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Capítulo 6

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Era una tira de fotos hechas en un antiguo fotomatón. Una tira de cuatro fotos de tres jóvenes dentro del cubículo. Karina estaba en el centro, haciendo muecas, mientras que dos chicos morenos intentaban colarse en la foto por los lados.

En la última uno de los chicos había ganado. Tenía la cara delante de los otros dos, sonreía de lado hacia la cámara y hacía la señal de la victoria con los dedos.

«Yo, Mohamed F. y Fawad en el verano de 1996».

Pensó que Karina debía de ser zurda. Su letra se inclinaba con fuerza hacia la izquierda, y en algunos lugares del álbum su mano había arrastrado la tinta.

Hasta ese momento solo había tenido un nombre, un nombre de pila. Ahora tenía dos nombres de pila, una inicial y una foto bastante buena.

Resultaba casi increíble.

Unos meses antes toda la sección había sido invitada por la policía judicial a una jornada informativa sobre los adelantos tecnológicos en la lucha contra el crimen. Estaban montando un centro nacional de investigación biométrica. Codificando las fotos de cerca de ciento setenta mil delincuentes que la policía ya tenía en su base de datos, dentro de poco podrían contar con un instrumento eficaz para dificultar que delincuentes fichados pudieran cruzar fronteras nacionales.

Reconocimiento de rostros, tan sencillo como eso, y habían llegado muy lejos. El sistema ya estaba en uso para reconocer gente basándose en una foto. Uno de los investigadores, un tipo robusto que llevaba treinta años en el cuerpo, había explicado que el mayor avance se produjo cuando los norteamericanos se decidieron a compartir con más generosidad sus conocimientos de biometría.

Eran impresionantes, les explicó abriendo mucho los ojos.

El pequeño programa informático de Henrik no era para nada tan avanzado. Lo había comprado en internet para instalarlo en el iPad, sin estar muy seguro de para qué lo iba a utilizar. Los primeros días se había divertido escaneando fotos de sus compañeros de clase de su álbum escolar para ver adónde habían ido a parar. Disfrutó viendo que su mayor acosador en el colegio pesaba cerca de doscientos kilos y estaba incapacitado. Antes de cumplir los treinta. Era evidente que tenía mucho tiempo libre para dedicarlo a Facebook y que no se avergonzaba de su aspecto grotesco.

La app de Henrik, que le había costado menos de trescientas coronas, reconocía a gente en la red. En otras palabras: dependía de que hubiera fotos del objetivo sin proteger en internet. Redes sociales para la mayoría, artículos de prensa para unos pocos.

El sistema de la policía partía de una base de datos de delincuentes. Si Mohamed F. se había ganado un lugar en ella, Henrik podría llamar al amable agente de la policía judicial al día siguiente y pedirle ayuda.

Pero primero probaría con su app.

El iPad estaba en el alféizar de la ventana. Tecleó hasta dar con la pantalla que le indicaba que debía orientar la cámara del iPad hacia la foto que quería comprobar.

Clic.

—¡Vaya! —se dijo.

Pasaron apenas treinta segundos antes de que aparecieran un montón de fotos.

La mayoría de ellas de Instagram.

Su alias era @Fawadman.

Henrik se había equivocado. No era Mohamed quien se había echado hacia delante para robar el primer plano de la última foto. Era Fawad.

No tenía importancia.

En muy poco tiempo tendría el nombre completo de uno de los amigos de Karina durante el verano de su desaparición. Esa misma tarde, si tenía suerte con las búsquedas abiertas que podría hacer desde casa. O como muy tarde al día siguiente, si se veía obligado a utilizar las bases de datos policiales.

Como muy tarde al día siguiente.

Resultaba casi increíble. Agarró el móvil y se dio unos golpecitos en la sien con él mientras murmuraba:

—Llama. Llama, venga.

Pero el móvil no emitió sonido alguno.

Eran varias las razones por las que Silje se había dejado convencer con tanta facilidad de hacer el viaje hasta el PST para ver a Harald Jensen en el valle de Nydalen. La más evidente es que tenía la sensación de que la comisaría se había convertido en una cárcel. Cientos de personas trabajaban a marchas forzadas para encontrar una lógica que uniera dos atentados terroristas y un asesinato que tal vez estuvieran relacionados, o tal vez no.

