Olivia

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Olivia » II

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II

Tenía poco más de dieciséis años cuando mi madre decidió sacarme del internado de Miss Stock y mandarme a Francia para «terminar mis estudios» en un colegio. Se trataba de un colegio elegido de antemano, dirigido por dos damas francesas a quienes mi madre había conocido unos años antes, durante una estancia en Italia, en el hotel donde se hospedaba, y cuya amistad conservaba desde entonces.

Para mí, Mademoiselle Julie T. y Mademoiselle Cara M. eran dos siluetas borrosas cruzando de vez en cuando por mi infancia, apenas distinguibles una de la otra, pero revestidas de una aureola novelesca debida a su nacionalidad extranjera. A veces, en vacaciones, pasaban unos días con nosotros. Y, para Año Nuevo, casi siempre me mandaban un cuento en francés. Empezando por Les Malheurs de Sophie, fuimos avanzando gradualmente, pasando por varios volúmenes de Erckmann-Chatrian, hasta llegar a La Petite Fadette y a François le Champí, interrumpiendo el subsiguiente aburrimiento con un fantástico y encantador paréntesis en forma de una novela de Alphonse Daudet adaptada para jóvenes. Gracias a mi madre y a una institutriz francesa, sabía bastante francés, es decir, lo entendía cuando lo hablaban y podía leerlo con facilidad; pero el tiempo era algo demasiado precioso para gastarlo en libros franceses y, por lo tanto, sólo leí —y únicamente por obligación y cortesía— los que me habían regalado en Año Nuevo. En la escuela de Miss Stock, las clases de francés, impartidas por una profesora soporífera, eran una tortura, de la que procuraba huir refugiándome en las profundidades de una grata ensoñación de la que no emergía hasta que me llegaba el turno de traducir un par de líneas de L’Avare o de cualquier clásico al que en vano dedicábamos el trimestre.

El nuevo colegio —se llamaba Les Avons— estaba situado en uno de los enclaves más hermosos de un espléndido bosque y a corta distancia de París. Instalarse por primera vez en el extranjero era una delicia. Hice el viaje con un grupo de muchachas, nuevas y antiguas alumnas, al cuidado de las dos damas, «ces dames», como se decía en aquel entonces. No puedo recordarlo con exactitud; sólo guardo memoria de la excitación que me produjo.

Se trataba de un colegio no muy grande, consistente en no más de treinta alumnas, inglesas, americanas y belgas, y una plantilla de enseñantes alemanas, italianas, inglesas y francesas, una profesora de música, etc.

Por primera vez en mi vida dispuse de un bonito dormitorio, sólo para mí, y recuerdo que fue en esta habitación donde me contemplé por primera vez en un espejo (acto que requiere la más estricta intimidad y hacia el que, a decir verdad, nunca me había sentido muy propensa). Empezaba una nueva vida en circunstancias muy distintas a las que habían rodeado la anterior. Aquí no iba a ser una paria, una oveja negra excluida de la salvación y observada con recelo y suspicacia por parte del rebaño wesleyano a salvo en el redil. Por el contrario, contaba de antemano —creía— con la simpatía de las directoras y el respeto de mis compañeras, en calidad de hija muy querida de una amiga altamente venerada; y si —pensaba— existía tanta amistad entre las damas francesas y mi madre, cabía suponer que ambas directoras conocían las «ideas» de mi familia y que acaso las compartían.

—¿Quién es esa cosilla que parece un duendecillo? —pregunté a la mañana siguiente, al ver a una extraña personilla, vivaz y diminuta, que trotaba presurosa a lo largo del pasillo.

—Es Signorina, la profesora de italiano. Está de parte de Mademoiselle Julie.

—¡Imagínate! —dijo otra— ¡La profesora de alemán es viuda!

—¡Sí, y está de parte de Mademoiselle Cara!

¡Curiosas expresiones! No les presté mucha atención, aturdida como estaba, aquellos primeros días, por la novedad que me rodeaba, por el curioso desorden reinante, por las charlas y risas, por el idioma extranjero, por la ausencia de disciplina, por la exótica y deliciosa comida, y por el ambiente de alegría y de libertad que, para mí, era como un soplo de vida.

Empezaba el trimestre que comienza en primavera y termina en verano, y en verdad me sentí nacer a la vida, formar parte de aquel renacimiento universal. El entumecimiento del frío invierno se había suavizado, el hielo se había fundido, el sol brillaba, el aire era dulce, las violetas y las primaveras despuntaban en los bosques que se extendían al otro lado de la carretera. Cuando salíamos a pasear, apenas cruzada la carretera, nos daban permiso para romper filas y correr a nuestro antojo, coger flores y organizar juegos. ¡Qué hermosura de bosques! ¡Qué diferencia de los paseos, formando filas de dos en dos, por los alrededores del pensionado de Miss Stock, durante los que ni por un minuto se nos permitía olvidar que éramos unas señoritas bien educadas y que debíamos caminar sin bajar nunca de la acera y sin hablar demasiado, aunque hablar era el único remedio contra el aburrimiento, ya que no había nada que valiera la pena mirar!

Durante aquel paseo matinal, me tocó por compañera una muchacha bonita y vivaz llamada Mimi. Llevaba un perro enorme, con correa; un San Bernardo perteneciente al colegio que estaba al cuidado de Mimi. En cuanto llegamos al bosque, lo soltó y el gigantesco animal empezó a galopar y a brincar a nuestro alrededor como si jugara a derribarnos. Nosotras reíamos y gritábamos, felices.

