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~ Capítulo 20 ~

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~ Capítulo 20 ~

 

 

Abdoulaye pasó dos días trabajando, hasta que a la una del mediodía del tercero se encontró de nuevo sin material para continuar. Aprovechó para ir a la cocina a comer lo que Matilde le había preparado. Durante los primeros días en la casa, la mujer le había dejado tranquilo, pero enseguida se había quedado con él durante toda la comida, hablando y riéndose la mayor parte del tiempo. Aquel día, cuando Abdoulaye entró en la cocina, se topó con ella a punto de salir de la estancia. —Voy a por aceite a la despensa, vuelvo ahora —le dijo, mientras salía como un rayo.

Al quedarse solo, algo que no le había ocurrido nunca en aquella estancia en la que Matilde era omnipresente, decidió echar una ojeada a la decoración para pasar el rato hasta que la mujer volviera. Entonces se fijó en un pequeño aparador sobre el que había tres fotografías. En una de ellas se veía a una niña pequeña, de unos seis o siete años, con expresión grave a pesar de su corta edad, acompañada de un hombre gordito, bajo y calvo. En la niña se adivinaban los rasgos de la Alicia adulta. El mismo hombre aparecía en otra fotografía, con Alicia en medio y Matilde al otro lado. Los tres vestían elegantemente. En la tercera fotografía, de tamaño mayor y con colores algo subidos de tono, lo que era un indicador de su mayor antigüedad con respecto a las otras dos, aparecía una pareja mirando a la cámara.

—Qué jóvenes eran. —Oyó Abdoulaye en ese momento. Sorprendido, se dio la vuelta y se encontró con Matilde, recién llegada de la despensa con una botella de aceite en la mano.

—Son los padres de Ali —le dijo señalando la última fotografía.

Abdoulaye se fijó mejor en la fotografía al saber quiénes eran. El hombre era el mismo que aparecía en las otras fotografías, pero en esta se le veía más joven y delgado. Todavía mantenía el pelo, muy oscuro y ondulado, y solo se adivinaban las entradas que en pocos años se convertirían en una calva en toda regla. Pero la sonrisa era la misma. La mujer que estaba a su lado era muy diferente a él. Era muy alta, le sacaba más de quince centímetros. También parecía mayor que él. Estaba muy delgada y se le adivinaban los huesos bajo la ropa. Tenía la cara ligeramente alargada. El peinado, lacio y hasta los hombros, sin flequillo y con raya en medio, dejaba al descubierto una frente ancha. Miraba al frente, pero su expresión, aunque intentaba ser risueña, parecía un poco triste.

De un primer vistazo, producía una sensación de extrañeza ver a los dos jóvenes juntos, como si no terminaran de encajar. Físicamente eran muy diferentes, y la forma de posar también. La madre de Alicia aparecía rígida, con una sonrisa algo forzada, como la que suelen mostrar los niños cuando empiezan a ser conscientes de que se les fotografía y esto les hace perder naturalidad. El padre, sin embargo, aparecía relajado, sonriente, pasándole un brazo por la espalda a ella. Su mano se veía en medio del brazo contrario de ella, agarrándolo firmemente. Pero este gesto, que en cualquier otro habría quedado posesivo, en ellos quedaba bien. De hecho, era ese gesto el que daba la pista de que entre ellos había algo especial, el que rompía la sensación de extrañeza que producía su físico dispar. Había mucho cariño en él. Y a la vista de esto, la mirada de ella ya no parecía triste, sino vulnerable. Se veía a una chica que buscaba protección. Y la expresión y el gesto de él indicaban que no solo estaba dispuesto a dársela, sino que le hacía feliz hacerlo.

Alicia, constató Abdoulaye, se parecía  más a su madre que a su padre, aunque también era diferente a ella. Era alta, aunque no tan alta como debía haber sido su madre, delgada, pero menos que ella, y tenía el pelo lacio como ella, pero castaño como su padre. Y, sobre todo, Alicia no transmitía la vulnerabilidad de su madre.

