Olivia

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Olivia » VI

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VI

Pasé tres trimestres en Les Avons, pero no puedo dividir en trimestres la evolución de mi experiencia, ni recordar con exactitud el orden de los acontecimientos de capital importancia en esta historia. Por ejemplo, ¿cuándo llegó Laura? ¿Después de las vacaciones de verano o de las de Navidad? La verdad es que las vacaciones no contaban para mí. Eran meros intervalos de tiempo que había que pasar, pausas durante las que, naturalmente, seguí creciendo, desarrollándome, formándome física y espiritualmente, pero de un modo inconsciente. Durante las vacaciones tenía la sensación de que yo no existía, de ser alguien que interpretaba un papel y fingía estar presente, alguien que fingía ser yo misma cuando, de hecho, mi yo verdadero estaba en otra parte.

No quisiera dar a entender que me sintiera desdichada, ni en casa ni en la escuela, durante aquella época. Fueron días de alegría, de conversaciones y de amistad. Y nunca advertí celos, envidia o aversión por parte de mis compañeras, que no podían ignorar mi condición de alumna privilegiada. El rebaño, como las llamaba despectivamente para mis adentros, eran incapaces de sentir envidia de los privilegios de los que yo disfrutaba, y que ellas ni deseaban ni quizá sabían que existían. Pero las otras —mis amigas e iguales—, las que hubieran podido envidiarme, parecían considerar que yo era merecedora de cuanto recibía. No cabe pensar que no apreciaran los favores de Mademoiselle Julie; al contrario, eran perfectamente conscientes de su alto valor; pero, ignoro por qué, me concedían un derecho irrefutable a disfrutarlos.

Gertrude, la querida, dulce y pulcra Gertrude, arrancada del seno de una familia inglesa pequeñoburguesa, repentinamente inmersa en aquel invernadero de cultura extranjera, repentinamente expuesta a la acción de una personalidad como la de Mademoiselle Julie, ¡cómo se esforzaba en trabajar, en aprender, en adquirir sabiduría y buenos modales! Poco a poco fue descubriendo el insalvable abismo existente entre el mundo al que, debido a su origen familiar, pertenecía y el universo del que Mademoiselle Julie poseía las llaves. Poco a poco fue adquiriendo conciencia de que todos sus esfuerzos resultarían inútiles, de que no la habían trasplantado a otro medio sino que la habían desarraigado, y de que nunca encontraría una tierra donde florecer. ¡Cómo se consumía y se marchitaba hasta alcanzar su trágico final!

Edith, mi amiga, que me quería más que yo a ella, que poseía todas las cualidades de las que yo carecía, y una mente más despejada, más fría y más equilibrada que la mía, y, no obstante, soportaba, e incluso admiraba, mis malos humores, mis entusiasmos y mis inquietudes sin censurarlos y sin compartirlos.

¡Georgie, extraña Georgie, de ojos negros! No poseía ninguna de las características propias de una intelectual, pero intuí que había vivido con más intensidad que ninguna de nosotras. Oculta, una secreta pasión ardía en su pecho, que daba calor al mío.

Nina, la turbulenta e indisciplinada irlandesa, siempre metida en líos o saliéndose de ellos, tan consciente de su papel cuando se implicaba en algo y tan imprudente cuando ya se había desentendido del asunto; tan generosa, tan pasional, tan divertida en sus arrebatos de rebeldía que hacía sonreír incluso a sus superiores. ¡Cuánto cariño sentí hacia ella! Y también hacia Mimi. Mimi, puro fuego fatuo, incapaz de aprender de los libros, pero tan hábil para todo lo demás; en un abrir y cerrar de ojos podía inventar un disfraz, arreglar un ramo de flores, cantar como los ángeles y hacer imitaciones con la gracia de un monito. Su compañía me encantaba, aunque mis compañeras, más serias, no comprendieron la razón.

Por supuesto, había otras alumnas que no me gustaban; las consideraba mediocres, tontas, afectadas e irritantes. Pero no las trataba. ¿Por qué iba a hacerlo? Que cada cual viviera su vida. No las necesitaba: tenía con que llenar mi corazón y mi mente.

