Olivia

Olivia


MOCHILA

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MOCHILA

 

 

—Olivia, cuéntanos, ¿cómo estuvo tu día? —cuestionó Dante Penz mientras servía un poco de vino tinto en su copa.

—Aburrido y decadente. Normal —respondió la niña, revolviendo su arroz. Sus padres, habían descubierto que Olivia comía lo que fuera con arroz, menos carne, claro.

Ambos la miraron, sabiendo que no era verdad lo que decía. Ellos creían que sabían cuando Olivia mentía, pero solo pensaban que lo sabían, ya que Olivia dejaba entrever solo lo que ella quería que cuestionasen.

—Eso no es normal... —comenzó la madre de Olivia.

—Eso no es normal... —repitió la chica mirando a su progenitora con una chispa de burla en los ojos, desafiante. Detestaba que su madre pusiera etiquetas en las situaciones según su conveniencia.

—Olivia, basta, te digo que...

—Olivia, basta, te digo que... —continuó la chica interrumpiendo su discurso.

La madre respiró profundamente y Olivia la imitó con cara de enojo.

—Dante, haz algo —rogó señalando a su hija.

—Dante, haz algo —pidió Olivia señalando a su madre.

—Olivia, pequeña, ya sé que quieres ser como mamá, pero espera un poco, ¿sí? —chantajeó el padre con una sonrisa. Olivia se escandalizó, negando con la cabeza, mientras Monique miraba amenazadoramente a su marido, luego padre e hija se rieron.

El matrimonio Penz llevaba unos veinticinco años conviviendo. Monique, luego de someterse a varios tratamientos de fertilidad, por fin había podido concebir a Olivia a los cuarenta y tres años cuando ya no lo intentaban. Mientras que el doctor Penz tenía unos cuarenta y cinco en aquel entonces.

—Ahora, ¿podemos tener una cena en paz? —preguntó Dante, mirando a las chicas que más amaba. Ambas asintieron.

Con cincuenta y seis años, Dante Penz, no parecía el típico padre de familia. Tenía un aire bohemio, a la vez que podía ser muy profesional con sus pacientes. Pero lo seguro es que no dirías que su propia casa era su manicomio personal.

Y Monique Penz era su opuesto más llamativo. Cabello caoba y corto, el cual mantenía sano casi siempre con esmero, cuerpo cuidado, vivía por y para sí misma. Y a diferencia de su marido, hacía varios años que había dejado de amar a su familia, convirtiéndose en los padres que una vez la presionaron.

Olivia movía los pies debajo de la mesa, impaciente. No comía rápido, puesto que sus padres la regañarían, pero lo hacía a un ritmo constante, para terminar lo más pronto posible.

—Olivia, Avan te ayudó con las tareas, ¿verdad? —inquirió su padre despreocupadamente. Era una pregunta que siempre hacía, y que siempre obtenía la misma respuesta.

—Sí, papi.

Y así el señor, que siempre llegaba para la hora de cenar, quedaba tranquilo de que su hija estaba bien. Era una indirecta forma de preguntarle: ¿todo bien con Avan? Porque, a pesar de ser un hombre moderno y accesible, veía extraña la fascinación que ambos se tenían entre sí. Olivia idolatraba sobremanera a Avan y el joven daría lo que fuera por su hija. Sabía que era normal que niños crearan ídolos en chicos mayores, pero el doctor tenía su reticencia al respecto, nunca expresada. Desde que su esposa le había dicho que quería volver al trabajo él se había mostrado contento, dándole todo su apoyo. El único problema era dónde dejar a Olivia. El colegio ofrecía actividades extra, pero ellos no querían que su hija se la pasara encerrada en clases.

Así que Monique le comentó, hablando un día a Anna Danvers, su preocupación por el destino de su hija. Dos días después Avan había comenzado a cuidar de la niña.

Olivia rápidamente terminó con sus alimentos y, despidiéndose de sus padres, subió a su cuarto.

La chica era muy exquisita a la hora de escuchar música. No entendía cómo las chicas de su colegio estaban tan encaprichadas con bandas de pop, tan repetitivas y prearmadas.

Por el contrario, Olivia amaba la música clásica y los viejos éxitos de bandas ya muertas, un gusto que provenía de su padre. Y eso oía siempre antes de dormir. A las 9:30 p.m. comenzaba con su ritual de acostarse. Siempre el mismo, como debía ser.

