One

One


~ Capítulo 29 ~

Página 32 de 40

~ Capítulo 29 ~

 

 

Estaban ya cerca del invierno, y aquel año el tiempo se estaba comportando como correspondía. La mayoría de los días eran fríos, desapacibles y lluviosos. Había habido algún día en el que se había visto el sol, pero había sido por poco tiempo. Pero a Abdoulaye no solo no le había importado, sino que lo había agradecido, ya que así había podido concentrarse en el trabajo. Alicia había grabado casi todos los días y con ese material él había escrito siete capítulos. Hasta el momento, la serie más larga grabada y transcrita del tirón. Estaba disfrutando mucho, como transcriptor y como oyente. Los personajes ya eran viejos conocidos suyos. Le gustaba la fuerza e ingenuidad de la maestra Irene y el temple del coronel Gabriel Russell. Pero tenía debilidad por el joven O'Leary. Desde que había transcrito su desaparición, llevaba dos noches soñando con él. Había tenido que reprimir las ganas de preguntarle a Alicia por lo que iba a sucederle e, incluso, había fantaseado con la idea de pedirle a su jefa que lo trajera de nuevo a la novela, sano y salvo. No hizo nada de eso, por supuesto, no fuera a estropear el equilibrio restablecido entre los dos después del rapapolvo por haberse saltado la cláusula.

La mañana del 15 de diciembre, terminó de transcribir la última grabación que le había dejado Alicia. Ella había salido temprano, poco después de que él llegara. Desde su despacho la había oído hablar con Matilde en voz baja y, posteriormente, salir. Luego había oído el sonido de un coche y supuso que había pedido un taxi. Acabó la transcripción hacia las once de la mañana y, por primera vez en un mes, se quedó sin material para continuar. Esta vez, la sensación de desasosiego fue mayor que las anteriores, seguramente porque el tiempo sumergido en la novela había sido mayor. Era una sensación parecida a la que le sobrevenía cuando acababa de leer una novela que le había gustado mucho. Cuando se daba cuenta de que el mundo en el que había vivido inmerso se había acabado. Para siempre. Ahora, le estaba pasando lo mismo cada vez que se quedaba sin material. Por el momento, esa sensación de vacío se aplacaba porque sabía que pronto, ese mismo día con suerte, o unas pocas semanas después, volvería a tener historia. Sin embargo, la novela avanzaba a buen ritmo, estaba seguro de que ya había pasado su ecuador. Otra tanda de capítulos como la última y tendría que poner el punto final.

Aquel día decidió que saldría de su despacho para tomar algo de aire y, sobre todo, para hablar con Matilde. La influencia de aquella mujer era benéfica. Al entrar en la casa se respiraba vida y alegría y eso, estaba seguro Abdoulaye, tenía que ver con Matilde. Emanaba de ella e impregnaba cada rincón de la casa, como algo palpable, igual que las flores del jardín o los cuadros del salón. Y la sensación se acrecentaba cuando ella estaba cerca.

Esta vez no la encontró en la cocina, sino en el salón, colocando unas flores blancas en un jarrón frente a la gran cristalera central, aunque la puerta de la cocina estaba abierta y llegaba el sonido de la radio, que ella escuchaba constantemente.

Al contrario que Alicia, que solo escuchaba música, a Matilde le gustaban los programas de debate político; y cuanto más enconado fuera este, más disfrutaba ella. Cuando se juntaban, a tomar un café o en la comida, solía contarle con pelos y señales cuáles eran los temas candentes y los motivos de discusión. A él la política de España le parecía revuelta, igual que la de su país, y le interesaba igual de poco, pero se reía mucho oyendo las explicaciones de la mujer y sus comentarios en clave de humor.

Ella le recibió alegre y dicharachera. Cuando supo que él había acabado de transcribir las últimas grabaciones, soltó una exclamación de alegría y dijo: “esto hay que celebrarlo”, le agarró de la mano y le arrastró como si fuera un niño pequeño hasta la cocina, lo sentó y, antes de que él tuviera tiempo de decir nada, le plantó delante un tazón de cacao con leche humeante con una porción generosa de bizcocho con pinta de estar recién hecho. Estuvieron más de una hora hablando, comiendo y riendo. Matilde le contó que el tema del día había sido la futura Ley de Educación. Al parecer, estaba resultando muy polémica, y el ministro del ramo estaba resultando aún más polémico. Matilde le dijo que ella no entendía mucho del tema, pero que las salidas de tono de aquel hombre estaban lejos de lo que ella consideraba buena educación. En un momento en el que ambos reían a carcajada limpia por una salida de Matilde sobre la querencia taurina del ministro en cuestión, se dieron cuenta de que Alicia les miraba desde la puerta. Vestida con un elegante traje de chaqueta en color crudo, sonreía también. Matilde, que no se andaba con ceremonias con su jefa, la sentó a la mesa igual que había hecho con Abdoulaye, y le plantó otro cacao con leche y otro trozo de bizcocho, el doble de grande que el que le había puesto a él (Abdoulaye pensó que Alicia debía correr mucho para mantener el tipo si comía siempre de aquella manera). Ella tomó el cacao, riendo con las salidas de Matilde, pero hablando poco. Cuando terminaron, eran cerca de las 12:30. Alicia entonces dijo que quería salir con Abdoulaye:

—Volveremos para comer, Matilde, pero antes quiero que Abdoulaye vea algo.

Una vez en el coche, Alicia le indicó que cogiera el camino de siempre, rumbo a Navarra. A partir de ese momento, no volvió a pronunciar palabra. 

Abdoulaye se sentía cómodo con esos silencios, llevaba ya el suficiente tiempo con ella como para saber que no se trataba de nada personal y se comportaba así con todo el mundo. Además, se sentía hasta cierto punto identificado, ya que él mismo solía entrar en ese tipo de estados ausentes, perdido en un mundo de fantasía (propia o de la novela que estuviera leyendo en aquel momento). En Senegal, su madre solía sacarle de ellos dándole una colleja con una mano y una escoba (o cualquier otra cosa que sirviera para trabajar) con la otra, mientras le gritaba que volviera del maldito sitio en el que se encontraba. Aunque la forma de ausentarse de Alicia era diferente a la que tenía él. A ella no se le olvidaba nada, no había que repetirle las cosas para que escuchara, no se chocaba con las puertas, como le ocurría a él. No, Alicia estaba ausente, pero a la vez muy presente. Cumplía sus deberes sin dilación y con eficiencia. Fuera donde fuera, una parte de su alma se quedaba haciendo labores de vigilancia en el mundo real, como un soldado de guardia mientras todos sus compañeros duermen.

Enfrascado en estos pensamientos, llegaron al puente de Endarlaza. Se trataba de una construcción nueva, levantada en el mismo lugar donde antiguamente había estado uno de los puentes que no pudieron cruzar los soldados franceses en su huida tras la batalla de San Marcial, lo que hizo que tuvieran que seguir por el lado derecho del río hasta llegar a Vera y encontrarse con los soldados británicos, con Daniel Cadoux al mando. En la novela, claro, pensó Abdoulaye, sonriendo y dándose cuenta de que su mente se había ido de nuevo al mundo de la fantasía.

Mientras cruzaba el puente, observó que el río venía muy crecido por las lluvias de las últimas semanas. Lo que estaba viendo no tenía nada que ver con el Bidasoa que habían cruzado las dos salidas anteriores. El nivel del agua estaba mucho más alto, zonas que las dos veces anteriores estaban llenas de hierba y zarzas eran ahora parte del río y el agua, que él había visto siempre de color verde oscuro, era ahora de color marrón.

Abdoulaye, casi sin darse cuenta, dijo en voz alta lo que estaba pensando:

—Así debía ir el río cuando los franceses llegaron al puente donde estaban Daniel y sus hombres.

Cuando iba a añadir, “en la novela, por supuesto”, un poco avergonzado por haber dado a entender que creía verdad lo que era mera fantasía, oyó la voz de Alicia pronunciando con rotundidad:

—No, así no iba.

Mientras Abdoulaye constataba sorprendido que ella había utilizado el mismo tiempo verbal que había utilizado él, ella añadió:

—Date cuenta de que lo sucedido en aquella ocasión fue el resultado de un gran aguacero de un día, mientras que esto que ves ahora es el fruto de cuatro semanas de lluvia ininterrumpida, el paisaje que se crea es distinto.

Lo había dicho con tal seguridad, que daba la sensación de que hablaba de hechos que había presenciado. Abdoulaye enseguida encontró la explicación: llevaba años viviendo en la zona, habría visto muchas veces crecidas en aquel río, de un tipo y de otro, y por eso conocía el paisaje que surgía tras ellas. En ese momento, Alicia cortó sus pensamientos y le indicó que tomara la salida a Bera, después de pasar un túnel. Enseguida le dijo que aparcara en un pequeño descampado en el que había estacionados dos o tres coches, que debían ser de los vecinos de las casas cercanas.