A veces no sabía muy bien qué sería preferible.

Al menos tenía ganas de alejarse, salir un poco al aire libre. Respirar.

Pero no era lo que había encontrado.

—¿Podría volver a ver el final? —dijo después de que los dos hubieran observado en silencio la imagen parada de Jørgen Fjellstad, alias Abdalá Hasán, durante un rato llamativamente prolongado—. Supongo que este ordenador no está conectado a la red.

—¿Quiénes te crees que somos? —dijo Harald Jensen desanimado, haciendo retroceder la grabación un par de minutos—. En el Ministerio de Justicia ni siquiera lo miraron. Nos hicieron seguirlo directamente cuando vieron que el envío era un USB sin marcar. Por supuesto que les informamos inmediatamente de cuál era su contenido.

El fondo era el mismo que en los vídeos anteriores. Al menos también era blanco y neutral. Jørgen llevaba la misma ropa y el pañuelo delante de la boca, y la cicatriz indisimulada de la frente seguía destacando de forma absurda.

El tiempo de los kuffar ha pasado. Nuestras hermanas son violadas por los kuffar. Nuestros hermanos son asesinados por los kuffar. En lugar de protestar por ello, en lugar de reconquistar Al Quds, nos dejamos humillar en Kuwait, Arabia Saudí y Egipto. En todo Occidente. Consentimos que noruegos y daneses humillen al Profeta, la paz sea con él. Pero ha llegado la hora. Hemos mostrado a Noruega lo que somos capaces de hacer. No busquéis la amistad de los kuffar porque su tiempo ha pasado. Noruega aún no ha visto lo que está por venir. Lo que llegará, lo que es, todo es yihad. Todos estamos obligados a vengarnos. Y la venganza llegará. Allahu akbar.

—Los kuffar son los infieles —dijo Silje—. Pero ¿qué quiere decir Al Quds?

—Jerusalén. Las chorradas habituales de la yihad, Jerusalén será reconquistada.

—Esa retórica se repite en los tres vídeos. Pero las películas sí que son distintas entre sí. En la primera, después del ataque al ISAN, presume sin medida de lo que supuestamente han hecho. Luego llegó un vídeo en el que todo eran amenazas, se parecía al final de este.

Ella moqueó. La infección de garganta había desaparecido, por suerte, pero había dejado un fuerte catarro.

—Este, sin embargo, es una combinación. Asume la autoría del último atentado, el del restaurante. Además, amenaza con un nuevo ataque.

Ella cerró los ojos y cogió aire como si fuera a estornudar.

No pasó nada.

—Y esta vez parece que debemos temer algo…

Ella dudó y acabó por sacar un pañuelo de papel del bolso.

—… más grande —añadió por fin.

—Estoy de acuerdo. Es… —Harald Jensen se levantó y se llevó las manos a las lumbares—. Da muchísimo miedo —dijo en voz baja—. Sea quien sea el que está detrás de todo esto, la planificación es de una precisión aterradora y de una naturaleza que nunca habría imaginado.

—¿Qué quieres decir?

—El tal Abdalá Hasán… —señaló la pantalla y siguió masajeándose la espalda— ha grabado tres vídeos antes de que le mataran. Por lo menos. Puede que haya más.

—Esperemos que no.

—En dos de los vídeos habla de bombas concretas, haciendo referencia a un lugar. Los análisis que hemos hecho muestran que, para colmo, ¡sabía más o menos cuántos habían muerto! No especifica el número de víctimas, pero todo lo que dice coincide con el hecho de que la bomba de Gimle Terrasse se llevó muchas más vidas por delante que la de La Hierba Más Verde.

—La bomba que pusieron en el ISAN era más potente.

—Sí, y su colocación más sofisticada. Por cierto, ¿habéis avanzado algo en la investigación sobre cuándo la pusieron y cómo?

Silje le observó. Tenía ojeras oscuras y los labios descoloridos y húmedos. Su cabello se veía apagado y bastante graso y tenía el cuello de la camisa rodeado de un cerco oscuro donde estaba en contacto con la piel.

