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~ Capítulo 14 ~

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~ Capítulo 14 ~

 

 

Irene continuó los días siguientes después del ataque con la rutina que se había impuesto desde el comienzo de la ocupación, como si no hubiera ocurrido nada grave desde entonces. Las heridas físicas fueron sanando poco a poco y los quehaceres diarios le ayudaron a tapar los pensamientos negativos. Al día siguiente del castigo público, Joanes volvió a visitarla, pero esta vez no vino tan alegre y le trajo una noticia que la inquietó: se estaban sucediendobatallas en la línea de frontera entre Francia y España. Echalar estaba en el límite de la muga[9], donde él se movía como pez en el agua. Aquel día en concreto tenía que llevar un paquete al pueblo francés de Sara. Había ido a decirle que no se preocupara si desaparecía durante unos días: sus parientes de Sara le acogerían sin problema en caso de no poder volver. Irene trató de convencerle de que esperara hasta que la situación se tranquilizara, no quería imaginarlo en medio de una refriega entre ingleses y franceses, pero Joanes no cedió. La decisión estaba tomada, le dijo muy serio, debía y quería ir.

Irene no entendía muy bien qué estaba pasando con su amigo, pero desde la ocupación inglesa su jovialidad era menor y una sombra de preocupación le rondaba siempre. Fuera lo que fuera, era evidente que no quería compartirlo con ella y esto, además de preocuparle, le dolía un poco; era la primera vez que notaba que su amigo le ocultaba algo. Contrariada, en un primer momento no quiso despedirse, pero primó su cariño por él y acabó abrazándolo fuerte. Él se dejó abrazar un buen rato, luego la miró a los ojos con dulzura, como solo la miraba a ella, y la besó en la frente. Después le dijo una frase, con la energía de siempre: “ongi egonen naiz[10]”, y se marchó sonriente y alegre, como si todo lo feo que había surgido a su alrededor los últimos días hubiera sido un mal sueño, pasado ya.

Irene le vio alejarse deseando creer sus últimas palabras. La conexión que tenía con Joanes era especial, diferente a la que tenía con Esteban. Cuando le pasaba algo bueno, pensaba inmediatamente en contárselo a él, y lo mismo le sucedía cuando se trataba de algo malo (su silencio acerca del ataque era una excepción, fruto, además, de su cariño hacia él). Un momento antes, al estar entre sus brazos, se había sentido bien, una sensación de tibieza plena que solo recordaba haber sentido entre los brazos de su madre. No sabía cómo iba a desarrollarse su relación en el futuro, pero sí sabía que era una de las tres personas a las que más había querido en su vida —en aquel momento, la única que le quedaba.

 

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Mientras Irene temía por Joanes, Russell estaba inmerso en otro tipo de preocupaciones. El día anterior, tras la ejecución de la sentencia pública, había acudido con el alcalde a una de las tabernas de pueblo. Había aceptado la invitación porque le convenía tener al alcalde contento, pero había apurado rápidamente el vino basto y rasposo que le habían ofrecido en la taberna y se había retirado enseguida a Gaztelu, a descansar. Sin embargo, sus intenciones quedaron en nada, ya que nada más llegar se encontró con un correo urgente. Wellesley le ordenaba acudir al cuartel general de Lesaca, junto con Von Müeller y los capitanes de ambos.

Llegaron a Lesaca a la hora del almuerzo. Nada más entrar en el edificio que albergaba el cuartel general de Wellington, descubrieron que eran los últimos en incorporarse a la reunión. Estaba Welleslley, por supuesto, pero también lord Dalhousie, general de la VII división, la de Russell, y Alten, el general de la División ligera, la de Von Müeller. Era evidente que se iba a hablar de algo serio.

Welleslley no perdió el tiempo con convencionalismos, les indicó unas sillas para que se sentaran e, inmediatamente, dio comienzo a la reunión. Les informó de que el día 25 había comenzado una nueva ofensiva francesa, que suponía el repunte de la guerra, en estado de letargo desde la derrota sufrida por el ejército francés en Vitoria. Tras aquella derrota, los franceses, que habían perdido casi todas sus posiciones en España, se habían retirado al otro lado de la frontera, estableciendo su cuartel general en San Juan de Luz. En la Península aún quedaban en su poder San Sebastián y Pamplona, pero ambas ciudades se encontraban sitiadas por el ejército aliado.

Wellington hizo un resumen de los hechos que habían sucedido tras la batalla de Vitoria, ya que, a pesar de ser bien conocidos por todos los presentes, ayudaban a contextualizar la situación de aquel momento. Napoleón no había recibido de buen grado la huida de su hermano a Francia, así que lo había sustituido, junto con el mariscal Jourdan, y había nombrado en su lugar al mariscal Soult. Este había tomado el mando de su ejército en San Juan de Pie de Puerto el 12 de julio. Desde aquel día, en el ejército aliado esperaban nuevos movimientos, ya que daban por supuesto que Soult querría evidenciar el cambio de mando ante los enemigos y ante el mismísimo Napoleón. El movimiento se había producido finalmente el 25 de julio. Mientras Gabriel se preparaba para una cena aburrida en casa de la anfitriona de Donald Richardson, el ejército francés había lanzado una ofensiva a lo largo de la frontera pirenaica con Navarra. La mañana del 25 varias divisiones francesas habían entrado por la frontera, atacando las posiciones aliadas en Roncesvalles y el puerto de Maya. La ofensiva francesa continuaba en aquel momento, día 26, con pérdida de territorio por parte de los aliados. Welleslley hizo una descripción de los lugares en los que se estaban produciendo las batallas, las posiciones propias y las enemigas, y los planes de batalla para los días siguientes. El principal objetivo, les dijo, era mantener el asedio de las dos ciudades en manos francesas: San Sebastián y Pamplona. Había que impedir a toda costa que recibieran refuerzos. En principio pondrían el énfasis en reforzar la cuenca de Pamplona, ya que era la zona que estaba  siendo atacada en aquel momento, pero sin perder de vista la ciudad de San Sebastián. Además, debían parar el avance de las tropas francesas y recuperar las posiciones perdidas el día anterior. Sin perder de vista estos objetivos, Wellington fue dando órdenes a cada uno de los mandos presentes. Las divisiones VII y Ligera, a las que pertenecían Russell y Von Müeller, continuarían en la zona de Vera y Echalar, alejadas de los combates de aquel momento, pero en estado de alerta, ya que con toda probabilidad las batallas no tardarían en producirse en aquella zona.