Pero ahora debo hablar de Laura. Había esperado su llegada con sumo recelo, lo confieso. «La preferida de Mademoiselle Julie. La preferida entre todas las preferidas que ha tenido Mademoiselle Julie», decían algunas de las «mayores» cuyo primer trimestre había coincidido con el último de Laura. Hablaban con admiración, casi con temeroso asombro, de su «talento», ese término escolar usado para designar todo tipo de logros en los ejercicios. Sus devoirs eran siempre los mejores; solían leerlos en voz alta como ejemplo de lo que puede, y debe, ser un devoir. Cuando salía a la pizarra para resolver algún problema de álgebra o de geometría, el profesor, habitualmente, le decía: «Je vous félicite, Mademoiselle». Trabajaba en el Fausto con Frau Riesener, y en la Divina Comedia con Signorina. Pregunté a Signorina si la quería. Yo estaba segura de llegar a odiarla. La odiaría.

—No —dijo Signorina—. No creo que la odies.

—¡Es demasiado perfecta! ¿Cómo puede uno sentir afecto por semejante mirlo blanco? Además, ella me despreciará. Ni siquiera me dirigirá la palabra. Y siempre estará en la biblioteca y…

—En realidad —dijo Signorina—, has decidido estar celosa, Olivia mía. Te aconsejo que superes esa niñería, de lo contrario… —su voz languideció, ¿se estremeció?—… te esperan momentos atroces.

Sin embargo, cuando vi a Laura por primera vez, no sentí nada de lo que había imaginado —o había decidido— sentir. Me sentí subyugada de nuevo, como cuando vi su fotografía. No, era imposible estar celosa de Laura.

Cuando Mademoiselle Julie me llamó a la biblioteca para presentarnos, ambas nos comportamos con timidez y torpeza; pero Laura era aún más torpe que yo, y enseguida advertí que, lejos de sentirse superior, era sorprendentemente consciente de sus defectos. Sabía que, pese a sus esfuerzos, vestía mal y era poco elegante, que tampoco era bonita, ni graciosa, ni desenvuelta, que no poseía ninguna cualidad física que disculpara su superioridad intelectual, ya que Laura experimentaba la angustiosa sensación de que la superioridad intelectual era motivo de expiación. Sin embargo, esa falta de confianza en su propio atractivo no la cohibía. No, nunca he visto a nadie tan exento de cualquier clase de egoísmo, nunca he visto a nadie dedicarse a los demás con tan manifiesta satisfacción. Y, no obstante, a pesar de su altruismo, no cabía pensar en ella como en una persona sacrificada. Laura nunca se sacrificaba a sí misma porque no se concebía poseedora de un sí misma que sacrificar. Así, cuando dedicó su tiempo, sus pensamientos y sus energías a criar a sus hermanastros y hermanastras, fue realmente un placer para ella.

Cuando su padre se casó por segunda vez y ella perdió su condición de dueña de la casa (condición en verdad notable ya que, en aquel entonces, el padre era quizá el hombre más importante de Inglaterra), acogió a su joven madrastra con tal cálido afecto, cordialidad y gratitud por hacer feliz a su querido padre, que nadie pudo compadecerla: saltaba a la vista que se sentía realmente dichosa. Tenía uno de los rostros más radiantes que he visto en mi vida; a veces expresaba seriedad, pero jamás malhumor ni pesimismo. Y si uno se sentía malhumorado o pesimista, sus ojos claros e imperturbables le miraban con un afecto tan franco y tan jovial que en el acto le devolvían la serenidad.

Era una compañera estimulante. Hablábamos acerca de casi todo. La política centraba pocas veces nuestras conversaciones, ya que en aquella época yo vivía demasiado alejada de dicho universo para sentir un interés en verdad profundo por los asuntos públicos, y nuestras charlas más bien giraban en torno a cuestiones como la personalidad de determinados personajes, la ambición, la moral e incluso algunas nociones elementales de metafísica, disciplina que yo empezaba a frecuentar. Raramente hablábamos sobre personas determinadas. Charlábamos mientras paseábamos arriba y abajo del largo pasillo de baldosas blancas y negras; pero, a menudo, también nos sentábamos a hablar en la biblioteca; pues Laura, lejos de intentar estar allí a solas con Mademoiselle Julie, iba en mi busca siempre que la ocasión lo propiciaba. Fue ella quien me familiarizó con el lugar, y, después de su partida, seguí acudiendo aunque nadie me invitara a hacerlo.

