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~ Capítulo 22 ~

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~ Capítulo 22 ~

 

 

Nada más llegar a Gaztelu, tras despedirse de Irene, Russell se topó con O´Leary, que estaba en el patio de la entrada principal limpiando sus armas. Concentrado en el trabajo, el joven criado no notó su presencia, así que Russell le pudo observar con calma durante un breve espacio de tiempo. El niño ya no lo era tanto, había crecido bastante y se le empezaban a marcar los pómulos y la mandíbula. Además, su piel blanca mostraba una sombra de pelo sobre el labio superior y en las mejillas. Sin embargo, mantenía la mirada risueña y la sonrisa ingenua, que le seguían dando un aspecto aniñado.

Russell pensó que quizá las mantendría siempre.

Que ojalá las mantuviera siempre.

En ese momento, O´Leary se percató de su presencia y, poniéndose en pie de un salto, realizó el saludo militar y se mantuvo rígido hasta que el coronel le conminó a descansar.

—O´Leary —le dijo Russell—, tengo que darte instrucciones nuevas.

Nada más comenzar a hablar, Gabriel se dio cuenta de que tenía que haber  preparado mejor qué decirle y, sobre todo, cómo decírselo. Sabía que el muchacho no iba a cuestionar el cambio de órdenes y que las iba a acatar sin decir nada. Pero sabía también que iba a darle un disgusto. Reconocía en el chico los estragos del primer enamoramiento, ese que explota en la adolescencia y arrasa con todo porque es algo nuevo y desconocido y no tenemos aún armas para defendernos de él.

Él recordaba bien su primer enamoramiento.

Katherine.

La hija de un conde amigo de su padre a la que conoció el verano que cumplió 17 años. Una chica tan alegre como bella; de su misma edad, pero más experimentada en las lides del cortejo. Había jugado con él, haciéndole mucho caso algunos días y siendo indiferente otros; o riéndose de él (“little carrot”, le llamaba, haciendo referencia a su pelo rojo). Y rompiéndole el corazón cuando escogió a su hermano mayor, Alastair, para darle el beso que todos habían intentado robarle. Y dárselo, además, en el jardín de verano, delante de él. 

Después, recordaba haber pasado un gran periodo de tiempo envuelto en la tristeza, lleno de pensamientos negativos en los que imaginaba que jamás encontraría una chica como ella y que jamás volvería a sentir algo igual. Pero ahora, veinte años después, se daba cuenta de que aquel sufrimiento había durado como mucho un mes, ya que en septiembre de ese mismo año había comenzado sus estudios previos antes de entrar en Oxford, y en los recuerdos que tenía de aquella época no había ni rastro de Katherine.

Al cabo de los años, siendo ya militar de carrera, volvió a encontrarla en un acto oficial en Londres. La vio marchita y gris, a pesar de las ropas y joyas caras que llevaba. Estaba casada con un vizconde y tenía tres hijos. Se había convertido en una mujer carente de atractivo y carente de espíritu. Cuando se despidió de ella, pensó en lo poco juiciosos que son los jóvenes y lo inteligentes que son los dioses que guían sus vidas.

Lo que sí había sido cierto era que no había vuelto a enamorarse de aquella manera. En realidad, no había vuelto a enamorarse. No creía, sin embargo, que el episodio con Katherine hubiera sido la causa, sino su naturaleza reflexiva. Tras haber probado una vez —si no hubiera sido con ella, habría sido con cualquier otra— había dejado de interesarse por un fenómeno que traía más pena que gloria. Después de Katherine aprendió a relacionarse con las mujeres de una forma más satisfactoria. Tenía amigas y tenía amantes, y algunas mujeres, como Isabel de Benito, entraban en las dos categorías, pero jamás había caído en el error de volver a enamorarse y estropear todo lo bueno que tenía con ellas.

Pero ahora que se encontraba frente a O'Leary, sentía que iba a hacerle algo parecido a lo que le había hecho Katherine a él en el jardín de verano. Y, a pesar de que para él aquello, en perspectiva, había sido bueno, no le gustaba interpretar el papel de mensajero de los dioses. Quizá por eso se lo dijo sin rodeos, deseando terminar lo antes posible:

—A partir de mañana va a haber un cambio y tú ya no llevarás la comida a la escuela.

No tenía por qué darle explicaciones, así que no añadió nada más.

