Olivia

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DECISIÓN

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DECISIÓN

 

 

Una puerta de madera maciza separaba a los oficiales, en el pasillo del bloque de apartamentos, del interior de la casa. Franco se acercó, seguido por Timms, y miró a Perune. El oficial parecía nervioso.

—¿Qué diablos hacemos aquí? —preguntó con voz autoritaria Stretcht.

—Dice que tiene un arma. Que no nos atrevamos a abrir la puerta o disparará —explicó la oficial, que Franco creía se llamaba Alicia Sánchez. La miró un par de segundos, asimilando esa información.

—¿Quién? ¿Mauro? Él no haría daño ni a una...

—No, no Mauro. Loretta Danvers.

Franco digirió esas palabras como pudo, su mente tropezaba con una muralla. Danvers, Loretta, Avan. Muerte.

—¿Qué me dices? —preguntó con voz ronca.

—Loretta Danvers, la hermana de Avan Danvers. Está aquí dentro. Las obras que escribió la chica fueron publicadas desde aquí, rastreamos el IP del ordenador y...

—Espera, ¿qué obras? —preguntó mirando el color chocolate de la puerta con el ceño fruncido.

—Las obras. Te dije que debías escucharme ayer en la noche, que era algo importante —le explicó Perune.

Perune le contó por lo bajo a Stretcht el asunto de las obras y de la página de internet, mientras Alicia intentaba hablar con Loretta.

La chica no respondía, ni un sonido se oía en el apartamento.

—¡Basta ya! —exclamó Franco cuando Perune terminó con su explicación. Le dio una mirada de aprobación por su trabajo y se acercó a la puerta.

Sin probar el picaporte, sacó su arma del cinturón y, luego de quitar el seguro, jaló el gatillo decidido, apuntando a la cerradura.

El estruendo resonó por todo el pasillo, a Stretcht poco le importaba si algún vecino poco madrugador se quejaba, era un operativo policial, por el amor de Dios.

Entró a la fuerza allí dentro, preguntándose dónde estaba Mauro, quería encontrarlo, saber que estaba bien.

La respuesta le llegó instantes después.

Sentado en un sillón, como si mirara la televisión apagada, estaba el cuerpo del psicólogo, rígido, pálido, desnudo.

Sangre había salido de una herida que le atravesaba la garganta, rajando de lado a lado toda arteria y vena posible. La misma sangre, aún fresca, cubría todo su cuerpo. Su cabeza estaba tirada hacia atrás y sus ojos continuaban abiertos.

Mientras Sánchez y Timms se quedaban allí, Perune avanzó por la casa, junto con Franco.

El olor a muerte y a desolación llenaba sus fosas nasales, provocando náuseas en Stretcht. Años de trabajo y juraba jamás acostumbrarse a ese hedor.

Fueron caminando con cuidado, despacio, revisando habitación por habitación, hasta llegar al cuarto de baño al final del pasillo.

Paredes color crema, suelo negro y allí, de pie, se hallaba Loretta. Parpadeaba lentamente, con una sonrisa tranquila en su rostro. Tenía un cuchillo cubierto de sangre en una mano, Stretcht alzó la pistola, creyendo que los amenazaba, pero la chica cerró los ojos, levantó ambos brazos y clavó el cuchillo directo en su axila, rebanando la arteria axilar.

—Llama a un médico —le ordenó Stretcht a Perune. El oficial hizo caso a la orden al instante, a pesar de que ambos sabían que el médico no llegaría a tiempo para salvarla. Cayó al piso con los ojos aún cerrados. La sangre emanaba de una forma impresionante, empapando las ropas de la chica y encharcando el piso.

—Mierda —dijo Franco poniéndose en cuclillas a su lado, dispuesto a que hablara todo lo que pudiera antes de su inminente muerte. La muerte, aún presente en esa casa, debía darle tiempo, debía esperar para llevársela.

—Mi... mi hermanito —susurró con voz rota. Lágrimas se escapaban de sus ojos, el aire encontraba dificultades para entrar correctamente en sus pulmones, hacía un sonido pegajoso al entrar, como si hubiera ingerido algo más que le impidiera respirar con normalidad, algo que tal vez la alejara de lo que pensaba hacer. La sonrisa había desaparecido de su rostro.

—¿Qué has hecho? —interrogó el oficial con severidad.

La chica, casi sin fuerzas ya, señaló, solo con un dedo, unos papeles que había sobre la tapa del inodoro.

