Olivia

Olivia


DESESPERO

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DESESPERO

 

 

—¿Debemos caminar mucho más? —preguntó Olivia a la vez que bufaba.

—No tanto, solo hasta encontrar un auto.

Avan se notaba nervioso y cabizbajo. Había tenido que dejar el auto que había comenzado con todo esto, era algo tonto, pero le había dolido. Si no hubiera querido ese auto nunca habría cuidado a Olivia... y ahora no estarían adentrándose en el bosque, huyendo de sirenas y buscando un auto nuevo para robar.

—¡¿Robaremos un auto?! —Olivia miraba a Avan con extrañeza, pero él no podía verlo, ya que iba un poco más adelante que ella. El chico asintió—. Y, ¿crees que encontraremos uno en medio del bosque?

El muchacho no estaba seguro del porqué, pero el comentario de la chica le molestó. ¿Acaso no estaba haciendo todo lo posible? Él no era una brillante mente criminal que estaba en todos los detalles.

—Olivia, agradecería que dejes tu maldito sarcasmo por un minuto —rogó esquivando una rama. Era un bosque pequeño, pero frondoso.

—Y yo... yo...

Se quedó callada. Avan dejó de escuchar cómo avanzaba y, agotado, se dio la vuelta para mirarla.

Tenía la cabeza baja y estrujaba su camiseta entre los dedos, sus hombros se movían. Lloraba, y cada vez que Olivia lloraba una fibra sensible se tocaba en lo más profundo de Avan destrozándolo por completo.

Quitó el bolso de su espalda, dejándolo a un lado y se agachó frente a la chica. Se sentía miserable. «¿Cuántas veces la harás llorar, maldito idiota?», se reprendía a sí mismo.

Olivia, por su parte, se sentía cansada, estresada al máximo porque había dormido solo un par de terribles horas, dolorida y jodidamente susceptible. Ni siquiera sabía por qué estaba llorando.

—Lo siento —dijo Avan con dulzura mirándola a los ojos. Limpió sus lágrimas con dedos suaves.

—Yo lo siento, me comporto como... como una maldita insoportable y malagradecida y...

—No, no. Tranquila, comprendo qué te pasa. Loretta se pone igual cuando... Bueno, cuando está en sus días —comentó el chico sonriendo con paciencia. Olivia se sonrojó.

—La extrañas, ¿no es así? —preguntó entonces sorbiendo por la nariz.

Avan pensó un momento en su hermana. En realidad no la había extrañado hasta ese instante que pensó en ella, así como a sus padres. Era el peor hijo y hermano.

—Sí, algo —dijo—. Ahora, hablaba en serio con respecto al sarcasmo. Hago lo que puedo...

—Lo sé, lo sé. Solo... soy una perra.

Avan la miró consternado y estalló en carcajadas, tanto que debió sentarse en el piso y sostener su estómago mientras las lágrimas acudían a sus ojos, se sentía liviano, no pensaba en nada más que en su propia risa. Olivia también reía, más por lo bien que se sentía la risa de Avan que por lo absurdo del comentario.

—Olivia, preciosa, ¿recién ahora lo notas? —preguntó muy serio cuando pudo dejar de reír.

Olivia entrecerró los ojos y emprendió la marcha, mientras Avan se incorporaba para tomar el bolso y seguirla.

Luego del estallido de risa se sentía más ligero, más positivo. Aunque tal vez se debiera a que por fin estaban llegando al otro lado del bosquecillo. La claridad se hacía presente entre los árboles y se escuchaba el ruido de los vehículos. Al parecer no estaban llegando a una carretera poco transitada.

—¿Haremos autostop? —preguntó la chica con fingido entusiasmo. Avan le lanzó una mirada de ojos entrecerrados—. Cierto, no más sarcasmos e ironías, lo siento.

Avan sonrió. Tomó su teléfono móvil, mirando dónde estaba el pueblo más cercano. Suspiró al ver el resultado y apagó el celular, casi no le quedaba batería.

—¿Lista para 4 kilómetros más? —preguntó con voz tirante mientras subía la capucha de su sudadera, a pesar del calor, le serviría para camuflarse. Olivia colocó su sombrero sobre su cabeza y prefirió no contestar.

La gente, apresurada por llegar a sus destinos, no prestaba atención a los chicos que caminaban a un lado de la carretera.

—¿Quieres que lleve el bolso? —preguntó Olivia muy seria.

Avan alzó las cejas mirándola. Una sonrisa en sus labios.

—Tienes razón, mala idea —aseguró la chica.