El muchacho, tal y como él había supuesto, no movió un músculo al oírlo. Asintió y le respondió con un formal “sí señor”. Gabriel se quedó un momento mirándole, pero al percatarse de que O´Leary estaba intentando disimular a duras penas la expresión de disgusto, decidió entrar en la casa. Sin embargo, no había dado cinco pasos cuando se dio la vuelta y añadió algo más:

—¡Ah!, O'Leary, una cosa más. Lo que hagas en tus ratos libres no es de mi incumbencia. Puedes estar y pasear con quien quieras, pero procura  que no sea por los alrededores de la escuela ni en horario escolar.

O´Leary puso cara de sorpresa y sus ojos se iluminaron, “sí señor”, volvió a decir, mientras Russell tomaba el camino a su habitación.

Llegó a esta envuelto en sentimientos contradictorios. Estaba contento por haberle dejado una salida al chico, pero no tenía claro que aquello fuera a ser bueno para él. Y, volviendo a lo que le incumbía, había solucionado un problema, pero le quedaba otro: cómo hacer llegar la comida a la escuela a partir de entonces. Sabía qué era lo más razonable: enviar a Higgins o Smith, pero esto no coincidía con lo que le apetecía hacer. Lo que quería era llevar él mismo lo víveres y, de esa forma, mantener el contacto con aquella chica que, se reconocía ya a sí mismo, había empezado a interesarle.

La tranquilidad en la que vivía —habían pasado ya 15 días desde la última batalla— le empujó a decantarse por las apetencias en vez de por los dictados de la razón.  En cualquier caso, su parte racional no se silenció del todo y decidió tomar precauciones. Iría por la mañana temprano, como ella le había pedido, para que su presencia pasara desapercibida. Se cuidaría mucho de salir a la plaza con ella, como había hecho O´Leary con la joven ayudante. Y, por supuesto, acabaría con sus visitas, mandando a Higgins en su lugar, si notaba disgusto o incomodidad en ella.

Tomar la decisión le puso contento. Por fin había encontrado un entretenimiento femenino en aquel pueblo, aunque no tenía intención de ir más allá e iniciar una relación carnal con ella. La maestra le atraía, si no, no se habría tomado tantas molestias para volver a coincidir con ella, pero tenía claro que todo iba a quedar en un acercamiento inocente. Aquella chica se salía de todos los moldes en los que entraban las mujeres con las que se relacionaba y acostaba. No era de clase alta, no era refinada. Y, sobre todo, no tenía marido. O no parecía tenerlo, porque, en realidad, no sabía nada de ella. Y aquella era también una buena razón para mantener las distancias físicas con ella.

 

********************

 

El día siguiente amaneció, de nuevo, soleado. A las siete de la mañana, cuando salió al jardín trasero que daba al río Chimista, Russell notó que la temperatura era muy elevada. Después de cuatro años en la Península se había acostumbrado a aquellos calores, inusuales en su país, pero el de Echalar se le hacía más difícil de soportar debido al alto grado de humedad. Se aseó bien y le pidió a Smith un pantalón fresco y una de sus mejores camisas de hilo, después salió de Gaztelu con la casaca roja bajo el brazo: se la pondría al llegar a la escuela para evitar sudar antes de tiempo.

Tal y como había supuesto, no había nadie por los alrededores: el pueblo entero dormía. Una vez frente a la puerta de la escuela llamó y, como la primera vez, apenas pasaron unos segundos hasta que la puerta se abrió.

En cuanto le vio, ella dio un respingo y abrió los ojos por la sorpresa, aunque enseguida intentó disimular y adoptó una postura y una expresión más relajadas.

—Buenos días, capitán, no le esperaba a usted.

Gabriel sonrió y  dijo:

—Coronel.

No había podido evitarlo. Además, las mejillas de ella se tiñeron de rojo, dándole un aspecto encantador. Pero no quiso hacerle más incómoda la situación e, inmediatamente, añadió:

—No se preocupe, no tiene importancia. —Y mostrándole una sonrisa luminosa, continuó— espero que no le moleste que haya venido yo con los víveres, he decidido dar un paseo para disfrutar de la soledad de las primeras horas del día y he pensado que era buena idea aprovechar para traerlos.

Ella hizo un gesto de asentimiento, recogió el paquete con la comida y le dijo “gracias, coronel” con una leve sonrisa.

Entonces, a través de la puerta abierta, él vio la biblioteca.