En la biblioteca, escuchábamos las lecturas de Mademoiselle Julie. Eran lecturas poco metódicas y frecuentemente interrumpidas por digresiones en las que yo desempeñaba un papel de oyente. A veces, nos leía un artículo acerca de un autor vivo o de un pintor del renacimiento; otras, un capítulo de un libro —una página de Michelet o de Renán—; en ocasiones, un poema de Victor Hugo o de Vigny. A veces nos tocaba leer a una de nosotras. Con frecuencia nos hacía buscar alguna referencia en el gran Larousse, y también solía mostrarnos su vasta colección de fotografías, reunidas a lo largo de sus viajes. Después del almuerzo y de la cena disponíamos de una hora libre que, por lo general, era la que pasábamos con Mademoiselle Julie, y, cuando la dejábamos, llegaba Signorina para ayudarla con la correspondencia y las cuentas del día.

—Laura, ¿la quieres? —le pregunté un día, hacia el final de su estancia en el colegio.

—Lo sabes de sobra —dijo Laura—. Ha sido lo mejor de mi vida. Mi padre está demasiado ocupado y no puede dedicarme mucho tiempo para hablar. Ella me ha abierto los ojos a todo cuanto más amo en este mundo. Me ha colmado de un sinfín de tesoros.

—Dime una cosa, Laura. ¿Te late más deprisa el corazón cuando entras en una habitación dónde está ella? ¿Se te para cuando tocas su mano? ¿Se te seca la voz en la garganta cuando le hablas? ¿Apenas te atreves a levantar los ojos para mirarla y, al mismo tiempo, no puedes apartarlos de ella?

—No —respondió Laura—. No siento nada de lo que dices.

—Entonces, ¿qué? —insistí.

—Nada —dijo, mirándome con sus ojos claros, imperturbables, en los que había una mezcla de admiración y de espanto—. La quiero, simplemente.

«Por lo tanto», pensé sin decirlo en voz alta, «lo que yo siento no es simplemente cariño. ¿Es algo más? ¿Es menos? Mi corazón no es tan noble como el de Laura; pero me niego a admitir que sienta menos. Seguro, seguro que siente más… o quizás no más, quizá sólo diferente».

La estancia de Laura en el colegio terminó casi de repente. Recibió una carta de su familia pidiéndole que regresara. Pero, confidencialmente, me dijo:

—Creo que Mademoiselle Cara no está bien. O quizá la canse o la irrite mi presencia. Creo que, para Mademoiselle Julie, es mejor que me marche.

—¡Oh, Laura! —exclamé—. ¿Cuándo volveré a verte?

—Cuando termines los estudios, nos veremos muy a menudo. Seremos amigas toda la vida.

Y lo hemos sido, querida Laura.

No, no era de Laura de quien yo estaba celosa, sino —por alguna razón inexplicable— de Cécile. Cécile era nuestra belleza americana. Alta, elegante, vestida con exquisitez, con una cabecita encantadora, finamente acabada cual un Tanagra, un cutis resplandeciente, y unos ojos oscuros, vivaces y vacíos. ¿Por qué estaba celosa de Cécile? La consideraba una muchacha sin corazón y sin cerebro. Tranquila, sonriente e impenetrable, hacía su vida prescindiendo de todo el mundo. Era evidente que no albergaba duda alguna respecto a su propia superioridad. A Mademoiselle Julie le encantaba hablar con ella y pincharla un poco. Solía alabar sus vestidos, hacía observaciones acerca de su peinado y formulaba comentarios referentes a su aspecto personal.

—¡Observaciones personales! —exclamó en cierta ocasión—. Personal remarks, como decís los ingleses. Sé que les tenéis pánico. Es un producto de vuestra educación: os han enseñado a evitarlos. Creéis que decirle a alguien: «Tienes un pelo precioso, pero deberías peinarte de otra manera», es una muestra imperdonable de mala educación. De hecho, consideráis una intrusión, casi un ultraje, el mero hecho de pensar cualquier cosa sobre la persona con la que estáis hablando, igual que os veis obligados a fingir desinterés por lo que estáis comiendo. En mi opinión, hacer observaciones personales es una de las cosas más importantes de la vida. ¿Cómo es posible vivir sin observar a los demás, y sin aprender a observarlos adecuadamente? Y, si una de esas observaciones te viene a los labios, mejor: es la sal de la conversación. Tú, Cécile, seguro que prefieres que te hable de tus vestidos o de tu peinado que de las obras de Pascal, ¿no?

—Sí, me encanta —dijo Cécile, que no tenía la menor idea de quién era Pascal.