Matilde le dejó mirar a gusto y cuando él finalmente apartó su mirada de la fotografía, la encontró a su lado, mirándole sonriente.

—Anne era de EE. UU., de Massachussetts. Cuando llegó al pueblo no teníamos ni idea de dónde estaba, y ahora tampoco —soltó con una carcajada—. Un día apareció en la fonda del pueblo. Nadie entendía qué hacía allí aquella americana larga y seca, parecía un pulpo en un garaje, como si se hubiera equivocado de carretera. El caso es que al día siguiente de su llegada, Manuel se acercó a la fonda para acompañar a un cliente del negocio que acababa de montar. Manuel es el padre de Ali… era... —corrigió enseguida Matilde—. Parece mentira que todavía me cueste —añadió con tristeza—. Total, que se miraron y fue un flechazo. Al día siguiente ya paseaban por las calles del pueblo agarrados de la mano, y dos meses más tarde se fueron a vivir juntos. Resultó que Anne no había aparecido en el pueblo por equivocación. Era profesora de una universidad y había venido a estudiar no sé qué rocas que hay al lado de nuestro pueblo, en las Bardenas Reales. El caso es que Anne se enamoró de Manuel y, aunque no olvidó sus piedras —casi hasta el último día estuvo enredando con ellas—, decidió quedarse. Ella era muy alta y Manuel era chiquito. Además, ella era mucho mayor que él, cuando se casaron tenía 39 años, y Manuel era un chaval de 28. Pero no llamaban la atención por esas diferencias, sino por lo mucho que se querían. Desde el día que se conocieron, jamás se les vio separados, iban juntos a todas partes. Ella hablaba bien castellano, aunque tenía un acento entre americano y mexicano muy gracioso —dijo Matilde riéndose—. Pero la verdad es que hablaba poco, sobre todo le gustaba escuchar a su chico Manuel. Así le llamaba ella: “mi chico Manuel”. Y no creas, con todo lo grande que era y los años que le llevaba, era él quien cuidaba de ella, desde el primer día. No sé qué vio Manuel en ella para reaccionar así. Una mujer que se atreve a ir sola a un país extranjero no puede ser muy delicada, pero, sin embargo, la protegía como si fuera una niña pequeña.

—Sí —dijo entonces Abdoulaye— algo de eso se nota en la fotografía.

—Se la hicieron unos días antes de la boda —dijo Matilde. Luego, calló unos segundos, pensativa, y continuó algo triste:

—Yo creo que él adivinó lo que iba a pasar. Bueno, no digo que lo adivinara, ya sé que eso son tonterías, pero creo que algo intuyó... El caso es que se casaron en menos de un año y a los dos meses de la boda ella se quedó embarazada de Ali. —Matilde volvió a callar, esta vez más tiempo, y añadió en voz baja—: y con el resultado de los análisis del embarazo le dieron otros: cáncer.

Aunque Abdoulaye sabía que los padres de Alicia habían muerto, había seguido con simpatía la historia que le estaba contando Matilde, así que le dio un vuelco al corazón cuando oyó el diagnóstico.

—Sí, recién embarazada y con cáncer —siguió Matilde—. Un cáncer muy fuerte. Tenía que tomar un tratamiento que le haría perder al bebé. Entonces Anne demostró que era mucho más fuerte de lo que pensábamos: decidió seguir adelante con el embarazo aunque era una condena a muerte. Anne murió cuando Ali tenía 3 meses. Fue valiente hasta el final y cuidó a su niña hasta que las fuerzas le dejaron: hasta que se quedó inconsciente, dos días antes de morir.

Al llegar a este punto, Matilde tuvo que detener su relato. Abdoulaye vio que estaba llorando suavemente:

—Yo soy prima lejana de Manuel —continuó—. Cuando Anne murió, me contrató para que me ocupara de Ali. Y así, hasta ahora. He intentado hacerlo lo mejor que he podido, como si fuera mi hija. Y esa es la historia de Anne, Lay, pero, ¿quieres saber qué hizo Manuel después? —dijo, animada ya.