—¡Cuántos libros! —exclamó sin poder quitar los ojos de la  librería que ocupaba una pared entera, del suelo al techo.

—Así es —dijo ella, orgullosa—. Son de mi maestro. Los ha dejado aquí porque no ha podido llevarlos…

En ese momento, Irene calló de golpe. Se acababa de dar cuenta de que no podía hablar de su maestro ni, mucho menos, de las circunstancias que le habían llevado a abandonar la escuela dejando todos aquellos libros atrás. Tenía que hacer algo rápido para evitar que el coronel notara su apuro y preguntara más. Casi sin pensarlo, el gesto surgió: abrió la puerta de par en par y, con una señal de invitación, le preguntó:

—¿Quiere verlos?

Gabriel había anotado  la existencia de un maestro ausente y había sentido curiosidad, pero cuando iba a preguntar más, Irene le invitó a pasar y aquello fue suficiente para olvidar todo lo demás. La invitación a ver y tocar una biblioteca ajena, llena de libros, era para él más irresistible que la invitación de una mujer bella tumbada en una cama con las sábanas apartadas, así que, sin pensar en nada más, aceptó y entró.

Fue directamente a la biblioteca y comenzó a examinarla. Irene se situó un metro detrás de él, observando sus movimientos.

Russell empezó a estudiar los títulos escritos en los lomos de los libros. También empezó a emitir pequeñas exclamaciones, en inglés, “¡Oh, my God!”, era la que más repetía. Lo hacía muy bajo, para sí mismo, cada vez que encontraba algún libro que le sorprendía. Una de las veces levantó por fin los ojos del libro que estaba examinando y miró a Irene. Su expresión era una mezcla de excitación y asombro, “I´ts incredible”, dijo en inglés, mirándola con expresión ausente. Enseguida cambió al español, que le salió más gutural que de costumbre:

—Es increíble, Irene, lo que tiene usted aquí. En mis años en la Península no he encontrado una biblioteca igual. Las he visto más grandes, pero ninguna tan exclusiva. Se nota que su propietario ama los libros y los escoge con cuidado.

Al decir esta última frase pareció volver en sí y volvió a mostrarse dueño de sí mismo.

—Debe usted disculparme —continuó—, frente a una biblioteca me vuelvo descortés. Es mi gran pasión. Y cuando la biblioteca es desconocida, se apodera de mí el deseo de encontrar obras nuevas. En el poco rato que llevo aquí ya he encontrado varias. ¿Usted cree que el maestro me dejará llevarme prestada alguna mientras estoy hospedado en Echalar?

Irene se alarmó de nuevo al oírle mencionar al maestro, así que le contestó rápido.

—No hay problema, la biblioteca es para uso de cualquiera que tenga interés en ella.

Gabriel, ajeno al apuro de ella, continuó:

—¿Podría llevarme un ejemplar hoy mismo?

—Puede usted llevarse a Gaztelu la obra que quiera, siempre que se comprometa a devolverla —dijo ella con una sonrisa.

Gabriel se la quedó mirando un momento, sin palabras. Se produjo de nuevo una corriente entre ambos, similar a la que habían sentido en el lavadero el día anterior. Una mezcla de simpatía, extrañeza por sentirla y simpatía de nuevo, que él cortó cuando volvió a centrar su atención en la biblioteca.

Durante un rato continuó examinándola, pero Irene no se limitó a observarle, sino que se unió a sus movimientos y comentarios, y pasaron la mayor parte del tiempo charlando animadamente. En un momento dado, Gabriel encontró un autor que le interesaba. Se trataba de Benito Jerónimo Feijoo, un ilustrado español del siglo anterior. Había leído un par de obras suyas y se había quedado con ganas de leer más. Ahora, ante sus ojos, se encontraba una selección extensa de su obra. Siguiendo la pista de Feijoo, llegó a una zona de la biblioteca en la que había otra obra de él. Se encontraba junto a un puñado de libros. Se fijó en la composición que hacían, porque daba la sensación de que habían sido colocados adrede un poco apartados del resto, en una zona más despejada de la biblioteca. Cuando se agachó a leer qué obras eran, se sorprendió extraordinariamente: cinco de ellos habían sido escritos por mujeres.

