Onyx

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Capítulo 33

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CAPÍTULO 33

Regresé a mi casa justo antes de las seis de la mañana, sintiéndome animada y… feliz. Tenía que ducharme y prepararme para ir a clase. A una parte de mí le parecía mal la sonrisa que adornaba mi cara. ¿Debía estar contenta después de todo lo ocurrido? No estaba segura. No parecía justo.

Y tenía que ver a Dee.

Cuando salí del baño lleno de vapor envuelta en una bata, no me sorprendió encontrar a Daemon recostado en mi cama, recién duchado y con otra muda de ropa. Había sentido su presencia en algún momento.

Me acerqué a la cama.

—¿Qué haces?

Dio una palmadita en el espacio que había a su lado y me subí de rodillas.

—Tenemos que mantenernos pegados las próximas semanas. No me sorprendería que el Departamento de Defensa se presentara en cualquier momento. Estamos más seguros juntos.

—¿Esa es la única razón?

Una sonrisa perezosa e indulgente se extendió por sus labios mientras me tiraba del cinturón de la bata.

—No es la única razón. Probablemente, la más inteligente, pero desde luego no la más apremiante.

Las cosas habían cambiado entre nosotros en cuestión de horas. La noche anterior hablamos un poco más… y también nos besamos más antes de quedarnos dormidos en los brazos del otro. Ahora había un ambiente de franqueza y colaboración entre nosotros. Daemon seguía siendo un auténtico sabelotodo. Y, sí, esa sonrisita arrogante todavía me irritaba.

Pero lo amaba.

Y aquel cretino también me amaba a mí.

Daemon se sentó y me colocó en su regazo. Luego me dio un beso en la frente.

—¿En qué estás pensando?

Hundí la cabeza en el espacio entre su hombro y su cuello.

—En muchas cosas. ¿Crees… crees que está mal sentirse feliz en este momento?

Sus brazos se apretaron a mi alrededor.

—Bueno, yo no les enviaría un mensaje a todos mis contactos ni nada por el estilo. —Puse los ojos en blanco—. Además, no soy completamente feliz. Creo que todavía no lo he asimilado todo. Adam era… —Se quedó callado mientras tragaba saliva.

—Era un tío genial —susurré—. No espero que Dee pueda perdonarme, pero quiero verla. Necesito asegurarme de que está bien.

—Te perdonará. Solo necesita tiempo. —Me rozó la sien con los labios y sentí una opresión en el corazón—. Dee sabe que intentaste advertirla. Me llamó cuando le dijiste que se fuera y yo les pedí a ella y a Adam que se mantuvieran apartados de aquí, pero aparcaron calle abajo y volvieron. Ellos tomaron esa decisión, y sé que Dee volvería a hacerlo.

Se me formó un nudo en la garganta.

—Hay tantas cosas que yo no volvería a hacer.

—Lo sé. —Me colocó dos dedos debajo de la barbilla y me levantó la cabeza—. No podemos centrarnos en eso ahora. No serviría de nada.

Me estiré y lo besé en los labios.

—Quiero ver a Dee después de clase.

—¿Qué vas a hacer a la hora de la comida?

—¿Aparte de comer? Nada.

—Bien. Nos la saltaremos.

—Para ir a ver a Dee, ¿verdad?

Su sonrisa se tornó traviesa.

—Sí, pero primero hay cosas que quiero hacer, y casi no nos queda tiempo.

Enarqué una ceja.

—¿Vas a intentar hacerle un hueco a una comida rápida?

—Tienes una mente muy sucia, gatita. Yo estaba pensando en que podríamos ir a dar un paseo o algo así.

—Qué gracioso —murmuré, y comencé a levantarme, pero me lo impidió.

—Dilo.

—¿El qué? —pregunté.

—Dime lo que me dijiste antes.

El corazón me subió a la garganta. Le había dicho un montón de cosas, pero sabía qué era lo que quería oír.

—Te quiero.