Encendía su radio y ponía el CD con el popurrí de música seleccionada por ella y su padre. Luego, con delicadeza, desarmaba totalmente la cama, para volver a hacerla, a pesar de que ella era la encargada de tenderla todas las mañanas.

Después, sacaba todos sus libros de los estantes y volvía a colocarlos en exactamente el mismo orden. Siempre al ritmo de la música.

Finalizando, peinaba infinitamente su cabello hasta que todo mínimo pelo quedaba en el lugar que ella quería.

Por fin, se cambiaba en el baño y se acostaba, esperando a que sus padres dieran su beso de buenas noches.

Pero esa noche, no se durmió luego de que la arroparan. Olivia tenía algo que hacer.

El plan era recuperar la mochila de casa de Avan antes de que él la revisase.

Tan trastornada estaba a la hora de volver a su propia casa, que no se percató de que la había dejado allí. No era la primera vez que pasaba, y no le hubiera ocasionado ninguna molestia recogerla al otro día si no fuera por su historia.

Avan había salido con amigos —y amigas— a pesar de ser día de semana, exactamente media hora luego de que su madre la llevara consigo a casa. Y el muchacho no volvería hasta pasada la medianoche, o eso había dicho él cuando hablaba con Matt, su amigo, por teléfono. Creía que tenía tiempo de tomarla y traerla de nuevo consigo antes de que volviera; si por algún motivo abría la mochila de Olivia para controlar que todas las tareas fueron hechas y veía el cuento, ella no sería capaz de verlo a los ojos otra vez.

El problema era que, luego de su ritual nocturno, apenas le quedaba media hora para medianoche.

Se levantó con cuidado de la cama, sabiendo a sus padres dormidos. La tendió de nuevo, perdiendo unos tres minutos.

Luego, abrió la ventana que daba al minúsculo balcón que tenía su habitación y que daba al jardín trasero. Respiró con dificultad mientras ajustaba el cordón de sus shorts de dormir.

Miró el manzano, sabía que no estaba tan lejos como parecía. Se trepó a la pequeña baranda que impedía que cayera al vacío de un piso de altura y, estirando las manos, tomó la rama más cercana de su querido manzano.

Claramente no era la primera vez que hacía esto.

Cuando sus padres discutían demasiado, Olivia llamaba a Avan y el joven la esperaba en su casa, y se pasaban horas charlando y jugando videojuegos, hasta que la niña por fin dormía. Luego, Avan bajaba a la sala y dormía en el sillón.

Pero era la primera vez que Olivia entraría en casa de Avan sin permiso.

Corrió de un jardín a otro pasando por arriba de la cerca que los dividía, raspando un poco su tobillo derecho; notaba el frescor de la noche en sus pies descalzos y sus brazos, humedecidos por el rocío.

Olivia tenía una copia de la llave trasera que había «tomado prestada» hacía meses de la cartera de la señora Danvers para jugarle una broma, agradeció nunca haberla devuelto.

Todas las luces de la casa estaban apagadas al momento en que ella entró. Por suerte, sus años conviviendo en esa residencia, hacían que supiera de memoria la disposición de los muebles. Así que secó sus pies en el pequeño tapete y se adentró en la, ahora espeluznante, casa Danvers.

La niña recordaba haber dejado la mochila en la mesa de la cocina, lugar que nadie nunca usaba, pues tenían un comedor bastante bonito. Pero lo único que había sobre la madera de la mesa era un par de envolturas de caramelos.

Suspiró con frustración y hasta dio una patada al piso.

Miró en todas las sillas, forzando al máximo su vista, y deseando lentes de visión nocturna al mejor estilo de los detectives.

Al no encontrar nada en la cocina, se dirigió a la sala. Faltaban veinte minutos para medianoche.

Buscó su mochila con desesperación. Pero ya sabía dónde estaría, incluso antes de entrar en la casa.

Sintiéndose una total intrusa, subió las escaleras en puntas de pie, rogando que todos estuvieran durmiendo a esa hora.

Tuvo suerte.

Al llegar a la habitación de Avan, entró sin llamar, sabiendo que era inútil y que además haría ruido.

La bendita mochila estaba cerrada, sobre la silla del escritorio, como burlándose de ella y su descuido.

A Olivia le pareció que todo había sido demasiado fácil, solo le quedaba bajar y salir por la puerta trasera otra vez, y eso pensaba, tomando la mochila, cuando la puerta de entrada se abrió.

 

 

 

 

 

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