Olivia

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Olivia » VIII

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VIII

Fue entonces cuando algo cambió en mí. La deliciosa sensación de alegría, de ligereza, de floreciente vitalidad, la conciencia de juventud, de fuerza y energía, la sensación de que algún poder divino me había otorgado una dicha jamás soñada y la libertad de vagar por ilimitados reinos, entre tesoros indescriptibles, todo se desvaneció tan misteriosamente como se había manifestado en mí, y le sucedió una situación muy distinta. Ahora, toda yo era malhumor y melancolía; vivía con el corazón oprimido y el cuerpo me pesaba como si fuera de plomo. No lograba interesarme por el trabajo; imposible concentrarme en lo que hacía. Los jueves y domingos, sentada con mis compañeras en la sala de estudios, donde se suponía que redactábamos nuestros devoirs, me resultaba imposible trabajar. Permanecía sentada durante horas, con los codos encima de la mesa y la cabeza entre las manos, y me sumergía en una especie de inconsciencia.

—¿Qué demonios estás haciendo, Olivia? —me preguntaba una compañera—. ¿Duermes?

—¡Déjame en paz! —exclamaba yo, malhumorada—. Estoy pensando.

Pero no estaba pensando. A veces, me abandonaba a insensatos sueños propios de la adolescencia: realizaba algún acto heroico, salvaba su vida a costa de la mía, y me besaba en mi lecho de muerte. O era yo quien me arrodillaba junto a su cama para escuchar de sus labios las que serían sus últimas palabras. O me convertía en autora famosa de unos poemas cuya fuente de inspiración todo el mundo ignoraba, y de los que, un buen día, ella descubría ser la destinataria, y así sucesivamente.

Otras veces, ni siquiera soñaba: era sólo una amalgama de sensaciones físicas que me aturdían y me hacían sentir realmente enferma. El corazón me latía violentamente; mi respiración cobraba un ritmo acelerado e irregular, a la espera de algún acontecimiento extraordinario que fuera a suceder de un momento a otro. Una puerta que se abría, o el ruido de unos pasos fortuitos, bastaban para que mi plexo solar empezara a descargar pinchazos que se me clavaban en todo el cuerpo, y, al cabo de unos segundos, ante la evidencia de que no había sucedió nada extraordinario, desfallecía como un globo desinflado, sumiéndome en una sombría apatía. En otras ocasiones, me sentía arrebatada por un deseo vehemente, pero no sabía de qué, de una vaga bendición, una plenitud inimaginable, que diríase tantálicamente cercana pero que, al mismo tiempo, sabía inalcanzable; una bendición que, en caso de ser yo capaz de alcanzar, hubiera logrado apagar mi sed, apaciguar mi corazón y proporcionarme una paz elísea. Algunos momentos, experimentaba la exasperante sensación de verme privada de la facultad de expresión. Si, al menos, hubiera podido traducir lo que sentía en palabras, en música, o en no importa qué clase de lenguaje… Me imaginaba encarnando a una prima donna o a una gran actriz. ¡Qué divino consuelo! ¡Una válvula de escape para librarme de la terrible conmoción que hervía en mí! ¡Material peligroso! ¡Ojalá hubiera podido expulsarlo de mis entrañas, proclamarlo, gritarlo al mundo!

