Olivia

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CAPÍTULO 14

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CAPÍTULO 14

LIV

Una vez fuera del edificio, me quedo inmóvil, algo sonada. No me han despedido. Incluso formo parte del reparto de la gira de enero. Primera sorpresa. Además, puede que acabe bailando Diamantes con Joaquín, una pieza exigente, incluso para una bailarina en plena posesión de sus capacidades. Segunda sorpresa.

Ya sobre el asfalto, doy un grito de victoria. Quizá también teñido de un pelín de miedo.

¡Joder, lo he conseguido!

Envío un mensaje a Sophie para contárselo y darle las gracias, y luego me dispongo a llamar a mi madre para compartir la noticia cuando veo tres mensajes parpadeando en mi teléfono:

No olvides que la cena empieza a las siete.

Nos llevaremos a los niños para que distraigan la atención.

Nada de excusas, ¿eh?

Mi emoción se disipa al instante ante la perspectiva de lo que me espera esta noche. Un proceso ya bien rodado, un método de tortura antiguo testado en todo el mundo.

Una cena en familia. Decido cruzar Central Park a pie para ir a casa de mis padres. Eso me permitirá reponerme de mi entusiasmo y afrontar a la familia Beaufort. El parque, pulmón naranja más que verde en estos inicios de noviembre, resplandece con hojas que van del teja oscuro al amarillo claro y que caen inexorablemente, desnudando los árboles centenarios y recubriendo el césped en el que los paseantes adoran broncearse en cuanto aparecen los primeros rayos solares. Por desgracia, no tengo tiempo para pararme a disfrutar de la puesta de sol. Acelero el paso. Había conseguido evitar la cena en familia hasta ahora, pero tres días antes de mi partida no tengo escapatoria. Mis padres viven en el Upper East Side, cerca de mi apartamento en la calle 64, entre Lexington y la Tercera Avenida. Saludo al portero y cruzo el vestíbulo para entrar en el ascensor. Cuando llamo a la puerta, son las siete y un minuto.

—Dese prisa, señorita Olivia, que ya están todos aquí —me recibe Rosa, la ama de llaves de mis padres y el auténtico pilar de esta familia.

Se ocupa sobre todo de la cocina y de coordinar al empleado de hogar y al chófer de mi padre. Con el paso de los años, se ha convertido en la ayudante de mi madre y, durante mi convalecencia, la enviaban con frecuencia a mi apartamento para que me trajera comida y para asegurarse de que no había transformado mi apartamento en un caso de depresión aguda.

La abrazo con fuerza y le murmuro:

—¡Rosa, sálvame!

Me da unos golpecitos sin contemplaciones en la espalda antes de cogerme por los hombros y dar un paso atrás. Rosa es mucho más bajita que yo, con mi metro sesenta y cuatro, lo que no le impide mirarme fijamente antes de hacerlo de arriba abajo. El examen parece ser de su agrado porque me dedica una gran sonrisa.

—Ah, estás muy guapa. Es por los hombres de París, ¿verdad?

Suspiro y elevo la mirada al cielo, pero Rosa no me deja tiempo para defenderme. Me arranca literalmente el abrigo de los hombros y, con un empujón certero entre los omóplatos, me lanza a la fosa de los leones.

Sobre todo ahora que no voy precisamente de punta en blanco. Tras mi entrevista con Audrey, me he dado una ducha rápida, pero ni mis vaqueros ni mi jersey se han transformado milagrosamente en un vestidito negro. Me he recogido el pelo en un moño bajo y llevo las perlas que me regalaron para mi decimoctavo cumpleaños. Parezco lo que soy, una bailarina que sale de un ensayo.

—¡Liv, ya no te esperábamos! —grita mi padre antes de abrir los brazos en una parodia del pater familias.

Le sonrío y me acerco para recibir un abrazo más o menos igual de cálido que un casquete glaciar. Nada sorprendente hasta el momento. Reserva todo su afecto para mi hermano mayor, Chase, el genio financiero de la familia que ha restaurado su gloria o, al menos, su cuenta bancaria, y que está justo a su lado, con un vaso de whisky en la mano, en todo su esplendor de macho norteamericano. Me doy cuenta de que lleva su pelo rubio peinado de otra forma, seguramente para tapar sus entradas, que empiezan a hacerse evidentes a ambos lados de su frente. Cada vez se parece más a mi padre. Una satisfacción algo mezquina me hace quedarme mirándolas hasta que se lleva la mano a la frente para comprobar si el pelo está en su sitio. Le dedico una gran sonrisa en ese instante y le saludo:

—Buenas, Chase, me gusta tu nuevo corte.

