Olivia

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PROMESAS ROTAS

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PROMESAS ROTAS

 

 

Franco siempre había sido un hombre competente en su trabajo. Resolviendo todo caso que se le presentaba —o casi todo caso—, colaborando en diferentes investigaciones... Luego de lo de su familia había pasado a dedicar todo su tiempo a la labor, todo su tiempo a encerrar a desgraciados que se lo merecían.

La única vez que no había podido hacerlo había sido con su familia, cuando sus sentimientos se mezclaron con el caso.

Y ahora eso ocurría otra vez.

Había visto a la pequeña chica dormir por la ventana del copiloto. Ojos cerrados, mejillas sonrosadas, cabello despeinado, paz en su rostro.

Había oído las desesperadas palabras de Avan.

—Por favor —susurraba el chico sin parar.

El joven juraba ser inocente. ¿Su única coartada? Se encontraba dormido en su cama a la hora de los asesinatos, y antes había trabajado en un proyecto hasta altas horas; el susodicho proyecto estaba en manos de su profesor de la facultad.

¿Quién podía comprobarlo a ciencia cierta? Lo único que tenían era el testimonio de vecinos y unas ramas rotas junto a un suéter agujerado entre la ropa de la chica, que lo ubicaban en la escena del crimen, pero no exactamente en el crimen.

—Hay huellas de la chica en el arma homicida —había declarado Stretcht.

Avan había maldecido y ese fue el exacto momento en que comenzó a llorar.

El oficial no supo cómo reaccionar, no era momento de unas palmaditas en la espalda.

—No puede llevársela —rogó el joven, tomando las manos del policía en un gesto desesperado. Sus ojos brillaban, iluminados por el brillante sol y por las lágrimas. El mar rugía en la lejanía, otorgándole una cadencia espeluznante a sus palabras. Casi como una amenaza.

Pero Franco no podía tenerle miedo. Solo era un chico atormentado y afligido, la desesperación por ser oído, por ser entendido, marcaba su semblante. Y Franco quería entender.

—Avan —comenzó, siendo instantáneamente interrumpido por el adolescente.

—Por favor, no puede llevársela, es una niña..., por favor.

—Avan, ¿es Olivia la culpable? —preguntó decidido. No podía creerlo, pero era lo único en lo que podía pensar en ese momento. Necesitaba una respuesta.

Avan sintió cómo su pecho se contraía con fuerza, deshaciéndose en nuevos sollozos. Lloraba por todo lo que había contenido esos días, porque eso habían sido, simples días. Pero se sentían como años; años desde que había visto a su madre, desde que había peleado con Loretta, desde que había dormido en su cama. Simples años. Simples días. Su cabeza se sentía pesada, repleta del tiempo que no transcurrió, pero que pareció hacerlo. Días como años, años como décadas, décadas como siglos y siglos que son simples días.

¿Era Olivia la culpable? Esa era le pregunta que había comenzado a atormentar a Avan desde las palabras que esa noche Olivia le había dedicado.

Miró el cielo con furia, ¿dónde estaba ahora la maldita tormenta culpable de sus dudas?

—Avan...

—No, no lo es. Es... Olivia es solo una niña.

—Avan, escúchame...

—Deje de repetir mi nombre, soy el único a quien puede dirigirse, estamos solos, ¿no lo ve? —dijo con voz afilada abriendo los brazos y señalando la inmensidad en la que se encontraban. El auto, unos metros más lejos, parecía deshabitado. La carretera había sido abandonada tiempo atrás, los turistas habían optado por la ruta más cercana al borde del acantilado. El único comercio que allí aún había estaba al otro lado de la calle, demasiado lejos para que miradas indiscretas comprendieran la situación, pero ¿quién podía comprenderla?

—Está bien. Comprendo que quieras a la niña, y que quieras lo mejor para ella. ¿No crees que, en caso de que ella haya sido, bueno, la culpable, debería ser tratada? —preguntó con suavidad el oficial. Avan negaba frenéticamente con la cabeza.

—No pueden encerrarla. No pueden...

El chico tiraba de su cabello con fuerza, mirando al policía con ojos suplicantes. Él debía entender, debía comprender que no había forma humanamente posible de que lo separaran de Livvy. Él juró protegerla, él lo prometió, no podía decepcionar de esa forma a su Livvy.