—Pues, bien, te diré lo que pienso. Seguramente, tú sabes más que yo sobre esas cuestiones; sin embargo, te daré mi opinión. Eres lo suficientemente hermosa como para que el hecho de que dediques todo tu tiempo al cuidado de tu belleza esté justificado. Pero, en lo posible, debes intentar hacerlo de una manera inteligente. Cuando te cases con tu duque… porque piensas casarte con un duque inglés, ¿verdad?

—Sí —respondió Cécile con imperturbable convicción. (Y así fue).

—Bien, cuando te cases con tu duque, recuerda que la moda es importante, pero que tú eres lo bastante hermosa como para no ser su esclava. Algunas compatriotas tuyas van tan admirablemente vestidas, tan «recién salidas de la tienda», que pierden todo su encanto. Intenta aparecer perfecta a los ojos de los demás, pero sin que se note. Mejor aún: recuerda que eres tan perfecta que no necesitas molestarte en parecer lo. ¿Hay alguien más que desee casarse con un duque? —prosiguió, dirigiéndose a todas las presentes.

—¡Yo! —dije—. Me encantaría.

—¡Vaya! —exclamó Mademoiselle Julie, escrutándome con mirada crítica—. No me sorprende. Pero, chere petite, me temo que tu deseo no se realice. ¿Tienes una segunda opción?

—El duque es la segunda opción —respondí—. Mi verdadero deseo sería casarme (no me atreví a decir «ser amada», aunque era lo que pensaba) con un gran hombre: un poeta, un artista. Pero tampoco se realizará.

—Quién sabe. No me atrevería a aventurar que sea imposible —repuso con repentina seriedad.

No obstante, y aunque sabía que me valoraba más que a Cécile, había momentos en los que envidiaba a mi compañera: por su belleza, por su exquisitez, por su inmenso poder para lograr, sin ningún esfuerzo, hacer notar su presencia. Y, en tales momentos, lo que yo deseaba no era que me valoraran, sino algo más… más «humano», como me decía a mí misma.

También tenía envidia de Signorina, aunque de manera distinta. Sabía perfectamente que Signorina vivía entregada a una pasión total y absoluta que yo era incapaz de sentir. Había consagrado a su ídolo todo su ser, sin reservas de ninguna clase. Sí, yo sabía que, en el corazón y la mente de Signorina, la pasión había eliminado todos los demás sentimientos: incluso los celos se habían consumido en el fuego inmaculado de la adoración. Yo intuía que ni escrúpulos, ni problemas de conciencia, ni deberes, ni intereses, ni compromisos ni afectos, excepto los relacionados con el objeto de su íntima devoción, existían para Signorina desde hacía mucho tiempo. Y esto se traducía en una serenidad pasmosa. Ningún conflicto la turbaba jamás. Nunca se sentía a la merced de esas tempestades de desesperación y de resentimiento, con los subsiguientes arrebatos de desprecio y de odio hacia uno mismo, que se abatían sobre mí con tanta frecuencia. Creo que Signorina no deseaba nada para sí misma, salvo que le permitieran ser útil, ser útil en todo momento y fuere para lo que fuere. Creo que no deseaba nada más. Aunque yo hubiera deseado ser útil, era consciente de ser ineficaz e inoportuna, siempre torturada por la falsa humildad… Además, experimentaba una extraña repugnancia, una especie de pánico a una proximidad excesiva. No me hubiera gustado ayudar a Mademoiselle Julie en su arreglo personal, cepillarle el cabello o ponerle los zapatos. Sólo pensar en los servicios personales que le prestaba Signorina, con ilimitada alegría, me daba escalofríos. Y, además, ¿qué decir de todo cuanto anidaba en mi interior? ¿Acaso no era capaz de exaltarme debido a mil causas procedentes del mundo exterior? La curva del río entre las orillas del bosque, las nubes persiguiéndose en el cielo, el verso de un poema, una escena de una novela, el éxtasis que se siente al ver levantarse el telón en el teatro, la angustia por la locura de Swift, por la muerte de Keats… éstas eran algunas de mis numerosas infidelidades. Me defendía a mí misma, sentada en el banquillo de los acusados, ante mi tribunal privado, arguyendo que aquellas emociones eran «los ministros del amor», una creación del mismísimo Amor «para alimentar», en palabras de Coleridge, «su llama sagrada». Sin embargo, a veces envidiaba a Signorina, y, muy a menudo, la admiraba.

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