El paseo me encantó, pero no lamenté tener que regresar. La primera semana de estancia en un colegio nuevo supone mucho trabajo: tenía que discutir mi plan de estudios, establecer mi horario, aprender nombres y rostros. Aunque era «nueva», me pusieron con las «mayores». Dominaba el francés mejor que la mayoría de mis compañeras. Por lo tanto, asistiría a los seminarios de los profesores visitantes y a las clases de literatura de Mademoiselle Julie. (Me enteré de que Mademoiselle Cara no daba clases). Empezaría italiano y seguiría con el alemán y el latín, pero se me permitía dejar las matemáticas.

Hasta aquel momento, y en lo que a mí respecta, Mademoiselle Julie y Mademoiselle Cara seguían en las alturas de su Olimpo. Tenía poco contacto con ellas y lograba distinguirlas entre sí porque, según había advertido, Mademoiselle Julie parecía más vivaz que Mademoiselle Cara, y ésta más amable que Mademoiselle Julie. Una tarde, mi amiga Mimi, la muchacha del perro, me dijo:

Mademoiselle Julie se ha ido a París, y Mademoiselle Cara quiere que vayamos a tomar café a su cabinet de travail. Sube ahora mismo. Yo tengo algo que hacer, pero iré enseguida.

Subí, no sin cierto temor, ya que recordaba la terrorífica solemnidad de mis visitas al salón privado de Miss Stock. Pero esto debe ser diferente, pensé.

El cabinet de travail de Mademoiselle Cara estaba en el primer piso, casi al lado de mi dormitorio y justo enfrente del apartamento de ambas dames, al otro extremo del pasillo. Llamé a la puerta y una voz me invitó a entrar. Mademoiselle Cara estaba echada en un sofá, ofreciendo una imagen hermosa y enfermiza, pensé. Frau Riesener, inclinada hacia ella, le cubría los pies con un chal. Al entrar, oí decir a Mademoiselle Cara:

—No, no. Nadie se preocupa por mi salud.

Se volvió hacia mí con una sonrisa:

—¡Ah! Aquí está Olivia. Acércate, pequeña. Siéntate a mi lado y cuéntame qué noticias tienes de tu querida mamá.

Su voz era débil, dulce y acariciadora; sus gestos, pura gentileza y afectuosidad. Ambas dames, que me habían conocido siendo yo una niña, siempre me tuteaban. Me gustaba. Pensé que esa forma de la lengua francesa poseía un matiz muy entrañable, algo que le añade gracia, ternura, nuance, y que lamentablemente se pierde en inglés, con el uso exclusivo del «you».

Frau Riesener se retiró casi de inmediato. Y, apenas transcurridos un par de minutos desde la llegada de Mimi, nos encontrábamos ya ocupadas atendiendo a Mademoiselle Cara. Una de nosotras tenía que acercarle el agua de colonia; la otra, tenía que mojar el pañuelo y ayudar a la doliente a colocárselo en la frente para aliviarle la migraña; una se encargaba de abanicarla suavemente; la otra, de cubrirla bien con el chal que se le había caído. Pero agradecía tanto tales insignificantes servicios que el hecho de prodigárselos constituía un placer y nos hacía sentir útiles y felices. Después, tuvimos que servir el café y buscar la caja de chocolatines en el armario. Mademoiselle Cara pidió a Mimi que me mostrara el álbum de fotografías del colegio. En especial, me gustó ver las más recientes, ya que entre los muchos rostros de antiguas alumnas había algunos que reconocí como pertenecientes a muchachas que aún seguían allí. Sin embargo, el rostro que más me llamó la atención fue el de una antigua alumna. Se distinguía de las demás, no por su belleza, ya que resultaba más bien común, sino por su expresión. Nunca había visto, me dije, una cara tan franca, tan pura, tan alegre y tan inteligente. Pero no logré desentrañar la causa de la fascinación que ejercía.

—¿Quién es? —pregunté.

—Es Laura. Laura… —contestó Mimi, y añadió el apellido de un insigne estadista inglés—. Sí, su hija; se marchó el pasado trimestre.

A continuación, mientras Mimi iba pasando las páginas del álbum de fotos, yo buscaba aquel rostro entre los grupos de muchachas y, cuando lo reconocía, exclamaba con júbilo:

—¡Laura! ¡Aquí está!

—¿Te gusta? —preguntó Mademoiselle Cara—. Yo la encuentro francamente fea. Carece de elegancia. De gracia. Siempre tan mal vestida. Pero, por supuesto, ha heredado una cabeza bien dotada.

La propia Mademoiselle Cara aparecía en todas las fotografías, grácil y lánguida, con un grupo de las más «pequeñas» sentadas a sus pies.

—¿Y Mademoiselle Julie? —pregunté—. ¿Por qué no aparece nunca en las fotos?

—¡Oh! Detesta que la fotografíen. Es una manía.

Y así se deslizó la tarde. Había sido una experiencia sin parangón en mi vida escolar y transcurrió placenteramente, pero… pero… ¿me había sentido a gusto de verdad? ¿No había salido del cabinet de travail de Mademoiselle Cara con cierta sensación de malestar?

Mientras recorríamos juntas el largo pasillo, Mimi me cogió del brazo.

Mademoiselle Cara no soportaba a Laura —dijo—. Era la preferida de Mademoiselle Julie.

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