De Josefa Amar y Borbón, una autora de la que no había oído hablar nunca, había dos ejemplares: Discurso en defensa del talento de las mujeres, y de su aptitud para el gobierno, y otros cargos en que se emplean los hombres y Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres. El siguiente libro era de otra mujer, también desconocida para él. Le sorprendió que tuviera dos apellidos británicos. El ejemplar estaba escrito en castellano y el lugar de impresión estaba en la Península, así que supuso que se trataba de una española de origen británico. Su nombre era Inés de Joyes y Blake, y el libro tenía un título rotundo: Apología de las mujeres. Los dos siguientes estaban en francés. Uno de ellos, Réflexions nouvelles sur les femmes, lo había escrito Madame de Lambert, una marquesa francesa que había vivido casi un siglo antes, famosa por regentar un salón en el que se reunían las mejores cabezas pensantes de la época. Pero era el otro libro escrito en francés el que más le interesó. Había oído hablar de él y de su autora, y sabía de su triste final tras la publicación de aquel escrito. Se trataba de la Déclaration des droits de la femme et de la citoyenne, de Olimpe de Gouges. Aquella mujer se había atrevido a reivindicar la igualdad de derechos de la mujer respecto a los del hombre, y lo había hecho por escrito. Posteriormente había sido guillotinada por girondina, pero, supuso Russell, también por escribir cosas de ese tipo. Echó una ojeada rápida al texto y decidió que esa iba a ser la primera obra que se iba a llevar prestada a Gaztelu. Entonces, miró a Irene y le dijo:

—Me gustaría leer esta, la conocía de oídas, pero es la primera vez que tengo un ejemplar en mis manos. ¿Podría ser?

Contra todo pronóstico, vio que ella vacilaba, así que añadió:

—Lo voy a cuidar bien y le prometo que mañana lo tendrá de vuelta en la biblioteca, porque es muy breve.

Irene entonces cambió de expresión y asintió, aunque sin mucho entusiasmo.

Russell se lo agradeció y continuó  hojeando las tres obras restantes, que le pareció que desentonaban junto a las otras, porque sus autores eran hombres. La de Feijoo se titulaba Teatro crítico universal. Luego había una del genial Condorcet: Cinq mémoires sur l’instruction publique. La última obra era de un autor español del que no había oído hablar: Pedro R. Campomanes.

Le faltaba saber por qué aquellos libros habían sido apartados del resto junto con las otras obras escritas por mujeres. Miró entonces a Irene, dispuesto a preguntárselo directamente, y volvió a notarla un poco incómoda. Había tenido esa sensación cada vez que la había mirado tras acercarse a aquella selección de libros. También se había mantenido en silencio, pero en aquel momento, antes de que él formulara la pregunta, ella empezó a hablar:

—Todos tratan sobre  las mujeres, los de Feijoo, Condorcet y Campomanes también en alguna de sus partes —contenida—, y todos defienden la idea de que la capacidad de razonamiento de las mujeres es igual a la de los hombres.

Russell no pudo evitar sonreír abiertamente:

—No tengo la menor duda de que lo que usted acaba de decir es cierto —contestó— y no me ha hecho falta leer ninguna de estas obras para convencerme. El trato que he tenido con las mujeres que he conocido a lo largo mi vida así me lo ha probado.

—Me alegra oír eso —respondió ella—, pero no me negará que su posición es minoritaria. Y no me negará tampoco que, aunque hay excepciones, la mayoría de las mujeres no tienen posibilidad de estudiar para desarrollar ese entendimiento. Eso es lo que estas obras reivindican: que las mujeres reciban instrucción en las mismas condiciones que los hombres.

Gabriel cambió la postura, miró a Irene y, tras un momento de reflexión, le respondió:

—Bueno, nunca se me había ocurrido pensar que algo así fuera necesario. Las mujeres con las que me relaciono pertenecen a los estamentos superiores de la sociedad, se trata, por tanto de mujeres instruidas. Además —continuó tras otro breve silencio reflexivo—, en Escocia, de donde provengo, también está muy extendida la enseñanza de la lectura y de la escritura entre la gente del pueblo, sin excesiva discriminación por sexo.

