Olivia

Olivia


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EPÍLOGO VISITAS

 

 

Era domingo por la mañana, el sol de verano asomaba en el horizonte, saliendo con todo su esplendor en el inmenso cielo despejado. Franco salía de su casa, camino a la prisión estatal, como todos los domingos. Eran casi dos horas de viaje, que el hombre hacía con gusto para visitar al chico que no recibía visitas.

La carretera estaba transitada por familias que se dirigían a pasar el domingo fuera, en alguna playa, sin preocupaciones, sin tener idea de lo dura que la vida era para algunas personas.

El oficial Stretcht masticaba un chicle de fresa, había desarrollado una extraña adicción a esos dulces desde que había dejado la bebida, eran un buen sustituto para sus noches de borrachera. Eso y tomar una simple copa de vino, pero no había necesidad de comentarlo al grupo de apoyo, ¿cierto? Ya había pasado por una rehabilitación antes y no le había ido muy bien.

Saludó al guardia, mostrando su placa como era costumbre, eran pasadas las nueve de la mañana cuando entró en el recinto.

Cercas metálicas, paredes grises, ventanas pequeñas, eso predominaba en la prisión, que se encontraba aislada de la ciudad. Era un terreno grande, albergaba a la peor escoria del Estado. Muchos allí dentro habían llegado a donde estaban gracias al oficial Stretcht. Los primeros días, su presencia había ocasionado problemas, pero él no había dejado de insistir y ahora simplemente lo ignoraban.

Caminó con paso decidido, la hora de visita ya había comenzado.

Saludó a los guardias de la puerta, como era costumbre. Incluso una vez había compartido caso con uno de ellos, pero de eso hacían años.

—¿Cómo ha estado? —preguntó como de paso al oficial que conocía más.

—Por algún milagro han dejado de meterse con él definitivamente. Ahora solo es otro más de los ignorados.

Franco aflojó los hombros y asintió. Le relajaba saber que el chico ya no sufría abusos.

Entró en la inmensa sala, rodeada por más policías; todos mirando las mesas esparcidas en el centro.

Hombres acompañados de sus familias, mujeres llorosas, adolescentes quejumbrosos, hombres duros y malvados. Sobre todo malvados.

Y, en una mesa apartada, había un chico de cabello negro, lo llevaba mucho más corto que cuando lo conoció, sus facciones se habían endurecido a golpes. Aún podía ver la sombra de un moretón en su mejilla e, incluso a esa distancia, se veía la, aún rojiza, cicatriz que atravesaba su sien. Nunca le había dicho cómo la había obtenido, un día apareció allí, sin más.

Pero ese domingo era diferente. No estaba solo.

Una chica estaba con él.

Cabello rubio, a la altura de la barbilla, ojos claros y sonrisa dulce. Tomaba las manos del chico y sonreía con lágrimas en los ojos.

Franco estaba complacido de que la chica haya ido a visitarlo.

Serpenteó entre las mesas hasta llegar a la bonita escena que contemplaba. Avan tenía un paquete a su lado, envuelto en papel color lavanda. El oficial se contentó al saber que Avan no solo recibiría unas palabras de aliento de su parte ese día.

—Avan, muchacho, se te ve mejor —dijo llegando mientras acercaba una silla desocupada, apretando el hombro del chico con cuidado. La chica lo miró con el ceño fruncido y la cabeza alta—. María, debo decir que has cambiado mucho en estos dos años. París te sienta bien.

El oficial usó su primer nombre, como todo el mundo lo hacía ahora, o al menos eso le había contado Avan. Además, había palabras que estaban prohibidas en sus visitas dominicales, al menos prohibidas de forma tan... desprevenida.

—Oficial, mentiría si dijera que me alegro de verlo, pero puedo decir, que me alegra que se preocupe por Avan. Y, sí, París es maravilloso. Las edificaciones son... son todo.

Sonrió con mirada soñadora mientras apretaba con notoriedad las manos de Avan. Sabía que visitar París era el deseo de todo estudiante de arquitectura, ese bendito viaje.

—María me ha traído algunas fotos. ¿Sabía que le han ofrecido una beca para estudiar allí? ¿No es maravilloso? —comentó Avan. Su voz era más gruesa, sus palabras más roncas, su expresión más lenta. Había perdido lo vertiginoso de la vida, simplemente estaba allí dentro, solo respirando, evitando que los propios presos lo matasen.

Eso hacían los presos a gente como Avan.

