Offshore

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El encuentro con Guikas ha ido bien, como han ido bien todas nuestras conversaciones desde que sellamos nuestra alianza secreta. Ha escuchado mi informe en silencio y ha esperado a que terminara antes de hacer sus comentarios.

—Otro homicidio que sale de la nada. Porque, si lo he entendido bien, no existe relación entre la naviera y el asesinato. Lo que te comentó el hijo de la víctima sobre los dos accidentes en sus barcos se me antoja totalmente lógico.

—El primer asesinato no salió de la nada —he replicado.

—Esto se lo dices al subdirector general.

Y me ha referido la conversación que ha tenido con él tras la llamada de Sterguiadis. El subdirector ha insistido en que el asesinato de Lalópulos ha quedado resuelto con la confesión de los dos inmigrantes. En absoluto le parecía relevante que hubiera testigos que los habían visto en repetidas ocasiones descargar caiques en Dílesi. Argumentó que esa gente busca trabajo continuamente y que pillan lo que se les ofrece. Al descubrir que en Dílesi había curro descargando barcos, era normal que se ofrecieran. Además, puesto que no tenemos pruebas que demuestren que se relacionaban directamente con Lalópulos en Dílesi, lo más probable es que su presencia allí se debiera a una coincidencia. En consecuencia, no estaba dispuesto a reconsiderar su opinión, salvo que surgieran datos nuevos y muy concretos.

Decido, con el beneplácito de Guikas, dejar de lado esa investigación y no volver a ocuparme del asesinato de Lalópulos. Si mañana las pesquisas de Sterguiadis dan con algún hallazgo suculento, será problema del subdirector justificar lo injustificable.

Ya son las ocho de la tarde pasadas cuando, por fin, puedo volver a mi casa. Cuando estás hecho polvo y arrastras los pies, lo último que quieres oír al meter la llave en la cerradura son gritos y risotadas en la sala de estar.

Por mucho que me alegre de ver a mi hija con Fanis y a Maña con Uli, mi primer impulso es decirles: «Buenas noches» e irme directo a la cama. Sin embargo, ni siquiera llego a desearles las buenas noches, porque Katerina me saluda con un:

—¡Adivina, adivinanza!

—¿Qué quieres que adivine? —pregunto, asombrado.

—Adivina, adivina… —insiste Katerina, acompañada esta vez de Maña.

Miro a la concurrencia por si alguien me puede dar una pista. Adrianí mira la pared de enfrente con indiferencia, mientras que Uli permanece serio y no participa del juego. Sólo Fanis forma parte de la conjura, y es él quien se encarga de informarme.

—Vuestro ministro ha anunciado aumentos de sueldo para los cuerpos de seguridad.

—¿Cuándo lo ha anunciado? —pregunto.

—Acaba de salir en las noticias —responde Katerina.

Me quedo quieto por un instante y los observo de hito en hito, para asegurarme de que no me toman el pelo. Hablan en serio y mi estado de ánimo cambia en un abrir y cerrar de ojos. En lugar de irme a la cama, me apoltrono en un sillón.

—Adrianí, haz una lista de las cosas que nos faltan —digo a mi mujer riéndome.

—No nos falta de nada, Kostas —me responde ella con toda seriedad—. Lo único que necesitamos es poder ahorrar un poquito. En Grecia, la corona de los reyes da prestigio un día y desgracias el siguiente. Por eso, más vale tener un colchón, aunque nunca le tengamos que meter mano. —Luego se vuelve hacia Fanis y le lanza la indirecta—: Para que no se diga que el ejército y los cuerpos de seguridad no son los primeros en recibir aumentos de sueldo. El orden y la seguridad van por delante de la salud —bromea.

—Eso va por ti, que dejaste la policía para trabajar por cuenta propia —dice Katerina a Maña riéndose.

—No os precipitéis —interviene Fanis—. Puede que no seamos los primeros, pero también a nosotros nos aumentarán el sueldo. Lo sabemos de buena tinta, de una fuente dentro del ministerio.