—Allí —susurró—. Mi... hermanito —concluyó entre respiraciones agitadas y grumosas. Humedeció sus labios, tal vez para seguir hablando, pero no pudo.

Abrió los ojos para cerrarlos sin fuerza al instante, segundos después exhaló su último aliento agónico. Muriendo. Alejándose del mundo. Alejándose de las respuestas que debía, alejándose de la culpa.

Stretcht maldijo.

Se maldijo a sí mismo.

Maldijo a Loretta y a Mauro.

Maldijo a Olivia y a Avan.

Y a todo maldito ser viviente del planeta.

Al parecer la teoría de Perune era acertada. Allí frente a él, sin vida, tenía a la verdadera asesina de los padres de Olivia.

Pero no se hallaba en condiciones de responder frente a nadie.

 

***

El oficial emprendió el camino a la comisaría, dejando a cargo de la situación a Perune, que pedía refuerzos mientras esperaba la ambulancia. Stretcht cerró los ojos de la mujer en el baño. Se llevó consigo los papeles que la chica había señalado. No podía creerlo, era algo imposible de asimilar. No miró otra vez la escena de la sala al salir.

El psicólogo de Olivia, muerto. La hermana de Avan, muerta. Los padres de Olivia, muertos. El jardinero, probablemente también muerto.

Y todo a causa de una niña. Una niña inocente, una niña que debió pagar por los pecados de otros. Una niña muerta.

En el auto, sin poder evitarlo, abrió los papeles, que esperaba arrojaran un poco de claridad al asunto.

Por un lado, papeles pegados con cinta adhesiva, remendados con paciencia. Un simple vistazo le bastó para saber que eran las historias de las que Perune hablaba. Al parecer, la teoría era correcta, pero ¿por qué estaban destrozados y arreglados con esmero?

Apartándolos, pasó directamente al otro montón de papeles, doblado a la mitad, con «Avan» escrito en cursiva en el centro.

El oficial, miró cómo los médicos llegaban, bajando de la ambulancia y corriendo hacia el edificio.

Luego, sabiendo que nada podía hacer, se centró en la carta:

«Querido hermanito:

¿Recuerdas, aquella vez, cuando tenías unos siete años? Rodaste por la escalera, cayendo y golpeándote la cabeza, pobrecito, esa pelota era maligna, ¿no? Mamá nos regañó luego por el susto, y nunca más volvimos a dejar juguetes en el suelo.

Hermano querido, yo te arreglé. En ese momento, sin que tú lo supieras.

Te empujé por las escaleras aquella vez, ¿lo recuerdas? Probablemente no, eras muy pequeño y estabas confundido. ¿Cómo no estarlo?

Nunca me lo agradeciste, pero no me importó. Con saber que estabas arreglado me bastaba. Con saber que podrías ser normal yo era feliz.

Nunca volviste a matar a un animal. Nunca volviste a disfrutar del sufrimiento de otros, y todo gracias a un pequeño empujón y veintisiete escalones, ¿no es magnífico? Espero, que al leer esto, notes la inmensa ayuda que te di y sepas agradecerme como es debido».

Franco no podía seguir leyendo, al menos no allí. ¿Qué demonios...?

Loretta había empujado a un pequeño Avan por las escaleras cuando este apenas tenía siete años. El oficial no daba crédito a lo que leía.

Sus padres nunca sospecharon porque, claro, el pobre niño, tan torpe, cayó por culpa de su propia pelota.

¿Así que Avan había disfrutado del sufrimiento, había sido cruel? El oficial ahora entendía por qué tanto apego por Olivia, lo que no entendía era a Loretta.

Encendió el auto, con mil teorías en su cabeza, y se dirigió a la estación de policía, esperando poder hablar con Gregory, un psicólogo que trabajaba en conjunto a ellos.

Aunque, al llegar, supo que Gregory había tomado unas «merecidas vacaciones», según dijo Chloe, su secretaria.

Stretcht no confiaba en nadie más a quien darle tan importante información.

«Se llevan los cuerpos a la morgue, ya informamos a los familiares. A. Danvers está devastada», recibió el oficial en su celular mientras se sentaba, dispuesto a analizar ese papel por su cuenta.

 

***

Avan contaba los barrotes de la reja, de un lado a otro, de un lado a otro. Treinta y un barrotes. Treinta y un barras de metal oxidado que lo separaban de la libertad. Pero ¿qué era la libertad sin Olivia? ¿Cómo ser libre? ¿Cómo siquiera desearlo?

