Olivia

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CAPÍTULO 22

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GUILLAUME

El invierno ha llegado a París con un mes de adelanto y la semana ha sido especialmente fría. La luz se ha vuelto mate, como antes de una nevada. Para disculparse por habernos regalado solo un mes de otoño, el tiempo se mantiene húmedo, lo que hace que el frío más incisivo parezca más meloso, se insinúe en tu ropa y se pegue a la piel. Tengo la impresión de llevar capas y capas de tela fría y, aunque acabo de recoger el traje de la tintorería, en cuanto cruzo la puerta por la mañana aparece una falsa raya en el pantalón.

Subo por el bulevar Saint-Michel maldiciendo a los turistas que van excesivamente despacio, los semáforos que tardan demasiado en ponerse en verde y el tiempo que no acaba de decidirse. Como yo. París es una ciudad atemporal en cuanto el sol aparece, pero bajo este cielo cubierto y mortecino, la ciudad, y sobre todo el Barrio Latino, parecen haber vuelto a mediados del siglo XX, con sus carteles de estudiantes de Mayo del 68. Al percibir mi reflejo en un escaparate, me digo que seguramente sería un figurante bastante aceptable. Incluso tengo esa expresión huraña y cerrada de la burguesía que se niega a aceptar que las cosas están cambiando. Está claro que tener cara de gilipollas también es atemporal.

Giro a la izquierda en la rue des Écoles antes de torcer a la derecha para bordear la Sorbona. El edificio no ha cambiado desde que me paseaba por él, excepto por los vigilantes que ahora hay a la entrada para garantizar la seguridad de alumnos y profesores. Suspiro, triste, porque, al pretender proteger a los estudiantes, da la impresión de querer impedir el acceso al conocimiento. Me dejo examinar antes de entrar en semejante templo de la sabiduría, comparación provocada por el hecho de que, al atravesar el patio de honor para llegar al anfiteatro Richelieu, veo la capilla que hace que la universidad parezca una iglesia. Los alumnos se amontonan a ambos lados, algunos camino de clase y otros de la biblioteca para estudiar. Al ver sus caras, jóvenes, todavía algo rosadas a pesar de sus miradas seguras, empiezo a ser consciente de los diez años de diferencia. El hecho de que me adelanten llamándome «señor» no hace más que reforzar esa realidad que había olvidado estos últimos meses. Pero es cierto que, entre mi abrigo, mi gabán y mis gafas, soy el perfecto profesor y que mi cojera, vista desde atrás, no hace más que reforzar esa impresión de persona de más edad.

Hoy, el GIB, Grupo de Investigaciones Balzaquianas, colabora con la Sorbona en un simposio. Me invitaron a participar hace ya más de un año. Le propuse a Liv que asistiera si le interesaba, aunque solo fuera para visitar la Sorbona, pero eso fue hace un mes. Tras la cena del viernes, me ha dejado bastante claro que solo quiere concentrarse en la danza y, desde entonces, se niega a verme. Sophie parece enfadada y juraría que sus masajes son más dolorosos de lo necesario. Pierre no me pone mala cara porque es incapaz, pero, cuando me mira, parece decepcionado, algo que es todavía más eficaz. En cuanto a Mathieu, me ha confirmado lo que presentía: Liv y él escucharon la lamentable conversación que tuvo lugar en la cocina y seguramente esa sea la razón de su silencio. Eso o mi pésimo rendimiento en la cama. Se permite esas bromas porque él tampoco me pone mala cara. Es peor. Se compadece de mí.

He intentado ver a Liv en la puerta de su edificio, pero Mathieu se niega a decirme cuándo tiene que ir a la Ópera. La única vez que he conseguido cruzarme con ella se limitó a saludarme antes de echar a correr hasta la boca de metro más cercana. El mensaje estaba claro. «No me sigas». Aunque quisiera, no podría.

El simposio empieza en unos cuarenta minutos. Entro en el anfiteatro, dejo mi abrigo y me siento en uno de los bancos reservados al público para escribir mi enésimo mensaje de disculpa a Liv. Utilizo toda mi elocuencia, intentando ser divertido, fino y, sobre todo, parecer muy arrepentido, y luego pulso el botón de envío.

Pasan unos segundos y veo que lo ha leído.

Tengo un sabor amargo en la boca. No va a responderme. Siempre lo ha hecho hasta ahora, aunque solo para pedirme que dejara de enviarle mensajes o para darme las gracias por mi amabilidad, pero que ya era demasiado tarde. Me dispongo a guardar el teléfono en mi maletín cuando la pantalla se ilumina. Inquieto, accedo a la función de mensajería para ver aparecer un GIF con una palabra. Escrito con todas las letras en la imagen hay un simple y estruendoso:

FUCK YOU.