A continuación, me sumía en un estado dominado por la pasividad, por la languidez. Tenía la sensación de diluirme, de dejarme ir, como me decía a mí misma, y me sentía flotar placenteramente en un río cálido y dulce, con el cuerpo relajado y muellemente sensible a las caricias del aire y del agua mientras me sentía transportada, llevada, despacio, muy despacio, por la corriente hacia un desconocido y delicioso mar. Mi vago deseo era como un dolor, penetrante e ilocalizable, que todo mi ser acusaba. Si al menos supiera, me decía a mí misma, dónde reside, a qué obedece. ¿En el corazón? ¿En mi cerebro? ¿En el cuerpo? Pero, no, sólo sentía que deseaba algo. A veces pensaba que mi deseo consistía en ver mi amor correspondido. Pero lo consideraba tan absolutamente imposible que, en realidad, ni siquiera era imaginable. No podía imaginar cómo podía ella amarme. Quererme, quererme como una niña, como a una alumna, sí, así sí, por supuesto. Pero ese afecto no tenía nada que ver con lo que yo sentía. Por lo tanto, me construí otro sueño. Había un hombre al que yo amaba como la amaba a ella; me cogía entre sus brazos… me besaba… sentía sus labios en mis mejillas, en mis párpados, en mis… No, no, aquellas fantasías conducían a la locura. Mi historia era distinta. Era imposible. ¡Imposible! Palabra cruel, pero provista de un elemento vivificador. La llevaría en el corazón. Imposible, sí. Era lo que ennoblecía mi pasión y la hacía digna de respeto. Ningún amor, ningún amor entre hombre y mujer había sido, jamás, tan desinteresado como el mío. Sólo yo amaba, sólo yo vivía un amor que era una fantasía imposible.

A veces, también ella me colmaba de delicadas atenciones. Cuando me leía en voz alta, en la biblioteca, solía dejar caer su mano en la mía y permitía que se la cogiera. En cierta ocasión, estaba yo en cama debido a un fuerte resfriado y ella acudió a visitarme, a mi habitación: me mimó, me trajo dulces, me contó historias para hacerme reír y me dejó animada y feliz. Fue durante la convalecencia que siguió a esa ligera indisposición cuando, una noche, asomó la cabeza por la puerta de mi dormitorio y dijo:

—Voy a cenar a París; pero, cuando regrese, entraré para ver cómo estás y desearte buenas noches.

Sus buenas noches fue alegre y tierno, y, al día siguiente, me encontré perfectamente.

Quince días más tarde, salió de nuevo a cenar. El último tren de París llegaba a la estación hacia las once y media de la noche y ella solía estar de regreso un poco antes de las doce. ¿Cómo no iba yo a permanecer despierta aquella noche, esperándola, atenta a su llegada? Para dirigirse a su habitación, tenía que pasar por delante de mi puerta. Quizá, quizá volvería a entrar. Yo aguardaba con el oído alerta y el corazón palpitante. Pero ¿por qué tardaba tanto? ¿Qué estaría haciendo? Encendí la luz y consulté el reloj varias veces. ¿Había pasado por delante de mi puerta, sin que yo la oyera? ¡Imposible! Por fin, por fin se oyeron pasos al final del pasillo. Más cerca, más cerca. ¿Se detendría? ¿Entraría? Se detuvo. Una pausa jadeante. ¿Se movería el pomo de la puerta? Se movió. Ella avanzó en la escasa luz de la habitación, cuyas cortinas no estaban corridas, y se detuvo junto a mi cama:

—Te he traído un pastelito, pequeña glotona —dijo, y lo sacó del bolso.

Sí, yo era una glotona, pero no de pasteles. Sus manos me pertenecían. Las cubrí de besos.

—Cálmate, Olivia, cálmate —dijo—. Eres demasiado apasionada, pequeña.

Sus labios rozaron mi frente. Y salió de la habitación.

