Olivia

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Olivia » XIV

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XIV

Durante el viaje de regreso a casa, y durante semanas, meses y quizá años, pensé en los hechos que acabo de narrar. Volví a vivirlos, a veces con éxtasis; otras, con angustia. Pero, con suma frecuencia, intenté comprender el significado de su actitud hacia mí. Aunque ahora creo que aquellas misteriosas palabras que pronunció en nuestra última entrevista mientras yo permanecía en pie ante ella, en silencio, arrojan una curiosa luz sobre esta historia, entonces apenas las recordaba. Resultaban incomprensibles. Y lo que asaltaba constantemente mi memoria no eran aquellas palabras, sino todo lo demás.

Creía que ella había sentido afecto hacia mí. A veces, incluso me atrevía a pensar que me había querido. ¿Por qué, pues, me trató de aquel modo al final? ¿La ofendí? ¿Cambió de sentimientos? Era lo más probable. Recordó que la única persona a la que había amado en su vida era la mujer que yacía muerta en la cama. Me odiaba por haberme atrevido a penetrar en su intimidad, por haberle suscitado un sentimiento del que se arrepentía. Sin embargo, ¿por qué?, ¿por qué? ¿Acaso no me comporté con prudencia? ¿Le pedí algo más que cariño? ¿Soñé en la posibilidad de que existiera algo más entre nosotras? A veces, mi conciencia intranquila murmuraba «sí». Ella percibía, quizá adivinaba la secreta conmoción de mis sentidos. ¿Le desagradaba? Apartaba de mi mente esta horrible idea y empezaba de nuevo. Le horrorizaba la posibilidad de que yo hiciera una escena. Si me hubiera entregado a una crisis de llanto, ella también se hubiera derrumbado y hubiera llorado. Pero ¿acaso solía yo ponerme histérica? Era injusto imaginarlo. Mis llantos solían ser silenciosos. Y, en cualquier caso, pensaba indignada, ella no tenía derecho a tratarme con tanta crueldad sólo para ahorrarse la incomodidad de verme llorar. Estaba obligada a soportarlo. ¿No era lo mínimo que podía hacer por mí? Sin embargo, quizá quiso dejarme este último recuerdo tan cruel porque creía hacerlo por mi bien. Quizá creyó que así me curaría, que de este modo sufriría menos. ¡Qué error! ¡Qué terrible error! No calibró, no alcanzó a concebir la profundidad de la herida que me infligía; no comprendió que me estaba hiriendo de muerte, que me mutilaba para siempre. Un ligero esfuerzo por su parte, un simple ejercicio de imaginación, me habrían salvado, me habrían ayudado a sobrevivir durante estos meses, estos años de tristeza. Pero ¿por qué tenía que hacer un esfuerzo, por mínimo que fuera, por mí? Yo no le importaba nada. Sus pensamientos se centraban en otros objetivos… en el pasado… en el futuro. Yo no era nada para ella. Nada. Y así, en amor y en resentimiento, se consumía mi corazón, y mis ojos en lágrimas ardientes y silenciosas.

Un día, de repente, oí su voz, como si me hablara. Y recordé una frase que había olvidado. La voz, grave y solemne, dijo:

—Créeme, Olivia, créeme. No quiero hacerte daño.

Una repentina y casi mágica calma me invadió. Me sentí misteriosamente tocada por la gracia. Las sofocantes y cegadoras nubes que me oprimían el corazón y me impedían ver el horizonte se disiparon. Pude volver a respirar, pude ver de nuevo. Me había salvado.

Aquella noche, le escribí una carta. Le confesé que la había odiado y que este odio había sido lo peor de mi dolor; pero que, ahora, me sentía reconciliada con ella y con la vida. Volvía a amarla con lo mejor que había en mí. Me proponía ser feliz, me proponía trabajar, vivir. Lo intentaría de nuevo.

Escribí también a Signorina y le pedí noticias.

Signorina me había escrito un par de veces. Me había contado la llegada a una gran ciudad canadiense, y que se instalaron en una casa pequeña. Mademoiselle Julie había renunciado a abrir un nuevo colegio. Tenían suficiente para vivir y muchas ocupaciones. Signorina daba clases de italiano. Mademoiselle Julie se dedicaba a traducir. Las cartas de Signorina eran breves y escuetas. Pero, en una de ellas, me dijo que habían encontrado el cortapapeles de marfil en el jardín, y que Mademoiselle Julie lo utilizaba siempre.

Sin embargo, ¿es preciso decir que la carta que yo deseaba recibir en contestación a la mía, la carta que yo esperaba, era una carta de Mademoiselle Julie? Soñaba con esa carta. La escribía mentalmente. Sería una carta tierna y reconfortante. Pero nunca llegó. Fue Signorina quien me escribió la carta que transcribo a continuación:

Olivia mía:

Me pides noticias. No hay mucho que contar. Desde la última vez que te escribí no se ha producido ningún cambio digno de mención. Mademoiselle Julie está bien, pero a veces tiene accesos de llanto. Tuvo uno el otro día, y comprendí que era por haber recibido una carta tuya. La encontré hecha pedazos en la papelera. Ayer me dijo: «Dile a Olivia que no vuelva a escribirme». Eso fue todo.

En lo que a mí respecta, soy feliz. Pero no te inquietes. En realidad, no le importo, y, cuando se sienta morir, me pedirá que salga de su habitación y no me permitirá que me acerque a ella. Lo sé. Mientras, le cepillo el cabello y me arrodillo ante ella y le arreglo las uñas.

Esto me basta. Pero a ti no te bastaría. Lo tuyo ha sido algo más. Y has tenido que pagarlo.

Addio.

Gracias a Dios, cuando la carta llegó, fui capaz de pensar en ella y no en mí.

Cuatro años más tarde, recibí la última carta de Signorina.

Olivia mía:

Mademoiselle Julie murió anoche de neumonía. No fue una enfermedad larga. Tuvo fuerzas para darme algunas instrucciones acerca de lo que debía hacer en caso de su muerte y cómo disponer de algunas desús pertenencias. Me pidió que te mandara su cortapapeles de marfil.

Me ha dejado lo suficiente para vivir. Mi madre y mi hermana vendrán a vivir conmigo.

Addio.

El cortapapeles de marfil está encima del escritorio donde escribo estas páginas. Lleva su nombre grabado: JULIE.

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