Los ojos se le oscurecieron y un segundo después me besó hasta que me dieron ganas de mandar al diablo todo el asunto ese de «hacerlo bien».

—Eso es lo único que necesito oír.

—¿Esas dos palabras?

—Siempre esas dos palabras.

La noticia del fallecimiento de Adam todavía no había llegado al instituto, y yo no pensaba contárselo a nadie más aparte de Lesa y Carissa. La historia era que había muerto en un accidente de coche. La policía lo respaldaría si alguien hacía preguntas. Mis amigas se lo tomaron como era de esperar. Hubo un montón de lágrimas, y de nuevo me sorprendió que a mí todavía me quedaran.

Daemon me dio con el boli una vez en clase para recordarme nuestros planes para la hora del almuerzo y luego otra más porque le apeteció. Un manto de culpa me siguió durante la mayoría de las clases de la mañana, alternándose con breves momentos de euforia. Sabía que, incluso si Dee me perdonaba, eso no cambiaría nada. Necesitaba aceptar el papel que había desempeñado en aquel asunto.

Pero también sabía que no podía dejar de vivir.

Cuando entré en clase de Biología, miré a Matthew a los ojos. Le temblaron los labios antes de abrir su libro. Lesa se mostró desacostumbradamente apagada debido a lo que le había contado. A media clase, el intercomunicador se encendió y la voz de la secretaria resonó:

—Señor Garrison, Katy Swartz debe acudir al despacho del director.

Una punzada de inquietud me atravesó el estómago al coger la mochila. Me encogí de hombros como respuesta a la expresión de Lesa y le dirigí una mirada casi de pánico a Matthew mientras me encaminaba a la salida. Le envié un mensaje rápido a Daemon desde el móvil de mamá, que me había prestado esa mañana, para hacerle saber que me habían hecho ir a ver al director. No esperaba que me contestara. Ni siquiera estaba segura de que llevara el móvil encima.

La canosa secretaria lucía un peinado a lo Brigitte Bardot y un jersey rosa. Me apoyé en el mostrador, esperando a que levantara la vista. Cuando lo hizo, me miró entrecerrando los ojos a través de las gafas.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Soy Katy. Creo que me han llamado para ver al director.

—¡Oh! Oh, sí, pasa, querida. —Había compasión en su voz mientras se ponía en pie. Se dirigió cojeando al despacho del director Plummer—. Por aquí.

No podía ver nada a través del cristal de las ventanas, así que no tenía ni idea de lo que me esperaba cuando la secretaria echó todo su peso sobre la puerta para abrirla. Descarté cualquier trabajo en el sistema educativo en el futuro si aquella mujer no había podido jubilarse a su edad.

El director Plummer estaba sentado detrás de su escritorio, sonriéndole a quienquiera que estuviera sentado al otro lado. Mi mirada siguió la suya y me asombró ver a Will.

—¿Qué pasa? —pregunté mientras retorcía el asa de la mochila contra el hombro.

Will se puso en pie de inmediato y se acercó rápidamente a mi lado. Me apretó la mano libre.

—Kellie ha tenido un accidente.

—No —creo que jadeé. Una abrumadora inquietud se apoderó de mí mientras lo miraba—. ¿Qué quieres decir? ¿Está bien?

Vi en su rostro una expresión afligida y demacrada cuando evitó mirarme a los ojos.

—Salió del trabajo esta mañana y creen que se encontró con una placa de hielo.

—¿Es muy grave? —Me tembló la voz.

En lo único en que podía pensar era en papá: papá en una cama de hospital, pálido y frágil, el olor a muerte que impregnaba las paredes y los murmullos de las enfermeras… y luego el maniquí en el ataúd que se parecía bastante a papá, pero que no podía ser él. Ahora todos esos recuerdos fueron reemplazados por otros de mamá. «Esto no puede estar pasando».

Will me rodeó los hombros con un brazo y me hizo dar la vuelta con suavidad. Estábamos saliendo del despacho, pero yo no era consciente de nada de eso.