Alicia bajó del coche y enfiló con seguridad el camino que había a la derecha del aparcamiento. Miró hacia atrás un momento para comprobar que Abdoulaye la seguía y continuó con paso decidido. El joven se había entretenido cerrando el coche, así que tuvo que dar dos o tres pasos a la carrera para situarse al lado de ella. El camino estaba asfaltado, pero era evidente que no se utilizaba mucho. Se trataba de una carretera vecinal que solo usarían los vecinos de las casas cercanas, que no eran muchas. A la derecha de la misma, transcurría un río, el Bidasoa supuso Abdoulaye, dado el lugar en el que estaba y el caudal que llevaba. La orilla del río estaba escoltada por árboles altos y esbeltos. Era un lugar bonito, que el sol que acababa de salir hacía más agradable aún.

Apenas a trescientos metros del punto en el que habían dejado el coche, Alicia se apartó del camino principal, cogiendo una pequeña desviación lateral, que se adentraba hacia el río. En ese momento, Abdoulaye vio un puente. Mientras se acercaban, pudo observarlo mejor: se trataba de un puente de piedra de tres arcos, con aspecto de ser antiguo. Era estrecho, no permitía pasar coches ni ningún otro medio de transporte, aparte de motocicletas y bicicletas. Al llegar al centro del puente, cuyos lados también eran de piedra, se fijó en una pequeña barandilla a la derecha, que servía de separación entre la zona de paso y algún tipo de monumento conmemorativo. Efectivamente, se trataba de una pequeña lápida con una inscripción. Alicia se quedó mirando la lápida con gesto grave, pero relajado, estaba claro que para ella no se trataba de un lugar nuevo, pero Abdoulaye se acercó más para poder leer lo que estaba escrito. Había dos textos paralelos. Empezó a leer la columna de la derecha, que estaba escrita en inglés:

 

"To the glory of God and in memory of Captain Daniel Cadoux and his gallant riflemen of the 2nd Bn 95th (Rifle Brigade) who on 1 September 1813 fell gloriously defending this bridge against the furious attack of a French Division. His fame can never die.”

 

El corazón le dio un vuelco. Sabía el inglés suficiente como para descifrar el texto. De todas formas, leyó el texto paralelo, que estaba en castellano, para confirmar que había entendido bien.

“A la gloria de Dios y a la memoria del capitán Daniel Cadoux y sus valientes fusileros quienes el 1 de septiembre de 1813 cayeron gloriosamente defendiendo este puente contra el furioso ataque de una división francesa. Su fama nunca puede morir.”

Su corazón empezó a latir con fuerza. Había habido un capitán Daniel Cadoux y había muerto el 1 de septiembre de 1813, en aquel puente, tal y como él mismo acababa de transcribir. Siempre había pensado que los personajes de la novela, exceptuando los claramente históricos como Wellington, eran producto de la imaginación de Alicia. Acababa de descubrir que Daniel Cadoux, al menos, había sido tan real como el Duque de Ciudad Rodrigo. En ese momento, pronunció en alto las palabras que estaba  repitiendo en su mente desde que había leído la lápida:

—Daniel existió.

Y entonces, detrás de él, Alicia le contestó:

—Claro que existió —y tras un momento de silencio, añadió—, era un buen hombre.

Después calló de golpe, dejando a Abdoulaye impresionado, no solo por lo que había dicho, sino por cómo lo había dicho. Había utilizado un tono de voz que él conocía muy bien: la voz que utilizaba cuando grababa. Su voz, pero diferente, con un deje gutural, extraño, ausente. Pero Abdoulaye no tuvo oportunidad de preguntar, en ese momento ella, recobrando su tono de voz habitual, le dijo que debían volver y, sin esperar respuesta, enfiló el camino de vuelta. El sol se había ocultado de nuevo y daba la sensación de que en cualquier momento iba a empezar a llover.

Hicieron toda la vuelta, tanto a pie como en coche, en silencio. Abdoulaye acababa de descubrir que su jefa había escrito sobre un personaje real, ¿lo serían todos los personajes de la novela? Además, había hablado de Daniel Cadoux como si lo conociera bien.

Aquella mujer y su forma de documentarse y escribir eran un misterio para él, pero esta vez tenía claro que iba a quedarse sin satisfacer su curiosidad, ya que todo aquello entraba dentro de la cláusula que había firmado. No pensaba volver a poner su trabajo en peligro, por muchas ganas que tuviera de saber más. Lo que sí se prometió a sí mismo es que buscaría por su cuenta más información sobre Daniel Cadoux, ya que eso no lo tenía prohibido.

 

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page