—¿Podríamos dejar eso para luego? —rogó ella.

Él se encogió de hombros.

—Como quieras.

Se dejó caer en la silla otra vez.

—No me cuadra nada. ¿Por qué asesinaron y descuartizaron a Jørgen Fjellstad? ¿Cómo demonios pudo saber con tanta precisión lo que iba a pasar? ¿Y por qué razón no encontramos nada, ni un solo… —golpeó la mesa con los puños cerrados— jodido indicio sobre ese grupo en ninguna parte? Y el tal Arfan Olsen, que rogamos a todos los dioses para que estuviera relacionado de alguna manera con la Verdadera Umma del Profeta, está… —Dio un suspiro largo y desesperado. A Silje le pareció notar que le temblaba la voz cuando continuó—: Está limpio como una patena. Hemos entrado en su piso. No hay nada de interés. Tenemos instalados micrófonos. Nada de interés. Ve programas de televisión corrientes y tiene una correspondencia por correo electrónico más apropiada para incitar al sueño que para reforzar la teoría de que es un terrorista. Pero si ni siquiera tiene ordenador, joder. Solo teléfono móvil e iPad, que utiliza muy poco. Sale de casa a una hora normal por la mañana, pasa el día en la facultad de Derecho, y luego, por si no fuera poco, trabaja a tiempo parcial en una biblioteca. Da paseos por el campo y la montaña. Se acuesta temprano. Le han visitado un par de amigos. Jóvenes noruegos normales y corrientes.

—¿Y si este grupo no estuviera en la red?

Harald Jensen la miró escéptico.

—¿Qué quieres decir con que no están en la red?

Silje se colocó el kleenex debajo de la nariz y se inclinó hacia delante.

—Tu antecesor fue criticado por no haber descubierto a Anders Breivik antes del atentado del 22 de julio. No me pronunciaré sobre si las críticas estaban justificadas… —Arrancó una hoja en blanco de un cuaderno y sacó un bolígrafo de su bolso. Se inclinó, colocó la hoja entre ellos y dibujó una línea a lo largo—. Teníais dos potenciales fuentes de información —dijo, concisa, y señaló una de las columnas—. Sobre todo las abiertas. La actividad de ese tipo en distintas páginas web, su participación en debates. En medios antiguos y nuevos. Gates of Vienna. Document.no, ese tipo. El problema al que os enfrentáis ante esta clase de información es bien conocido: la libertad de expresión.

En el lado izquierdo de la página escribió: INFORMACIÓN ABIERTA Y SEMIABIERTA.

—La libertad de expresión —repitió con insistencia—. En nuestra sociedad occidental uno está autorizado a opinar casi cualquier cosa. Y, además, como tú mismo te preocupaste de dejar muy claro el otro día, esta gente suele ladrar más que morder. Casi siempre, en verdad. Y son muchos. Resulta deprimente que sean tantos. La capacidad que tenéis para controlar a la gente que hace afirmaciones extremas en la red es limitada.

Harald Jensen asintió despacio.

—Y luego está esto otro —dijo Silje señalando la columna en blanco—, la que mencionaste cuando estuvimos con Michaelsen. Todas las palabras de búsqueda que vuestros ordenadores están programados para rastrear. El control de las mercancías que se importan y se exportan. Las rutas de viaje. Los billetes de avión, las solicitudes de visados. Las páginas web que se visitan.

Intentó captar su mirada, pero estaba fija sobre el papel.

—Conexiones —continuó ella—. El control de quién habla con quién. Creo que un colega norteamericano una vez lo denominó «suspicion by association». Si contactas con Krekar tendrás que contar con que te investiguen a fondo. ¿No es así?

Escribió ALARMAS en la parte superior de la hoja que estaba en blanco.

—Vosotros lo llamaréis de otra manera, seguro, pero ten paciencia conmigo. Tenéis vuestros propios sistemas, colaboráis con terceros, y además formáis parte de la cooperación internacional antiterrorista Global Shield.

Harald se rascó despacio la barba incipiente. Seguía sin apartar los ojos de la hoja.