—Yo te propongo algo —fueron las palabras que condenaron al oficial.

Ahora, conduciendo de regreso a la ciudad, se maldecía a sí mismo, casi gritaba por una copa de bebida, y eso que apenas pasaba el mediodía.

Le había dado un arma cargada a un niño y le había rogado que apretara el gatillo.

No sabía lo acertado de su metáfora.

 

***

Mina Chan caminaba con paso firme a la comisaría, dispuesta a acabar con todo esto de una vez por todas.

La fachada, pintada del típico blanco mohoso y derruido, no la intimidaba en lo absoluto. Los coches patrulla, estacionados en sus inmediaciones, solo le otorgaban seguridad. Incluso el pastor alemán de rostro sereno que descansaba bajo la sombra de un árbol le pareció amigable, y eso que ella detestaba los perros.

Estaba decidida a remendar su error. Debería haber hablado antes, pero aún estaba a tiempo.

Abriendo la puerta, un mostrador la recibía, detrás había una mujer policía joven de rostro severo que la miraba en medio de esa sala. Paredes color crema y cuadros de paisajes anónimos, la maestra se preguntaba si esos cuadros debían causar tranquilidad o justo lo contrario.

—¿En qué podemos ayudarle? —preguntó la oficial, con una sonrisa forzada. Su cabello claro atado hacia atrás en un moño tirante le daba rigidez a sus facciones.

—Tengo... tengo pruebas sobre un caso —respondió con aplomo la mujer.

La policía alzó las cejas, no muy convencida, pero escuchó con atención.

—Es sobre el caso del matrimonio Penz y la chica desaparecida. El oficial Stretcht me dijo que lo llamara, pero no contesta el teléfono —explicó Mina.

—El oficial salió en un operativo la noche anterior, su compañero, el oficial Perune puede atenderla —respondió la oficial. Señaló la puerta y le dijo que simplemente golpeara y preguntara por Perune.

La maestra, luego de agradecerle de forma seca, se acercó y golpeó.

Esperó casi un minuto, sus manos sudando y su pie moviéndose de forma incontrolable. Cuando iba a volver a golpear, un chico pelirrojo la atendió.

—¿Sí? —dijo con rostro agrio, parecía cansado. Su rostro era joven y sus ojos tenían unas ojeras monumentales.

—Yo... yo soy Mina Chan, maestra de Olivia Penz, ¿es usted el oficial Perune? —preguntó humedeciendo sus labios. Había salido antes de la escuela, alegando que no se encontraba bien, y ahora parecía realmente no encontrarse bien.

—No, soy el oficial Timms, el oficial Perune está descansando luego de un operativo en la noche. ¿Qué quiere? —explicó. Timms estaba indignado, él también había pasado la noche en vela y allí seguía, al pie del cañón, cumpliendo su trabajo; sin recibir paga por sus horas extras, lamentable.

—Tengo pruebas sobre el caso del matrimonio Penz —repitió la mujer, irguiendo la espalda ante el tono del chico.

El oficial pareció interesarse al instante, abriendo del todo la puerta azul e indicándole que pase dentro.

Se sentó en un escritorio y le indicó la silla que había frente a este para que Mina se sentase.

—Así que, Mina, ¿verdad? —preguntó. La mujer asintió—. ¿Qué puede decirme?

La señorita Chan buscó en su celular: www.wattpad.com. Esperó a que cargara la página y entró directo al buscador y a la obra. Timms la miraba impaciente.

—Yo hablé con el oficial Stretcht sobre un cuento que Olivia había escrito para la clase, y de cuánto me preocupaba.

La maestra mostró la obra al hombre. El muchacho, sin saber qué podría aportar eso a la investigación, lo leyó.

Al instante sus mejillas comenzaron a enrojecer.

—Jesús, ¿está segura de que esta chica tiene once años? —preguntó intentando devolverle el teléfono.

—Por favor, mire la fecha de publicación.

Eso hizo y al verla tragó saliva notoriamente. Levantó el teléfono de su escritorio con urgencia, sin importarle si despertaba a Perune o a Stretcht, debían ir hacia allí. Los nervios hacían que sus manos temblaran, al fin podría hacer algo real por el caso.

