Olivia

Olivia


OPONERSE

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OPONERSE

 

 

Era una noche fría, las estrellas se escondían detrás de las nubes, no queriendo ser testigos de lo que en la tierra acontecía. Escondidas, tapando su visión, incrédulas.

Era una noche fría, casi demasiado fría para los inicios de la primavera. La brisa circulaba entre la hierba, moviéndola y meciéndola en un constante vaivén. Algunas hojas sueltas golpeaban el coche azul estacionado a un lado de la carretera; ese coche que debía desaparecer entre la noche, ese coche que debería estar siguiendo su camino.

Ese coche que corría peligro.

Los segundos pasaban y ambos chicos allí dentro sentían la vida pasar. El tiempo, lento y doloroso entre ambos. Cansancio, pesadez e impotencia circulaban entre ambos. La chica aún mantenía sus manos en las mejillas del chico, los ojos en sus labios. ¿Cómo sería...?

Avan tenía los ojos semicerrados, pesados y cansados. Dolía tanto, dolía malditamente tanto.

Se sentía como correr, correr por una colina empinada, cuesta arriba durante meses, tal vez años; al principio era fácil, se podía ignorar la agitación. A medida que el camino ascendía, el cansancio comenzaba a hacer mella en el cuerpo, era una tortura imposible de soportar. Pero ¿qué otra posibilidad había que seguir subiendo? Subiendo hasta no poder más, hasta que el cuerpo se agota, hasta que el cansancio es insoportable, hasta que todo sucumbe a la fatiga y a la altura.

Hasta que uno cae.

Rueda sin poder frenar por una colina empinada, rápido, cada vez más rápido; cansado, fatigado, imposiblemente atrapado dentro de uno mismo.

Así era como Avan se sentía al mirar los claros y empañados ojos de Livvy en la penumbra. Cansado, fatigado, malherido y caído. Ahora podía comprender de forma clara lo que sentían los ángeles al caer en desgracia. Y, oh, Dios, que valía la pena.

Todo el odio, el malestar, la conmoción, todo valía la pena porque Olivia estaba allí, mirándolo, perdonándolo por algo por lo que jamás podría perdonarse.

Y ella volaba en su ensoñación, sus ojos brillantes, tímida y temerosa. ¿Qué podía hacer? Lo necesitaba, y no simplemente como un capricho de niña como hubiera sido antes, lo necesitaba muy dentro de su pecho, en ese exacto lugar de ella que estaba muerto, que al fin parecía dar señales de vida. Ese lugar en el centro del pecho que le rogaba que se acercara, que no tuviera miedo, que no se contuviera...

—Avan —susurró de manera involuntaria. Su voz quebrada, dolorida.

—Lo siento tanto —respondió él, juntando su frente con la de la chica. «Está mal, está malditamente mal. ¡Aléjate!», se gritaba en su interior. Pero ¿cómo alejarse si ya nada importaba? ¿Cómo alejarse si no había límites entre el bien y el mal? No podía. Estaba mal, muy mal, pero se sentía tan bien. Y era Livvy, solo Livvy—. Livvy —susurró el chico.

Las manos de la chica se crisparon en el rostro del muchacho, mientras, en un impulso que no pudo contener, acercó sus rostros hasta casi rozar sus labios.

El miedo atenazaba el pecho de Avan mientras sus alientos se mezclaban, respiraciones agitadas. Con delicadeza, llevó sus manos a ambos lados del rostro de la chica, acariciando sus cabellos, mientras las manos de ella se movieron hacia la nuca del joven. Olivia observaba los párpados, ahora cerrados, de Avan con los ojos bizcos, pero los cerró en el instante en que Avan salvaba la distancia entre ambos. Se sentía como chispas, se sentía como electricidad, como el cielo en una noche de tormenta, hermosamente letal.

Estaba tan mal.

Un simple roce de labios, tímido, con una infinita ternura y con una infinita culpa.

Gotas comenzaron a caer sobre el auto azul parado a un lado de la carretera, algo que las estrellas se rehusaban a ver, algo por lo que el cielo nocturno lloraba: un beso. Un simple beso con sabor a inocencia.

Manos temblorosas y respiraciones profundas. Ninguno se atrevía a moverse. El chico, con cuidado se alejó un poco, pero las manos de la joven no le permitieron ir muy lejos.

—No te alejes —rogó Olivia con lágrimas aún en sus ojos y las manos firmes, en un intento por retener a su Avan.

Avan nunca le negaría nada a Olivia, y Olivia tenía un don para pedir cosas que Avan no podía cumplir... o que no debía.

—No lo haré... Solo... Debemos seguir camino —dijo Avan contra los labios de la chica.

Una parte de la mente de Olivia era consciente que él tenía razón, pero otra parte, una parte que iba perdiendo terreno, creía que no debían moverse, así estaban bien, ¿para qué arruinarlo? Podían quedarse así por, no lo sabía, ¿siempre?

Con renuncia, se apartó de él, obsequiándole una sonrisa tímida. Se sentía en el aire, flotando entre nubes. Todo peso había desparecido de su pecho. ¿Qué importaba que la policía les siguiera el rastro? ¿Qué importaba que acabaran de tirar un cuerpo al mar? ¿Qué importaba nada aparte de que Avan la había besado?

