Olivia

Olivia


DESAGRADABLE

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DESAGRADABLE

 

 

—Dante, por favor. Escúchame una vez en tu vida. Esto es serio, cariño. Se trata de tu hija, no es cualquiera de tus pacientes, debemos ayudarla —susurró la señora Penz en el piso de abajo, intentaba usar un tono conciliador, pero las arrugas de su ceño la delataban, estaba preocupada. Hacía un par de horas que la familia había culminado de cenar y Olivia se encontraba en su habitación, durmiendo.

O eso intentaba hasta que escuchó la conversación de ambos adultos. Que cada vez era más clara en los oídos de la niña. No le sorprendió que discutieran por su causa, siempre era así.

—¿Me estás diciendo que Olivia mató a nuestro gato? Sin pruebas —razonó el señor Penz, caminaba por la sala, recorriendo el recinto sin mirar a su esposa. Ante los fríos susurros de su mujer, el hombre siempre se había visto amedrentado, sabiendo lo que se avecinaba.

No podía tomar en serio las palabras de su esposa. No era la primera vez que Monique Penz decía semejantes disparates a su marido para convencerlo de que su hija necesitaba tratamiento o medicación. Primero, lo de las muñecas decapitadas. Luego, la mujer le había jurado a Dante que Olivia bailaba con alguien en su habitación, pero cuando el hombre entró allí, no había nadie con su hija, ni parecía que la niña creyera bailar con alguien; pero a Olivia le gustaba molestar a su madre, haciéndole creer que hablaba con gente invisible, amigos imaginarios los llamaba, y Monique consideraba que era mayor para tenerlos. Incluso hacía un par de semanas había rogado a su esposo que le hiciera pruebas a la niña, ya que creía que tenía alucinaciones, y que temía que pudiera hacerse daño. Dante estaba acostumbrado a que Monique exagerara todo lo referente a su hija.

—¿Dónde está el gato? ¿Lo ves acaso por aquí? ¿Lo has visto hoy? —inquirió casi con desespero la mujer. ¿Por qué su esposo no entendía?

—Monique, cálmate. El gato volverá en cualquier momento, así son los gatos, tú no puedes asegurar...

—Olivia tenía un abrelatas en la mano, Dante, había sangre alrededor del cuerpo del gato, el pobre animal estaba apuñalado, agonizaba, y ella lo confesó sin ánimos reales de arrepentimiento. Dan, nuestra hija está mal...

—Está bien. Esta vez has visto al gato muerto, podrías haber comenzado por allí, tienes pruebas. De todas formas, muchos niños sufren momentos duros y necesidades a la hora de expresarse, y buscan una forma de llamar la atención. Tal vez deberíamos prestarle más atención e intentar hablar el tema con ella... —intentaba mediar el hombre. Estaba sorprendido de que lo que su mujer le dijera era cierto, un poco de preocupación empezó a anidar en su pecho, pero estaba seguro de que peores cosas había visto en consulta... Un paciente, por ejemplo, aseguraba hablar con su novia muerta; eso era preocupante, no un posible episodio aislado que seguramente no acabaría en nada.

—Dan, le damos todo. Estamos siempre para ella. La complacemos en todo. Le damos el mayor cariño posible. Aceptamos sus extrañezas. No necesito pruebas para demostrarlo, lo ves cada maldita mañana.

La idea de Monique de una familia perfecta se había desmoronado el día exacto en que aceptó casarse con Dante. ¿Que si lo quería? Claro que sí, lo quería como alguien quiere a un amigo, a un amante, pero no a un esposo. La presión de sus padres en cuanto a decirle que nunca conseguiría nada, ni sería nadie, la llevó a dar manotazos de ahogado hacia Dante, el hombre que había llegado con sus flores y sonrisas fáciles, y entonces Monique había conseguido algo. Y se casó. Y no podían tener hijos. Monique nunca había deseado hijos con fervor, pero Dante sí, y al ser mayores dejaron de intentar, y entonces sin preverlo Monique quedó embarazada, llenando al matrimonio de nuevas esperanzas, otorgando felicidad a su vida gris.

Olivia era una niña preciosa, con ojos grandes y pequeños rizos rubios rojizos. Monique se odiaba a sí misma. Se odiaba por no poder sentir cariño por una niña tan hermosa fruto de sí misma, se despreciaba por pensar en que Olivia había llegado demasiado tarde haciendo estragos irreparables en su cuerpo, pensaba que Dante lo había hecho a propósito.

—Primero, ¡el llamar extrañezas, al hecho de que a nuestra hija le guste vestirse como una niña pequeña, es señal de no aceptación, Monique! —gritó Dante, haciendo que la señora Penz volviera de sus ensoñaciones.

Olivia, en su cuarto, tapó sus oídos con la almohada, como hacía siempre que sus padres comenzaban a discutir con fuerza. Comenzó a murmurar una canción, una melodía que, según Avan, ahuyentaba los pensamientos tristes y la ira. Intentaba no pensar en las palabras hirientes que se estaban dirigiendo sus padres.