Me sonríe, con la mirada fija en un punto por encima de mi hombro y el ceño algo fruncido, única señal de que me ha escuchado y de que he tocado un punto sensible.

—¡Sebastian! —grita a mi cuñado, que acaba de entrar en la habitación justo detrás de mí, con mi sobrina en brazos.

Hace cinco años, Chase acogió la llegada de un nuevo miembro masculino a la familia como la llegada del Mesías. Y eso que ni Vic ni yo fuimos especialmente invasivas durante nuestra infancia. Hasta que se fue al internado, Chase solo se acordaba de nosotras para torturarnos; si alguien sintió un gran alivio cuando ingresó en una escuela para burgueses superdotados, fuimos nosotras. Y, sin embargo, después de haber pasado casi ocho meses sin verme, se aferra a Sebastian como un náufrago a su balsa si con eso puede evitar tener que hablar a su hermana.

Qué estúpido.

Me giro hacia Sebastian y cojo a Juliette en brazos mientras le guiño un ojo que no puede ver mi hermano, demasiado ocupado en disertar sobre las últimas noticias del Financial Times. El pobre Sebastian asiente con la cabeza y dirige una mirada desesperada a Vic que, sentada en el sofá con Theo, nuestra madre y una joven desconocida, no ve. Me uno a ellas con Juliette en los brazos a modo de escudo. Vic me lanza una media sonrisa, consciente de lo que acabo de hacer.

—¡Liv, ya ni te esperábamos! ¿Y qué clase de ropa es esa? —exclama mi madre con esa voz en falsete que solo utiliza con su hijo.

Con su hijo o con una de sus múltiples conquistas que suele llevar a casa de mis padres. Ahora que tiene más de treinta años, mi madre ha empezado a perder la esperanza de que se asiente y perpetúe por fin el apellido Beaufort. No presto atención a mi madre y me giro hacia la joven que no para de mirarnos, nerviosa. Le tiendo la mano.

—Hola, soy la hermana de Chase, Olivia, pero me puedes llamar Liv.

—Hola, soy Amelia. Usted es bailarina, ¿verdad? La he visto, creo que hace un año, en Romeo y Julieta.

—Liv es solista del Ballet de Nueva York —interviene mi madre, con cierto orgullo en la voz al que no estoy acostumbrada.

—¡Oh! —exclama la joven, visiblemente impresionada.

—No se me daba especialmente bien estudiar, así que no está mal que haya encontrado algo —respondo, citando textualmente las palabras que me dijo mi madre cuando le anuncié que me habían aceptado como aprendiz en la compañía, cuando tenía dieciocho años.

Mi madre no parece escucharme. Es uno de sus superpoderes. Continúa:

—Amelia es la hija de nuestros amigos los Van Winkle y está estudiando un máster en Columbia.

¿Habrá sucumbido Chase por fin a la presión familiar y aceptado salir con una de las muchas «hijas de» con quien tanto tiempo lleva mi madre intentando emparejarlo? Parece cumplir todos los requisitos incluidos en la lista de mi madre: importante familia neoyorquina, educada preferentemente en una universidad de la Ivy League y rica. Además, es guapa, con esa belleza típica resultante de sus genes y del dinero familiar a partes iguales. Pulida y brillante como un objeto que acaba de salir de la cadena de producción. Su pelo castaño brilla, sus dientes blancos están perfectamente alineados y su vestido negro resalta una silueta moldeada a base de largas horas en el gimnasio.

Es la versión femenina de Chase. El accesorio perfecto que llevar a sus comidas, la asistente que se ocupará de acondicionar su hogar como ha hecho mi madre con mi padre. Un auténtico cuento de hadas para quien lo quiera.

¿Qué más se puede pedir?