La historia que se corría por la prisión, y que no se había podido parar, era: Avan había secuestrado a una niña y la había matado. Pero, claro estaba, mucha gente allí dentro tenía exceso de imaginación.

A nadie le gusta saber lo que le hacen a la gente que consideran como Avan en la cárcel.

—Me parece estupendo.

—Gracias. Ahora, Avan, cariño, el miércoles me iré de nuevo hacia allí, sabes que tomé una escapada para venir; así que no podré visitarte hasta quién sabe cuándo. Pero ten por seguro que lo haré tan pronto como pueda y te traeré muchas noticias —se levantó de la silla con una sonrisa, acercándose a Avan para darle un fuerte abrazo—. Te quiero, ¿sí?

Avan asintió. Tenía lágrimas en los ojos, pero las aguantó. No quería llorar.

María se había convertido en una mujer hermosa, con ese aire soberbio y altanero, pero esa sonrisa dulce que parecía remediarlo todo. Avan estaba muy feliz por ella, casi orgulloso.

—Adiós, María. Tal vez la vida nos vuelva a juntar —le dijo el oficial, estrechando su mano.

—Oficial Stretcht, espero que no sea así.

Y se fue, sin más.

Algunos presos voltearon a mirarla, pero ella siguió caminando, orgullosa, llevándose el mundo puesto. Tomando la vida por las riendas y dirigiéndola a donde quería.

Mientras Avan se quedaba allí, con rostro triste, incapaz de articular palabra. Tomó con fuerza el paquete color lavanda y lo llevó a su pecho.

Franco lo miró con pena. Hacía mucho había dejado el resentimiento de lado, solo para darle paso a una increíble lástima hacia el chico. La vida lo había golpeado duro, y él solo había podido reaccionar de esa forma. Había perdido a su amor. Un amor que el oficial no acababa de comprender, pero que gracias a las palabras de Avan a lo largo de los años, era incapaz de juzgar.

—Muchacho, ¿qué tienes para contarme? —preguntó el hombre, como siempre hacía.

—¿Cómo está mi madre? —cuestionó el chico en lugar de responder. Era la rutina.

—Bien. Según lo que Perune me ha comentado, de a poco ha comenzado a salir de su casa. Es muy difícil para ella. Este miércoles comenzaron a experimentar con el patio trasero y parece ir bien.

Perune se había encargado del cuidado de Anna Danvers. Había hablado con Gregory y con un buen equipo de psiquiatras para que la ayudasen, ya que la depresión había consumido de manera total a la mujer en poco tiempo.

Ahora, luego de dos años, parecía mejorar, parecía querer avanzar.

—Me alegro mucho por ella, no merecía los hijos que le tocaron —susurró Avan.

Avan no podía perdonarle a su hermana el haberse suicidado, el no haber sido fuerte por su madre. Aunque tampoco se perdonaría jamás todo lo que le hizo pasar él mismo. Y Franco no podía perdonarse mentirle a Avan tan descaradamente. Pero es que el chico recién parecía estar recuperándose, esa semana habían dejado de atosigarlo, y hacía poco menos de dos meses, había logrado decir el nombre de la niña sin llorar.

El día exacto del aniversario de su muerte. El primer año, Stretcht no lo había pasado con él, pero ese año, a pesar de ser un viernes, había decidido que, dado el terrible acontecimiento del año anterior, no podía dejarlo solo. Y Avan estuvo callado todo aquel día, mirando la nada y contándole cosas que amaba de la niña. Eso, se había vuelto la costumbre de sus domingos: hablar sobre lo que ambos más habían amado y habían perdido.

Aún no habían logrado hablar de la muerte de la chica. O de que, por culpa del adolescente, habían quedado cabos sueltos, y cuerpos sin encontrar.

—Así que, ¿tienes algo para contarme hoy? ¿Algo que quieras compartir? —preguntó el policía, desviando la conversación hacia el muchacho. Hoy no era un buen día para hablar de lo que él mismo había amado.

—Sí, no he podido sacarme de la cabeza muchas cosas. ¿Recuerda que yo le conté sobre el gato, lo que había pasado? Pues, recordará que le mencioné una suerte de comentario que hizo Monique Penz sobre... sobre Olivia —comenzó el chico. Acomodó su espalda en el asiento y apretó el paquete contra su pecho, para luego dejarlo sobre la mesa—. «No quiero al pequeño monstruito cerca», o algo así. Pues, antes de... de que pasara lo que pasó, Olivia me confesó que lo había oído. Siempre lo supo. Siempre supo que su madre la odiaba, solo que... el hecho de que esa mujer se metiera conmigo fue lo que colmó el vaso, ¿comprende? Me siento tan culpable...