—En cuanto a Breivik, tu predecesor arguyó que solo había hecho una compra sospechosa. Por internet, en Polonia, y por algo más de cien coronas. En otras palabras, demasiado poco…

—Sí…

A posteriori se supo que no era así. El tipo compró ciento cincuenta kilos de aluminio en polvo de otro proveedor polaco poco después. Ciento cincuenta kilos, Harald, un producto químico que es solo uno entre los catorce que Global Shield se esfuerza por vigilar. Un ingrediente importante para la bomba que Breivik tuvo la habilidad de distribuir en varias entregas y que él mismo iba a buscar a las oficinas de una mensajería en algún lugar de Suecia.

—¿Adónde quieres ir a parar?

Por primera vez pareció estar más molesto que frustrado.

—Tres factores, Harald, que podrían haber servido para detenerle.

Levantó tres dedos en el aire.

—Todas las cosas horribles que consultaba en internet. Por desgracia, eso no hizo saltar ninguna alarma.

Dobló el dedo índice sobre la palma de la mano.

—Que comprara una pequeña partida de productos químicos en Polonia de la que Aduanas sí que os avisó. En aquella ocasión os pareció demasiado intrascendente para reaccionar.

Dobló otro dedo más.

—Y una compra bastante sustancial de un ingrediente básico para confeccionar una bomba casera con fertilizante de la que no tuvisteis noticia. Por muchas razones. En parte porque se repartió en varios paquetes, en parte porque los recogió él mismo en Suecia. Dado que tanto Suecia como Polonia son países que pertenecen a la Unión Europea, no se hacen declaraciones aduaneras entre ellos. No recibisteis ningún aviso, puesto que pasó la última frontera él solo. Sin que le detuvieran en un control aleatorio.

—Sigo sin tener ni idea de adónde quieres ir a parar.

—¿Y si alguien ha aprendido de él?

—¿Aprendido? ¡Está entre rejas de por vida! ¡Le odia todo el mundo!

—Me temo que no todo el mundo —dijo ella—. Pero esa no es la cuestión. Lo fundamental es que a posteriori han salido a la luz tres factores por los que podría haber sido detectado. ¿Y si esos…? —Agarró la hoja en la que había escrito—. ¿Qué pasaría si esos… auténticos ummas, o quienes sean los responsables, han aprendido a mantenerse alejados de la red? A no comprar nada ahí. No mandar correos ni participar en debates. No alardear de opiniones de manera llamativa. No viajar en avión, no…

—Pero…

Levantó las dos manos para hacerla callar.

—Entonces ¿cómo iban a comunicarse? ¿A planificar? O, sencillamente, ¿cómo demonios iban a encontrarse?

Silje apuntó a la pantalla, donde seguía apareciendo la imagen congelada de Jørgen Fjellstad.

—Para empezar, por ejemplo, por correo. No hay ninguna sociedad occidental que tenga la capacidad de controlar el correo postal a gran escala. No es legal y además habría que destinar muchísimos recursos. El USB llegó por correo. Ninguno de los otros vídeos fue enviado por vía electrónica. Nada se deja rastrear. ¿No ves un esquema que se repite, Harald? Un grupo de individuos que sencillamente han decidido… —dudó un momento, se humedeció los labios y se aclaró la garganta— trabajar offline.

Perder la conexión con la red la volvía loca. Internet era el periscopio de Hanne Wilhelmsen, era así como observaba el mundo sin que el mundo la viera a ella. Ahora llevaba media hora sin conexión. Había dedicado el primer cuarto de hora a reiniciar sus sistemas. Cuando poco a poco quedó claro que era responsabilidad del proveedor que se sintiera indefensa y sola de repente, se enfadó tanto que cerró la tapa del portátil de golpe. La pantalla se rompió.

Afortunadamente, tenía otros dos.

Resultaba imposible dormir.

Eran las once y media y Nefis e Ida estaban durmiendo. Había sido muy agradable estar solas las tres el fin de semana. El sábado habían salido a comer a un restaurante de sushi en Majorstua del que Ida había oído hablar muy bien. Fue la primera vez en cuatro meses que Hanne iba a un restaurante. No es que se hubiera relajado, pero la comida le supo bien.