—Está en Urgencias. Es lo único que sé.

—Tienes que saber algo más. —No reconocí mi propia voz—. ¿Está despierta? ¿Puede hablar? ¿Necesita que la operen?

Will negó con la cabeza mientras abría la puerta. Fuera había dejado de nevar y los quitanieves estaban despejando el aparcamiento. El aire era gélido, pero yo no lo sentía. Estaba entumecida. Will me llevó a un todoterreno color habano que no reconocí. La inquietud despertó en mi interior y tuve una idea horrible. Me detuve a un par de metros del lado del pasajero.

—¿Tienes coche nuevo? —le pregunté.

Will frunció el ceño mientras abría la puerta.

—No. Uso este en invierno. Es perfecto para las carreteras cubiertas de nieve. He intentado convencer a tu madre para que se busque algo parecido, aparte de esa maldita caja de cerillas que tiene.

Asentí con la cabeza, sintiéndome estúpida y paranoica. Tenía sentido. Por aquí mucha gente tenía un vehículo «de invierno». Y, con todo lo que había ocurrido, había olvidado lo que había descubierto sobre Will: su enfermedad.

Entré y aferré la mochila contra el pecho después de abrocharme el cinturón de seguridad. Entonces me acordé de Daemon. Comprobé el teléfono y vi que todavía no me había contestado. Le envié otro mensaje rápido, diciéndole que mamá había tenido un accidente. Lo llamaría y le dejaría un mensaje más detallado en cuanto supiera… la gravedad del asunto.

Me quedé sin aliento al pensar en perderla.

Will se frotó las manos antes de darle a la llave. La radio se encendió inmediatamente. Era un parte meteorológico. La voz del hombre que salía de los altavoces era alegre. Lo odié. Los meteorólogos estaban atentos a una tormenta que se estaba formando en el sur y que se esperaba que llegase a Virginia Occidental a principios de la próxima semana.

—¿En qué hospital está? —pregunté.

—En el Winchester —contestó mientras se giraba para coger algo del asiento trasero.

Mantuve la mirada al frente, intentando contener el pánico. «Se va a poner bien. Seguro que sí. No le pasará nada». Me temblaban los labios. ¿Por qué no nos habíamos puesto en marcha de una vez?

—¿Katy?

Me di la vuelta hacia él.

—¿Qué?

—Lo siento mucho —dijo con rostro inexpresivo.

—Se va a poner bien, ¿no? —Volví a quedarme sin aliento. Quizá no estaba contándome la peor parte. Quizá estaba…

—Tu madre se pondrá bien.

No tuve tiempo para sentir alivio ni para preguntarle qué había querido decir. Will se inclinó hacia delante y vi una aguja larga y aterradora. Me eché hacia atrás en el asiento, pero no fui lo bastante rápida. Me clavó la aguja en un lado del cuello. Sentí un pinchazo y luego un frescor me corrió por las venas, seguido de una leve sensación de ardor.

Le aparté la mano, o eso me pareció. De cualquier forma, la aguja ya no estaba en su mano y Will me observaba con curiosidad. Me llevé una mano débil al cuello. No pude sentirme el pulso, pero este palpitaba desenfrenado en mi interior.

—¿Qué… qué me has hecho?

Will colocó las manos en el volante y salió del aparcamiento del instituto sin responder. Volví a preguntárselo. Al menos, eso creo, pero no estaba segura. La carretera se desdibujó formando un caleidoscopio blanco y gris. Mis dedos se deslizaron sobre la manilla de la puerta, pero no conseguí que me obedecieran, y luego no pude mantener los ojos abiertos.

Recurrir a la Fuente era completamente imposible. La oscuridad se fue apoderando de mi vista y me resistí con cada atisbo de fuerza que me quedaba. Si perdía el conocimiento, sabía que todo habría acabado; pero no pude evitar que la cabeza se me inclinara hacia un lado.

Mi último pensamiento fue: «Hay infiltrados por todas partes».

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