Franco intentó mirarlo a los ojos, pero Avan nunca miraba a nadie a los ojos, siempre miraba hacia abajo o por encima del hombro. Odiaba que se sintiera culpable. Odiaba que, por su culpa, la memoria de Olivia quedara mancillada, odiaba que fuera menos perfecta a ojos del chico por una decisión de la cual hasta ese día se arrepentía.

Por eso, hacía unos tres domingos atrás había comenzado a llevar las cartas.

Aún no se había atrevido a entregárselas, pero sabía que pronto lo haría... tal vez, incluso esa misma mañana que Avan parecía animado por la visita de María.

—No debes sentirte culpable, todo tiene una explicación que no te involucra ni de lejos...

—Oficial —comenzó el chico con una sonrisa de lado, los ojos clavados en el paquete color lavanda—, todo siempre tiene una explicación, pero a veces, buscarla hace más daño. A veces, intentando hallar una verdad, se puede matar a alguien. A veces, hay que vivir una mentira por un bien mayor. La vida nunca es tan fácil como un examen de matemáticas.

—Avan, la matemática nunca ha sido fácil —bromeó el oficial, tragando saliva con fuerza. Intentaba aligerar el ambiente.

Avan se encogió de hombros y recorrió con la mirada la sala. Las conversaciones de los reclusos eran un murmullo constante de fondo, todos vestidos de color gris. Triste y monótono gris, como todo en esa prisión. Hasta el semblante de los presos era gris.

—Pues, la vida es aún más difícil, si quiere verlo de esa forma.

Avan estaba siguiendo su conversación de forma distraída, toqueteaba sin cesar el paquete, miraba las puertas de salida. Franco se daba cuenta de que el chico no estaba realmente allí.

—Muchacho —comenzó, tomando una última decisión repentina; si no era en ese momento que Avan parecía casi animado, no podría hacerlo nunca—, te dejaré irte para que puedas abrir eso en paz. Pero... pero antes quiero que leas unas cosas.

Franco, no muy seguro de si tomaba la dirección correcta, tomó las copias, ya gastadas, de su bolsillo del pantalón. Las ofreció a Avan, diciendo:

—Pido que no me juzgues, en ese momento, era lo mejor que podía hacer, la única decisión correcta para que la gente no saliera herida. Después de todo, no cambiaba nada.

Avan frunció el ceño. Reconoció al instante la caligrafía de su hermana en el rótulo: Avan.

Y luego, más papeles, arreglados con cinta adhesiva. Comenzó por ellos al reconocer la letra de Olivia en estos.

«Aquella princesa, estuvo encerrada en su torre durante años, con la única visita del rey cada mes.

“Princesa, ¿cuándo crecerás?”, preguntaba el rey.

“Nunca, seré siempre tu niña, padre”, respondía abrazando a su padre.

La malvada reina la había encerrado allí años atrás, para poder hacer de las suyas sin interrupciones. Para mentirle al rey con libertad.

Casi quince años tenía la princesa al momento de fallecer el rey. Nadie le había avisado. Debió enterarse al no recibir la acostumbrada visita de su padre.

Desesperada, comenzó a gritar.

Gritaba a todo pulmón por la ventana de la alta torre de la que no tenía salida.

Nadie parecía oírla, nadie nunca la oía...

Salvo un caballero. Paró al oír los desgarradores gritos de la princesa. Miró hacia la inmensa torre, preguntándose cómo podría detener tan terrible suplicio.

Forzando con su oxidada espada la cerradura de la puerta, subió todos los escalones, tan rápido como su arruinada armadura se lo permitía. Al llegar a lo alto de la torre, la princesa por él aguardaba, sabiendo que la salvaría.

“Princesa, eres la dama más hermosa del reino” había susurrado el caballero al verla.

“Y, tú, mi caballero, me salvarás de esta terrible soledad en la que me sumió la muerte de mi padre, el rey” afirmó con ojos llorosos.

El caballero, la tomó entre sus brazos y la besó en un arrebato de necesidad. Tomándola de la mano, se la llevó, liberándola de la torre.

“Serás mía, princesa, por siempre” susurró mientras se alejaban del lugar.