Tras recibir las órdenes, Von Müeller, Russell y sus respectivos capitanes volvieron a Echalar, sabiendo que a partir de ese momento debían estar preparados para entrar en combate en cualquier momento. Wellington les aseguró que serían informados con correos diarios.

El día siguiente transcurrió en calma tensa en el acuartelamiento de Echalar y trajo malas noticias de nuevo, ya que al parecer el ejército francés continuaba ganando en su ofensiva al norte e iba acercándose peligrosamente a Pamplona. Sin embargo, el día 28 cambiaron las tornas: los aliados ganaron la batalla de Sorauren, a poca distancia de Pamplona, y el ejército francés comenzó a replegarse. Al ver imposible el rescate de Pamplona, Soult cambió de estrategia y decidió utilizar sus tropas para auxiliar a las que estaban siendo sitiadas en San Sebastián, pero Welleslley adivinó sus intenciones y durante los días 29 y 30 envió tropas a parar el intento de avance de las tropas francesas hacia la ciudad costera.

Durante todos aquellos días, Russell y Von Müeller fueron puntualmente informados de los avances y retrocesos de ambos ejércitos, recibían hasta cinco correos el mismo día, y, a pesar de que la zona en la que ellos estaban se mantenía libre de combates, fueron preparándose para que estos se presentaran en cualquier momento.

El 31 el conflicto se acercó a Echalar; hubo una batalla en el cercano pueblo de Donamaria, de la que resultaron victoriosos algunos regimientos de la VII división. Tras aquella batalla, los franceses que habían ocupado la zona fueron perseguidos en su huida hasta Vera, por donde pasaron la frontera a Francia.

El día 1 de agosto los aliados habían conseguido recuperar todo lo perdido desde el comienzo de la ofensiva de Soult. Ese mismo día hubo otra batalla cerca de Echalar, concretamente en Yanci. Tras la pérdida de las últimas batallas, los batallones franceses en retirada trataban de pasar a Francia por cualquiera de las zonas fronterizas. Para evitarles el paso, en la zona de Yanci se habían apostado tres compañías de la IV división, compuesta por soldados ingleses y portugueses. El día 1 de agosto tuvieron que hacer frente a una acometida de soldados franceses en retirada. En un principio, no pudieron contenerlos y los aliados se retiraron a las alturas de los montes de Yanci, pero tras recibir una brigada de refuerzo, los combates se reanudaron. La batalla se alargó cinco horas, con crueles cargas de bayoneta, y al acabar dejó 200 muertos entre los aliados, mientras los franceses consiguieron huir y pasar la frontera.

Tras aquellas escaramuzas, solo quedaron en la zona dos divisiones francesas, ambas en lo alto del puerto de Echalar, la zona que cubrían los regimientos de Russell y Von Müeller. Estas dos divisiones estaban compuestas por grupos de soldados llegados en retirada tras las últimas batallas, más los que llevaban un tiempo allí apostados cubriendo la retaguardia del ejército francés desde la huida de José Bonaparte. Debido a la calma que había imperado tras la batalla de Vitoria y a lo difusa que era la línea de frontera en las alturas de los montes, hasta aquel momento los aliados habían aceptado el establecimiento de aquellas tropas, aunque sometiéndolas a constante vigilancia, pero el día 1 de agosto, tras la batalla de Yanci, Russell y Von Müeller recibieron la orden de Welleslley de atacar y, de aquella manera, enviar definitivamente a todas las tropas enemigas al otro lado de la frontera.

Russell recibió las órdenes con preocupación, como siempre le ocurría cuando debía entrar en combate, pero sin cuestionarlas. Se acostó pensando que al día siguiente muchos de sus hombres resultarían heridos y algunos de ellos muertos. Pensó también, como hacía siempre, que uno de ellos podría ser él.

La ofensiva, que dio comienzo el día 2 de agosto, resultó, tal y como había previsto, rápida pero no incruenta. Perdió 15 hombres y ganó la batalla.

La mañana del día 3 amaneció más tranquila, y un entusiasmo contenido se extendió entre todas las tropas apostadas en los alrededores del cuartel general de Lesaca cuando los diferentes correos enviados desde allí informaron de la nueva situación. Con las tropas francesas situadas al otro lado de la frontera, solo quedaba recuperar las plazas ocupadas de Pamplona y San Sebastián para terminar de expulsar a los franceses de la Península. Como la empresa de recuperar ambas ciudades se preveía difícil y larga, ambos ejércitos entraron en un nuevo periodo de espera.

 

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Los días que precedieron a las batallas de Yanci y Echalar fueron duros para la tropa, pero la vida de los vecinos del pueblo no se vio  afectada (o no más de lo que lo estaba siendo tras la ocupación militar). Pero sabían que el frente de batalla se estaba acercando, así que la aparente normalidad escondía tensión y miedo. Y, finalmente, el 1 de agosto las preocupaciones se hicieron realidad a pocos pasos del pueblo.

Tuvieron noticias de la batalla del puente de Yanci a las pocas horas de que esta comenzara y antes de que se diera por terminada, gracias a un vecino de aquel pueblo que había sido testigo de los primeros combates cuando salía a visitar a su familia en Echalar. Aquellas noticias corrieron como la pólvora y los vecinos se acostaron preocupados por la cercanía del frente. Amaneció la mañana del 2 con mucho movimiento de tropa, se pudo ver a los dos coroneles —el alemán y el pelirrojo, como les llamaban en el pueblo— cabalgando arriba y abajo de la subida al puerto. El pueblo quedó vacío de tropa y un silencio casi sobrenatural se extendió por él. Todos los soldados estaban en las alturas del puerto, preparados para librar una batalla. De repente, habían recuperado la vida de 15 días atrás, no se oía más que la risa de los niños y el trajín de los vecinos en sus quehaceres diarios. Pero no echaron las campanas al vuelo porque tenían claro que se trataba de una tranquilidad momentánea, sabían que en cualquier momento regresarían los soldados y entonces las cosas volverían a ser igual que unas horas antes. O peor.