—¡Claro!

Matilde sonrió:

—Vale, yo sigo, pero tú te sientas y comes, que se va a enfriar todo.

Cuando él cogió la cuchara de nuevo, Matilde, sentada frente a él, cogió una taza de café y continuó:

—Manuel no se hundió, eso no iba con él, pero te aseguro que no se recuperó jamás. De hecho, no volvió a casarse, a pesar de ser muy joven al principio y muy rico al final. Pero, aparte de no volver a casarse, hubo otra señal de que algo había cambiado en él: su obsesión por el negocio. Siempre había sido espabilado. Dejó la escuela al acabar octavo, como yo, no porque fuera mal estudiante, sino porque tenía que salir del pueblo para seguir estudiando y en su casa no sobraba el dinero. Su primer trabajo fue en el campo, pero pronto montó un pequeño negocio: distribuidor de las verduras en los supermercados de los pueblos de alrededor. Cuando conoció a Anne sólo tenía un pequeño local para guardar las verduras y una furgoneta. Trabajaba mucho y ganaba lo justo para vivir. Había comprado una pequeña parcela a las afueras del pueblo en la que pensaba construir su propia casa, con tiempo y sin prisas. Al morir Anne se volcó en el trabajo. Yo estoy segura de que no buscaba dinero, sino tapar el agujero de la falta de Anne. Amplió el local y la zona por la que distribuía. Poco después montó una pequeña conservera, que en diez años se convirtió en la mayor productora y distribuidora de conservas vegetales de España. Y de ahí a Europa y al resto del mundo. Así que, casi sin darse cuenta, se convirtió en multimillonario.

Tras unos instantes en los que calló, reflexiva, volvió a tomar la palabra:

—El caso es que todo el dinero que hizo no le cambió. El único lujo que se permitía era el coche, ya lo has visto. Y luego esta casa, claro. Le gustaba el mar y la compró para poder verlo todos los días. Por lo demás, siguió llevando el mismo tipo de vida sencilla que había llevado siempre. Y no tenía vicios. Así que toda su fortuna ha pasado a Ali. ¿Está buena la carne? —le preguntó entonces de improviso.

—Está buenísima —contestó Abdoulaye. Y aprovechó el cambio de tema para preguntar lo que le rondaba por la mente desde que Matilde había empezado a contar la historia:

—Y Alicia, ¿qué? ¿Cómo fue su infancia?

—¡Uy, Ali! Es verdad, no te he contado nada de ella —dijo entonces la mujer—. ¡Qué niña ¿ves lo reservada que es ahora?, pues así ha sido siempre. Su padre la adoraba. Pero no creas, a pesar del dinero, no ha sido nunca una niña mimada. Ha tenido de todo, pero sin caprichos. Para Manuel lo más importante era su educación, así que con eso no reparó en gastos.

Matilde calló un momento, sopesando si contarle algo o no, y al final decidió hacerlo:

—No ha ido nunca a una escuela, ¿sabes?

Abdoulaye abrió los ojos sorprendido:

—¿No? ¿Eso es posible?

—Bueno, en España creo que es difícil, pero con dinero todo se puede conseguir, así que Ali estudió en casa con profesores particulares —continuó la mujer—. Y luego estudió en la universidad, en la UNED. Se licenció en Filología Inglesa porque era lo que menos le iba a costar, no porque tuviera mucho interés. Pero bueno, dejó contento a su padre. Esa foto —y señaló la foto en la que estaban los tres con ropa elegante— es la de la cena de graduación. Manuel nos llevó a cenar a un restaurante carísimo. ¿A que estamos guapas?

Abdoulaye asintió, pensando, divertido, que, aunque hubiera pensado lo contrario, jamás se habría atrevido a decírselo a Matilde.