Pero la reina no parecía querer dejar que su hija fuera feliz. Enterada de su escape, volvió a encerrarla en la torre. El caballero se opuso, pero ¿qué podía hacer él contra experimentados guardias?

Así que la chica volvía a estar donde un principio.

El caballero hizo un trato con la malvada reina. Él iría cada día a visitar a su princesa, a cuidarla, a comprobar que estuviera bien. No podía faltar un día. A la reina le pareció bien, siempre y cuando su hija se mantuviese pura hasta sus dieciocho, en el caso contrario, acabaría con la vida de ambos.

El caballero, dispuesto a cumplir lo que la reina decía, fue cada día a ver a la enfadada princesa. Despotricaba contra su madre, lloraba por su padre y hablaba de amor con su caballero.

Y a él todo le parecía perfecto. Hasta que llegó el cumpleaños número dieciséis de la princesa. Faltaban dos años para cumplir la promesa hecha a la reina, pero ninguno de ambos parecía capaz de esperar tanto. La muerte les parecía un riesgo que valía la pena tomar.

Así que idearon un plan.

La joven princesa, esperaba a su valiente caballero de armadura chamuscada como él quería: desnuda, oliendo a perfume de rosas.

El caballero entró en la habitación luego de una larga batalla, devorando con los ojos a su princesa, dispuesto a hacerla suya allí mismo.

Quitando su ropa con apremio, se acercó a la princesa. Suya, solo suya.

Besó su cuello, sus labios, su cuerpo. Devorando, mordiendo, saboreando. La princesa no podía creer todo lo que sentía en su cuerpo: calor, placer, deseo.

Las manos ásperas del caballero tomando sus caderas, los ojos de este clavados en sus senos: era lo más hermoso que el hombre jamás vio. Y era suya. Solo suya.

“Eres mía, princesa, solo mía” susurró con voz ronca mientras la chica arqueaba la espalda, dispuesta a que él pudiera tomar de ella lo que quisiera.

“Tuya, solo tuya, y tú, mío. Nos pertenecemos, mi caballero” respondió ella entre jadeos.

Poseyendo la boca de la chica con la suya, el caballero se dispuso a entrar en ella, sellando su pacto de amor, haciéndola suya para siempre.

Ojos cerrados de éxtasis, manos apretadas contra el cuerpo del otro, sudor y jadeos llenaban la habitación en el momento en que los guardias entraron.

La reina había descubierto su plan».

Avan miró la hoja con húmedos ojos sorprendidos y la boca seca. Sabía, en lo más profundo de su ser, que esa historia era una especie de representación de la vida de ambos: él cuidando a su princesa. Pero su princesa quería ir a más. Y era una niña, una pequeña niña que pensaba esas cosas...

Avan cerró los ojos con fuerza, asimilando lo que había leído.

No quería pensar, no podía pensar en lo que esas simples palabras, escritas con la inocencia de la ensoñación de Olivia —su Olivia—, habían causado en él. Temor y desesperación, tristeza profunda y ahogo, sentía que se ahogaba en su propio infierno.

Le dirigió una mirada a Stretcht, quien lo contemplaba con paciencia.

Aún había algo que leer. La carta de su hermana.

«Querido hermanito:

¿Recuerdas, aquella vez, cuando tenías unos siete años? Rodaste por la escalera, cayendo y golpeándote la cabeza, pobrecito, esa pelota era maligna, ¿no? Mamá nos regañó luego por el susto, y nunca más volvimos a dejar juguetes en el suelo.

Hermano querido, yo te arreglé. En ese momento, sin que tú lo supieras.

Te empujé por las escaleras aquella vez, ¿lo recuerdas? Probablemente no, eras muy pequeño y estabas confundido. ¿Cómo no estarlo?

Nunca me lo agradeciste, pero no me importó. Con saber que estabas arreglado me bastaba. Con saber que podrías ser normal yo era feliz.

Nunca volviste a matar a un animal. Nunca volviste a disfrutar del sufrimiento de otros, y todo gracias a un pequeño empujón y veintisiete escalones, ¿no es magnífico? Espero, que al leer esto, notes la inmensa ayuda que te di y sepas agradecerme como es debido.

Eso explicará en parte todo lo que te contaré aquí.

¿Comprendes? Esa sensación de que todos están mal a tu alrededor y que tú puedes arreglarlo, sientes poder, pero una gran responsabilidad.

Pero tú mismo, querido mío, ya estabas arreglado. Hasta Olivia.