Y lo habían resuelto en menos de dos horas. El Domingo de Ramos Ida se había empeñado en pintar huevos de Pascua, a pesar de que Hanne le había advertido de que eso se hacía el primer día de Pascua.

Habían competido por hacer el huevo más bonito, y Nefis había ganado, como era habitual. Por unanimidad: nunca había tenido el instinto de dejar que los niños ganaran solo por su corta edad.

Había sido un bonito fin de semana a tres.

Hanne no estaba segura de qué la inquietaba. Por supuesto que los dos ataques la habían afectado, como a todo el mundo, pero Hanne tenía muchos años de experiencia en distanciarse del dolor y la pena ajenos. En la policía, en ocasiones había resultado necesario para poder desempeñar su trabajo. Luego se había convertido en una premisa para sobrevivir.

También había resultado desconcertante volver a ver a Billy T. Pero menos de lo que había temido. No había vuelto a tener noticias suyas después de que la llevara a casa tras el enfrentamiento con Linus el viernes. Ahora se dio cuenta, extrañada, de que apenas había pensado en él en todo el fin de semana. No desde que le habló a Nefis de su visita y dio el asunto por zanjado.

Si lo pensaba bien, Billy T. ya le resultaba indiferente. Hubo un tiempo en el que le importó tanto que llegó a ser peligroso. Nunca nadie que no fuera su familia llegaría a ser tan cercano. Pero ya había pasado, meditó. Los años la habían fortalecido, y el pequeño resquicio que se había abierto en sus defensas cuando llamó por primera vez se había cerrado definitivamente.

Era una sensación reconfortante.

Además, eso permitía que le pudiera ayudar, si llegaba a darse el caso. No creía que fuera así. Si Billy T. siguiera pensando que podía contribuir en algo a descifrar el extraño comportamiento de Linus, no la habría dejado en paz todo el fin de semana.

No podía ser Billy T. quien le impedía dormir.

Era el trabajo. El caso.

A primera hora de la noche había echado un vistazo al resto de las carpetas que le había traído Henrik Holme. No despertaron su interés. Era la desaparición de Karina Knoph la que se había agarrado a ella, la que la tenía atrapada y hacía que en ocasiones se quedara tan absorta que Ida se echaba a reír.

Durante el día Hanne solía estar junto a la enorme mesa del comedor con todos sus gadgets, muchas veces con el gigantesco televisor encendido. Le gustaba recibir varias impresiones de manera simultánea y era capaz de leer un libro, escuchar música y ver una película a la vez. Solo se metía en su despacho cuando era necesario para no molestar a las demás. Tenía entrada desde el recibidor, muy lejos de los dormitorios.

Pero no se sentía a gusto allí.

Por alguna razón, Nefis había decidido decorar la habitación en lo que creyó que era un estilo policial. Las paredes eran de color gris claro. Una de ellas estaba cubierta por un mueble de un tono de gris más oscuro para archivar de todo, con cajones y armarios de metal lacado. Para rematarlo, algunos de los armarios tenían pequeñas llaves, como si alguna vez Hanne fuera a necesitar esconder algo para que no lo vieran Nefis o Ida. Las cortinas eran de una lana gris azulada de finas rayas, de una calidad a la que ningún distrito policial de Noruega podría aspirar, pero que desde luego daba la impresión de seriedad y formalidad.

Hasta el escritorio transmitía una sensación gélida.

Una superficie enorme de abedul claro, con cuatro patas de acero bruñido.

Lo peor era el cuadro que colgaba frente a la estantería. El artista era un norteamericano a quien Hanne nunca había oído mencionar. Cuando Nefis organizó lo que pareció una inauguración oficial del despacho dos años antes, Hanne había conseguido sonreír. Tal vez hasta parecer entusiasmada. Cuando después buscó al artista en internet y se dio cuenta de que los dos coches patrulla en Las Vegas de noche podían haber costado varios cientos de miles de coronas, se sintió tan escandalizada que estuvo a punto de decírselo. Pero solo a punto.

No le gustaba aquella habitación, pero Nefis se la había regalado. Y ahora estaba allí, desconectada del mundo e incapaz de dormir.