Al menos, ha sido clara…

—¡Guillaume! Madrugador, como de costumbre. Te he enseñado bien.

El profesor Lejour se me acerca, con su calva brillante bajo la luz artificial, y sonríe alegre. Lo abrazo antes de deslizar el teléfono en mi mochila.

—Pero ¿qué estabas leyendo? ¿No parece que estés muy bien? ¿Y dónde está Liv? La habrás invitado, ¿no?

Me bloqueo ante semejante avalancha de preguntas; no sé ni por cuál empezar. Mejor hacerlo por orden y así no me pierdo:

—Un mensaje. Estoy bien. En la Ópera, imagino, y por supuesto que la invité.

Jean-Louis abre los ojos, que parecen todavía más brillantes bajo sus cejas pobladas. Se frota el mentón con el pulgar y me suelta:

—¿Ha vuelto a bailar? ¡Eso está bien! ¿Es por eso por lo que pareces tan contrariado? ¿Te has quedado sin asistente personal? Desde luego yo lo estaría. Te ha sacado de más de un apuro estas últimas semanas, pero su destino no estaba entre los muros polvorientos de una biblioteca —apostilla.

Aparto la mirada. No estoy de humor para bromas sobre el tema, pero el profesor está lanzado:

—¿O más bien le envías cartas de amor y ella te las rechaza? ¡Mucho mejor!

Sorprendido y molesto, clavo mi mirada en la suya y arqueo una ceja:

—¿Cómo que «mucho mejor»? ¿Tanto le gusta verme sufrir?

—¡Ajá! Entonces, ¿tengo razón? Porque si le envías mensajes con eso, no me extraña que su respuesta no sea de tu agrado.

Señala con un dedo mi mochila, de la que sobresale mi teléfono, como si fuera un objeto nauseabundo. Miro a Jean-Louis, desconcertado. Olvidando que estamos disertando sobre mi vida privada en medio de un anfiteatro que empieza a llenarse poco a poco, le pregunto:

—¿Quiere que le envíe una carta por paloma mensajera? No tengo muy claro que las de París sean domesticables. Ni limpias.

—¡Infeliz! ¿Una paloma? ¿Y por qué no una rata, ya que nos ponemos? Creía que, después de tantos años bajo mi tutela, se te habían ido ya de la cabeza las memeces Disney.

Reprimo una sonrisa por su tono, distraído muy a mi pesar por la verborrea con la que habla del tema.

—Entonces, ¿qué? ¿Una valla publicitaria?

—¡Demasiado vulgar! ¡No, no!

Casi se ahoga ante mi sugerencia y tiene que inspirar profundamente para poder seguir:

—Lo que te quiero decir es que, con ese objeto, ¿qué le mandas? ¿Diez o veinte palabras? Un estado de Facebook no sirve para seducir a nadie. ¿Y por qué no un tuit, ya que estamos? ¡El regreso desnaturalizado del telegrama!

—¡Bueno, Jean-Louis, también envío mensajes privados! Además, ser conciso demuestra una mente clara.

—Ah, no me cites a Boileau. Y desde luego no mal. ¿Acaso no eres tú un balzaquiano? Hay que saber distinguir entre concisión y pobreza. Se puede ser sobrio pero intenso, o simplemente parco. Y creo que has sido parco con la doncella en cuestión.

—¿Parco?

—Lo único que digo es que, si ella te gusta y quieres decírselo, necesitas un poco de estilo. ¡Sé amplio, generoso, crea un universo! Literalmente, no puedes correr detrás de ella, así que más vale que encuentres otra cosa.

—Gracias por recordármelo.

Volver a París ha sido como si diez años fuera el plazo límite para que mi rodilla pasara a ser de dominio público y objeto de bromas. En principio, no tengo nada en contra, pero el cambio es un poco brusco, incluso para mi gusto. La voz de Jean-Louis me saca de mis pensamientos.

—Ah, has mordido la manzana.

A pesar de todo, su tono solemne y preocupado me arranca una sonrisa.

—«Morder la manzana». Hoy parece especialmente en forma.

Se pasa una mano de satisfacción por los botones de la camisa y me dedica una sonrisa resplandeciente.

—Solo estoy calentando. Después de todo, ¡he venido a hablar de amor!

