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~ Capítulo 2 ~

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~ Capítulo 2 ~

 

 

A Abdoulaye se le había ocurrido la idea de vender cuentos en la calle pocos días atrás. Llevaba un tiempo intentando retomar su sueño de ser escritor, pero estaba bloqueado y era incapaz de escribir una sola línea. Cuando se enteró de que iba a haber mercado en el Paseo Butrón, se le ocurrió la idea de poner un puesto. Dio por hecho que apenas iba a acercarse nadie (y que se iba a convertir en el blanco de las bromas de sus amigos), pero pensó que le bastaba con conseguir un encargo. Tenía la esperanza de que iba a ser capaz de escribir algo al sentirse forzado a responder ante el cliente, y de que aquello iba a marcar el punto de inflexión a partir del cual volvería a escribir con regularidad.

Y, efectivamente, aquella primera clienta había conseguido que empezara a escribir. No podía estar más contento cuando ella había vuelto por la tarde a recoger el relato que él había terminado en apenas unas horas.

Pero lo sucedido a continuación había eclipsado esa alegría.

No sabía muy bien por qué había aceptado la cita con aquella mujer, a pesar de que estaba seguro de que no había querido hacerlo. Había pasado la noche dando vueltas, dudando si acudir a la cita o no. Finalmente, había decidido ir porque era un hombre de palabra, pero una vez en su casa pensaba decirle que no iba a aceptar su oferta, fuera la que fuera.

Tras pasar la noche en duermevela, se encontró con un día de sol y viento sur. Salió de la casa de la calle Santiago, donde compartía piso con otros cuatro compatriotas, y se dirigió a buen paso hacia el lugar donde la mujer le había dicho que vivía: una casa en lo alto de Iterlimen, una de las zonas más exclusivas y también peor construidas de Hondarribia.

Subió una larga escalinata y una vez arriba se encontró frente a la casa que le había descrito ella. Era un edificio de una sola planta, delante de la cual había un espacio verde atravesado por un caminito de madera, rodeado de macizos de flores bajas. La casa era un tesoro entre tanta construcción salvaje y, además, ofrecía una de las mejores vistas que se podían tener al mar y a la bahía.

Abdoulaye se quedó contemplando el paisaje que se divisaba desde lo alto. Aquello hacía aún más incomprensible lo que le había sucedido el día anterior: era absurdo que alguien que viviera allí le ofreciera impulsivamente un trabajo a un desconocido. No era desconfiado por naturaleza, pero no podía evitar pensar que tenía que haber un lado oscuro en todo aquello. Respiró hondo y, mirando al mar, se tranquilizó. Recordó que tenía trabajo, un buen patrón y un techo bajo el que cobijarse. Escucharía a la mujer con amabilidad, estaría atento a posibles trampas y engaños y en unos minutos estaría de nuevo de vuelta en casa, sin haber perdido nada de lo que tenía.

Más tranquilo, continuó por el caminillo de madera que llevaba a la puerta principal de la casa. Tocó el timbre y enseguida la puerta se abrió y apareció una mujer mayor, bajita y regordeta, que con voz fuerte y acento cantarín, le espetó:

—¡Hola, Abdoulaye! Pasa, Ali te está esperando.

Y le dio la espalda y comenzó a andar. Cuando se percató de que él no la seguía, se dio la vuelta y, sin dejar de sonreír, le dijo:

—Pero chavalillo, ¡sígueme, por Dios!, ¿cómo vas a encontrar a Ali si no lo haces?

Soltó una carcajada limpia, volvió a darle la espalda y siguió caminando a paso ligero.

Abdoulaye la siguió como un patito tras su madre, tratando de adaptarse a su ritmo, mientras pasaban por varias estancias decoradas con colores suaves y muchas flores. La mezcla de aquel ambiente con el azul del mar, que se colaba por los enormes ventanales que presidían todas las estancias, era espectacular.

Enseguida llegaron ante la única puerta que encontraron cerrada a su paso. La empleada la abrió y al otro lado apareció la mujer del día anterior, sentada tras una gran mesa.

—Me alegro de volver a verte, Abdoulaye —le dijo ella mientras se levantaba y se acercaba a él. Después le dio la mano y le señaló con un gesto una silla, mientras ella volvía a la suya.