 

***

Robar un auto resultó extrañamente fácil. Un pequeño Fiat blanco sin alarma, con una puerta defectuosa y los cables del contacto colgando. Casi parecía estar esperándolos. Así que, luego de llenar el tanque de combustible y comprar algunas cosas para comer, siguieron camino. Ahora más seguros. Avan se preguntaba si ya podrían cruzar una frontera sin problemas o si seguirían buscándolos por allí, impidiéndoles el paso; probablemente fuera la segunda opción.

Olivia volvía a garabatear en su cuaderno, con una sonrisa, concentrada en sí misma. Avan daba pequeñas miradas de vez en vez, intentando espiar, pero le era imposible puesto que la joven cubría sus notas de la visión del chico.

Volvían a estar sin rumbo definido. ¿Podrían alojarse en un hostal? ¿Los reconocerían? Se quedaban sin opciones, el único lugar seguro había sido la casa de María. Pero no podrían volver allí. Las cosas del hombre allí se habían quedado, cerca de la casa, en un descampado. Esperaba que hubiera sido suficiente para que no culparan a los padres de María. En cuanto al cuerpo...

Rogaba que nunca se descubriera el cadáver, no creía que nada pudiera relacionarlos, pero siempre cabía la posibilidad.

 

***

La policía había buscado exhaustivamente por la zona indicada y habían hallado el coche azul, pero no había señales de los fugitivos, por lo que sabían podrían estar en el otro lado del país con lo escurridizos que eran.

El oficial Stretcht estaba furioso. ¿Cómo un par de chiquillos podían escapar así, bajo las narices de experimentados policías en el caso?

Ahora seguían lo que el oficial consideraba otra pista falsa. Debían ser rápidos y prudentes, el tiempo de investigación estaba expirando.

Según fuentes anónimas, los fugitivos se habían alojado en una pequeña casa que, casualmente, pertenece a la presunta amante del chico. Hacia allí se dirigían, a la casa de la chica.

El señor Maslin era un hombre corpulento y bajo, pero corrió escaleras abajo al oír cómo llamaban a la puerta.

—Oficial, ¿en qué podemos ayudarlos? —preguntó.

Ya habían recibido una visita de los oficiales, pero al constatar que poco se relacionaban con el muchacho, se habían alejado, hasta ahora.

—Señor Maslin, me gustaría hablar con todos los miembros de la familia, ¿podría ser? —pidió Franco de manera amable.

—Mi hija no se encuentra, ¿sabe? Está con algunos amigos pasando el rato.

«Claro que sí» pensó Franco, agradecido de haber enviado un par de unidades a inspeccionar la casa.

—Claro, comprendo. ¿Su esposa?

—¡Clarise! —gritó el hombre a todo pulmón. Una mujer hizo acto de presencia allí a los pocos segundos. Llevaba un delantal y las manos manchadas de tierra. Sonreía afable.

—Cariño, no grites que no estamos en el estadio —dijo con suavidad. Su voz se asemejaba a la miel líquida, pura y dulce. Su cabello era claro y sus ojos color café. Era el polo opuesto a su esposo.

El hombre se sonrojó un poco ante el regaño.

—Oficial, disculpe los modales de mi marido, pase.

—Gracias, señora Maslin.

—Por favor, oficial Stretcht, ya le he dicho que me llame Clarise.

Los tres entraron en la casa y la mujer ofreció café para todos. Era pasado el mediodía, pero el oficial aceptó de todas formas. Ese era un día de café y respuestas.

—Como supondrán, estoy aquí para hacerles algunas preguntas —afirmó tomando un sorbo de café. Sabía bien.

—Usted sabe, nosotros nunca supimos mucho sobre el joven...

—Señor, este día no le haré preguntas sobre el muchacho. Más bien quiero saber todo lo que puedan contarme sobre su casa a las afueras de la ciudad.

La pareja intercambió miradas, estaban extrañados. ¿Qué podría querer saber de su casa?

—Pues, no sé muy bien qué quiere saber, pero pregunte —acotó la mujer.

—Está bien. ¿Hace cuánto tienen la casa? —comenzó el oficial. Quería que pareciera una charla sobre simple información, no quería alarmarlos y a la vez quería buscar señales sobre lo que pudieran saber de los presuntos ocupantes de la casa.

—Hace unos... cinco años —dijo James Maslin con dudas. Clarise asintió convencida.

—Y, ¿con qué frecuencia concurren allí? —prosiguió. Se preguntaba si Perune ya estaría en el lugar.

—En los veranos o algún fin de semana de clima muy bueno y que coincidamos con los libres del trabajo. Alguna escapada romántica, usted sabe —dijo Clarise con coquetería. Si algo se podía afirmar de la pareja es el amor que ambos se tenían. Muchos no podían creer que una mujer tan bella estuviera con un hombre tan opuesto a ella. Lo único que respondía cuando hacían comentarios así frente a ella era: «Es claro que no conocen el amor. Lo siento tanto por ustedes».