—Ojalá sea así. Dentro de poco podremos mudarnos a un piso más grande —dice Katerina—. Necesito con urgencia más espacio para trabajar.

—Y dale… —murmura Adrianí. Todos nos volvemos hacia ella, sorprendidos. No entendemos a qué se refiere—. Así empezó el desastre anterior —nos explica mi mujer—. Cuando llegaba el primer aumento todos se mudaban a un piso en Ayía Paraskeví. Cuando llegaba el segundo, pedían un préstamo para comprar el dichoso piso. Con el tercero se compraban el todoterreno, hasta que todo se fue a pique.

—Mamá, ¿no eres capaz de abrir la boca para decir algo positivo? —se indigna Katerina.

—¿De dónde viene todo ese dinero? ¿Os lo habéis planteado? —se pregunta de repente Uli, que hasta ahora seguía la conversación en silencio. Ahora ya habla un griego impecable, con excepción del acento, que sigue siendo alemán.

Maña lo mira extrañada.

—¿Qué quieres decir? —pregunta.

—¿De dónde viene todo ese dinero? —repite Uli.

—Te pasas el día entero metido en Internet. ¿Y no lees los diarios? ¿No has visto la oleada de inversiones que llegan a Grecia? ¿No oyes cómo aplauden los europeos el éxito de su programa, ahora que hay un gobierno serio en el país? Hemos pasado años buscando un fondo en el que basar nuestro desarrollo, y ahora que tenemos el desarrollo, tú vuelves a remover el fondo. Todavía no has podido deshacerte de tu pesimismo alemán.

—Incluso se han instalado en el país nuevas entidades bancarias —interviene Fanis en apoyo de Maña—. Y vuelven las que huyeron a toda prisa durante la crisis.

—¿Sabéis de dónde vienen esos bancos? —insiste Uli—. He buscado información y no existen ni en Europa ni en los Estados Unidos. Sólo los he encontrado en las Islas Caimán. Los dos bancos nuevos vienen de las Caimán.

—¿Y a nosotros qué más nos da? —se opone Maña—. Si los bancos de las Islas Caimán quieren venir a Grecia, bienvenidos sean. Basta con que traigan sus capitales, que los necesitamos con urgencia.

Al ver que Adrianí se levanta para ir a preparar la cena, la acompaña a la cocina para ayudarla. Katerina las sigue, pero, antes de abandonar la sala de estar, se detiene delante de Uli.

—¿Crees que es dinero negro, Uli?

El joven se encoge de hombros.

—No lo sé. Pero sé que en las Islas Caimán hay, principalmente, dinero negro. El blanco no abunda.

—¿Y por qué iban a traer su dinero negro a Grecia? —pregunta Fanis—. ¿No han encontrado mercados más lucrativos?

Uli vuelve a encogerse de hombros.

—Tal vez porque aquí, con el crecimiento acelerado que vivimos, pueden camuflarlo mejor. O porque les sale más barato el blanqueo.

Fanis lo mira como si le hablara en chino.

—¿Qué quieres decir con que sale más barato? Explícamelo, porque no lo entiendo.

—El coste del blanqueo del dinero puede llegar al cuarenta… —se queda encallado porque no sabe la expresión en griego— per cent —añade al final en inglés.

—El cuarenta por ciento —le dice Fanis.

—El cuarenta por ciento del capital —concluye Uli—. Si aquí el coste baja, digamos que al treinta por ciento, es lógico que traigan sus capitales a Grecia.

Genial, pienso. Y de ese treinta por ciento salen nuestros aumentos de sueldo.

Un pensamiento cruza mi cabeza mientras me dirijo a la mesa para cenar. ¿Sabría todo esto Lalópulos? Valdría la pena investigar sus posibles relaciones con los bancos de las Islas Caimán, pero esto ya no es asunto mío. El caso está cerrado definitivamente para mí.

Adrianí trae la cena y nos sentamos todos a la mesa. A pesar de sus refunfuños, nos sirve también vino para celebrar los aumentos, que equivalen a una especie de cumpleaños.

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