Olivia

Olivia


AGONÍA

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AGONÍA

 

 

Avan estaba sentado en una pequeña silla de metal en la anodina sala de luces amarillentas. Una ventana, que era muy probable que fuera de esas que solo se veía para un lado, ocupaba casi toda la pared de su derecha, pero no le importaba. Sus ojos pesaban, no estaba seguro de si estaba despierto o dormido. Deseaba que fuera un sueño, una maldita pesadilla interminable.

Su mirada perdida, sus manos quietas sobre la pequeña mesa gris. ¿De verdad estaba allí? No lo sabía. Su mente se encontraba en un lugar lejano, ajena a todo lo que lo rodeaba. Destrozado, así se encontraba. Juntando cada pedazo que encontraba, pero los más importantes no estaban allí. ¿Qué hacía allí? Se preguntó mirando a su alrededor solo con los ojos, sin mover la cabeza. Mover la cabeza le provocaba un dolor insoportable en todo el cuerpo.

Franco Stretcht eligió ese momento para golpear con fuerza la mesa de la sala de interrogatorios. Se lo notaba enajenado, el terror marcando sus facciones.

Sí, Avan ya recordaba por qué estaba allí.

Y eso lo hizo volver en sí. El oficial llevaba un par de minutos repitiendo una pregunta, furioso.

—¡¿Por qué?! —rugió con furia.

Avan se encontraba ajeno a sus palabras aún, las oía, pero no podía hallarles sentido. ¿Por qué? ¿Por qué, qué? Ah, sí, eso. ¿O no? ¿A qué se refería?

—Aquí me tiene, ¿no quería eso? —respondió esquivando la real pregunta. Su voz sonaba vacía, hueca. Esperaba que la conversación —o mejor dicho el monólogo— del oficial tratara sobre lo único que ocupaba su mente.

—Maldita sea, ese no era el jodido trato —maldecía el oficial. Sus ojos, repletos de llamas de furia, secos a pesar de tener ganas de llorar. Tenía la ropa desarreglada y el cabello despeinado por la siesta improvisada. Era pasada la medianoche, la una y media de la madrugada más exactamente.

—Claro que sí. «Debes entregarte a medianoche, intentaré ayudarte. Despídete de ella», dijo usted. Eso hice, oficial.

—La idea, Avan, era que Olivia viniera contigo, para que pudiera recibir el tratamiento que necesitaba, para poder mejorar —explicó con suavidad el policía. Llevó una mano a su rostro y la refregó por allí, intentando despejarse.

—Olivia no debe mejorar. Ustedes no lo entienden...

—¡Avan! —gritó el oficial—. El que parece no entender aquí eres tú. ¿Dónde está? Iremos a buscarla.

—Ella está libre, y así se quedará. Aquí me tiene, puede culparme de lo que quiera. Cadena perpetua, sentencia de muerte, lo que le plazca —dijo el muchacho señalándose a sí mismo con rostro resignado. Nadie podría hacerle daño a Livvy nunca más. Ella estaba en un lugar seguro, y así se quedaría.

—Avan, ¿dónde mierda está la niña? —cuestionó el oficial acercando su rostro a las facciones, ahora inexpresivas, del muchacho. No podía creer la poca reacción que estaba obteniendo, parecía que hablase con un muñeco de cera, un simple cascarón vacío.

—A salvo.

—¡¿Dónde?!

—A salvo —repitió sin siquiera inmutarse por el tono del hombre.

—¿Admites ser el asesino de los señores Penz? ¿Eso me dices? ¿Dónde está el jardinero de los Maslin? —preguntó de sopetón, harto ya. Avan parecía estar burlándose de él.

—Muchas preguntas, oficial. ¿El jardinero? ¿Por qué habría de saberlo? —preguntó, extrañado.

—Quizá porque tú y Olivia pasaron un tiempo en la casa que el hombre cuidaba, ¿te parece poco?

—Yo no maté a los padres de Olivia —contestó otra pregunta, ignorando al oficial—. La propia Olivia lo hizo.

—¿Dónde está Olivia? —volvió a su pregunta original.

Stretcht estaba desesperado, no parecía avanzar de ninguna forma. Avan estaba cerrado en sus trece y no parecía haber forma de traerlo a la realidad. Y eso de que Olivia había matado a sus padres, no lo sorprendió. No había ninguna otra maldita forma. Solo había huellas de Olivia en el arma homicida y no parecía haber sido alterada la evidencia. Creía que había matado a la madre sin que esta lo notara, según lo que Loretta le había dicho, y el padre fue más un efecto colateral de sus acciones. Había notado lo que su hija había hecho y Olivia no podía dejar testigos, así que se abalanzó sobre él, y él no pudo defenderse porque era su hijita, su pequeña niña. Franco podía llegar a comprenderlo.