A media mañana hubo movimiento procedente de algunos caseríos de la zona, los que estaban cerca del puerto. Los vecinos que vivían allí habían bajado al pueblo ante el miedo a que el frente se acercara a la puerta de sus casas. Algunos de ellos comentaron que llevaban horas viendo pasar soldados franceses en retirada, en solitario o en grupos de dos o tres, muchos de ellos gravemente heridos; todos huían despavoridos. Al parecer, eran soldados que habían quedado descolgados de sus batallones durante la refriega de Yanci, o que huían por su cuenta, desertando, sabiendo que poco más allá estaba su país. Todo aquello les hacía presuponer que tropas bien organizadas podían pasar por allí en cualquier momento.

Al mediodía apareció Bautista Goyeneche, un hombre solitario que vivía en una borda en las alturas del puerto. Rara vez bajaba al pueblo y, cuando lo hacía, no se solía relacionar con nadie. Se trataba de un hombre huraño al que todos esquivaban. Sin embargo, aquel día comenzó a contar la razón de su visita inesperada a todo el que le quisiera escuchar, y consiguió que algunos vecinos que andaban cerca le rodearan y escucharan interesados. La guerra traía cosas extrañas.

Bautista les contó que había sido testigo de una gran batalla entre soldados aliados y soldados franceses. Les dijo que durante la noche había oído ruidos, pero que no se había movido de la cama suponiendo que se trataba de soldados que pasaban de largo. Pero con la primera luz del amanecer, un estruendo enorme le despertó y le hizo salir de su borda con el tiempo justo para ponerse unos pantalones y una pelliza sobre su camisa de dormir (efectivamente así vestía en aquel momento, aunque, por otra parte, así solían vestir siempre). Había corrido entre ruido de balas y cañonazos, cruzándose con casacas rojas y azules, entremezcladas. Lo curioso es que ninguno de los cientos de soldados con los que se había cruzado pareció percatarse de su presencia. Los soldados de ambos ejércitos se habían concentrado en destruir a cualquiera que portara una casaca enemiga y se habían mostrado insensibles a otros estímulos. La camisa de dormir y la pelliza habían actuado a modo de escudo; el mejor y más seguro escudo que se hubiera inventado nunca, a juzgar por sus efectos.

Durante un rato que le pareció eterno, corrió y corrió bajo el fuego cruzado y las cargas de bayoneta (les contó que vio muchas cabezas separadas de su cuerpo y hombres con las tripas fuera). Al final, consiguió salir de aquel infierno y bajar corriendo al pueblo. En su bajada se había cruzado con soldados desperdigados de uno y otro ejército, muchos huyendo, pero otros heridos en mayor o menor grado. Recordaba haber visto a un muchacho francés, apenas un niño, tumbado en el borde del camino en una postura imposible, sujetando con las manos ensangrentadas un borbotón de sangre, entre el que se adivinaban sus intestinos. No paró a socorrerlo, él también corría colina abajo buscando salvar su vida, pero tuvo tiempo de ver sus ojos suplicantes, llenos de terror, y el color gris ceniza de su cara. También pasó por el campamento de la tropa inglesa, desde el que se veía, alejado, el campo de batalla. Allí vio a varias mujeres, un par de ellas con niños de pecho en su regazo, y otros hombres que, supuso, serían criados, mirando ansiosos hacia el campo de batalla. En aquel lugar se estaba dirimiendo su futuro. Alguna de aquellas mujeres podría estar quedándose viuda en aquel momento, alguno de aquellos hombres podría estar quedándose sin patrón.

Cuando Bautista acabó de contar su experiencia, las tres personas que le habían rodeado en un principio se habían convertido en más de veinte. Entre ellas estaba Irene, que había seguido la historia con el corazón en un puño, pensando constantemente en Joanes e imaginando que vivía lo mismo que acababa de vivir Goyeneche. Le alivió algo saber que la ausencia de uniforme parecía proteger, aunque no se hacía muchas ilusiones: el fuego cruzado podía caer sobre cualquiera que estuviera cerca  del campo de batalla. Bautista había tenido mucha suerte.

El día se hizo muy largo y tenso. Por la noche, el movimiento de tropa comenzó de nuevo, pero esta vez de vuelta a sus posiciones originales, y en el pueblo supieron que la batalla del puerto había terminado con la victoria del ejército aliado. Los dos batallones franceses que habían permanecido meses allí desaparecieron definitivamente. Muchos de aquellos soldados habían muerto, el resto estaba ya en territorio francés.

El día 3 de agosto hubo constante movimiento de tropa y mandos aliados. Se pudo ver a Russell y Von Müeller montados en sus caballos, dando órdenes a diestro y siniestro. Al parecer, habían organizado un pequeño hospital de campaña para atender a los heridos y también diversas ceremonias para dar sepultura a sus muertos. Russell se reunió con el alcalde para acordar una zona donde enterrar a los muertos, y se decidió utilizar un terreno comunal, que se utilizaba para pasto de cabras y que se encontraba a pocos metros del que había sido el campo de batalla. Pero los aliados pidieron también ropa de cama y colchones para atender a los heridos en el hospital de campaña. Una vez más, el pueblo tuvo que hacer frente a las exigencias aliadas, y a la requisa de alimentos se le unió la de muebles y sábanas.

Al día siguiente, el pueblo recuperó la rutina anormal que tenían tras la ocupación. La tropa volvió a las calles del pueblo; muchos soldados aparecieron adornados con vendas, cabestrillos y muletas. Volvieron las borracheras, los incidentes, los robos y, sobre todo, la falta de alimento para el pueblo.