Avan suspiró, intentando controlar el dolor de su pecho.

Su vida estaría limitada a partir de entonces a treinta y un barrotes, y un recuerdo desgarrador. El recuerdo de la mirada de Olivia en sus últimos momentos...

Eso lo atormentaría para siempre.

«Me dijiste siempre, y siempre no es solo un momento, Avan. Siempre es siempre, pase lo que pase, siempre es una promesa, y no puedes romper esa promesa. Debías esperarme», recordó Avan lo dicho por Olivia. La angustia de las palabras de la chica quedaría grabada a fuego en el alma del chico por la eternidad, e incluso si había algo después de eso.

Pero ¿qué era la eternidad? Para Avan, solo un momento. La vida era un momento, muchos momentos y cada uno lo había pasado con Olivia y eso era su vida, su eternidad, su Olivia; pasara lo que pasara, jamás dejaría de ser su única vida.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve...

Se incorporó de la cama, dejando de recontar los barrotes, cuando oyó que la puerta se abría. Se preguntó si sería su madre otra vez.

Pero no, para sorpresa del adolescente, allí estaba el profesor Morales en toda su investidura. Recorrió las celdas con gesto despectivo mientras se acercaba, escoltado por una oficial.

—Muchas gracias, saldré en menos de diez minutos, puedes volver a tu trabajo —le dijo el hombre con encanto a la oficial. La chica solo alzó una ceja y se fue.

—¿Profesor, qué... qué hace aquí? —preguntó Avan, confundido, acercándose al hombre.

—Por desgracia, mi querido Avan, las noticias vuelan. ¿Cómo terminaste aquí, muchacho? —preguntó con congoja.

—Yo, esto... Cometí errores y...

—¿Mataste a los señores Penz? —inquirió. Avan lo miró, sin comprender qué podría querer. Su profesor favorito parecía estar preocupado por él.

—No, yo... yo no quiero hablar de eso —titubeó Avan.

—Está bien. Me he encontrado con un amable oficial fuera, Stretcht se apellida. Me ha contado algunas cosas, tuve que mentirle para que lo hiciera, le dije que era abogado. Pobre, tan crédulo —sonrió burlón—. Pues, me dijo que has confesado cosas muy atroces, Avan. ¿Cómo has podido matar a la dulce niña que cuidabas? —concluyó.

Avan se encogió sobre sí mismo al oírlo, queriéndose replegar hasta adquirir el tamaño de una cucaracha para poder pasar por los barrotes y huir. No quería oír nada más. ¿Por qué se empeñaban en repetirle que había matado a su pequeña? ¿Acaso no bastaba con todo lo que él ya se torturaba?

—Era un monstruo, intenté salvarla, le juro que lo hice —contestó con voz quebrada. «No llores, no llores, no llores», se decía.

—Te comprendo, Avan. Ah, ¿alguna vez te dije cuánto me recuerdas a mí cuando tenía unos veinte? —comentó con una sonrisa satisfecha.

—Me imagino, ¿estuvo en la cárcel por homicidio, profesor? —interpeló el joven cansado.

La sonrisa del hombre se agrandó y movió sus manos con emoción.

—Claro que no, joven Avan, nunca lograron atraparme —respondió con un guiño. Luego se rio, bajo, entre dientes. Avan lo miró estupefacto, ¿qué le pasaba al señor Morales?

Deseando terminar con esa extraña charla lo más pronto posible, Avan dijo:

—Profesor, ¿qué venía a decirme realmente?

El hombre frunció el ceño ante la interrupción de sus risas.

—Avan, querido mío, venía a decirte que tu proyecto final fue el mejor de la clase, por ello has aprobado el semestre.

Avan lo miró sin comprender, nunca había sido fácil comprender al profesor Morales. Pero también, poco le importaba entenderlo en ese momento.

—Qué bien, ¿no? —dijo dudoso.

—Más que bien, muchacho. Cuando salgas de este pozo podrás entrar a tu segundo año de facultad.

¿Qué podía importarle a Avan la facultad en ese momento?

 

***

Franco no podía entregarle esas cartas a Avan. En ellas, Loretta confesaba claramente sus crímenes, patentando la inocencia de Olivia.

¿Cómo decirle que el motivo por el cual había matado a Olivia se encontraba obsoleto? Eso lo mataría a él mismo.