Mina sentía una cierta satisfacción al ver el rostro del oficial y cómo al instante se había puesto en funcionamiento.

—¿Pueden rastrear de dónde fue subida la historia? —cuestionó la mujer.

—Por supuesto que podemos —sonrió Timms.

 

***

El oficial llegó a la comisaría sobre las siete de la tarde, agotado, y despierto solo a base de café. Aún no estaba seguro de la decisión que había tomado, pero uno nunca podía estar seguro de sus decisiones.

—Perune, tomaré una siesta en el cuarto de interrogatorios, despiértame antes de medianoche...

—Franco —dijo el hombre frenando a su colega—, hay noticias.

—Poco me importan las noticias en este momento, despiértame antes de medianoche, y me las cuentas, ¿sí?

—Podemos ubicar el paradero de Olivia y...

—Ya sé el maldito paradero de Olivia. Ahora, si me permites, necesito de verdad esa siesta —aseguró emprendiendo su camino, pasando de su colega, con rostro cabreado.

—Esto es por Alena, ¿verdad? —preguntó Perune sin delicadeza alguna. Franco era su amigo desde siempre, sabía que este caso había movido algo muy dentro de él, pero lo había obviado por el profesionalismo que había mostrado. Pero ahora estaba siendo todo menos profesional.

Franco se detuvo en seco. Le había dolido esa referencia a su hija.

—No es de tu maldita incumbencia, lo sabrás pasada la medianoche. Ahora, déjame en paz —culminó con rudeza, rezando internamente que sus palabras fueran ciertas.

Perune lo miró mientras se alejaba, suspiró y se decidió por comenzar él mismo, sin autorización, a buscar el lugar del que provenían las publicaciones. Esperaba que para la mañana hubiera resultados.

 

***

Más temprano.

Avan observaba a Olivia. La miraba con avidez, deseando memorizar cada pequeño detalle de su complexión.

Mirarla mientras prestaba atención a la carretera no era una tarea fácil.

La chica canturreaba Du Hast de Rammstein, haciendo garabatos en su libreta. Él había bajado esa canción a su pendrive por ella.

Tantas cosas había hecho por ella, tantas otras quería hacer. Y solo una podía, solo una posibilidad.

El viento entraba por la ventanilla, despeinando el cabello rubio de la chica.

—Avan, sé que me estás mirando, para de hacerlo antes de que terminemos hechos tortilla contra un risco —dijo la chica sin apartar los ojos de su cuaderno.

Eso hizo sonreír a Avan. Vaya que extrañaría las palabras de la chica. Su sarcasmo, sus comentarios ingeniosos y atrevidos. Pero creía que lo que más extrañaría sería su risa. La risa que soltó al notar la frenada que dio Avan.

—No nos estrellaremos. Mira, he detenido el automóvil para poder mirarte —dijo Avan. Eso despertó las alertas de Olivia, provocando que dejara de escribir al instante.

—Está bien, dime qué pasa. Y no me vengas con que nada porque sé que has estado llorando.

Avan no se sorprendió, Olivia lo conocía mejor que él mismo, y eso hizo que se sintiera aún peor.

Pero había hecho un trato.

—Nada, solo, estoy cansado, eso es todo.

—Avancito, querido, la gente no llora solo por estar cansada —aseguró la chica. Cerró su cuaderno y centró sus ojos en Avan—. Dime qué pasa. Ya no soy una niñita indefensa, he cambiado mucho, puedes decirme lo que sientes.

Lo que sentía, ese era el problema de todo. Lo que sentía por ella. Sabía que estaba mal, y le importaba mucho. Él no quería ser un maldito enfermo, se rehusaba, pero no podía evitarlo. Algo dentro de sí mismo lo hacía amar a esa niñita-nunca-indefensa. Amarla hasta lo enfermizo. Amarla hasta sacrificar su propia libertad por ella.

—Sé que has cambiado, mierda que lo noto, Livvy.

Parecía absurdo cómo los días habían sido años en Olivia. Los años que no creció más, esos años estaban todos aquí, en ese momento.

Olivia mordisqueó un caramelo que habían comprado en la gasolinera que habían parado.