—Está aquí para disertar sobre la mística femenina en las últimas novelas de Balzac.

—Es lo mismo. Donde está la mujer, está el amor.

El anfiteatro se está llenando, y Jean-Louis y yo bajamos a las primeras filas, que son las que ocuparán los profesores y el ocasional estudiante de tesis que intervienen esta tarde para dejar sitio en el escenario a los ponentes de la mañana. Este año, una obra de Balzac, Esplendores y miserias de las cortesanas, forma parte del temario de oposiciones a profesor, por lo que al público habitual, expertos en Balzac y estudiantes que se especializan en la novela del siglo XIX, se añade una horda de aspirantes a catedrático que toman parte en el coloquio como un plus que podría marcar la diferencia durante su oposición. Se les reconoce por esa cara de animal acorralado que sabe que se aproxima al matadero y se siente vagamente orgulloso. ¿O quizá sea yo el que proyecta mi experiencia en ellos?

La mañana transcurre bien. O eso creo. El frío y la humedad, combinadas, hacen que tenga la impresión de que mi rodilla chirría y, en vez de tomar notas, garabateo en el margen del papel. Yo, que tengo por costumbre preguntar a los diferentes intervinientes, me quedo más o menos mudo hasta que me toca. Por lo general, mi tema favorito, «Balzac: teatro y cine», tiene la gran virtud de despertar al público somnoliento. Yo mismo tuve esa experiencia de joven y un simposio, por muy apasionante que sea, tiene el poder de dejarte sin fuerza mental y física en menos tiempo del que se tarda en decir La comedia humana. Por eso, tengo tendencia a organizar mis intervenciones como mis clases. Las preparo como un one man show, me las aprendo y hago que la gente de la sala intervenga para conocer sus opiniones. Esta vez he reciclado una intervención anterior porque, con mis investigaciones, todo mi tiempo se ha ido en intentar demostrar la autenticidad de sus obras de teatro.

Desde el principio, siento que voy mal. Mi discurso es más lento que de costumbre, mi voz no llega y siento punzadas sordas en la rodilla hasta el punto de tener la impresión de que me alcanzan la cabeza, justo entre las dos orejas.

Cuando un estudiante se atreve a responder a una de mis preguntas y mete la pata, suelto una pequeña carcajada de cansancio que hace que una parte de la audiencia se quede paralizada. Me recompongo como puedo y me propongo a mí mismo como objetivo de las bromas, pero el mal ya está hecho. Si bien los profesores, inmersos en sus propios pensamientos, no se dan cuenta de la reacción, los estudiantes ya están reticentes y no desean seguir jugando conmigo. La presentación se vuelve plana, monótona y aburrida, meramente académica, y termino soltándola con desgana, yo mismo aburrido con lo que digo. Voy a sentarme a la mesa con la impresión de que mi cojera todavía es más visible que de costumbre y con un sabor amargo en la boca.

La jornada acaba al fin y parpadeo. Las horas pasadas bajo las luces artificiales me han generado un pequeño dolor de cabeza, y me dispongo a recoger mis cosas y a volver a casa para hacer unos estiramientos.

—¡De verdad, Guillaume, tienes que arreglarlo!

La sombra del profesor Lejour cubre los papeles esparcidos que estoy reuniendo. Me limito a encoger los hombros. ¿Qué más quiere que diga? Saluda a uno de los profesores, lo que me da el tiempo necesario para recogerlo todo, pero, cuando voy a levantarme, me agarra por el brazo.

—Quédate un segundo. Todos se van a tomar algo. Nos esperarán.

—No tenía pensado ir.

—Razón de más. Quédate un poco conmigo. Tengo dos o tres cosas que decirte.

Me libero y suspiro.

—Mira, Jean-Louis, ya sé que no he estado demasiado bien hoy y tengo claro que tengo que demostrar más clase si quiero que Liv acepte mis disculpas. El consultorio sentimental ha acabado por hoy.

—¿Que no has estado demasiado bien? ¡Has estado de pena! ¡Te has burlado de un estudiante! ¡Eso no es propio de ti, Guillaume! Aunque te digan que les ha encantado Fast & Furious de Balzac, tú no te rías. ¿Que hablan de Kim Kardashian? Tú la comparas con Diane de Maufrigneuse. Alguien representativo de su época. Solo que ella, en vez de tener un álbum con una página para cada amante como nuestra querida Diane, usa Instagram. Te guardas el enfado. Si eres creyente, le pides a Dios que te dé fuerzas para soportar semejante ofensa. Sueltas unas cuantas lagrimitas de dignidad si hace falta, pero no te ríes.

