó de sacudirse los pantalones el tiempo suficiente para echarle una mirada.

—¿Sí?

—Esto… Conozco a este hombre y…, bien, ¿cuál es el problema?

—Ningún problema. Tenemos orden de arrestarle. Opuso resistencia. —El policía examinó a Ael más de cerca—. ¿Usted tiene algún problema?

Ael abrió la boca para contestar, pero L’i se situó tras él.

—No si nos enseña la orden —dijo.

El policía alzó las cejas y la miró con interés.

—¿Es usted abogada, señora?

—¡Soy vecina de Ape Emcuarenta! Puesto que parece que lo han dejado inconsciente, tienen que mostrar la orden de arresto a su representante ad hoc. Usted lo sabe.

—De acuerdo, de acuerdo. —Llamó a uno de sus compañeros—. Muéstrales la orden.

El segundo policía rebuscó en su desgarrada chaqueta y extrajo una hoja de rígido papel.

—¿Quién quiere verla?

L’i tendió una mano.

—De acuerdo. —La depositó en su palma.

L’i la desdobló y la mantuvo inclinada para que Ael pudiera leerla también.

—El nombre y la dirección están bien —dijo ella.

—Hum. —Ael paseó la vista por todos los legalismos preliminares hasta que llegó a la lista de acusaciones: Posesión de armas a proyectiles; incitación a la violencia; reclutamiento de miembros para una asociación política ilegal. Leyó la tercera acusación en voz alta—. ¿Desde cuándo es ilegal…?

—Desde las nueve de la noche de ayer, amigo. —El policía recuperó la orden y la devolvió a su compañero, que se la metió de nuevo en el bolsillo de la desgarrada chaqueta—. El partido Ren-Am ha sido declarado fuera de la ley, e incitar a la gente a unirse a él puede costarle a usted cinco años.

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