Matilde se quedó un par de minutos mirando la foto melancólica y, con voz triste, añadió:

—Un año después murió. De un derrame cerebral, sin dar nada de guerra, como era costumbre en él.

Abdoulaye no supo qué decir. No estaba acostumbrado a ver a aquella mujer triste. Ella le ayudó enseguida, porque, ya más alegre, continuó:

—Yo le quería muchísimo, pero no de esa manera que estás pensando, ¡qué va! Además, aunque se me hubiera ocurrido, no habría habido hueco para mí: Anne lo ocupaba todo... Pero no se me ocurrió, ¿eh? —Le guiñó un ojo—. Le quería como a un hermano.

Tras un nuevo silencio, la mujer continuó:

—El caso es que nos hemos acostumbrado, pero las dos le echamos de menos. Ali me preocupó mucho al principio. Llevó la muerte de su padre con entereza, pero yo sabía que por dentro estaba pasándolo mal. Y justo entonces fue cuando empezó a estar más ausente que nunca. Podía pasarse horas y horas sentada en el sofá mirando a ninguna parte, con los ojos abiertos, pero vueltos para adentro ¿sabes cómo te digo?

Abdoulaye le dijo que sí, que lo sabía, que a veces a él también le pasaba, y que era algo que desesperaba a su madre.

—Entiendo a tu madre —dijo Matilde riendo—. El caso es que hablé con ella preocupada y por fin me contó lo que le pasaba. Me dijo que siempre había tenido fantasías en la cabeza, pero que desde la muerte de su padre tenía muchas más, o algo así, y que no me preocupara, que le hacían bien... Pero a mí siempre me preocupó —continuó—, no me parecía muy sano pasar las horas muertas así.  Debió de ser por mi insistencia que empezó a grabarlas, aunque no sé muy bien para qué, porque nadie oía esas grabaciones, ni siquiera yo. Cuando hace unos meses me contó que había decidido escribirlas, no sabes el alivio que sentí: ¡Por fin iba a hacer algo normal! Aunque, bueno…, no es que eso de escribir me parezca un oficio muy normal, ni siquiera un oficio si me apuras, pero sé que por ahí tiene mucho prestigio... Y esa es mi Ali, Lay, una chica un poco extraña, pero a la que quiero con locura.

Matilde dio por terminada la conversación sobre Alicia en ese momento. Para entonces, Abdoulaye ya había terminado el postre y, con él, el tiempo que empleaba en la comida, así que después de intercambiar unas palabras sobre temas banales, se despidió de la mujer  y volvió a su despacho.

Solo ya, reflexionó sobre lo que había oído en la cocina. Había descubierto muchas cosas sobre Alicia, pero lo fundamental seguía en sombras: por qué escribía o, mejor aún, por qué no escribía, cómo se documentaba, de dónde sacaba aquellas historias… Ciertamente, era una mujer extraña... Y le intrigaba... Seguramente por eso, la curiosidad le ganó a la prudencia y decidió ver qué resultados arrojaba “Google” tras introducir el nombre de Alicia. Se tranquilizó diciéndose que, aunque había firmado una cláusula que le impedía investigar a su jefa, aquello no se podía llamar investigación.

Introdujo en el buscador “Alicia Maquirriain”, entre comillas, para asegurarse de que la persona que aparecía era ella o alguien con su misma combinación de nombre y apellido. Lo que vio le dejó los ojos como platos. No se lo esperaba. El buscador arrojó 0 resultados. Nada. No tenía huella digital. Ella no existía en el ciberespacio, algo que hoy en día era casi como no existir. Por un momento sintió un escalofrío, como si se tratara de algo sobrenatural, pero pronto recuperó el sentido común. Había muchas personas que no aparecían en la nube, estaba seguro. Su madre y su antiguo patrón, por ejemplo... En cualquier caso, no era lo habitual y, cuando menos, era raro que una mujer de 35 años no tuviera huella digital.

Cuanto más sabía de ella más grande se hacía lo que desconocía.

 

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