Pero, si no quería testigos, ¿por qué no mató a Avan cuando este entró en la casa?

«Confiaba en él. Más que en su propio padre», se dijo.

—A salvo —volvió a repetir. Comprendía el porqué de la confianza ciega que le tenía al muchacho.

—¡Mierda! ¿La sacaste del país? ¿Está escondida? ¿Qué...? —preguntó el oficial con impaciencia.

—Más a salvo. Nadie le hará daño nunca más. Y ella no hará daño otra vez —susurró el chico. Sus ojos húmedos y sus manos crispadas en puños sobre la mesa. Humedeció sus labios, respirando profundo.

A salvo, Olivia estaba simplemente a salvo.

—Avan... ¿qué has hecho? —preguntó el oficial entonces. Sabiendo ya la respuesta, pero necesitando oírla.

—La salvé.

Ambos se quedaron en silencio mientras las palabras flotaban en el aire. Avan tomó otra bocanada de aire.

—La salvé de sí misma —culminó entonces, incluso parecía orgulloso de sí.

Franco, sabiendo que no obtendría una respuesta concreta por parte de Avan si no hablaba él mismo, se sentó frente al chico, con la mesa como barrera y preguntó:

—Muchacho, con eso, ¿te refieres a... a que la mataste?

Y se desató el caos.

 

***

«¿Sabes? Hubo momentos en los que lo único que podía mantener en orden era mi habitación. Por más que me esforzaba, nada parecía volver a su lugar en mi vida. Por más que quería que el tiempo retrocediera, seguía avanzando, inmune a mis súplicas. Solo tú y mi habitación permanecían inmutables al tiempo, solo ustedes mantenían el orden en mi vida».

Avan recordó las palabras de la chica, casi como si las susurrara en su oído, soltó un largo suspiro. Le dolía. Respirar le dolía en lo más profundo de su cuerpo.

Eso era lo único que sentía ese último tiempo. Dolor. Dolor. Y más dolor. Solo dolor, dolor rodeado de momentos hermosos que ahora habían desaparecido.

¿Cómo había podido...?

No, él no había podido. Ese era el problema. Por eso estaba en esa maldita celda.

Mordió su labio con fuerza. Añoraba una ducha, el sudor y las lágrimas hacían que mechones de cabello se pegaran a su rostro. Porque Avan lloraba. Lloraba en silencio, reprochándose por desear una ducha en su situación. Un poco de agua por su cuerpo le parecía un lujo que no merecía. Nada merecía ya.

El pequeño catre en el que estaba sentado era lo único que había en esa celda. Eso y él, pero él no estaba realmente allí. Su mente se hallaba lejos, contemplando un bonito rostro de mejillas rosadas y cabellos rubios, con vestidos color pastel y muñecas rotas en sus manos. Eso miraba. Y por eso sonreía como tonto.

El suelo gris, era césped verde y los barrotes, hermoso cielo azul. Y frente a él, ese bonito rostro. El único rostro que era capaz de amar.

Gritos desesperados en la recepción de la comisaría en la que su cuerpo, mas no su mente, se encontraba. Eso lo hizo volver en sí. Pero la chica que había mirado allí se quedó.

Parpadeó con ojos húmedos, intentando disipar esa imagen, pero no. ¿Por qué seguía llorando? ¿No había límite para las lágrimas? ¿No había un momento en el que el cuerpo decía basta y solo quedaba presente un letargo inacabable? Porque al parecer, ese momento no llegaba a él.

Un oficial con cabello rojizo traía a una mujer escoltada. Su madre. Su hermosa y frágil madre.

Los ojos hinchados de la mujer, el rostro enrojecido. ¿Por qué todos lloraban? Él estaría bien.

«No, no lo estarás, estás preso tonto, te atraparon y a mí no» dijo la chica burlona. Avan la miró queriendo regañarla por reírse de él en un momento así.

—Solo tienes cinco minutos, órdenes del oficial Stretcht —dijo el chico pelirrojo, tocando el hombro de la mujer en un gesto que pretendía ser de disculpa.

Anna Danvers se acercó con paso tembloroso a la celda de su hijo.

«Creo que aún me odia; extraño a tu tío Artie» continuó la chica con una sonrisa.

Avan la miró un par de segundos, pensando una respuesta ingeniosa cuando su madre habló:

—Cariño, ¿qué ha pasado?

La voz de la mujer estaba quebrada; solo dio un vistazo a sus lados, viendo las demás celdas y agradeciendo que estuvieran vacías.

Avan odiaba ver a su madre llorar. Se acercó y sacó una mano entre los barrotes, mano que inmediatamente la mujer tomó.

—Mami, estaré bien, ¿sí? Son solo unos años —dijo con simpleza sin ser realmente consciente de la gravedad de la situación.