—¡No es normal! ¡Olivia no quiere crecer! Tú eres psicólogo, deberías notar que algo malo ocurre, Dante, Olivia usa ropa de niña pequeña, se comporta como una. Maldita sea, ya debería usar brasieres...

—No quiero seguir hablando contigo mientras sigas en estos términos, Monique. No sacaremos nada productivo de esta charla. Tú quieres que nuestra hija sea a tu imagen y semejanza, te comportas como tus padres y...

—¿Yo sigo en términos? ¡Tú estás cerrado en banda a lo que no quieres ver...!

Las voces disminuyeron hasta apagarse, seguidas de un portazo que hizo vibrar el vidrio de la cocina.

Sus padres, hacía cosa de un par de años cuando las discusiones se hicieron más frecuentes, habían decidido salir de la casa a tomar aire cuando la disputa aumentara de volumen. Y cada vez era más seguido. Monique creía que Olivia necesitaba ayuda, mientras que Dante pensaba que su pequeño ángel era incapaz de nada tan cruel, y que lo que le ocurría tenía que ver con que era diferente, pero eso no era malo, aseguraba que ser diferente no era sinónimo de malo, y creía que en la mente de su esposa, esos conceptos se mezclaban y fusionaban, no dejando espacio a nada entre ellos.

Olivia dejó de cantar, mientras lágrimas silenciosas rodaban sus mejillas. Si sus propios padres no la aceptaban, ¿quién lo haría?

Todo el resto de la noche pasó mirando un punto en la pared, hasta que oyó a sus padres subir a dormir.

 

***

—¿Cómo han pasado este fin de semana, chicos? —preguntó la maestra, entrando al salón, cargando con todas las carpetas que los alumnos le habían entregado hacía casi una semana. La polera tubo que usaba ese día le dificultaba el trabajo.

—Bien... —respondieron a coro con desgano, pero Olivia se mantuvo callada.

El salón de sexto grado era bastante luminoso, con carteles que los niños habían hecho ese año pegados en todas las paredes.

La maestra Chan, una mujer descendiente de inmigrantes chinos, era una mujer dulce y algo desordenada, con largo cabello castaño y ojos de color marrón muy oscuro. Olivia creía que tenía un aire tonto y juvenil que le aportaba calidez y lograba que te sintieras cómodo en su presencia.

—Comenzaré entregando la redacción que debían hacer sobre sus sueños. Al fin pude corregirlas, bastante a tiempo, debo decir —sonrió abiertamente. La clase comenzó a ponerse nerviosa ante la idea de los resultados, cesando las conversaciones al instante.

—Maureen...

Una chica muy alta se paró y tomó su trabajo con calma, volviendo a su lugar.

—Trev...

Y siguió nombrando alumnos.

—Olivia... —dijo finalmente con un suspiro.

Cuando la joven se levantó de su lugar, unas risas quedas se escucharon en la estancia, Olivia fingió quitar polvo de su falda, aunque estaba secando sus manos sudorosas.

—Olivia —murmuró la maestra cuando la niña tomó el trabajo—, quiero que te quedes un momento luego de clases. Debemos hablar sobre lo que escribiste, ¿sí?

La chica asintió con calma, mirando a sus compañeros con un trasfondo de terror en el semblante.

—Olivia hizo algo malo, la regañarán... —canturreó Mía, mientras Livvy volvía a su asiento, sus manos aún se notaban húmedas.

—No hice nada... —intentó defenderse la muchachita.

—Cállate, a nadie le interesa lo que digas —agregó un chico llamado Marcus con una sonrisa burlona.

—¡Niños! ¡Basta! —levantó la voz la maestra y los miró con ojos fulminantes, todos hicieron silencio al oír el tono tan poco común en la maestra—. Tom...

La profesora siguió llamando al resto de los alumnos.

Al momento de que todos los trabajos estaban entregados Olivia había ordenado su cartuchera tres veces. Estaba bastante nerviosa por lo que le diría la profesora. La redacción que había hecho le parecía muy bonita, pero, con solo once años, Olivia era muy consciente que lo que le parecía bonito a ella, normalmente, no agradaba a los demás. Incluso llegaba a provocarles alguna clase de extraño temor, infundado, en su opinión.

Sus compañeros de clase cuchicheaban, sobre ella. Siempre sobre ella.

Sobre sus vestidos de colores. Sus moños. Su actitud. Su inteligencia. ¿Qué problema tenían? ¿Por qué no la dejaban tranquila de una vez? No siempre había sido así, pero al momento en que todos comenzaron a crecer y a cambiar su forma de vestir y de pensar, ella se había apartado mucho, la habían alejado y Olivia no había opuesto resistencia a dejarse desplazar.

Lena, una chica morena, llamó su atención e hizo una seña de aliento hacia ella, acompañada por una sonrisa. Olivia intentó devolverle el gesto a la única chica que podía considerar su amiga.

Pero le fue imposible.

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