Afortunadamente, había ido imprimiendo documentos mientras trabajaba. Se deslizó hasta la impresora y cogió un montón de papeles. Los colocó sobre el escritorio casi vacío y los ordenó.

Cuando se perdió la conexión a internet estaba investigando a Gunnar y a Kirsten Ranvik. Al menos lo había intentado. La pequeña familia de Korsvoll casi no tenía presencia en la red.

Tal vez no fuera extraño que Gunnar no tuviera perfil en las redes sociales, debido a lo que Henrik Holme le había contado de su lesión cerebral. Era probable que, dieciocho años atrás, cuando le golpearon y le dejaron malherido junto al lago Maridal, se publicaran bastantes artículos al respecto en la prensa. Pero en 1996 internet estaba en pañales y Hanne no había encontrado nada al respecto. Lo único que había encontrado sobre Gunnar eran unas clasificaciones de unos concursos de palomas mensajeras en los últimos años. Vio con sorpresa que le iba bastante bien, y separó cuatro hojas.

Había buscado la dirección de Kirsten Ranvik. Solo aparecía un teléfono fijo.

Hanne podría haber pasado sin teléfono móvil sin ningún problema, si no fuera por Ida. Hanne se ocupaba de gran parte de la logística de su hija y necesitaba poder enviar y recibir mensajes rápidos de las madres de sus amigas y de algún que otro padre. Esa era la única utilidad que le daba. Pero que una mujer con un trabajo a jornada completa y con la responsabilidad de ocuparse de un hijo discapacitado no tuviera teléfono móvil resultaba llamativo.

Hanne dejó la hoja con los datos relativos a fiscalidad, dirección y teléfono en una esquina de la mesa. En la parte de arriba escribió: «Pedir a HH que compruebe posibles hermanos».

Kirsten Ranvik tampoco estaba en redes sociales. Al menos no con su propio nombre. Encontró una foto en la cuenta de Facebook de la biblioteca Deichmann. Era de un encuentro en la biblioteca de Nordtvet, en el valle de Groruddalen, donde era evidente que trabajaba. Hanne observó la foto que había copiado de la pantalla e impreso.

Kirsten Ranvik era una mujer menuda. En la foto parecía tensa, casi atemorizada, con las manos unidas y apretadas contra el pecho. Estaba a la izquierda de un grupo de cinco personas y, mientras el resto sonreía a la cámara, Kirsten Ranvik estaba seria y miraba de soslayo al suelo. Parecía querer salirse de la foto.

Una foto de una velada dedicada a la novela negra en Nordtvet en el año 2013 era el único rastro de la madre de Gunnar Ranvik en las redes.

También resultaba curioso.

Por los años que llevaba Hanne en Facebook con once perfiles ficticios, dos en Twitter y cuenta tanto en Instagram como Snapchat, sabía que había montones de bibliotecarios. Al parecer, la afición a los libros era un signo de distinción en el ciberespacio. Al menos entre los que afirmaban serlo.

Hanne suponía que a Kirsten Ranvik también le gustaban los libros, pero no presumía de ello en las redes.

No estaba allí.

Pero había pertenecido al Partido del Progreso.

Eso se veía en un PDF que Hanne había encontrado. El artículo había aparecido en Progreso, la revista del partido, en 2003. Un breve y alegre artículo del que se deducía que a Kirsten Ranvik le gustaban los pájaros y las flores silvestres. La repostería casera y los paseos por los campos de nuestro Señor. Los libros, por supuesto, en especial los clásicos. Una vez había llegado hasta la última pregunta del concurso Doble o nada. Con el tema La bendición de la tierra de Knut Hamsun, un tema tan minoritario que a Hanne le extrañó que lo hubieran reconocido como una categoría en sí. Kirsten Ranvik casi lo había logrado. Una pena, claro, haber perdido en la última pregunta, que había sido el apellido del personaje Barbro. Pero había sido muy satisfactorio llegar tan lejos, afirmaba Kirsten Ranvik sonriente delante de un rosal de su jardín.

El artículo tenía como finalidad presentar a una de las que el periodista llamaba las «esforzadas fieles». En otras palabras, las que iban de relleno en las listas, descubrió Hanne muy pronto. El partido le había pedido que presentara su candidatura a las elecciones municipales de aquel año. En el lugar número doce, a años luz de cualquier posibilidad de salir elegida. Y no lo fue.