Irene nunca había tenido oportunidad de hablar de aquel tema con nadie, porque a nadie a su alrededor le interesaba. Joanes era un chico sencillo que había aprendido justamente a leer y a escribir y no tenía interés en aprender más. Esteban le había enseñado a leer y la había alimentado con libros, pero como una excepción que nunca iría más allá. Ella estaba segura de que, de haberla conocido, el maestro no habría compartido su visión sobre la necesidad de mejorar la educación de las mujeres. Esa convicción era una de las razones por las que le había ocultado sus pensamientos. De hecho, aquello libros escritos por mujeres, o con ellas como tema central, los había ido recopilando poco a poco, pidiéndoselos a él, pero haciendo aquellas peticiones de manera escalonada en el tiempo y junto a obras de otro tipo, para que el maestro no se alarmara. Leía aquellos libros sobre mujeres como algunas personas leían literatura subida de tono: en la intimidad y sin compartirlo con nadie. Solo cuando Esteban se había ido, se había atrevido ella a juntar todos aquellos ejemplares en un extremo de la librería, creando su pequeña biblioteca privada.

Y, de repente, aquel recién llegado había provocado que ella hablara de aquello por primera vez. Seguramente había ocurrido porque estaba sola, pero también porque se había mostrado receptivo con el tema. Él mismo había reconocido que conocía muchas mujeres instruidas y que este hecho no solo no le molestaba, sino que lo aceptaba de buen grado. Aunque Irene estaba segura de que había trampa en aquel argumento y de que, en el fondo, el coronel no se encontraba muy lejos de los planteamientos de su maestro. En cualquier caso, había hablado de aquello con él y, una vez descubierto el secreto, quería seguir haciéndolo.

—¿Estudió usted en alguna universidad, coronel?

—Sí —contestó él— en Oxford.

—¿Y cuántas mujeres estudiaron con usted? —añadió ella, con el mismo tono suave con que había empezado.

Él la miró, sorprendido, y contestó rotundo:

—Ninguna.

Al ver que ella no continuaba hablando y, en vez de ello, le miraba con una sonrisa irónica, añadió:

—Pero... las mujeres no pueden ir a la Universidad.

Ella le miró un rato en silencio y luego, en vez de contradecirle, dijo:

—¿Por qué no?

Solo entonces perdió él un poco la seguridad.

—Bueno, eh... no se ha hecho nunca… ni siquiera se contempla…, está claro que no es un lugar adecuado para la mujer... —dijo vacilante.

—Bien —continuó ella— usted me ha dicho que está convencido de que las mujeres estamos, en lo que al entendimiento se refiere, al mismo nivel que los hombres, también ha mencionado que en su país aprenden a leer y escribir igual que los varones, no veo entonces cuál puede ser la razón para negarnos el acceso a la Universidad. Si la capacidad de razonar y de aprender es la misma, debería haber un lugar en el que las mujeres pudiéramos seguir desarrollándolas, ¿no le parece?

Gabriel la miraba atónito.

—Es evidente que la Universidad no puede ser una opción para las mujeres, ya que la edad de ingreso coincide con la edad de casarse y tener hijos —fue lo único que se le ocurrió responder.

—De acuerdo —continuó ella— ese razonamiento es discutible, pero lo acepto. Sin embargo, puede haber mujeres que renuncien a casarse, al igual que hacen ahora las religiosas, con el beneplácito de toda la sociedad. Yo misma, si tal posibilidad existiera, declinaría casarme para estudiar en una Universidad.

Gabriel continuaba mirándola con asombro creciente y solo acertó a decir:

—En mi vida había oído nada parecido…

—Seguramente —continuó Irene sin darle tregua— tampoco se me habría ocurrido a mí de ser hombre; o de ser una de esas mujeres privilegiadas que usted conoce. Pero yo soy una mujer humilde que quiere saber más y no puede.

Irene había terminado esa breve alocución con tono vehemente, rayando casi en el enfado. A Russell todo lo que ella había dicho le parecía un despropósito: ¡mujeres en la Universidad! A él, que valoraba la cultura en las féminas como pocos hombres lo hacían, le parecía una soberana tontería. El lugar de la mujer era el hogar, y su instrucción, aunque elevada, debía circunscribirse a aquel lugar. Pero también era cierto que aquella chica le divertía y le asombraba. Quería seguir hablando con ella el tiempo que pasara en Echalar, por eso decidió no entrar en la discusión y buscar un tema aledaño que le calmara a ella y que le permitiera a él rodear el punto en el que entraban en conflicto.