Pocos días más tarde celebramos el baile de disfraces del martes de Carnaval. Sí, fue exactamente igual a todos los bailes de disfraces de otros pensionados femeninos. Fue un día caótico; mientras disponíamos los trajes, podíamos ir y venir a nuestro antojo de habitación en habitación, charlando, riendo, probándonos trapos, prendiendo alfileres y cosiendo alocadamente. Y, luego, siguió la emoción de la fiesta. Las dos directoras se sentaron en una especie de trono, junto al profesorado, en un extremo de la sala de música, desalojada de su mobiliario habitual para el baile. El piano atacó una marcha y las alumnas desfilamos de dos en dos ante las directoras, rindiéndoles nuestras reverencias. Nos hicieron preguntas sobre nuestros trajes, nos felicitaron y nos dirigieron algún comentario gracioso. En tales ocasiones, Mademoiselle Julie se encontraba en su elemento, y, aquella noche, no fue una excepción. En el ambiente reinaba más alegría que de ordinario, y la tensión parecía haber cedido. Mademoiselle Cara aparecía sonriente y de buen humor; el ingenio y los ojos de Mademoiselle Julie brillaban por un igual: disfrutaba de la velada tanto como nosotras. Era fácil apreciar su curiosidad, su interés por el distinto carácter que cada una de sus alumnas revelaba a través del disfraz elegido: unas traicionaban sus anhelos y fantasías más secretos; otras se entregaban temerariamente a sus inclinaciones naturales.

Así, la pobre, la insulsa Gertrude aspiraba patéticamente a ser María Estuardo. Los oscuros ojos de Georgie ardían, trágicos y misteriosos, bajo un sombrero de copa, y el bigote y la perilla postizos le daban la prestancia requerida para representar a un perfecto poeta romántico de 1839. En su brazo se apoyaba Mimi, una encantadora modistilla envuelta en un chal y miriñaque, y ambas flirteaban abiertamente para deleite mutuo. Nina, la alocada Nina, era el mismísimo Puck, un tormento y una diversión para toda la concurrencia. ¿Y yo? No sé qué revelaba mi disfraz. Era un traje de dama parsi que mi madre me había traído de la India. Suntuoso y espléndido, en mi opinión. La suave seda oriental era de un rosa intenso, y los bordes del sari y el extremo inferior de la larga falda estaban tejidos con hilos de oro. Me cubría la cabeza con el sari y me las arreglaba con los pliegues con bastante soltura.

Pero, sin lugar a dudas, la belleza del baile fue Cécile: una encantadora Columbia, consciente de su belleza, parecía deslizarse con la gracia de un cisne, como reina entre todas nosotras. Iba envuelta en una bandera estrellada. Un atrevido décolleíage mostraba sus hermosos hombros y el nacimiento del pecho. Una diadema de diamantes coronaba su cabeza y centelleaba alrededor de su largo y fino cuello. Estaba radiante de belleza.

Mientras yo le prodigaba merecidos elogios, Mademoiselle Julie se nos acercó.

La belle Cécile! —exclamó—. Es un honor para nosotras, chére A mérique… una belleza en verdad digna de la galantería de Lafayette —continuó entre risas—. Date vuelta y deja que te contemple.

Posó sus manos en los brazos desnudos de Cécile, para hacerla girar, se inclinó y la besó en el hombro. Un beso largo y prolongado en el hombro desnudo y rozagante. Un dolor desconocido, de una violencia increíble, me aturdió. Odié a Cécile. Odié a Mademoiselle Julie. Al incorporarse, tras el beso, advirtió que yo la estaba mirando. ¿Había advertido mi presencia antes de besar a Cécile? No lo sé. Ahora, pensé, se está burlando de mí.

—¿Está celosa Olivia de tanta belleza? —dijo—. No, Olivia, nunca serás hermosa; pero posees otras dotes —añadió valorándome con la mirada, como— pensé furiosa —si fuera yo un animal en una feria de ganado.

—Tienes bonitas manos, bonitos pies, una bonita figura, un encanto que a veces es más importante que… —pero, entonces, su voz se perdió en un murmullo excesivamente quedo para poder descifrar sus palabras—. Y, además, si quisiera besarte, hermosa hindú, ¿cómo podría hacerlo si vas envuelta en velos? Acércate, te diré un secreto.

Me atrajo hacia ella, apartó los pliegues de mi sari y, cerca, muy cerca de mi oído, casi rozándome con los labios y dejándome sentir su cálido aliento en mi mejilla, susurró:

—Esta noche iré a verte y te llevaré unos dulces.

Y se fue.