Desde 2003 la red no había vuelto a mencionar a Kirsten Ranvik, salvo por la foto de la velada de novela negra.

Curioso, pensó Hanne, y siguió pasando páginas.

El Partido del Progreso había llegado a ser un partido de gobierno y tenía muchos seguidores. Pero no dejaba de ser extraño que una bibliotecaria eligiera un partido que nunca había destacado por defender los principios de las bibliotecas públicas. Hanne creía recordar haber leído un artículo que destacaba que la gente del mundo de la cultura solía votar al Partido Laborista o a la izquierda.

Pero había excepciones, por supuesto.

Estaba claro que Kirsten Ranvik era una de ellas.

La biblioteca de Nordtvet no tenía su propia página web, solo una pestaña bastante aburrida bajo la principal de Deichmann. No había ningún listado de empleados. Cuando Hanne le pidió a Henrik que localizara a Gunnar la semana anterior, habían concluido que la madre de Gunnar seguía en activo mediante una sencilla búsqueda en las listas del Ministerio de Hacienda. Ya en la documentación policial de 1996 constaba que era bibliotecaria. Después de más de una hora buscando en la red seguía sin saber de ella mucho más que eso.

Que trabajaba en la biblioteca de Nordtvet.

Hanne volvió a amontonar los papeles y los dejó en uno de los armarios del feo y pesado mueble de la pared. Debería intentar dormir.

Se deslizó hasta el iMac para apagarlo. Casi por costumbre intentó abrir la página digital del diario VG. Echar un vistazo a dos o tres periódicos solía ser lo último que hacía antes de irse a dormir.

Volvía a tener conexión a internet.

Menos mal. Sintió una sensación de alivio casi física al volver a tener la posibilidad de observar un mundo que no podía devolverle la mirada.

Y estaba más despierta que nunca.

Solía haber poco que leer a esas horas de la noche. Tenían poco personal de guardia en los medios, y apenas publicaban noticias nacionales. Pero VG llevaba un asunto político en portada, a pesar de que era casi la una de la madrugada. Entró en la página.

«Cancelad el Diecisiete de Mayo», proclamaba el titular.

El diputado Fredrik Grønning-Hansen escribe esta noche en su cuenta de Facebook que la celebración del bicentenario de la Constitución debe cancelarse. «Sería demasiado arriesgado dejar que cientos de miles de personas, muchas de ellas niños, se reúnan en el centro después de los dos atentados terroristas que ha sufrido nuestra ciudad», dice entre otras cosas. También afirma que «los musulmanes, invitados a nuestro país por ingenuos supuestos benefactores durante años, nos han robado la posibilidad de celebrar la mayor fiesta de la paz, la libertad y las ideas liberales».

El diputado Alfred Skogesen, del Partido Laborista, dice en un comentario que esto es inflar la crisis de la manera más infame: «Es precisamente en tiempos como estos cuando hay que demostrar que estamos unidos como nación, cristianos, musulmanes, ateos y todos los ciudadanos. No hay ninguna razón para pensar que la celebración será más peligrosa que otros años. Y la vida tampoco está exenta de riesgos».

Hanne se quedó mirando la foto de Fredrik Grønning-Hansen. Le recordó a un oficial de la Gestapo, pero puede que solo fuera porque el tipo le disgustaba. Porque llevaba el pelo liso peinado con raya al lado y siempre parecía que acabara de cortárselo un peluquero castrense. Tenía los ojos estrechos y desconfiados. Hanne nunca había visto una foto suya en la que diera la sensación de estar a gusto. Estar contento. Nunca le había oído decir algo bonito. Sobre nadie.

El Diecisiete de Mayo, pensó unos instantes antes de apagar el ordenador y deslizarse hacia la puerta. Desfiles de niños y caos en Oslo. Helados y niños perdidos. Globos, banderas, bandas de música y la familia real en el balcón de palacio. Autoridades caminando al frente de los desfiles.

Había que reconocerlo: por una vez Grønning-Hansen tenía razón.

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