Pasaba el mediodía y Livvy no tenía idea de la charla que Avan había mantenido con el oficial, y de la promesa que había hecho.

Una promesa que el chico planeaba romper de la peor forma posible.

—Livvy, ¿tú me quieres? —preguntó entonces el muchacho.

La chica lo miró confundida mientras sus mejillas se teñían de rojo. Evitando contestar, miró por la ventana, hacia los riscos de la lejanía. El cielo azul, el mar azul y los riscos marrones. Era una vista bonita, pero Olivia no podía pensar en ella.

¿Que si quería a Avan? Era la pregunta más estúpida que el muchacho le había hecho jamás.

Por supuesto que lo adoraba. Era su príncipe, su caballero, su amor. Lo era todo. El chico ideal, el sueño de toda niña. Todo eso y más. Avan la cuidaba, la protegía de todo, la ayudaba y estaba allí siempre. Era su risco, inamovible entre el mar. Su norte en esos momentos en los que no se sentía ella. Él marcaba el ritmo de su vida, siempre lo había hecho desde el momento en que lo conoció, tan tímido y educado, decidido a cuidarla para ganar un auto que ya había perdido por su culpa.

Avan era su todo.

Pero no lo quería, ¿cómo quererlo?

¿Cómo solo quererlo?

—Yo... no. Avan, esto...

Avan sintió su mundo temblar. Ella, ella no lo quería. ¿Qué sentido podía tener si...?

—Avan, yo te amo.

Olivia no podía creer que lo había dicho. Se llevó las manos a la boca en un gesto muy poco maduro de su parte. Estaba mal, estaba muy mal. Avan nunca debía saberlo, pero allí estaba, soltando las palabras de sopetón en la cara del chico.

Avan sonrió, calmado. Respiró profundo. ¿Qué tan terrible podía ser que su corazón saltara dentro de su pecho por culpa de esas simples palabras? ¿Qué tan malo?

—Livvy...

—Sé que está mal, pero creceré y ya todo estará bien. Ya no habrá problemas, ¿verdad? Porque tú también me amas, o eso creo —agregó la chica con duda.

Avan se sentía peor que la mierda en ese momento. Por supuesto que la amaba, pero el hecho de que ella creciera no solucionaba nada, no solucionaba el hecho de que, al parecer, haya sido realmente la asesina de sus padres. El ángulo de la puñalada, las huellas, eso le había dicho el oficial. Pero ¿cómo creer eso cuando todo su ser le decía lo contrario?

—Claro que sí, peque. Crecerás y serás una mujer hermosa, y ya no habrá problemas. Te esperaré el tiempo necesario —mintió, tocando con delicadeza su cabeza. La chica sonrió satisfecha.

—¿Y me besarás sin culpa? —preguntó con temor.

—Claro que sí —las lágrimas asomaban por los ojos de Avan. Sus palabras se sentían tan vacías.

Olivia era la asesina de sus padres.

Eso no lo cambiaría el tiempo, ni la distancia, nada podría cambiarlo.

Pero tampoco nada podría cambiar lo que sentía por ella. Nada. Nada humanamente posible lo haría.

Sabiendo que sería la última vez que podría hacerlo, sintiendo que la culpa lo abandonaba por una fracción de segundo, sabiendo que el infierno ya tenía un lugar con su nombre.

Seguro de todo esto, decidió mandar todo al diablo conscientemente por una vez y, con sumo cuidado, besó con delicadeza los labios de Olivia.

La chica abrió los ojos con sorpresa, sintiendo el delicioso sabor de la boca de Avan en la suya. Sintiendo mariposas en el estómago, flotaba, al menos no sentía el auto que la sostenía, solo la mano de Avan en su barbilla y sus labios. Sentía, a su vez, que algo estaba increíblemente mal, pero se dejaba llevar, solo podía dejarse llevar. Solo podía sentir los labios de Avan sobre los de ella, quietos, aún temerosos.

Ya podría preocuparse luego, cuando recuperara la cordura.

O ahora mismo, que Avan se había alejado de ella, poniendo una gran distancia entre ambos.

—Lo siento —susurró el chico con la voz quebrada. Con el alma quebrada.

Olivia nunca supo el verdadero porqué de su disculpa.

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