—Bien Irene, no está en mi mano solucionar ese tema, pero sí puedo ofrecerle lo que tengo. Viajo a todas partes llevando conmigo una buena biblioteca, quizá entre mis libros haya alguno que no haya leído usted aún y que pueda interesarle. Si es así, me gustaría prestárselo —le dijo usando un tono amigable 

La táctica funcionó, ya que ella cambió la expresión enfurruñada inmediatamente, y sus ojos brillaron, como habían brillado los de él mientras había examinado la biblioteca del maestro:

—Lo cierto es que hay una autora de la que he oído hablar, pero a la que no he podido leer nunca. Es inglesa, como usted. Igual la conoce, se llama Mary Wollstonecraft. Si tuviera alguno de sus libros, me haría muy feliz.

—Sí, he oído hablar de ella, aunque no la he leído —contestó él—. Durante un tiempo gozó de cierta fama en mi país por un libro sobre los derechos de las mujeres, lo recuerdo bien. También recuerdo que murió hace unos años, después de una vida muy accidentada y poco convencional. Creo que no voy a tener problemas para conseguir esa obra de Wollstonecraft.

Irene sonrió feliz. Pensó que solo por tener acceso a la obra de Wollstonecraft había merecido la pena conocer al coronel.

Llevaba mucho tiempo detrás de aquel libro, había tenido conocimiento de él gracias a un par de referencias aparecidas en la Gazeta, pero no se había atrevido a pedírselo a Esteban inmediatamente y había decidido esperar para hacer la petición junto con otros libros. Luego surgió la guerra y todos los planes de conseguir el libro de forma discreta se paralizaron.

En aquel momento Russell se dio cuenta de un hecho que se le había escapado hasta entonces:

—Pero el libro está escrito en inglés, no va a entender usted nada.

—Ah, no se preocupe, eso no es un problema, leyendo despacio me las arreglo con el inglés escrito.

Ninguna de las mujeres que había conocido en la Península, todas cultas e instruidas, era capaz de entender una sola palabra escrita en inglés. Muchas hablaban francés con corrección y fluidez, mejor que él incluso, y alguna sabía latín y griego —ese era el caso de Isabel de Benito—, pero el inglés no entraba dentro de lo que se suponía que tenía que saber una española de alta cuna. Las de baja cuna normalmente no leían ni en castellano. E Irene, una vez más, rompía todos los moldes y echaba por tierra sus prejuicios.

—¿Entiende usted el inglés? —dijo, asombrado.

—Solo por escrito —contestó ella escuetamente—, aunque no lo leo con la fluidez de otros idiomas.

—¿Y qué más idiomas entiende usted? —Continuó él, atónito.

—Español, francés, latín, griego e inglés, por ese orden en cuanto a fluidez. Sin contar el vasco, claro, que es mi idioma materno.

Aquella mujer, a la que él había clasificado como pueblerina analfabeta, tenía una formación, en lo que a idiomas se refería al menos, similar a la suya. Ya que él  hablaba alemán, pero de vasco no tenía ni idea. No fue capaz de añadir nada más. Aquella singularidad solo cabía aceptarla.

Irene tampoco quería continuar con el tema. Era la primera vez que reconocía ante alguien que no fuera su maestro y Joanes su conocimiento de idiomas. Lo había llevado en secreto, no porque creyera que había que ocultarlo, sino porque sabía que a nadie a su alrededor le interesaba, y para ella, al fin y al cabo, no era más que un medio para conseguir lo que quería: leer más autores y más obras.

Tras aquel momento de silencio, se dieron cuenta los dos de que se había hecho tarde. Faltaban diez minutos para las nueve, hora a la que los niños llegaban a la escuela, así que Russell se marchó rápidamente, no sin antes despedirse hasta el día siguiente. 

Al llegar a Gaztelu, se encontró con Smith, que le dijo que acababa de dejarle el correo encima de la mesa de su despacho. Una vez en su habitación,  encontró tres misivas sobre la mesita que hacía de escritorio. Una la esperaba hacía días, era una nueva convocatoria al cuartel general de Lesaca y estaba firmada por Wellington. Llevaba casi una semana sin ser convocado, aunque recibía dos despachos diarios. La guerra se había ralentizado tras el paso de los franceses a su territorio, pero aquel estado de paz o de guerra latente no podía durar mucho más. Debía presentarse ese mismo día a las tres de la tarde.

Las otras dos misivas eran esperadas también, las recibía puntualmente todas las semanas. Una era de Isabel de Benito, la otra, de su esposa.

 

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