Offshore

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Cuando llego a Jefatura ni paso por la cantina para tomarme un café, porque se me ha metido una idea en la cabeza. Llamo enseguida a Vlasópulos y a Dermitzakis.

—¿Los georgianos tenían teléfonos móviles? —pregunto.

Me miran desconcertados y guardan silencio. Tengo que explicarles lo evidente:

—Que hayan confesado no significa que no debamos seguir indagando hasta concluir la investigación. El cerrajero está convencido de que fue otra persona quien reventó el sistema de seguridad y luego enseñó a los georgianos cómo se hacía. Por lo tanto, es casi seguro que tenían un cómplice, y de algún modo se comunicaban con él.

Vlasópulos llama enseguida a los calabozos.

—No encontraron teléfonos móviles entre sus pertenencias —anuncia tras una breve conversación—. ¿No se habrán quedado en la comisaría de Keratsini?

Ahora le toca a Dermitzakis llamar por teléfono.

—No, esos teléfonos nunca llegaron a Keratsini.

—Esta mañana, al salir de casa, he visto a una inmigrante que mendigaba en la esquina. Tenía un bol de plástico en el suelo delante de ella y al mismo tiempo hablaba por el móvil. ¿Una mendiga tiene móvil y esos dos no? —Como no recibo respuesta, continúo—: ¿Dónde vivían los georgianos?

—En Keratsini —contesta Vlasópulos vagamente.

—Averiguad la dirección exacta y vamos a registrar la casa —les digo—. Y avisad también a Dimitríu.

Si tampoco nosotros encontramos los teléfonos móviles en la casa, nos enfrentaremos al absurdo de que unos asesinos que conservan las armas de su crimen, y hasta las exhiben, hacen desaparecer sus teléfonos. Algo chirría, y más me vale descubrirlo pronto, antes de que el subdirector general pase de elogiar mi chiripa a echarme los perros.

Los georgianos compartían casa en la calle Hydra, que desemboca en la avenida Grigoris Lambrakis. Mi trío de ayudantes y yo nos ponemos en marcha. Vlasópulos llega a la avenida Atenas con la sirena puesta para ahorrarse tiempo y disgustos, y desde allí se interna en el barrio de Sjistó. La avenida Skaramangás está llena de camiones, pero el carril de la izquierda está despejado y no tardamos en llegar a la avenida Grigoris Lambrakis. La calle Hydra se encuentra al principio de la avenida.

Los georgianos vivían en los bajos de un edificio que, a todas luces, era una vivienda unifamiliar a la que le han añadido tres plantas más.

Su piso tiene dos dormitorios separados por un pasillo y, en el fondo, se encuentran la cocina y el cuarto de baño. Salta a la vista que poseían muy pocos muebles. En cada dormitorio hay una cama individual. En la habitación de la derecha veo un armario empotrado, y en la de la izquierda, uno de plástico. Es evidente que una de las estancias era originalmente un dormitorio y la otra una sala de estar, aunque los georgianos usaban ambas como dormitorios. En la cocina hay dos fogones de gas, cuatro platos contados, cuatro juegos de cubiertos y una mesa plegable con sus sillas, también plegables, en medio de la habitación. Encima de la mesa hay un ordenador que posiblemente utilizaban como televisor.

—No tardaremos más de media hora en registrarlo todo —dice Dermitzakis.

Tiene razón, así que me quedo con Papadakis mientras envío a mis otros dos ayudantes a pescar información en las aguas turbias del barrio, a ver si pillamos alguna caballa, porque dudo de que encontremos corvinas.

Yo me encargo de registrar una de las habitaciones mientras Papadakis hace lo mismo con la otra. En el armario apenas hay nada: pocas prendas, entre ellas algunos calzoncillos. Abro una maleta que está junto a la cama, pero tampoco allí encuentro nada significativo. Por último, rebusco entre las sábanas de la cama y debajo del colchón, con resultados nulos. No encuentro móviles ni nada que nos dé ninguna pista.

—¿Puede venir un momento, comisario? —me llama Papadakis desde la otra habitación.

—¿Has encontrado algún teléfono? —pregunto desde la puerta.

—No, pero sí esto.

Me enseña un periódico abierto por la tercera página. En el centro de la página hay una fotografía del barco de West Shipping que se hundió en aguas de Odesa. A su lado, dos fotografías: la de Stéfanos Jardakos y la de su hijo, Kleanzis.

—Lo más probable es que compraran el periódico para ver la fotografía de Jardakos y así poder reconocerlo —deduce Papadakis.

—Tal vez, aunque es sólo una conjetura. En primer lugar, debemos averiguar si saben leer griego. Si no, ¿por qué comprar el periódico? —Doblo el diario para ver la primera plana. En el faldón hay una pequeña nota sobre el siniestro en el carguero que remite a la página tres—. Si vieron la noticia en la portada, no fue en los quioscos porque, tal como colocan los periódicos, sólo se ve la mitad superior de las portadas.