Ante esto la mujer llevó la mano de su hijo a su rostro, besándola. Su niño, tan valiente.

«Avan, le rompes el corazón a tu madre» comentó la chica sentándose en la cama. A Avan le parecía totalmente normal que estuviera allí. A pesar de saber que no estaba realmente allí, porque, ¿para qué había hecho todo entonces? Para que ella estuviera a salvo. Y así estaba, a salvo, no dentro de una sucia celda.

Las celdas y Olivia no combinaban bien.

En ese momento, a Avan no le preocupó su presencia, solo le parecía reconfortante. Acarició la mejilla de su madre mientras enfocaba la vista en la chica. Sí, allí estaba, se veía borrosa, no era real.

«Claro que no soy real, solo soy una manifestación de lo loco que te estás volviendo. Y porque me extrañas. ¿Ves? No podemos estar ni un día separados» dijo. Aunque Avan sabía que realmente no hablaba.

—Cariño, ¿qué pasó? ¿Cómo terminaste aquí? Los oficiales me dijeron que tuvieron que sedarte...

Ah, eso explicaba la presencia de Olivia en la celda, y la sensación de no estar del todo allí, ¿verdad?

«Bingo» aplaudió la chica.

Si eso era el causante de verla, lo quería siempre. Quería siempre estar sedado.

—No lo sé. No estoy seguro —dijo confuso. ¿Lo habían sedado? Sí, porque él se había puesto a gritar, ¿verdad? Porque el oficial Stretcht había dicho...

No. No podía pensar en las palabras de Stretcht.

—Avan, cariño, conseguiré un buen abogado, el mejor. Te sacaré de aquí lo más pronto que pueda, lo juro, bebé. Te amo, ¿sí? Pase lo que pase, siempre te amaré. Eres mi pequeño. Tan niño, tan inocente...

«¿Inocente? ¿Tú? ¿Qué pensaría tu querida madre si supiera que besas a niñas de once años por allí?», dijo la chica con crueldad. Esa no era Olivia, Avan lo sabía. Olivia no era cruel, nunca lo había sido. Al menos no con él.

—Malditos sedantes, ya no los quiero —susurró para que su madre no lo oyera.

—Avan, escúchame, debes ser sincero conmigo, será más fácil si es así. Tú no mataste a Olivia, ¿verdad? —preguntó la mujer con desesperación. El tiempo corría y ella necesitaba que él le dijera la verdad. Su hijo no era un asesino.

Avan la miró sorprendido. ¿Matar a Olivia? ¡No! Ella estaba en un lugar seguro, solo eso. Se sintió estremecer.

El oficial Stretcht lo había dicho, y así debía ser, ¿no? Todos parecían tan convencidos.

Todos creían que, no, todos sabían que él había hecho eso.

Proteger a Olivia de sí misma.

Matar a Olivia.

Liberarla de este maldito mundo que no la comprendía.

Tirarla por el acantilado.

Darle un nuevo comienzo.

Mirar cómo las olas tragaban su cuerpo.

Subir al auto, convencido que estaba bien, que Olivia estaba a salvo.

Avan podía ver sus ojos suplicantes, pero ella confió en él hasta el último segundo. Él no podía hacerle daño, ¿verdad? Él había dicho que la amaba, que esperaría por ella, que vivirían felices por siempre.

Ella había confiado en él incluso mientras él la salvaba, la tiraba por el risco.

—Avan... —dijo su madre esperando una respuesta.

—Sí, yo la maté —murmuró Avan con voz hueca. Todo él estaba hueco.

«Mentiroso, mírame, ¿parezco muerta?» dijo la chica que en realidad no estaba allí.

No la miró.

—Avan, pequeño mío...

Avan miró a su madre mientras el oficial pelirrojo se la llevaba de nuevo. La mujer se resistió, rogando más tiempo, pero lo único que dijo el tipo fue:

—Ya pasaron los cinco minutos.

—¡Volveré, cariño, te sacaré de aquí! —gritó su madre.

Pero había promesas que no podían cumplirse, Avan lo sabía mejor que nadie.

Avan estuvo con los ojos abiertos, contemplando a Olivia hasta que esta se desvaneció junto con su consciencia. Al fin podía dormir.

No en paz, claro. Nunca volvería a dormir en paz.

 

***

Perune estaba prendido de la computadora, esperando que rastreara el lugar exacto de las publicaciones del cuento. ¿Por qué? Porque, a pesar de parecer todo resuelto, él no estaba conforme. Consideraba que esos resultados serían importantes.

Eran casi las siete de la mañana y él tenía los ojos ya fijos en la computadora. ¿Qué tan difícil podía ser ingresar a los servidores de Wattpad? Más de lo que él pensaba.

Estuvo casi otra hora allí, mientras Franco hablaba con Avan otra vez.