—Por lo tanto, la casa queda sola el resto del tiempo —afirmó el oficial.

—Sí —dijo él.

—No —negó ella al mismo tiempo que su marido hablaba—. Está el jardinero. Va una vez a la semana más o menos. También, de vez en vez, limpia dentro. Tiene acceso a una copia de la llave y es de nuestra entera confianza. Ahora, oficial, no entiendo por qué hace estas preguntas...

—Información, seño... Digo, Clarise.

Estaba terminando su café, ganando tiempo para que le llegaran noticias cuando su teléfono móvil sonó.

Era un mensaje: «Aquí no hay nada. Solo el césped a medio cortar. Pero se ha encontrado una podadora de pasto y una bicicleta a unos metros de la casa. Espero órdenes».

El oficial frunció el ceño.

—Por casualidad, ¿su jardinero usa una bicicleta? —inquirió mientras enviaba una rápida respuesta.

—Sí, es un hombre mayor muy saludable. ¿Por qué lo pregunta? —Clarise parecía nerviosa, sospechosamente nerviosa.

—Nos ha llegado información de que en su casa se estaba escondiendo Avan con la niña.

La pareja se miró horrorizada, sus ojos abiertos en expresión de desconcierto.

—Es... es imposible. El señor Jenckins fue ayer a la mañana, hubiera visto algo. Nos lo hubiera dicho...

—Casualmente, debo decirles, que las pertenencias de su jardinero fueron encontradas a metros de su casa. Y el césped estaba a medio cortar. Lo siento, pero deberán acompañarme a la comisaria.

Vio cómo los ojos de Clarise Maslin se llenaban de lágrimas y cómo su marido simplemente la abrazaba, acariciando su cabello. Quien hubiera visto la escena no se hubiera atrevido a decir una palabra en contra de ese matrimonio. A Franco solo le dio pena, pena y nostalgia.

 

***

Estaba oscureciendo por la ventana de la casa de los Danvers. La televisión estaba prendida para que hubiese algún ruido de fondo. El señor Danvers se hallaba ausente otra vez, y su esposa estaba sola. Su hijo desaparecido, su hija absorbida en el trabajo y su marido... quién sabe dónde.

Suspiró con tristeza, sin saber qué cantidad de comida preparar esa noche.

El murmullo de la televisión se vio interrumpido por el ruido del teléfono sonando. La mujer fue a atenderlo sin ganas preguntándose si algún oficial querría acompañarla en esa deprimente cena.

—¿Diga? —preguntó a la línea, esperando oír la respuesta de un policía. Siempre que llamaban a esa casa en los últimos días era un policía.

—¿Mamá?

El teléfono casi se cae de las manos de la mujer. Sus ojos se inundaron de lágrimas al instante. Su cuerpo se estremeció.

—¿Avan? Mi niño, mi pequeño... Por Dios —susurró al auricular.

—Soy yo, mamá. No tengo mucho tiempo. Solo... solo quería que supieras que estoy bien...

—Pequeño mío, ¿qué has hecho? —preguntó llorando.

—Mamá, por favor no llores. Si tú lloras yo lloraré también —dijo Avan. La mujer sonrió con tristeza. Su hijo, su pequeño siempre había sido tan dulce.

—No lloro, amor, no lloro. Por favor, dime dónde estás. O vuelve, hablaremos con la policía, todo se solucionará.

—No, mamá. No puedo volver. Es... es todo muy complicado —la voz de Avan sonaba ronca y quebrada.

—Avan, ¿de dónde me llamas? Es peligroso, el teléfono de casa podría estar interferido.

—No te preocupes, para cuando lleguen aquí, ya estaré muy lejos. Te quiero mamá. A ti, a Loretta e incluso a papá.

—Espera, no cortes aún. Cuéntame... Esta chica...

—¿Olivia? Está bien, está conmigo, la estoy cuidando —dijo. La señora Danvers pudo oír la sonrisa en su voz.

—Todo por esa chica. ¿Sabes lo que se dice...?

—No me interesa lo que digan, solo quiero... quiero que sepas que estoy bien —dijo con un suspiro.

—Cariño, ¿y el dinero? ¿Necesitas dinero? Puedo hacértelo llegar de alguna forma...

—No mami, todo está bien, por ahora, ¿sí? Confía en mí. Debo colgar. Adiós. Te amo.

—¡Espera! ¡No! —dijo, pero la línea ya estaba muerta—. Yo también te amo.

Nunca se había preguntado antes hasta dónde podría llegar el amor de una madre por sus hijos. Siempre dijo que mataría a quienes les hicieran daño, pero nunca pensó que quien le haría daño a su bebé era él mismo.