Esto último empezaba a ser grave para algunas familias y para Irene también. La alimentación de Irene desde que había partido el maestro había consistido en lo poco que sacaba de la pequeña huerta frente a su casa y, sobre todo, en lo que le aportaban desinteresadamente las familias de sus alumnos. Desde el comienzo de la ocupación, las familias habían dejado de traerle alimento, algunos porque habían empezado a guardarlo en previsión de tiempos peores, pero la mayoría porque no tenían para comer ellos mismos. De hecho, la mayoría de los niños que acudían a la escuela lo hacía en ayunas. El regalo de Esteban que había  traído Joanes había servido para que ella y sus niños se alimentaran unos cuantos días, racionándolo mucho y siempre quedándose con hambre. Pero aquel día 4 de agosto hacía dos días que se habían terminado las sardinas y el último trozo de longaniza y, desde entonces, ella y tres de los niños solo habían comido zanahorias. La reserva de zanahorias estaba a punto de terminarse también. Tras la batalla del puerto la situación se había agravado en todo el pueblo, así que Irene no se hacía ilusiones de conseguir comida en breve. Además, a pesar de que ya habían pasado dos días desde aquella batalla, Joanes seguía sin dar señales de vida. La situación era, por tanto, desesperada e Irene había pasado todo el día dando vueltas, intentando buscar una solución.

Se le habían ocurrido algunas ideas, la mayoría descabelladas, que fue desechando a medida que las pensaba, pero hubo dos que valoró más detenidamente. Pedirle ayuda al alcalde había sido la primera, pero enseguida la descartó, ya que no era la única necesitada en el pueblo y, además, no tenía una relación especial con él, así que pensó que no iba a sacarle nada. Además, aludir a los niños tampoco serviría, la compasión hacia los más necesitados no entraba entre las virtudes de su alcalde. La segunda opción era acudir a su abuelo. El día que había salido de la casa que había compartido con su madre, se había jurado a sí misma que jamás volvería a vivir de la caridad de su abuelo. Una semana antes habría mantenido aquella promesa sin dudarlo, añadiendo incluso que prefería morir antes que acudir a él. Pero en aquel momento había empezado a dudar de aquella decisión. No por ella, sino por los niños. Sin embargo, la rabia que le producía la  idea de tener que recurrir a él hizo que de pronto se le ocurriera otra solución. Vino a ella cuando estaba dando vueltas en la cama, inquieta. La vio claramente, y no solo le pareció factible, sino también justa. Sonrió aliviada por primera vez en varios días y decidió que al día siguiente intentaría conseguir comida por aquel cauce nuevo, después, durmió profundamente.

 

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El 5 de agosto, en el momento en que Irene salía de casa en busca de una nueva fuente de alimento, Russell desayunaba en su habitación de Gaztelu frente al ventanal que daba al río Chimista.

Apurando la taza de té que le había preparado Higgins, uno de sus tres criados, recordaba los sucesos de los días anteriores. El desenlace de la batalla del puerto había sido el mejor posible: habían resultado vencedores. Había habido bajas, pero menos de las que le había tocado sufrir en cualquiera de las batallas en las que había tomado parte como coronel: poco más de una docena de hombres, ninguno de los cuales formaba parte de la cadena de mando ni era nadie con el que tuviera una relación estrecha. Tampoco ninguno de ellos tenía familia en el campamento, lo que le había evitado tener que sufrir uno de los efectos colaterales de la guerra que más odiaba: ser testigo de la desesperación de las esposas al conocer la muerte de sus maridos. Aún recordaba con un escalofrío los gritos desgarradores de aquella jovencísima muchacha, esposa de un capitán de su regimiento, al enterarse en Ciudad Rodrigo de la muerte de su marido. Cómo habían tratado de sujetarla entre varios hombres y cómo había escapado ella de su sostén y se había tirado al río Águeda con su bebé en brazos, ante la impotencia de él y de los soldados que le acompañaban, que no pudieron hacer nada más que ver cómo madre e hijo eran engullidos por la corriente.

Había habido otros dos casos, no tan duros de ver, pero también desgarradores. Aquellas mujeres y sus aullidos se le habían metido dentro, más aún que el resto de horrores aparejados a la guerra. A los miembros cortados y a los intestinos fuera se acostumbraba uno, al dolor y la desesperación por la muerte del ser amado, no. Aunque él no tenía a nadie tan querido en el mundo, lo cierto era que aquellos chillidos le dolían como un cuchillo que cortara su alma, quizá porque en ellos se concentraba el miedo, la incomprensión y el horror ante la idea de dejar de ser.

Los quince hombres muertos el día 2 tendrían familia, pero esta vez él se iba a librar de ser testigo de su sufrimiento, la persona que comunicara el deceso, allá en Gran Bretaña, sería quien lo padeciera. No se le ocurría un trabajo peor.

Tampoco a él le gustaba el suyo. Era militar de profesión, pero nunca lo había sido por vocación. Si hubiera podido, se habría dedicado al estudio y la escritura, pero lo cierto era que, a pesar de pertenecer a una familia privilegiada, no había tenido opción.

Gabriel Russell era el tercer hijo de un conde escocés, perteneciente a una familia fuertemente arraigada en la aristocracia británica, con siglos de antepasados nobles y decenas de historias heroicas a sus espaldas. Andrew Russell, el padre de Gabriel, había heredado tierras repartidas por toda Escocia, varias haciendas a pleno rendimiento y el castillo familiar a las afueras de Edimburgo, donde Gabriel había nacido y se había criado. Estas propiedades las había recibido el conde de su padre, y este, a su vez, del suyo, remontándose la herencia hasta cientos de años atrás. De la misma manera, Alastair, el hermano mayor de Gabriel, iba a heredar el título y la mayor parte de las propiedades al morir su padre.

Gabriel era el tercer hijo, por detrás de Thomas, el segundo y, por tanto, iba a recibir tan solo una pequeña parte de las propiedades que acumulaba su padre, lo suficiente para vivir dignamente, pero lejos de la abundancia en la que viviría su hermano mayor.