Recuerdo que sentí como si todo el cuerpo se me hubiera convertido en agua. Las rodillas no me sostenían. Me vi obligada a apoyarme en una mesa hasta recobrar las fuerzas necesarias para coger una silla. Iría a verme… por la noche… al cabo de unas horas… En mi corazón estalló un himno de alegría. ¿Me había sentido desfallecer, hacía unos momentos? Ahora, un alocado optimismo corría por mis venas. ¿Por qué? ¿Por qué? No me detuve a pensar por qué. Sólo sabía que pronto, muy pronto, en un futuro inmediato, algo se haría realidad, algún placer frenético, una angustia feroz que todo mi ser anhelaba. Pero, ahora, no debía pensar; tenía que bailar. En aquel momento, Georgie pasó junto a mí.

—¿Por qué estás tan pálida? —me preguntó mirándome.

—Georgie —dije—, ¿te has enamorado algunas vez?

—Sí —contestó con tristeza—, sí.

—¿Qué se siente?

—Es horrible, demasiado horrible para explicarlo.

Y, a continuación, como si algún recuerdo muy querido asomara desde lo más profundo de su corazón hasta su encendida mirada, sus ojos se llenaron de ternura, se dulcificaron y brillaron tras un velo de lágrimas.

—… y también demasiado delicioso —añadió—. ¡Ven, bailemos!

Me pasó un brazo por la cintura y me atrajo hacia ella. Aquel contacto me produjo una especie de alivio. Alivio, pensé, y placer, a ambas. Georgie era más fuerte y más alta que yo. Podía descansar mi cabeza en su hombro, y veía cómo inclinaba su rostro hacia mí. Nuestros pasos y movimientos armonizaban; nuestros cuerpos se inclinaban, adquirían celeridad y lentitud al compás de la música, como animados por un mismo impulso. Podía dejarme llevar por mi pareja, abandonarme, sumida en una especie de éxtasis, al movimiento, al ritmo, a las lánguidas y apasionadas evoluciones del vals.

Durante la velada, bailamos juntas todos los valses (Georgie había abandonado a su modistilla: «Está absolutamente negada para el baile»); pero ambas éramos conscientes de que no bailábamos la una con la otra, sino de que cada una abrazaba a un fantasma en la otra, o se dejaba abrazar por él: el fantasma de sus sueños.

En aquel entonces, estaba de moda cerrar un baile con lo que se llamaba el «galop». Supongo que, hoy en día, el «galop» ya no se estila. En aquellos años de la época victoriana, constituía el final tempestuoso de unas veladas rebosantes de sentimentalismo y ritualidad —valses y «lanceros»— y los danzantes se entregaban al frenesí de las rápidas evoluciones del «galop» con enloquecido ímpetu. Cuando aquella noche cesaron los valses, Nina y yo, llevadas por un impulso magnético, nos lanzamos la una en brazos de la otra para entregarnos al «galop» final. El ambiente vibraba. Fraülein, en el piano, se contagió de la animación general y puso más brío en su interpretación. Pero ninguna pareja podía competir con Nina y conmigo. Saltábamos y girábamos a una velocidad cada vez más vertiginosa, con los cabellos y los vestidos ondeando a nuestra espalda, como los ropajes de las Ménades, hasta que al final las demás parejas renunciaron a seguir bailando, exhaustas, y Nina y yo seguimos danzando, solas en la pista. Fue la pianista quien, finalmente, se dio por vencida, y cuando nosotras caímos al suelo, riendo y sin aliento, las compañeras que nos contemplaban estallaron en aplausos.

La velada había terminado. Era hora de acostarse. Hubiera deseado que el baile durara siempre. Lo que me aguardaba me inspiraba tanto miedo como impaciencia. Me encaminaba hacia un abismo en el que me precipitaría, presa del aturdimiento y del espanto. Intentaba no mirar para no verlo; pero yo sabía que el abismo estaba allí.