Odiaba a ese muchacho. Solo lo había visto un momento, pero por lo que sabía era frío y calculador, un manipulador de primera.

Sabía que Stretcht no se dejaría manipular por un chico, sabía que haría lo correcto, confiaba en su criterio.

Y mientras Stretcht hacía lo que consideraba correcto, Perune se dedicaba a seguir sus instintos.

¿Había sido publicada de una carretera con mala conexión a los datos móviles? ¿O de un pequeño hotel con wifi?

No sabía por qué, pero le parecía de vital importancia.

Casi una hora después, la búsqueda arrojó resultados. El hombre miró confundido la dirección.

Ningún hotel.

Ninguna carretera perdida.

Era una calle de la ciudad. Una calle que ya conocían.

Sin molestar a Stretcht, se llevó a una oficial con él. Debía saber quién había publicado esas historias de las que todo el mundo aseguraba que nadie tenía acceso. Se suponía que, según lo que había dicho la maestra, ella solo conocía una historia, pero sabía que Olivia guardaba todo lo que escribía en su habitación.

Y cuando ellos investigaron, no había nada que ella hubiera escrito en su habitación, ni en ningún lugar de la casa.

Y, por lo que el oficial había visto, ella no se había llevado sus historias. Alguien que vivía en la ciudad las tenía.

Y eso solo podía significar una de dos cosas: o las habían adquirido en vida de los señores Penz, la cual era una posibilidad grande teniendo en cuenta la dirección descubierta; o alguien las había tomado luego de su muerte, antes de que los oficiales llegaran a la escena.

La segunda opción era aterradora, y como siempre lo más aterrador era lo cierto, el oficial se inclinó por esta.

Dudó antes de salir si interrumpir la acalorada discusión que el oficial Stretcht mantenía con el muchacho. Decidió que no.

Él podía encargarse de esto.

 

***

Avan había admitido haber matado a Olivia. Había mirado a Franco a los ojos y había asentido con la cabeza.

Aseguraba haberla tirado por un acantilado directo al océano.

¿Para qué? Para protegerla de sí misma. Así de simple era su respuesta.

Franco estaba encolerizado con el joven. Sentía la ira subir por sus venas. Era una pequeña niña. Tenía poco más que su hija al desaparecer.

No podía entender la clase de amor enfermizo que lo había llevado a matar a la chica que protegía. ¿Estaba loco? No.

Avan se sentaba en la mesa, lo miraba a los ojos respondiendo cada una de sus preguntas, con seguridad, una seguridad que la noche anterior no estaba allí.

¿Por qué había huido? Porque no podía permitir que encerraran a Olivia por algo, que él antes estaba convencido, que no había hecho.

¿Cómo era Olivia? Como la luz. Era luminosidad en el día más oscuro. Pero su brillo no era para la Tierra, allí no la comprendían.

¿Por qué la había matado? Porque era un monstruo. Su propia madre lo había dicho. Él se sentía en el deber de proteger a todos de ella. Y, mayormente, debía protegerla de sí misma. De su monstruosidad. Porque los monstruos no pueden ser salvados.

Stretcht no podía creer cómo se contradecía a cada palabra. Pero a la vez, lo que decía, tenía todo el sentido del mundo.

«Yo también soy un monstruo, porque los monstruos como ella no pueden ser amados, y yo la amaba» había susurrado con voz rota.

Y para ese momento Stretcht no lo soportó más y pidió que lo llevaran de nuevo a su celda. El juicio sería coordinado, muy probablemente, para la semana siguiente.

Se sirvió una taza de café de máquina y se dirigió a su oficina. Necesitaba estar rodeado por un momento de sus cosas.

Miró al lugar de Perune y no lo vio. Quería hablar con él para disculparse por su conducta la noche anterior. Pero le comunicaron que no estaba en la estación.

Poco más de media hora más tarde, su teléfono celular sonó.

—¿Diga? —preguntó Franco masajeando su frente con los dedos de su mano libre.

—Franco, mierda, Franco. Olivia no mató a sus propios padres. Franco, escúchame bien, debes venir lo más pronto posible a la dirección que te enviaré por mensaje. Tenemos una situación.

—Está bien, pero...

—Por el amor de Dios, no preguntes y ven —dijo con desespero Perune.

Franco miró el teléfono cuando se cortó la línea, esperando el mensaje para correr hacia donde fuera.

¿Cómo que Olivia no había matado a sus padres? ¿No se lo había dicho así a Avan? ¿Avan mentía?

El sonido de un mensaje. Una mirada rápida a la pantalla. El oficial reconoció la dirección al instante.

Maldijo mientras corría al coche patrulla, llevándose a Timms consigo, emprendiendo el camino a casa de Mauro.

 

 

 

 

 

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