No podía decirle que su hermana era quien más ayuda psiquiátrica necesitaba. No podía decirle que cada cosa que él —de pequeño— u Olivia hubieran hecho no era nada en comparación con las atrocidades que se ocultaban en esas hojas. No, no podía decirle nada de eso.

Pero ¿cómo ocultarle al chico la muerte de su hermana? ¿Cómo explicarle que se había visto superada por las circunstancias y se había matado, llevándose consigo a Mauro?

Había cosas que era mejor no contar y, desde los albores de los tiempos, los policías eran especialistas en disfrazar la verdad.

¿Cómo decirle a una madre que sus dos hijos eran asesinos, cuando uno de ellos ya no podía pagar por sus crímenes?

¿Cómo... cómo?

No podía. Simplemente no podía.

Perune volvió casi dos horas más tarde.

—Pobre madre, no puede creer que su hija se haya suicidado. Le dijimos que... que se vio superada por sus emociones: la desaparición de su hermano y el abandono de Mauro, y que bueno, que no lo soportó.

Franco podría besar en ese momento a su compañero.

—¿No crees que eso es políticamente incorrecto? —preguntó Stretcht con una ceja alzada.

—Mierda, Franco, ¿qué cosa en este maldito caso fue políticamente correcta? Si podemos ahorrarle semejante sufrimiento a una madre, de saber que su hija había sido la culpable de la desgracia de su otro hijo, ¿por qué no hacerlo? Además, lo que sepa o no la mujer no ayudará en nada, si Loretta ya está muerta y no puede responder por sus crímenes.

—¿Y Avan? —preguntó Franco, estando de acuerdo con su compañero.

—Esa es tu decisión, Fran, ese chico es todo tuyo.

Perune le dio un apretón en el hombro a Stretcht, mostrándole su apoyo incondicional ante cualquier decisión que tomara, y se alejó a terminar de cerrar el caso.

Franco sacó una fotocopia de todos los papeles de Loretta y los entregó dentro de las pruebas, quedándose él mismo con la copia. Nadie volvía a revisar las pruebas luego de cerrado el caso.

Guardando la copia dentro de su bolsillo, se dirigió a hablar con Avan.

El chico golpeteaba sus dedos por los barrotes, caminando a lo largo de la celda. ¿Los estaba contando?

—Avan, ¿cómo estás? ¿Cómo estuvo esa visita?

—Bien, era mi profesor de la universidad, pero él me dijo que se encontró con usted, el oficial Stretcht —respondió Avan con gesto confuso.

—Sí, sí, lo vi, le di permiso a entrar, pero... nunca le dije mi nombre —culminó la oración, preguntándose de dónde podía conocerlo ese hombre.

—Emm, no sé, Morales es un hombre... particular. Ahora, respondiendo a su pregunta, estuvo bien, al parecer he pasado de año, o algo así. Según él, mi proyecto fue el mejor.

—Pues, felicitaciones, muchacho —dijo Stretcht con pena.

Avan le daba una inmensa pena. Ahora, al saber que había matado a la chica por un crimen que no cometió, creyendo que hacía lo correcto, le daba lástima. Lástima por cómo su vida se había desbarrancado. En otras circunstancias, todo esto se podría haber descubierto —si Loretta no hubiera sido una maldita genio— a tiempo, y tal vez, Avan podría graduarse realmente y Olivia tener una vida larga y plena. Tal vez no del todo feliz, pero libre de culpa. Porque ella creía exactamente lo que Loretta quería que creyera: que había sido la asesina de sus propios padres.

—No creo que sea algo digno de felicitación.

—Tienes razón. Ven, acompáñame a la sala de interrogatorios, debo hablar contigo.

Avan maldijo al oficial, no creía ser capaz de soportar otro interrogatorio.

Con esposas en las manos, Avan fue conducido por Franco hasta la ya conocida sala. Ambos se sentaron en los asientos de metal.

—Avan, hace unos minutos llegó la citación del juez, ya todo parece listo. Tu juicio será el martes. Te conseguiremos un abogado de oficio y...

—Mi madre me dijo que ella me conseguiría uno —interrumpió el joven.

—De eso exactamente quiero hablarte —suspiró el policía. Avan se recostó en el respaldo de su silla y lo miró expectante—. Tu madre no podrá conseguirte un abogado.

—¡¿Qué?! ¿Por qué? ¿Ella está bien? Dígame que nada malo le...