Antes de que la conversación se vuelva más hostil, Rosa nos invita a pasar al comedor. La mesa está puesta, con la vajilla de porcelana y la cubertería de plata en honor a nuestra nueva invitada. La charla comienza de inmediato con el tema preferido de mis padres, la oveja negra de la familia, la única e incomparable: yo.

—Entonces, Liv, ¿has dimitido ya de la compañía? —me pregunta mi padre.

Me dan ganas de ahogarlo en la crema de espárragos que nos acaba de servir Rosa. Me limpio la boca bajo la mirada de reprobación de mi madre y me giro hacia mi padre, que preside la mesa:

—Pues, no. ¿Por qué lo preguntas?

—Pues porque, querida, hace más de un año que no bailas…

—Ocho meses y estoy haciendo rehabilitación…

—Bueno, eres un lastre y creía que por fin habías decidido dejarlo. ¿No tenías cita hoy con tu jefe?

—Mi directora artística.

—Lo que sea. Pero ¿en qué empresa conservarían a un empleado que ya no es productivo? ¡Dímelo!

Se gira hacia mi hermano para obtener su confirmación, mientras este asiente con la cabeza sin mirarme. A mi lado, Vic pone su mano sobre la mía. Resoplo lentamente por las fosas nasales cuando Amelia, la amiga de Chase, interviene:

—Pero Liv es una atleta; no es comparable.

Un punto para la nueva.

—Mi pequeña Amelia, es usted muy amable, pero tiene que reconocer que un bailarín que no baila… —apela mi madre, siempre de parte de mi padre cuando se trata de llevarme por el buen camino.

—Bueno, es como un caballo que se rompe una pata en una carrera —afirma mi padre antes de echarse a reír por su propio chiste.

Vic se sorprende, toda ella una sonrisa:

—Papá, ¿estás sugiriendo que sacrifiquemos a Liv?

Ahora le toca a él guardar silencio; primero se sonroja y luego palidece antes de que mi madre vuelva a mediar:

—Por supuesto que no, Victoria. Es solo que la profesión de tu hermana requiere cierta condición física y, si no puede responder a sus obligaciones, es normal que tu padre se pregunte si quiere continuar. Ahora tendrá que buscarse algo. Retomar sus estudios. Vamos, si es que puede, con su edad…

Esta vez, el suspiro exagerado que suelto se escucha en toda la mesa. Antes de que mis padres tengan tiempo de continuar su ataque en toda regla, interviene mi hermana:

—Además de su rehabilitación, Liv ayuda a un profesor que investiga sobre Balzac. Incluso le van a convalidar una asignatura por eso. Si es lo que quiere hacer, no creo que tenga problemas para volver a estudiar.

—¿Haciendo qué? ¿Clasificando el correo? ¿Le lleva los cafés? —bromea mi hermano sin mirarme.

Me planteo responderle que, en realidad, se la chupo, pero tampoco quiero que a mi padre le dé un infarto. No, adopto mi expresión más inocente y le pregunto:

—Pero… Chase, ¿tú sabes quién es Balzac?

Mi sorpresa medio impostada es acogida con una risa acallada de Sebastian, de la que Theo se hace eco con una carcajada típica de niño que va in crescendo sin razón aparente. Chase palidece y me lanza una mirada asesina.

—En serio, Chase, ¿quién es Balzac? ¡Y que nadie le ayude en esta mesa! ¡Sobre todo tú, Amelia!

Esta oculta una sonrisa avergonzada detrás de su servilleta. Me cae bien. Chase sigue apretando los dientes.

—Venga, Chase, ¿no tienes nada que decir? Te ayudo. Siglo XIX. Francés. Papel. Tinta…

—¡Venga ya, Liv, no estamos jugando ni al Trivial Pursuit ni a las adivinanzas! ¿Puedes dejar de molestar a tu hermano? —interviene mi madre.

Crecida, le suelto:

—¿Cuando tu hijo insinúa que tu hija es una retrasada no tienes nada que decir, pero cuando es al revés, es el fin del mundo? Sabe defenderse, que ya es mayorcito a pesar de ese corte de boy scout que se ha hecho, ¿lo sabías? De hecho, incluso está empezando a quedarse calvo, como papá.

—¡Liv! —exclama mi padre.

Me giro hacia Amelia, que se ha quedado inmóvil ante tanto tiro cruzado:

—Perdón, Amelia, nunca es agradable verse en medio de un ajuste de cuentas, quiero decir, en una cena de la familia Beaufort.