Saco el móvil y llamo a Vlasópulos para que pregunte en los quioscos y en los comercios de la zona si conocían a los dos georgianos y si estos solían comprar la prensa.

—¿Para qué necesitaban el periódico? —Papadakis va más allá—. Veían la televisión, les bastaba con ver las noticias. Seguro que hablaron del suceso.

—Para empezar, los dos trabajaban y quizá no estaban en casa a la hora de los noticiarios. Además, con el periódico en la mano podían estar seguros de identificar bien al padre y al hijo. Sólo viéndolos en la tele, podrían equivocarse de víctima.

Suena el timbre de la casa y aparece Dimitríu. En cuanto entra, me hace su pregunta de costumbre:

—¿Qué estamos buscando?

—En teoría, todo y cualquier cosa. En realidad, sólo huellas dactilares. Lo demás ya lo hemos registrado nosotros y no hemos encontrado nada.

Dimitríu recorre el piso con la mirada.

—Vale. Está chupado. En un par de horas, como mucho, habremos terminado —comenta.

Papadakis y yo nos quedamos de pie observándolos, porque no tenemos nada mejor que hacer, hasta que aparecen Vlasópulos y Dermitzakis.

—En el barrio nadie los conocía bien, sólo de vista —dice Dermitzakis—. En general, los tenían por gente pacífica. No se relacionaban con los vecinos, y tampoco causaban problemas. Algunos no alcanzan a comprender qué les dio de repente para acabar sacando los cuchillos.

—Por casualidad, ¿alguien los ha visto hablar por el móvil?

—El quiosquero —me contesta Vlasópulos—. Él ha visto al taxista hablar por el móvil muchas veces.

Esto confirma que al menos el taxista tenía teléfono móvil y lo hizo desaparecer.

—¿Leían los periódicos? —pregunta Papadakis.

—No, el quiosquero ha sido categórico en eso —me dice Dermitzakis—. Normalmente compraban tabaco, a veces alguna otra cosa, pero los periódicos ni los miraban. Ni siquiera la prensa deportiva.

Ahora tenemos una imagen más clara de la situación, me digo, y me animo a empezar mi razonamiento por lo más fácil. Me parece obvio que alguien entregó el periódico a los georgianos, para que estudiaran la fotografía de Jardakos y pudieran reconocerlo. Es decir, quien les dio el periódico era griego o alguien que sabía griego.

La historia de los teléfonos móviles resulta más complicada. La única razón por la que se han deshecho de ellos es para que no podamos investigar las llamadas que recibían ni las que hacían: así no averiguaremos con quiénes hablaban ni, en última instancia, quién era su cómplice. Porque ahora ya no me queda ninguna duda de que tenían uno, como mínimo, para que los ayudara a abrir la puerta de Jardakos. El problema es que, sin los números de móvil, nos será difícil averiguar nada. Además, los teléfonos podrían estar a nombre de otros.

Decido volver a Jefatura para interrogar de nuevo a los georgianos. No es que albergue grandes esperanzas de conseguir que levanten la liebre, pero es lo único que puedo hacer.

La vuelta a Atenas resulta fácil, porque sólo hay tráfico en dirección al Pireo. Nos quedamos un poco atascados en la avenida Atenas, pero tardamos mucho menos en llegar a la avenida Alexandras de lo que nos ha llevado, a la ida, llegar al barrio de Keratsini.

Voy directo a la sala de interrogatorios mientras Dermitzakis avisa para que nos lleven a los georgianos.

Cuando ocupan sus asientos frente a nosotros, nos miran serios y en silencio.

—¿Dónde están vuestros teléfonos móviles? —pregunta Dermitzakis—. No los llevabais encima cuando la policía os detuvo en Keratsini y tampoco los hemos encontrado en vuestra casa. ¿Qué habéis hecho con ellos?

—Yo no tengo móvil —responde Samir, el que trabaja en el mercado de frutas y verduras—. Lo que gano no da para comprar uno.

—Yo tampoco tengo —lo secunda Simón.

—Déjate de cuentos —le digo a este—. El quiosquero de la esquina te ha visto hablar por el móvil. ¿Qué habéis hecho con vuestros teléfonos?

—Pues no tengo —insiste el taxista—. El taxi está conectado a una centralita de teletaxi, no necesito móvil. ¿Por qué iba a comprarme uno? A lo mejor algún día usé el móvil de un compañero y el quiosquero me vio y pensó que era mío.

—¡Basta de sandeces! —les grita Vlasópulos—. Os habéis deshecho de vuestros móviles para que no podamos comprobar las llamadas y descubrir si teníais cómplices.

Los georgianos intercambian una mirada de interrogación.