—No, no —lo frenó Franco al ver la desesperación crecer en el muchacho—. Ella está bien... Bueno, lo mejor que puede estar. Avan, lo que te diré probablemente te destrozará, pero tienes que ser fuerte, ¿sí?

Avan lo miró confundido. ¿Qué más podía destrozarlo? No entendía a ese oficial, el día de ayer parecía odiarlo, bueno esa misma mañana parecía odiarlo, y ahora, lo trataba casi con compasión.

No había nada que pudiera seguir rompiéndolo ya, él estaba completamente roto.

—Avan, tu hermana se suicidó.

Se equivocaba, siempre se puede estar más roto.

Negó con la cabeza, susurrando «No, no, no, no» entre las lágrimas de negación que habían comenzado a caer sin control alguno por sus mejillas.

—Avan...

—¡No! ¡Ella es mi hermana! No. ¿Qué más deberé soportar, Dios? —dijo mirando al techo, su voz perdiendo potencia a medida que hablaba.

Se negaba a aceptarlo. Su hermana, con su voz dulce y quejosa, con sus eternas disputas. Su hermana, su apoyo. ¿Quién cuidaría ahora de su madre? Ahora comprendía, Anna debía hacerse cargo del funeral y todo, no podría buscarle un abogado. Pero ¿qué carajos le importaba a Avan un abogado en ese momento? ¡Su hermana había muerto!

—Avan, por favor —pidió el hombre, intentando calmarlo. No había forma de reconfortarlo, no había nada que pudiera hacer para calmar su dolor. Todo era inútil.

Estaba roto, destrozado.

—¿Por qué lo hizo? Ella es... Era fuerte —dijo luego de calmar un poco su llanto, detestando la conjugación del verbo en pasado.

El oficial llevó su mano al bolsillo donde tenía los papeles de Loretta. Miró fijamente la devastación del muchacho.

No podía calmar su dolor, pero podía evitar que aumentara.

—No soportaba más, ella simplemente colapsó. Mauro se fue, la dejó y... todo. Todo pudo más que ella —mintió de forma descarada colocando ambas manos vacías sobre la mesa.

—Colapsó —repitió Avan como en trance.

Ya nada le importaba.

Había perdido a la única persona que amaba. Había perdido a su hermana del alma. Su madre no se recuperaría de esto.

¿Qué le quedaba?

Nada.

 

***

El funeral de Loretta fue algo sencillo y triste, muy deprimente, como todo funeral. A Avan le fue permitido participar, con escolta policial, claro. Anna Danvers estuvo allí junto a Stella Bolff y a la anterior jefa de Loretta. Ninguna pudo acercarse al muchacho.

Al funeral de Mauro, solo asistió una persona, aparte de Stretcht, se trataba de un paciente del joven.

—Tu novia, esa chica traicionera, ella fue tu perdición, ¿no es así? Te robaba papeles sin tú saberlo, ¿verdad? Ella no era como yo, no era como Olivia, era peor. Peor porque no se le miente a quien se ama —dijo en cierto momento.

Franco lo reconoció al instante como el paciente que había asistido al funeral de los señores Penz. Para cuando quiso preguntarle qué hacía allí, solo, sin escoltas, el hombre se había esfumado.

 

***

El abogado de oficio era muy bueno, un hombre mayor con experiencia, pero nada podía hacer contra semejante confesión por parte de Avan, un joven resignado a la vida. Resignado a tomar las circunstancias y hacerlas suyas.

Para todos: Avan había matado a Olivia porque ella era un peligro, una asesina. Todos los allí presentes mostraron pruebas avalando la culpabilidad de la chica.

Fue un caso importante, salió en el diario: «Chica desaparecida, homicida de sus padres, fue asesinada por su captor».

Su madre, devastada. Su padre, ausente. Su familia, destrozada.

Solo Franco y Perune sabían la historia completa, esa que nadie se atrevía a contar. Esa que terminó con tantas vidas inocentes.

Esa historia, que acabó otorgándole a Avan la sentencia de prisión por doce años, por homicidio agravado, justificado. Pero de todas maneras, no había forma humana de justificar un homicidio, no había forma humana de explicar el porqué de lo ocurrido.

Doce largos años en prisión.

Doce largos años de culpa.

Doce largos años de mentiras.

Toda una vida condenada por su enfermiza obsesión. Solo, cayendo de forma pausada y paulatina en la locura, como quien cae en un sueño, sin darse cuenta.

Toda una vida sin Olivia.

 

 

 

 

 

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