Recalca estas últimas palabras golpeando la mesa con un dedo y siento que una ola de mortificación me invade, así como una cierta admiración por la forma en la que, a su edad, integra a Kim Kardashian en su discurso.

—Has intentado arreglarlo, pero ha sido incluso peor.

—¿A qué te refieres?

—Huelen la sangre. Más vale ser un cabrón que un animal herido. Por suerte, te vuelves a los Estados Unidos. Te despedazarían si dieras clase aquí.

—¡No exageremos!

—No, si tienes razón. Solo sería una campaña de difamación en las redes sociales.

Trago saliva. Jean-Louis es grandilocuente, aunque no se equivoca del todo. El oficio de profesor es apasionante y el fruto de intercambios humanos profundos, pero cada vez es más difícil. En ocasiones caminamos sobre alfileres y eso sin burlarse de los alumnos, como acabo de hacer.

Jean-Louis vuelve a adoptar un tono suave:

—Las investigaciones también son complicadas, ¿verdad?

—Sí… No avanzan como me gustaría y me da miedo haber perdido el tiempo.

—Jamás perdemos el tiempo porque, para empezar, no somos dueños de ese tiempo.

—Gracias por su filosofía barata. Sabe perfectamente de qué hablo.

—Cambia de ángulo.

—¿Quiere decir sobre las obras de teatro?

—Sí, si son suficientemente buenas como para ser de Balzac, es que son excepcionales. Después de todo, seguimos sin saber quién era William Shakespeare. Otros han construido su carrera a partir de misterios jamás resueltos.

Reflexiono un poco. Hay algo interesante en lo que acaba de decir. En cierta forma, las mentiras verdaderas y las verdaderas mentiras de la princesa de Cadignan, un personaje que decide reinventarse justo delante de las narices de sus antiguos amantes, ¿podrían acaso convertirse en obras auténticas si creo en ello lo suficiente?

—Y no hablo solo de tus investigaciones. Jamás te había visto distraído durante todos estos años. Ya iba siendo hora.

—Pero acaba de decirme que me concentre en otro ángulo. Voy a tener que empezar desde el principio. Tendré que ponerme a ello.

—¡Para nada! —exclama, y las pocas personas que quedan todavía en el anfiteatro se giran ante su voz estentórea.

—Me he perdido.

—Guillaume, ¿cuántas veces te he dicho que no te olvides de vivir? No puedes separar tu vida intelectual de tu vida física o acabarás como Balzac. Un genio agotado y solo, ¡muy solo! De hecho, ni siquiera un genio, sino un exégeta de Balzac. Un subordinado, en resumen. ¿Malgastar tu vida por eso?

—Está siendo un poco exagerado, ¿no cree? Admito que Liv es… única. No es alguien fácil.

Jean-Louis grita como si hubiera esgrimido una cruz y él estuviera poseído.

—¡¿Que no es fácil?! Pero ¿qué idiotez es esa? ¡Nada que sea interesante es fácil! Y, además, eso no significa nada. «Que no es fácil». No puedo creer lo que escuchan mis oídos.

—De acuerdo, pero, aunque ella no sea como las demás, habrá otras, ¿no?

Me doy cuenta al terminar mi frase que he hecho una pregunta en vez de la afirmación que tenía en mente. Jean-Louis me dedica una sonrisa de satisfacción y me dice:

—Con ese tipo de reflexiones es precisamente como también perdemos a esas otras de las que hablas. Y, luego, ¿para qué pensar en otras cuando ya hay una que te obliga a salir de tus verdaderas mentiras?

Me quito las gafas y las limpio para contenerme. Jean-Louis baja el volumen de su voz y ya sé qué me va a decir antes incluso de que pronuncie las palabras:

—¿Lo sabe ella?

—Más o menos.

—Pues quizá ha llegado el momento de dejar las cosas claras. Con todo el mundo.

—Ya lo sé, pero…

—Cuanto más esperes, más complicado será. Todos saldrán perdiendo. Tú el primero, pero tu familia también. Y creo que es una de esas historias en las que todo el mundo tiene un hilo. Sé el primero en tirar del ovillo. Todo irá mejor después.

Posa una mano paternal en mi hombro y le sonrío, exasperado y enternecido por la atención que siempre me ha prestado desde que, siendo estudiante, asistí a su seminario de Balzac y encontré mi camino.

—Lo puedo ver desde aquí: Los secretos de Guillaume Chrétien.

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