Esa chica... esa chica hacía que la cabeza me doliera y el estómago se me revolviera solo con su presencia. ¿Por qué no podía ser como todos? ¿Por qué no era normal?

Me desesperaba, y me desesperaba aún más en lo que te estaba convirtiendo a ti.

La primera señal, fue el gato... Ese pobre felino que nada malo hizo.

La segunda señal de que debía intervenir llegó la noche... Creo que la recuerdas, cuando María Olivia tuvo su extremo cambio de look. Avan, yo no lo hice. Fue Olivia. Lo juro, y no miento porque, ¿para qué hacerlo? Ella entró allí de alguna manera y debió cortar su cabello por, ¿quién sabe? ¿Celos?

Pues, estaba mal. ¡Totalmente mal! ¿Por qué tenía que ser un monstruo?

Pero, sin saberlo, ella me dio la idea. La culpa por lo que pasó me la tiraste a mí, pues yo hice lo mismo con ella...

Recuerdas también lo de las arañas, ¿verdad? Nunca supiste, ni nadie, cómo llegaron allí. Yo las puse allí, en los casilleros. Olivia me lo comentó y yo le di la idea y la ayudé, porque me convenía ser su amiga si quería arreglarla, ¿verdad? Era lo mejor.

Entré a la primaria con una maleta, asegurando que era una inspectora. Y los imbéciles, al ver una sonrisa bonita, me creyeron. Tontos. El resto se cuenta solo.

Pero supe que todo estaba mal y que debía intervenir inmediatamente al ver la reacción de la chica cuando la asquerosa de su madre se te tiró arriba aquel día. ¡A mi pequeño hermanito!

Y tú, siempre defendiéndola. Todo lo que había logrado que avanzaras estaba volviendo al punto cero. Debía abrirte los ojos, hacerte reaccionar sobre la clase de monstruo que la chica era. Así que lo hice.

Sus padres habían discutido esa noche, era todo perfecto, la ocasión ideal.

Entré a las seis de la mañana en su casa aquel día, cabello atado en un moño, para no correr riesgos, ¡y tú sabes lo que odio cómo me quedan los moños! Estabas agotado por el proyecto, así que ¿cómo te ibas a enterar de algo?

La ventana del cuarto de Olivia estaba convenientemente abierta, así que tuve una vía segura de entrada. Ella dormía tan tranquilamente que no sintió cuando le inyecté los tranquilizantes. Nunca lo sospechó, ¿a qué no? Un pequeño pinchazo en la pierna... Mauro me fue muy útil mucho tiempo, consiguiendo lo que le pedía, dándome el historial de Olivia para saber cuándo y cómo actuar. Bueno, no me lo dio, pero es como si lo hubiese hecho.

Así que, bajé con sigilo con la niña en brazos.

Tenía un cuchillo en el pantalón, en la cinturilla, incluso me dejó un pequeño corte.

Estaba todo oscuro aún, ya que los padres de Olivia no habían abierto las persianas.

Ellos estaban recién despiertos, se asustaron al verme entrar allí. Sus rostros fueron un poema al ver que traía a su hija inconsciente en brazos. Los calmé y la dejé en el suelo, cerca.

Y luego los ataqué.

Estaban muy preocupados por su hija para notar que algo andaba mal hasta que ya nada pudieron hacer.

Pobres, un poco de lástima me dieron. El hombre, intentando proteger a la mujer. Pobre, pobre Dante, hasta último momento amando a esa perra.

Me aseguré de que el movimiento del cuchillo fuera ascendente, para que no cupieran dudas de la verdadera culpable del crimen. ¡No sabes la de series de criminales que tuve que ver para hacer todo! De esas que te gustan, ya sabes.

Mi ropa, manchada —tuve que quemarla y tirarla—; la ropa de Olivia, manchada. El arma homicida libre de mis huellas y repleta de las suyas. Todo era perfecto, ¿entiendes?

Ella creería que en su delirio de pesadilla había sido la culpable, la encerrarían en un loquero, y tú estarías bien.

Pero no.

Lo arruinaste todo. Ya volvías a estar roto, todo mi empeño en arreglarte fue en vano. Porque, ¿sabes qué? Te fuiste con ella.

La amparaste y protegiste, evitando que se la llevaran. Evitando que ella tuviera una mínima oportunidad de ser recompuesta también, porque yo creía que ella también tenía oportunidad. Entonces, entré en la casa nuevamente, cuando te fuiste, antes de que entrara la policía. Me llevé cosas muy interesantes, que creo, mereces leer.