Había crecido sabiendo que tendría que prepararse para alguna ocupación que fuera digna del hijo de un conde y, a su vez, le permitiera ganarse la vida. Pero desde niño las únicas ocupaciones por las que había mostrado interés habían sido el estudio y la lectura. Al pertenecer a una familia noble, no había tenido problemas para satisfacer aquella inclinación con los mejores medios de la época. En su hogar había una extensa biblioteca, había recibido una educación exclusiva en casa, con los mejores preceptores y, posteriormente, se había graduado en la Universidad de Oxford. Allí había pasado los años más felices de su vida, estudiando lo que le gustaba y empapándose de los aires ilustrados.

Su padre tuvo paciencia y le permitió disfrutar de aquellos años sin exigencias añadidas, pero cuando acabó sus estudios, se reunió con él y le urgió a tomar una decisión: debía buscar una ocupación con la que ganarse la vida cuando él faltara. A pesar de que había sido un estudiante modélico, la posibilidad de quedarse en Oxford fue pronto descartada. Los puestos de profesor estaban por debajo de la categoría que se le suponía al hijo de un conde, y, aunque él habría aceptado, su padre se opuso. Tuvo, por tanto, que renunciar a lo que quería y elegir entre las opciones que su padre le propuso.

Una de ellas fue retirarse al campo, a la hacienda que el conde le iba a dejar en propiedad en las Highlands. Aceptar aquello le habría alejado de las capitales, tanto de Escocia como de Inglaterra, y de todo el movimiento intelectual y cultural que en ellas se desarrollaba. Gabriel amaba la naturaleza, y amaba de manera especial la naturaleza salvaje de las Highlands, pero le gustaba disfrutar de ella  como contrapunto a la vida en la ciudad, que era donde se sentía “en casa”. Encerrarse en su hacienda, alejado del resto del mundo, habría sido como morirse en vida. La vida de rico hacendado no era para él, lo tuvo claro. Otra opción fue la carrera eclesiástica, precisamente el camino que había tomado su hermano Thomas. Pero esto suponía tener problemas con otra de sus pasiones: las mujeres. Era sabido que entre la jerarquía eclesiástica muchos tenían concubinas o amantes fijas, pero también era cierto que ese tipo de arreglos solían acarrear regañinas y sanciones por parte de los superiores. Gabriel no quería tener que preocuparse de algo que para él era natural: quería disfrutar de lo que le gustaba sin cortapisas. Así que la ocupación que consideró más adecuada para él, finalmente, fue la tercera opción que le presentó su padre: el ejército.

Ingresó nada más terminar sus estudios, con 22 años, 14 años antes de llegar a Echalar. Entró directamente como suboficial de una escuadra con cuatro hombres bajo su mando. Estuvo varios años en Inglaterra, sin entrar en combate, con la excusa de mejorar su instrucción, pero lo cierto era que su poco espíritu guerrero junto con los contactos de su padre, consiguieron alejarlo de los conflictos reales. Pero la virulencia de las guerras napoleónicas hizo que, finalmente, no pudiera  librarse de ellos. Su bautismo de fuego fue en la Península Ibérica, en Portugal. El inicio fue terrible: un golpe de realidad que le llevó a sentirse sobrepasado por la situación. Aún recordaba cómo temblaba su cuerpo, imposible de controlar, cuando su batallón formado se enfrentó por primera vez a un batallón francés. Justo antes de iniciar aquel ataque, había sentido unos deseos irrefrenables de escapar. Sin embargo, aguantó, no huyó, disparó incluso, aunque estaba seguro de que no hirió a nadie. Aquello se repitió hasta que poco a poco su cuerpo y su mente se fueron acostumbrando y la batalla se convirtió en algo normal en su vida. No solía estar en primera línea, pero tampoco se escondía tras sus hombres, como había visto hacer a algunos oficiales. Superó con rapidez el miedo a morir. A las tres semanas de su bautismo de fuego había visto morir a más hombres que los que cualquier persona ajena a la guerra veía morir en toda su vida. Pronto fue consciente de que la supervivencia era simple y llana cuestión de suerte, que poco se podía hacer para evitar las balas o las bayonetas cuando la (mala) suerte las ponía frente a uno. Asumió que nada de lo que hiciera mejoraría o empeoraría su supervivencia (aquel capitán que había ido a vaciar sus intestinos tras un árbol, aparente refugio seguro a más de mil metros del campo de batalla, y que había aparecido con los pantalones bajados y la cabeza partida por una rama desprendida tras un cañonazo mal dirigido, le había terminado de convencer de aquello). E hizo lo único inteligente que podía hacer: poner su vida en manos del destino y dejarse llevar, sin pensamientos resistentes, vanas esperanzas, ni recurriendo a dioses en los que no creía.  Aceptó su muerte segura: ese mismo día, al día siguiente, unos meses después, o al cabo de 50 años. Una vez asumido, siguió viviendo sin estridencias sentimentales.

Nunca iba a considerar el ejército como su pasión, pero asumía que era su trabajo y trataba de hacerlo correctamente. Llevaba cinco años en aquella guerra y muchas cosas habían cambiado en él, pero siempre había actuado conforme a lo que se esperaba de su puesto y rango, destacando, incluso, por su sangre fría en la toma de decisiones en plena batalla, lo que le había permitido ir subiendo en el escalafón militar por méritos propios. El último ascenso había sido tras la batalla de los Arapiles, un año antes, donde la heroica acción del batallón que estaba bajo su mando le había acarreado el ascenso a coronel, rango que en aquel momento ostentaba.

La carrera militar se había convertido, por tanto, en su medio de vida. Y, paradójicamente, también le había permitido estar cerca de sus intereses reales. A Russell le gustaba el contacto con la naturaleza, leer, conversar con sus amigos y disfrutar del placer que le proporcionaban las mujeres. Y si en un principio había pensado que la vida en la milicia le iba a alejar de esos placeres, pronto se dio cuenta de que le permitía proveerse abundantemente de ellos.