Se incorporaron a la carretera. Avan era perfectamente consciente de lo que acababa de hacer, entre todo lo malo que había hecho, esto le parecía lo peor y lo mejor a la vez. Podía ver cómo a su lado, Olivia tocaba sus labios con una sonrisa. «Al menos ya no te odia», pensó con amargura. Todo lo que había hecho ese día, se había ido al demonio. Todo lo que se había reprimido, lo que había querido demostrar, toda su fuerza de voluntad, a la mierda.

¿Cómo esa chica tan dulce podría ser capaz de matar a una mosca? Era imposible.

La imagen de Olivia pasó por su cabeza, cubierta de la sangre de su gato, y luego de la de sus padres...

¿Qué mierda había hecho?

Tuvo que resistir el impulso de golpear su cabeza contra el volante. Lo que más le dolía era el cosquilleo que sentía en los labios, allí donde los había rozado con los de la chica. Como Olivia había hecho, también llevó una mano a sus labios, sin sonreír en su caso.

 

***

Pistas falsas eran lo único que tenían. El oficial cada vez estaba más frustrado. Detestaba que no colaboraran, detestaba que los análisis fueran cada vez más confusos. ¿Cómo una niña podría matar a dos adultos? Y, en caso de que no fuera la chica, ¿cómo podía ser ese ángulo de puñalada?

Las paredes se cerraban en torno al oficial Stretcht, no dejándole salida. Hacía años que un caso no era tan difícil, hacía años que no le costaba tanto resolver un crimen.

—Más —dijo a la habitación vacía—, costó mucho más. Nunca lo resolviste, imbécil.

Tomó un trago de ron, mientras rascaba su cabeza, mirando la solitaria casa. La única luz provenía de una lámpara de mesa que iluminaba la única foto de toda la casa.

No quería acercarse, pero, como cada vez que estaba ebrio, terminó yendo hacia allí. Se sentó en el piso, tomando la fotografía y mirándola a la luz de la lámpara.

—Prometí nunca volver a fallarle a nadie. Te lo prometí..., pero no puedo cumplirlo —susurró mirando la fotografía.

Una pequeña niña castaña de unos diez años le devolvía la mirada, estaba abrazada a una hermosa mujer de unos treinta y cinco. Ambas sonreían felices, serenas... vivas.

Las lágrimas invadieron los ojos del oficial. Este caso le recordaba tanto a esos años. Olivia era tan parecida a su Alena. Y la muerte de la señora Penz había sido tan similar a la de su esposa...

No se quería permitir decaer, debía ser fuerte, habían pasado tantos años. Pero esas cosas nunca se superan.

No asesino, no arma homicida, no hija. Nunca se encontraron pruebas suficientes para inculpar a nadie, nunca se encontró el cuchillo causante y nunca se encontró a su hija.

Y no podía permitir que eso pasara otra vez.

 

***

—Un viejo estúpido complicó mi día —se quejó Loretta mientras se quitaba la chaqueta.

—Buenas noches, Mauro, ¿cómo fue tu día? El mío terrible —imitó su voz el hombre mientras la abrazaba. Ella sonrió complacida cuando él pasó con calma las manos por su espalda.

—Lo siento, es que... ¿puedes creer que el tipo me tiró la bebida sobre el uniforme? Tuve que dejarlo en la lavandería y aún no tengo el de repuesto. ¿Y todo por qué? Porque lo pidió sin hielo y yo le puse hielo. Dios, podía simplemente esperar a que le trajera otra, pero...

—Loretta, cariño, deberías dejar el trabajo...

—No puedo. Es muy difícil conseguir uno y no... Sabes que no puedo estar en casa —respondió la joven con ojos tristes. Mauro sabía perfectamente de la forma en la que la desaparición de su hermano la había afectado. Apenas paraba por su casa, y las pocas veces que lo hacía debía ver la decepción en el rostro de sus padres y superar la inmensa tristeza e impotencia que se sentía en el ambiente.

—Puedes quedarte aquí cuanto quieras —ofreció Mauro corriendo el riesgo de sonar desesperado. No le importaba en realidad. Notaba extraña a su novia y quería que estuviera bien, al menos quería estar cerca para cuidar de ella.

Loretta le sonrió con ternura mientras deslizaba las manos por los botones de la camisa del hombre. Acercó sus labios a los de él y susurró:

—Tentador, pero no. Vives muy en el centro, sabes que odio tanto ruido.

Mauro asintió, conocedor de cuánto le gustaba la paz a su chica.

—Además, para que veas que el trabajo y la tristeza no me absorbieron por completo, ayer he salido con Stella, una antigua compañera. Claro que hablamos de Avan casi todo el rato, pero fue lindo despejarme. Ahora quiero despejarme de otra forma...

Y toda palabra se alejó de la mente del joven mientras Loretta se quitaba la ropa. Detestaba que su relación se basara principalmente en sexo, pero nada podía hacer para contener a Loretta.

Tampoco se oponía demasiado, claro.

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