Tras las ruidosas despedidas, me encontré por fin sola en mi dormitorio. Me arranqué los velos rápidamente. Tenía que apresurarme. No había tiempo que perder. Me puse mi camisón de colegiala, abrochado hasta el cuello y hasta las muñecas, y, de repente, la imagen del rozagante hombro de Cécile asaltó mi mente. Odié mi repugnante camisón. Lo sustituí por una camiseta. Era preferible. Al menos, brazos y cuello quedaban desnudos. Me metí en la cama y apagué la luz.

¿Qué había dicho? Bonitas manos, bonitos pies, una bonita figura. Sí, pero ¿qué curiosa expresión se usa en francés para decirlo? «Un joli corps». Un bonito cuerpo. Tenía un bonito cuerpo, ¡yo! Nunca había pensado en mi cuerpo hasta aquel momento. ¡Un cuerpo! Tenía un cuerpo… y era bonito. ¿Cómo era? Tenía que verlo, tenía que mirarlo. Todavía disponía de tiempo para hacerlo. Ella aún tardaría un rato. Prendí la luz, salté de la cama y me quité la camiseta. El espejo —un espejo pequeño— estaba encima del lavabo. Sólo podía ver mi rostro y mis hombros. Me subí a una silla. Entonces, pude ver más. Contemplé la figura que me devolvía el espejo, una figura extrañamente iluminada, sin cabeza y sin piernas, misteriosamente repulsiva y, a la vez, misteriosamente atractiva. Poco a poco, mis manos se deslizaron por el cuerpo de aquella extraña criatura, desde el cuello a la cintura. ¡Ah, era más de cuanto podía soportar! Nunca había experimentado una sensación tan irresistible. Volví a ponerme mi camiseta y a meterme en la cama en cuestión de segundos.

Ahora escuchaba, sin pensar, sin sentir nada, absorta en el acto de escuchar. Los ruidos se fueron apagando, poco a poco: puertas que se cerraban, pasos, retazos de conversaciones y risas. Entonces la casa quedó en silencio. O casi. De vez en cuando, aún oía una ventana o un postigo al cerrarse o al abrirse. Ahora. Sí, ahora reinaba realmente el silencio. Ahora había llegado el momento de oír unos pasos, cerca, y el crujido del parquet. ¡Ahí estaba! Me latía el corazón, se detenía, volvía a latir. ¡No! Una falsa alarma. ¡Cuánto tardaba! Debía de ser muy tarde. Y seguía sin llegar. Nunca había llegado tan tarde. Prendí de nuevo la luz y consulté el reloj. La una de la madrugada. Y nos habíamos acostado a las once. Me deslicé hasta la puerta y la abrí sin hacer ruido. Podía ver la puerta de su habitación, a poca distancia de la mía, al otro lado del pasillo. No salía luz por debajo de su puerta. Ningún movimiento. Todo estaba sumido en un profundo, en un mortal silencio. Me vi obligada a hacer un gran esfuerzo para volver a la cama. Lo había prometido. Y no dejaría de cumplir su palabra. Debía confiar en ella. ¿Se retrasaba debido a algún imprevisto? Pero, ¡cuánto retraso! Ella sabía que yo estaba esperándola. ¡Qué cruel era! No tenía derecho a prometer visitarme y luego no hacerlo. Se había olvidado de mí. Ni siquiera tenía en cuenta mi existencia. Tenía otras cosas en que pensar, otras preocupaciones. Era lógico, era lógico. Yo no significaba nada para ella. ¡Atención! ¡Un ruido! Aquella noche, la esperanza nació y murió mil veces, incluso cuando el tardío amanecer de invierno empezó a clarear en mi habitación, incluso entonces, seguía yo echada en la cama, alerta. Debían de ser las cinco de la mañana cuando sucumbí al sueño.

Sin embargo, habría de conocer vigilias más amargas durante las que evocaría esta primera noche de espera como un recuerdo feliz, y durante las que comprendería que nunca me había amado, que nunca volvería a amarme tanto como aquella noche.

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