—¿Cómplices? —pregunta Simón.

—Otros que os ayudaron a matar a Jardakos.

—Si ya os lo hemos dicho… —se queja Samir—. Fuimos a ver a Jardakos solos, para pedirle dinero para la mujer de nuestro amigo que murió en Thailand. Él no quiso darnos el dinero y nosotros lo matamos. No había nadie más con nosotros.

—Sí había alguien más: el que os ayudó a forzar la entrada —replico—. El cerrajero nos dijo que la cerradura era muy sofisticada y que debió de abrirla alguien que entendía de sistemas de seguridad. El cerrajero nos dijo también que, cuando os pidió que abrierais la puerta, vosotros a duras penas supisteis hacerlo. Alguien os enseñó cómo abrirla y vosotros tratabais de recordar sus instrucciones.

—La abrimos solos —insiste Samir—. Lo que ocurre es que no era fácil recordar cómo lo hicimos, teníamos prisa. Pero lo hicimos solos.

Sé que, por mucho que los presione, seguirán insistiendo en su confesión inicial. Por eso cambio de rumbo y saco el periódico.

—¿De dónde sacasteis este diario? —les pregunto.

—Lo compré yo en el mercado cuando me enteré del incendio. Quería saber qué le había pasado a mi amigo —contesta Samir sin vacilaciones.

—¿Sabes leer en griego? —le pregunto—. A ver, lee un poco.

—Pedí a uno del mercado que me lo leyera.

—¿Cómo se llama? —insisto.

—Un tal Yannis, Yannis no sé qué más —me responde—. Allí nos conocemos por nuestros nombres de pila.

Intenta localizar a un tal Yannis en el mercado de frutas y verduras, que encontrarás a cuarenta y cinco con ese nombre. Y, aunque lo localicemos, es poco probable que recuerde algo tan irrelevante para él en medio del tráfago del mercado.

—Oye, ¿dónde está tu permiso de conducir? —pregunta Papadakis a Simón de repente—. No lo llevas encima y tampoco lo encontramos en tu casa. ¿Dónde lo guardas?

—En el taxi —contesta Simón.

—¿Y dónde está el taxi?

—No lo sé. Lo conducimos dos y no sé dónde está ahora el otro taxista.

—Muy bien, danos la matrícula para que lo localicemos y busquemos el carnet, así completaremos los datos de tu ficha —insiste Papadakis. Anota la matrícula que le da el georgiano y luego se dirige a mí—: No tenemos más preguntas, señor comisario. Que vuelvan al calabozo hasta que preparemos el expediente y los pongamos a disposición del juez instructor.

Por el tono de su voz me doy cuenta de que está tramando algo y mando a los georgianos de vuelta al calabozo.

—¿Para qué quieres el permiso de conducir? ¿Tan importante es? —le pregunta Dermitzakis cuando los acusados ya se han ido.

—No me interesa el carnet, sino la matrícula del taxi —explica Papadakis—. Con la matrícula podremos encontrar al propietario del vehículo y puede que, a través de él, averigüemos el número del teléfono móvil del georgiano. Porque seguro que se comunicaban con los móviles.

—Te felicito, Papadakis —le digo, admirado—. Buena idea.

Mis otros ayudantes no dicen nada porque, como es sabido, en Grecia el éxito de uno es la contrariedad del otro.

Tardamos media hora en localizar el taxi con la ayuda de la Dirección General de Tráfico y, acto seguido, nos ponemos en contacto con el propietario.

Dejo la pesquisa en manos de Papadakis, ya que la idea ha sido suya. Pronto aparece con la matrícula del taxi.

—El propietario dice que se comunicaban a diario con los móviles —anuncia.

Doy el número del móvil de Simón a Kula, para que solicite al operador la lista de llamadas del taxista. Mando a mis otros dos ayudantes al mercado de frutas y verduras con la esperanza de que puedan averiguar el número del móvil de Samir, y subo al despacho de Guikas para informarle.

—Dichosos los ojos —me saluda sonriente—. ¿Tan complicado resulta un caso en que los asesinos han confesado y se han encontrado las armas del crimen?

Lo pongo al día y le comento qué pormenores han quedado esclarecidos y cuáles siguen pendientes de elucidar.

—Estupendo, ya podemos informar al subdirector general antes de que empiece a refunfuñar —me dice Guikas, satisfecho.

—Le informaremos, aunque sin hablar del teléfono móvil, porque podría pararnos los pies, como hizo en el caso anterior —argumento.

Guikas reflexiona unos segundos.

—De acuerdo —dice—. Le informaré yo por teléfono y le diré, sin entrar en detalles, que nos disponemos a mandar a los culpables al juez instructor.

Salgo contento del despacho de Guikas porque, al menos en esta ocasión, he podido neutralizar el freno de mano del subdirector.

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