El movimiento continuo del frente le permitía conocer lugares diversos y cabalgar por largos períodos de tiempo en espacios naturales diferentes. Había disfrutado de la dehesa salmantina, un espacio llano e inmenso, lleno de encinas, y disfrutaba ahora de los misteriosos bosques navarros y sus caminos enrevesados, a la sombra de hayas y robles, y a la orilla de arroyos vigorosos.

Los momentos de batalla eran intensos y duros, pero había también muchos tiempos muertos en los que no tenía grandes obligaciones. Él los aprovechaba para leer y leer. Había traído consigo una biblioteca básica de 100 volúmenes —sus obras preferidas— pero a lo largo de aquellos cinco años había ido creciendo —hacía pedidos regulares a Londres— y sus criados tenían que transportar en aquel momento más de 600 volúmenes dedicados a los más diversos temas.

La guerra le había dado también la posibilidad de establecer relaciones nuevas, alguna de las cuales había acabado en una firme amistad. Era exigente en ese aspecto, solo formaban parte de su selecto grupo de amigos personas inteligentes y cultas. Daniel Cadoux, cumplía con los dos requisitos con creces, por eso había pasado en poco tiempo de ser un interlocutor agradable a ser su mejor amigo en España. Quizá su mejor amigo a secas, ya que sus amistades de Londres y Edimburgo se habían ido difuminando con el paso de los años y la falta de contacto directo. Daniel no podía ser más diferente a él, pero compartían el gusto por las conversaciones elevadas, por la Historia y la Filosofía, y una misma forma de enfrentarse a la vida, mezcla de aceptación y leve escepticismo, que les ayudaba a sobrellevar lo peor de la guerra. Ambos tenían un humor fino y agudo, un poco cáustico incluso, al decir de las personas que habían presenciado alguna conversación entre ellos.

Russell había hecho amigos entre los españoles también, aunque lo efímero de su paso por cada lugar hacía que fuera difícil mantener aquellas relaciones. En cualquier caso, con dos o tres de ellos lo había conseguido, y se carteaban con regularidad. Una de aquellas personas era una mujer: la duquesa de Lumbrales, Isabel de Benito. Aunque ella era especial, porque era amiga y amante a la vez.

Porque la guerra también le había facilitado acceder a otro de sus placeres: el sexo. Habían sido muchas las mujeres que habían pasado por su lecho durante aquellos cinco años. El uniforme, el rango, su procedencia y su físico exótico (así lo veían aquellas mujeres meridionales) le habían permitido relacionarse con gran cantidad de ellas. Al principio, le había asombrado la facilidad con que se le ofrecían, pero enseguida se habituó a ello y decidió disfrutarlo. Le perdían las mujeres inteligentes, bellas y con sentido del humor. Y también las prefería casadas, y bien casadas. No tenía la menor intención de comenzar una relación duradera con ninguna de ellas y aquel estado civil era el seguro que evitaba que aparecieran requerimientos mayores. Y aunque alguna había caído enamorada, su rápida partida había ayudado a que la cosa no fuera a mayores. Unas cuantas lágrimas, un abrazo prolongado, media vuelta y, por parte de él al menos, todo olvidado.

Había habido dos excepciones. Ambas de nombre Isabel. La primera había sido una joven portuguesa, morena y espigada, hija del dueño de la casa en la que se había alojado al principio de la campaña. Ella cayó en sus brazos a los dos días de su llegada. Cayó en su cama sería más correcto decir, ya que fue allí donde la encontró cuando se retiró a dormir aquel segundo día. Completamente desnuda, completamente ofrecida. Entonces él era un hombre desorientado, así que tomó aquel ofrecimiento como un regalo que le haría olvidarse de las angustias de la guerra, aunque fuera momentáneamente. Disfrutó de ella, de su cuerpo moreno y sus pezones grandes y oscuros, casi negros, que le volvían loco; de su apasionamiento, que le hacía tener que taparle la boca en el momento culmen, para impedir que sus gritos de placer llegaran a oídos de su padre. Y ella disfrutó de él, de su piel lechosa y su cuerpo fuerte; de sus gemidos roncos y su dormir profundo después. Pero cuando tres semanas después de aquella primera vez, el regimiento tuvo que partir de allí, todo el apasionamiento de ella se concentró en no dejarle ir o, peor aún, en irse con él. Él se negó, ella se negó a su negación, hubo lágrimas y gritos, estos imposibles de enmudecer ya, a los que su unió un padre ofendido en busca de una compensación. Al final, todo acabó con una huida a medianoche y la ayuda de su coronel en aquel momento, quien le dijo que una y no más.

Aprendió la lección y desde entonces se cuidó mucho de no iniciar una relación sin asegurarse de antemano de que esta no iría a más. A pesar de esto —o quizá por esto mismo— no le habían faltado oportunidades. En algunas plazas había llegado a tener tres amantes a la vez.

La duquesa de Lumbrales, Isabel de Benito, era la otra excepción. Era tan bella como culta, tenía un sentido del humor endiabladamente agudo y se tomaba el sexo como un reto: cada día debía ser mejor que el anterior. Estaba casada con un duque rico, que se ausentaba a menudo y le dejaba el palacio de Ciudad Rodrigo, donde vivía, a su entera disposición. A los tres días de iniciada la relación, él quiso ser claro con ella. Le gustaba mucho —le dijo—, lo pasaba bien con ella y tenía hambre de su cuerpo y de su sexo, pero bajo ningún concepto iba a mantener la relación más allá del tiempo que estuviera destinado en la zona. Ella le sorprendió entonces pronunciando, antes que él, la misma frase con la que él tenía pensado terminar su alocución: “Si me pides algo así, cortaré inmediatamente toda relación contigo”. Se miraron y rieron a carcajadas, luego hicieron el amor de manera salvaje, como tanto les gustaba hacer (otra veces lo hacían suave y delicadamente, como tanto les gustaba hacer también).