Abdoulaye se sentó, obedeciendo como un autómata. Aquella mujer tan amable tenía el don de anularle la voluntad, pero esta vez no iba a contestar a nada de lo que ella le dijera sin pensarlo antes muy bien. La miró a los ojos, cogió aire y se dispuso a escucharla.

Ella sonrió y comenzó a hablar:

—Supongo que estarás intrigado por  lo que te ocurrió conmigo ayer. Ya sé que no es muy normal que la gente vaya ofreciendo empleos a desconocidos, pero lo que no sabes es que yo llevo tiempo pensando en contratar a alguien. Es cierto que no te conozco, pero lo que vi de ti ayer me gustó. Es más, estoy segura de que eres la persona adecuada. Pero vamos por partes —continuó—, antes de nada me voy a presentar, porque yo sé tu nombre y a qué te dedicas, pero aún no te he dicho nada sobre mí. Me llamo Alicia Maquirrian y soy escritora, al igual que tú. Aunque yo no escribo.

Abdoulaye abrió los ojos por la sorpresa al escuchar la extraña presentación. Esta reacción fue suficiente para darle pie  a continuar:

—Tiene explicación —dijo ella—. Imagino historias, al igual que te sucede a ti, supongo, la diferencia es que yo, en vez de escribirlas en un papel o una pantalla, las grabo. Empecé hace doce años y he grabado una novela al año, ahora estoy con la decimotercera. Durante estos años me ha bastado con imaginar y grabar las historias, pero hace poco he cambiado de opinión y he decidido que ha llegado el momento de escribirlas e intentar publicarlas. Pero tengo un problema: soy muy torpe con los ordenadores, así que necesito que alguien haga el trabajo de transcripción.  Cuando ayer me encontré contigo, con tu cartel y, sobre todo, con el cuento que me escribiste, me di cuenta de que eras la persona perfecta para hacer ese trabajo.

Tras esta última frase, se quedó en silencio. En ese momento, se oyeron unos golpes suaves en la puerta y entró la mujer regordeta con una bandeja sobre la que descansaban una tetera y dos tazas de pequeño tamaño.

—¡Ah, el té! —dijo Alicia—. Matilde ha traído para ti también, no sé si te gusta.

Aquel cambio fue un acicate para Abdoulaye. Por primera vez desde que se había sentado, fue capaz de hacer brotar sonidos de su garganta “Sí, me gusta, gracias” fue todo lo que dijo, pero suficiente para sacarle a Alicia una sonrisa. Él mismo se sintió más cómodo. En cuanto la empleada salió, dio un sorbo a la bebida caliente y se sintió aún mejor, “está muy bueno”, añadió. Alicia le miró sonriente de nuevo. El clima entre los dos se había relajado. Tras un minuto en el que degustaron sus bebidas en silencio, ella volvió a hablar: 

—Ése es el trabajo que te ofrezco, Abdoulaye. Pero me falta hablarte de las condiciones económicas y laborales. Como entiendo que estos temas hay que hacerlos bien, si estás interesado, mis abogados se pondrán en contacto contigo y te explicarán todo con detalle. ¿Qué te parece?, ¿te interesa lo que te ofrezco?, ¿estás dispuesto a reunirte con mis abogados? —terminó ella, mientras se inclinaba hacia adelante y le miraba a los ojos.

Abdoulaye la miró en silencio. Durante las horas nocturnas que había pasado despierto, había imaginado muchas opciones sobre el tipo de trabajo que le iba a ofrecer la mujer, algunas de ellas descabelladas, al fin y al cabo, imaginación no le faltaba. Pero en ningún momento se le había ocurrido que la oferta pudiera estar relacionada con la escritura. Ahora ya sabía a qué atenerse: no le había propuesto nada ilegal ni descabellado y lo que le ofrecía le gustaba. Mucho. Pero también tenía miedo. Un miedo visceral que se había convertido en algo consustancial a él.

Pero, de repente, tuvo claro que tendría que aprender a vivir con él porque había tomado una decisión en contra de lo que su instinto de supervivencia le decía. Sabía que no tenía que dar una respuesta definitiva en aquel momento, y no lo iba a  hacer, pero también sabía que por muchas vueltas que le diera, la decisión estaba tomada. Por eso solo respondió que sí, que le interesaba y que estaba dispuesto a reunirse con sus abogados, pero en su fuero interno supo que lo que ellos le dijeran no le iba a convencer porque estaba convencido de antemano.

 

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