Me fascinó ver cómo los policías se devanaban los sesos intentando hallar un culpable que no existía. Buscando en el lugar equivocado.

Y, si eso no sirvió, ¿qué lo haría? Así que, decidí usar esas “cosas interesantes”, publicándolas para que pudieras verlas, pero no calculé que eras un lento total en la internet, hermanito. Nunca abriste el link que envié a tu Facebook desde una cuenta falsa, ¿verdad? Siempre tan despistado.

Por casualidad, una tarde, recordé la casa de campo de María, sabía que una vez me llevaste allí con ella y un par de amigos tuyos. Sabiendo que ella te quería como lo hacía, ¿qué perdía intentándolo?

Pero primero debía explicar mis ausencias. Un trabajo en una cafetería inexistente con un horario extraño y listo. Todos confiaban en mí, nunca sospecharon siquiera que los seguía, ¿verdad? La chica entre los arbustos que jamás era vista.

Fue una suerte porque al llegar a la casa de campo, encontré la ocasión perfecta para seguir intentándolo.

Olivia estaba sola, durmiendo, y había un viejo cortando el césped. ¿Por qué no? Ahora no podrías dudar de su culpabilidad.

Fue fácil entrar, la cerradura de la puerta trasera está fallada —cuando leas esto, avísale a María Olivia—, y Olivia dormía tan profundamente que ni se enteró que yo tomé las chanclas de un costado. Nunca sospechó nada. Y el pobre hombre, tuvo un gran propósito en la vida.

Pero volviste a arruinarlo.

Y te perdí totalmente la pista.

¿Dónde estabas? ¿Cómo podía ayudarte?

Y así lo supe: ya nada podía hacer. No podía arreglarte. Ni a ti, ni a esa pobre criatura.

Mauro me aburría. Mi vida me aburría. Y tú... ah, tú no estabas aquí.

No sé cómo, pero ahora oigo a los policías en la puerta, los amenacé con un arma. Ja, crédulos. Esta es mi última oportunidad de terminar la carta. Mauro está muerto, pobre, ¿cómo no notó que algo andaba mal con mis horarios? El amor ciega, querido Avan. Y yo, pronto también estaré muerta. ¿Qué más me quedaba hacer en esta vida?

Casi no puedo escribir, no me queda tiempo. Lo lamento tanto por mamá.

Solo quiero decirte una cosa más...».

A continuación, nada, la carta había terminado allí.

Avan abrió la boca, sorprendido. Las lágrimas estaban corriendo con libertad por sus mejillas. Todos le lanzaban indiscretas miradas, pero él estaba ajeno a ellas.

Loretta había hecho todo.

Su hermana, su hermana estaba loca. Muy loca, totalmente perturbada. ¿Cómo Mauro no lo había notado? «El amor ciega», pensó.

Y mierda que cegaba.

Las lágrimas le dificultaron por momento leer la carta, pero al terminar solo sentía vacío. Un nuevo tipo de vacío, un nuevo tipo de dolor. El vacío de haber cometido un error garrafal con su vida, con la vida de... Con la muerte de Olivia. El dolor de no haber notado lo mal que su hermana estaba.

El vacío por Olivia. El vacío por su hermana, el dolor por lo mismo. Todo en vano. Tantas muertes, tanto sufrimiento. Todo por su culpa, su maldita culpa. Por su culpa Livvy... su pequeña y hermosa Livvy.

Ah, su pobre e inocente Olivia. Su niña, su luz, todo. Ella no era culpable. Ella no mentía, nunca había mentido..., pero él sí; le mintió a ella, y eso se sumaba a la lista de cosas que no podía perdonarse. El dolor llenaba el cuerpo del joven, siempre dolor, siempre un hoyo profundo que no hacía más que agrandarse. Pero entonces mirando a los ojos, por primera vez en mucho tiempo, del oficial, dijo:

—No puedo... no puedo con esto. Usted me tendrá que ayudar. Me... me lo debe —ojos rojos, voz rasposa, alma hueca.

Vacío, dolor, vacío, dolor. Se entremezclaban al ritmo de las pulsaciones de Avan.

El paquete color lavanda, en el olvido.

Vacío, dolor, vacío.

Justo ese día debió hablar el oficial. Vacío, dolor...

—Feliz cumpleaños, Livvy —susurró antes de que su mente lo salvara del infierno.

 

 

 

 

 

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