—Liv, ¿podrías contarnos cómo te ha ido en tu entrevista con Audrey? —me pregunta mi hermana como si nada.

Vic es la calma después de la tormenta, como de costumbre. Dudo antes de responder:

—Me han propuesto que baile Diamantes en la gira a París de enero.

—¡Genial! —exclama Vic.

En la otra esquina de la mesa, Sebastian levanta el pulgar en señal de victoria, imitado de inmediato por Theo. Le sonrío y también alzo el pulgar.

—Deja de hacer eso, es vulgar —me dice mi madre.

—¿Así que no piensas dejar de bailar? —me pregunta mi padre.

—Pues no, papá, puede que si me hubiera roto una pierna me hubieran sacrificado sobre el escenario, pero un tendón de Aquiles tiene arreglo.

—Un tend… —comienza, frunciendo el ceño.

Vale, mi padre ni siquiera sabe qué es lo que me ha pasado exactamente. Estupendo. Ante mi expresión de incredulidad, se recompone como si no hubiera pasado nada:

—Sí, bueno, ¿y para eso necesitabas ir al fin del mundo para que te trataran? ¡Cómo si no hubiera buenos profesionales aquí!

—Ah, sí, no sé cómo se me ha podido ocurrir, teniendo semejante apoyo familiar…

—Liv, menos ironías con tu padre, por favor.

—¿Con mi madre sí podría?

Esta palidece bajo su casco rubio. Se pellizca la boca y me hace señales para indicarme que no, que tampoco con la señora Beaufort. Qué se le va a hacer.

—Tienes que estar muy contenta por poder volver a bailar, ¿no? —apostilla Amelia, que se une a Vic en el papel de pacificadora.

Asiento con la cabeza.

—Sí y sobre todo con Diamantes. Va a ser mi primera vez. Me han propuesto bailar en el estreno.

—¿Te lo han propuesto? ¿No has aceptado? —interviene mi hermana.

—Tengo para pensármelo hasta el fin de semana. Si bailo, será con Joaquín Jouanteguy. Tenemos que hablarlo.

Mi hermana suelta un suspiro de admiración, mientras Sebastian eleva la mirada al cielo.

—Pero ¿es un papel de bailarina principal? —me pregunta mi madre.

—Es un papel de solista.

—Ah.

Observo a mi familia. Mi padre, desde el fondo de la mesa, se muere de ganas de hablar de finanzas con Chase, que todavía no se ha repuesto de su ataque y, con el ceño fruncido, está apuñalando el filete de carne que Rosa acaba de servirnos. Mi madre sigue fiel a sí misma: impecable y glacial. Por último, Vic y Sebastian, siempre positivos, se mantienen ajenos a la conversación y siguen aparentando un semblante de paz familiar. Tenso los hombros y siento que una sonrisa irónica tira de mis mejillas.

—Madre querida, es posible que jamás sea bailarina principal, ¿vale? Y no es un drama.

—Yo no he dicho eso. Es solo que quiero que tengas ambiciones…

—¡Pero, mamá, tengo ambiciones! ¡Aunque no siempre sea suficiente!

En ese momento, mi hermano decide intervenir con una de esas tonterías que ha leído en sus libros de negocios.

—Querer es poder, Olivia.

—Ah, ¿sí?

—Por supuesto. Mírame a mí.

Victoria se muere de la risa tras su servilleta e intenta disfrazar su reacción con un ataque de tos. Mi hermano tiene un ego del tamaño de la Freedom Tower. Yo finjo cerrar los ojos y murmurar una oración.

—¿Qué estás haciendo? —preguntan Chase y mi madre al mismo tiempo.

—Estoy rezando para que esta comida se acabe pronto.

—¡Olivia!

Chase me mira con la expresión vagamente asqueada de aquel que se ha encontrado a alguien desagradable en su mesa.

—Esperad, que voy a probar con otra cosa. Algo más generoso.

Me quedo mirando a Chase, dejando que mis ojos se dirijan una vez más hasta su implante capilar. Aprieta los dientes y empieza a agitar la cabeza, pero es demasiado tarde:

—Quiero que Chase no pierda más pelo.

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