En lo que a ella le concernía, esa llamada nunca había ocurrido. Y la negaría hasta la muerte.

«Pequeño mío, ¿qué está pasando?», pensó mientras, secándose las lágrimas, retomó su deprimente cena.

 

***

Era casi medianoche cuando pararon en un hotel. Pertenecía a un triste pueblo en mitad de la nada, era el tipo de lugares que no hacía preguntas.

Y así fue. El recepcionista, un muchacho joven con el tatuaje de una serpiente en el rostro, solo les pidió la noche por adelantado y les entregó la llave.

Simple. Sencillo.

—Avan, ¿cómo podemos confiar en él? ¿Y si llama a la policía? —preguntó Olivia entrando a la habitación.

—Olivia, no tienes idea de dónde estamos... y tampoco te lo voy a decir —agregó al ver cómo la chica iba a protestar—. Solo te diré que ese tipo de allí no dirá nada. No le conviene que la policía esté husmeando por aquí.

La chica no insistió. Separó ropa y entró al baño a ducharse.

Avan tenía grabada la conversación con su madre en la cabeza. Recordaba sus palabras y el tono de su voz. Había sido una locura llamarla, pero había valido la pena.

«Todo por esa chica», se repitió. «Sí, mamá, todo por esta chiquilla».

El recuerdo del beso aún se movía por la periferia de sus pensamientos. No quería analizarlo a fondo, pero solo en esa habitación, con el sonido de la ducha cayendo, no pudo más que recordarlo.

Recordar la respiración de Olivia, los latidos de su propio corazón martillando en su cabeza, la suavidad de sus labios, le dolía.

Se incorporó de golpe, frenando sus pensamientos. Tenía once años, maldita sea, estaba cursando por su primer período.

Su cabeza no entendía de razones y reproducía una y otra vez el rostro de Olivia, con ojos abiertos de expectación, con labios entreabiertos...

«Todo por esa chica».

«Todo y más, mucho más».

Llevó sus manos compulsivamente a su cabello. Sus ojos estaban desorbitados y en su pecho subía la desesperación. Demasiadas cosas habían pasado. ¡Habían tirado un maldito cadáver al mar! Pero nada de eso lo hacía sentirse tan miserable y enfermo, a la vez que extasiado y feliz, como el recuerdo de ese beso. Todo el día había estado tenso, a punto de explotar. Sus nudillos dolían de tanto apretar el volante de ese maldito auto...

Y los ojos de Olivia y el sonido del lápiz rasgando en las hojas.

—¡Basta! —se gritó a sí mismo. Sin soportarlo un segundo más le dio un puñetazo al mohoso espejo de la habitación, rompiéndolo en pedazos.

Cerró los ojos, intentando contener la furia.

—¡Avan, ¿qué mierda te pasa?! —dijo Olivia saliendo del baño con la toalla en la cabeza.

Avan la miró, intentando serenar su respiración.

—No sabía que eras tan feo que rompías espejos, Avan —dijo acercándose a los trozos con una sonrisa burlona, intentando aligerar el ambiente cargado de la habitación.

—Olivia, tienes once malditos años —dijo con la respiración agitada. Verla no le hacía nada bien, con su ropa de dormir y mechones mojados escapando de la toalla para enmarcar su rostro.

—Wow, has hecho el descubrimiento del día, mi querido Avan —dijo sarcástica. Avan tenía un problema definitivo con la chica hablando con sarcasmo, era algo que lo superaba. Olivia estaba diferente, segura y desafiante.

—Deja de ser sarcástica, ya te lo dije.

—Lo siento, simplemente me sale así —dijo acercándose a él e intentando tocar su mano, parecía que se había lastimado. El chico se apartó como si la chica tuviera lepra—. Avan, estás susceptible, todo el día has estado así...

—¿Cómo quieres que esté? Besé a una niña de once años —susurró con lágrimas en los ojos, los mismos expresaban toda la furia que él sentía hacia su persona.

—Avan, no es el maldito fin del mundo, ¿qué culpa tenía el espejo? —preguntó la chica incrédula. ¿Cómo el chico podía odiar algo que ella había amado tanto?

—Deja de decir mi nombre —rogó el joven con desespero.

—¿Y cómo te digo? ¿Matías? ¿Jerónimo? ¿Rigoberto?

—¡Para con el maldito sarcasmo! —gritó tomando a la chica por los brazos y mirándola con furia. Olivia abrió los ojos como platos, no asustada, más bien sorprendida por el arrebato de Avan, pero bastante segura de lo que pasaba.

Acercó sus labios a la oreja de Avan, provocando, casi como para contarle un secreto y susurró:

—¿A que te mueres por volver a besarme?

 

 

 

 

 

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