ORA:CLE

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—¡Ael Elochenta, deténgase inmediatamente ahí donde está!

Casi suspendido en el aire, a punto de pasar por encima de la barandilla, su pie izquierdo se petrificó. Los músculos de su pantorrilla derecha empezaron a agarrotarse inmediatamente. Sus oídos ignoraron el susurro de la brisa marina, atentos a la siguiente orden.

No era que nadie le hubiera dicho que esperara, pero implícito en toda orden de detenerse está el corolario de esperar. Su cuerpo obedecería todas las instrucciones, aunque para comprenderlas enteramente tuviera que despertar su adormecido cerebro.

Y ahora su mente se relajaba, abstractamente aliviada de que la señora M’te Emdiez hubiera anulado la orden de saltar. Incluso en modo de espera, su mente se había preguntado por qué su superior le había dado una orden que, 4,77 segundos más tarde, hubiera dejado a Ael en la imposibilidad de cumplir cualquier otra orden. No se suponía que debiera buscar la razón, por supuesto, pero le había parecido absurdo.

—¡Vuelva a su terraza de inmediato!

Lentamente, bajó de nuevo el pie a las baldosas calentadas por el sol, luego volvió la pierna derecha a la seguridad del interior de la terraza. Se le ocurrió que le dolían las manos. Las miró. Los tendones sobresalían como cables en sus dorsos; sus nudillos estaban blancos. Ah. Eso lo explicaba: había estado apretando la barandilla con excesiva fuerza. Revisó rápidamente la situación. No parecía haber órdenes en contra, así que aflojó su presa sobre el metal. Las manos dejaron de dolerle.

Desde la terraza contigua, la señora M’te Emdiez dijo:

—¿Qué le ocurre, en nombre de Dios?

Examinó aquella pregunta con la atención que merecía. Todo estaba en orden, incluso sus manos.

—Nada —dijo.

La mandíbula de su vecina colgó fláccida, una, dos veces. Se pasó una mano por el alborotado pelo y apretó más fuerte en torno a su cuerpo el albornoz.

—¡Pero iba a saltar!

—Sí.

Se lo quedó mirando con lo que él reconoció como exasperación. Eso le preocupó. Estaba obedeciendo sus deseos expresos. ¿Qué era lo que encontraba mal?

Una posibilidad se sugirió por sí misma: Era posible que su desnudez la molestara. Después de todo, ella no la había ordenado. Había sido su último jefe quien lo había hecho.

Luego se le ocurrió que tal vez fuera embarazosa incluso para él mismo. Nunca había sido su costumbre permanecer desnudo delante de las mujeres de edad. No era un semántico, pero le parecía que la sintaxis de «quítese toda su ropa y salte» no implicaba que expusiera deliberadamente sus genitales a las damas solas que le doblaban la edad. En consecuencia, se trataba de algo a la vez accidental e indeseado, lo cual significaba que era embarazoso. Puesto que no había órdenes efectivas de lo contrario, supuso que era correcto sonrojarse.

Lo hizo.

La señora M’te Emdiez frunció el ceño a la luz de la mañana y estudió su rostro.

—Parece usted tan extraño. —Por una vez tuvo problemas en oírla—. Su expresión es tan… tan… Será mejor que llame a la policía. —Chasqueó dos veces los dedos y dijo por encima del hombro—: ¡Azul! —Luego volvió a mirar a Ael—. Ahora no se mueva.

Ael casi suspiró aliviado. Esto resolvía ese problema. Puesto que ella le había dicho que no se moviera, eso quería decir claramente que no objetaba nada a su desnudez. Además, puesto que no le había dicho que volviera a vestirse, su desnudez era ahora un acto deliberado por parte de ella y, en consecuencia, nada embarazoso para él. Era una noticia estupenda. Mantener su sonrojo estaba empezando a convertirse en un esfuerzo.

En la distancia se oyó el rugir de los motores de un azul.

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