Habían sido unos meses fantásticos en los que su experiencia sexual se amplió y mejoró hasta convertirse en un amante exquisito. Ella era tan apasionada en la cama (y encima de la mesa de la biblioteca, y en la bañera, y en el jardín…) como fría con el tema de su futura separación, cuando hablaban de ella. Pero esta llegó y no fue tan fácil. Para ninguno de los dos. Él le dijo que echaría de menos su sexo, pero también su conversación (¿con quién más podría hablar de Voltaire y Rousseau, mientras chupeteaba sus pezones y sus labios?). Ella le dijo algo parecido. Y se miraron en silencio. Y siendo conscientes de que caían en una trampa que ellos mismos habían tratado de evitar, acordaron escribirse.

Cuando Gabriel llegó a Echalar había pasado ya un año desde que se habían despedido, y durante ese tiempo no había habido ni una semana en la que ambos no hubieran recibido una misiva del otro, a veces dos e, incluso, tres. Las cartas de ella eran divertidas, agudas y sexuales, muy sexuales (más de una vez Gabriel había acabado masturbándose, sujetando una de ellas con la mano izquierda). Él intentaba que las suyas estuvieran a la altura, pero sabía que era difícil. En cualquier caso, ella las jaleaba en cada respuesta. No estaba enamorado de ella, pero aquella mujer le hacía bien, por eso, mientras estuviera en la Península al menos, intentaría mantener la relación epistolar.

Con la frente apoyada sobre el cristal del ventanal del salón de Gaztelu, Gabriel terminó el repaso a los años pasados en la Península llegando a una firme conclusión: había merecido la pena. Si no hubiera sido así no lo habría lamentado, no formaba parte de su naturaleza afligirse por lo que no estaba en su mano, pero debía reconocer que, sin quererlo, había escogido un oficio que le reportaba todo lo que le gustaba: ejercicio, bellos lugares, tiempo para cultivarse, amistades interesantes y sexo. Encerrado entre los cuatro muros de Oxford, siguiendo la que consideraba su verdadera vocación, no habría tenido acceso ni a una décima parte de todo aquello. Algún día debería agradecerle públicamente a su padre el esfuerzo que había hecho por obstaculizar sus deseos, pensó finalmente, con ironía.

En aquel momento sonó la puerta de su habitación. Tras ella apareció Smith, uno de sus tres criados y quien hacía las labores de ayuda de cámara. Era el más antiguo de sus sirvientes, el único que había venido con él desde su Edimburgo natal.

—Una mujer pide audiencia con usted, Sire —dijo con seriedad.

Gabriel se sorprendió. No esperaba ninguna visita y menos de una mujer. Aún no había intimado con ninguna en aquel pueblo. Aquello era inusual. Le preguntó a Smith quién era la dama y qué quería. El criado, serio e impertérrito, le contestó:

—Le pregunté el nombre, cómo no, pero me siento incapaz de repetirlo. Es bajita y está nerviosa, Sire.

Gabriel sonrió. Estaba acostumbrado a aquel tipo de descripciones, cortas y concisas (“Es bella y elegante”, había sido la de Isabel de Benito). En pocas palabras, y sin decirlo abiertamente, Smith le hacía partícipe de su parecer sobre la dama en cuestión. Solo se comportaba así con las visitas femeninas (teniendo en cuenta lo recto que era, aquello debía ser para él el paradigma de la frivolidad). A Gabriel le hacía mucha gracia y por eso se lo había permitido hasta entonces. Y se lo tomaba como un juego: escuchaba a su criado, anotaba, por el tipo de descripción que le daba, si la mujer le había gustado o no, y luego él sacaba sus propias conclusiones. Lo cierto era que Smith acertaba muchas veces, aunque otras había fallado estrepitosamente (“parece enfadada y tiene vello en la faz”, fue la fea descripción que hizo de Angelita, la mujer de un alto mando militar español, que tantas alegrías le habría reportado en su estancia en Burgos). La descripción de aquel día: “es bajita y está nerviosa”, indicaba que la visitante inesperada no le había gustado demasiado. Nada fuera de lo habitual… Pero sí lo fue lo que hizo a continuación. Smith solía retirarse tras presentar a las visitantes, pero aquel día vaciló, carraspeó y añadió algo más a su descripción inicial:

—Es una campesina.

Era evidente que para Smith aquel dato era importante, había dudado y después había decidido soltarlo antes de desaparecer. Y lo cierto era que se trataba de un hecho singular. Todas las mujeres con las que Gabriel se había relacionado hasta entonces pertenecían a la nobleza o a la alta burguesía. Él no tenía interés en acercarse a las campesinas y, por supuesto, jamás una mujer del pueblo había osado acercarse a él. Gabriel levantó una ceja, un gesto que le salía involuntariamente siempre que algo le intrigaba, y le dijo a Smith que hiciera pasar a la mujer. Jamás se le ocurriría echar con cajas destempladas a nadie... sin escucharle antes, al menos. Además, aquella visita desconcertante había conseguido despertar su curiosidad.

Cuando Smith abrió la puerta de par en par para dejar pasar a la desconocida, Gabriel no vio a nadie, aunque enseguida se dio cuenta de que la visitante se encontraba tras su criado. Smith no era grande, pero la mujer era francamente pequeña. “Mujer casi niña”, fue lo primero que pensó. Y campesina, efectivamente, a la vista de su atuendo. Después de que Smith saliera de la habitación y cerrara la puerta tras él, Gabriel observó un poco más detenidamente a la joven. Era la primera vez que la veía, de eso estaba seguro. No tendría 20 años, era frágil como una cría de gorrión recién caída del nido y sus gestos de nerviosismo, tal y como le había anunciado el sirviente, le hacían parecer más vulnerable aún. Llevaba una falda gris de paño basto, una blusa gris más oscura y un pañuelo pardo que le cubría los hombros y acababa cruzándose y atándose en la cintura, que era estrecha y pequeña, como toda ella. Llevaba el pelo, rubio, recogido en un moño del que se escapaban algunos mechones rebeldes. Tenía unos ojos enormes de color gris —en proporción lo más grande de toda ella— que en aquel momento le miraban fijamente. Y los labios, ni finos ni gruesos, estaban ligeramente abiertos en un gesto que delataba su prisa por hablar, aunque se contenía sin emitir sonido alguno. Nada en ella llamaba la atención, era gris, como su atuendo, y era una campesina, dos razones suficientes para que Gabriel no tuviera interés en conocerla. Pero eso era precisamente lo extraordinario. ¿Qué hacía una campesina frágil y asustadiza presentándose sola en la residencia del mando superior del ejército extranjero asentado en la zona? Intrigado, decidió darle la palabra, pero entonces, antes de que él abriera la boca para darle pie, fue ella quien empezó a hablar, dejándolo asombrado de nuevo:

—Señor —pronunció ella despacio, pero con un tono seguro y enérgico que contrastaba con su apariencia— he dudado mucho antes de venir a pedirle lo que me trae hoy aquí, pero como no se trata de nada para mi beneficio, he decidido hacerlo.

La joven había dado por supuesto que el coronel la entendería, como así estaba sucediendo, pero no sabía hasta qué punto estaba desenmascarado un hecho que Russell ocultaba a la mayoría de los españoles que conocía. Efectivamente, dominaba el castellano tan bien o mejor que su traductor, algo inusual en un mando del ejército británico. Los soldados rasos solían estar en contacto con el pueblo y no era extraño que aprendieran el idioma local, para hacerse entender de manera rudimentaria al menos, pero los mandos no solían tener ni interés ni necesidad de relacionarse con la población. Por otro lado, contaban siempre con traductores que les facilitaban las relaciones con las autoridades de cada lugar. Pero Russell era una rara avis entre los mandos británicos y se distinguía en este aspecto de sus compañeros. Su curiosidad e inquietud intelectual le empujaban a saber más sobre la cultura y las publicaciones de los lugares por los que pasaba. Además, le gustaba acceder a las fuentes originales. Esa era la razón de que hubiera aprendido un poco de portugués durante los meses que había pasado en aquel país y de que dominara perfectamente el castellano después de los casi cinco años que llevaba en España. Sin embargo, el hecho de que lo conociera no significaba que lo utilizara abiertamente: para todo lo relacionado con su trabajo utilizaba siempre traductor. Aquello le permitía mantener la distancia con los autóctonos que no le interesaban. En el ámbito privado su actitud era otra: con las pocas amistades que había hecho en la Península y con las mujeres con las que se había relacionado durante aquellos cinco años había utilizado el castellano. Pero aquella muchachita que le miraba fijamente estaba en las antípodas del tipo de mujer con el que se relacionaba él. Con ella, de hecho, no debería estar hablando en ningún idioma. Y sin embargo, ahí estaba, asintiendo a las palabras que ella había pronunciado segundos antes en perfecto castellano, y dando por hecho con ello que la entendía. Había sido un error no llamar al traductor para que estuviera presente en el encuentro, pero lo cierto era que todo había ocurrido de manera tan inesperada que no había sido capaz de reaccionar. Ahora era tarde ya, debía hablar en castellano con aquella chica. 

No pasó mucho tiempo inmerso en aquellas reflexiones, unos pocos segundos apenas, pero antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, la muchacha volvió a hablar:

—La razón por la que he venido —continuó ella algo más apresuradamente que en su primera intervención— es que los niños no tienen nada para comer. Y yo sé que ustedes tienen comida de sobra. Por eso quiero pedirle que les provea de lo que necesitan para no morir de hambre. Son pocos niños, generalmente diez, aunque a veces viene alguno más. Para ustedes no supondrá nada, pero para mis niños es la diferencia entre la vida y la muerte.

 

“¿La muchacha tenía diez hijos?” —pensó Gabriel mientras su ceja derecha volvía a levantarse—. No era imposible, pero sí muy improbable: era demasiado joven. Y de las palabras que acababa de pronunciar se deducía algo más absurdo aún: ¿a veces diez y a veces más?, ¿le aparecían y desaparecían los hijos? Aquello era descabellado. De hecho, todo lo que estaba ocurriendo desde hacía unos minutos lo era. Quizá aquella muchacha no estaba en sus cabales, era lo único que se le ocurría para explicar lo que estaba sucediendo. Pero, de nuevo, la ausencia de una respuesta rápida por parte de él hizo que la impaciente joven tomara la palabra por tercera vez, sin dejarle aclarar sus dudas:

—No quería mencionar el hecho que me ha empujado a venir hasta aquí, es demasiado doloroso para mí, pensé que usted tendría sensibilidad para entender y no hacerme hablar de ello, pero veo que no me contesta, así que me obliga a hacer alusión a él. No creo que ese tipo de hechos deban repararse con un intercambio económico o en especies —prosiguió ahora más nerviosa y vacilante, bajando por primera vez los ojos y cortando el contacto visual que había mantenido con él— pero sus hombres me han dicho que usted me compensaría con lo que quisiera.

En ese momento, Gabriel creyó entender lo que estaba sucediendo. Al parecer, alguno de sus hombres había hablado de sus correrías sexuales y aquellas historias habían llegado a oídos de la campesina que, ingenuamente, había creído que podría beneficiarse de ello.

La carcajada fue sonora y fuerte y retumbó en todo Gaztelu.

Que aquel pajarillo de pueblo hubiera creído que él pudiera tener el mínimo interés en acostarse con ella le parecía ridículo, pero que además imaginara que iba a estar dispuesto a pagar por ello… En toda su vida había visto mayor desfachatez... Dejó que la risa muriera lentamente, ya que lo que tenía que hacer a continuación no iba a resultar tan divertido. El hecho de que hubiera reído no significaba que el episodio fuera a acabar entre risas. Ni mucho menos. De hecho, mientras miraba la expresión ceñuda y claramente no amistosa que se le había quedado a la muchacha al oír su carcajada, pensó de qué manera iba a expulsar a aquella atrevida de su alojamiento.

 

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