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Capítulo 8

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El detective había intentado protestar de todas las maneras posibles, pero al final se plegó a los deseos del subdirector de la policía y salió por la puerta visiblemente irritado cuando el capitán por fin entró en la sala de interrogatorios.

—Me alegro de que pudieras venir —le dijo Håkon Sand al hombre de uniforme indicándole la silla del otro lado de la mesa—. Siéntate.

Peder Ranvik sonrió con la misma rigidez con la que se movía.

El uniforme estaba impecable, el cabello ni demasiado corto ni demasiado largo. Era rubio, oscuro y denso, al igual que la barba recortada. Se sentó y dejó la boina granate sobre la mesa.

—El subdirector de la policía —dijo respetuoso señalando los distintivos del uniforme de Håkon—. No creí que con un puesto como el tuyo te dedicaras a tomar declaraciones.

—También soy el responsable de la sección de Delitos Violentos. Y fui detective antes que abogado policial. Estamos en una situación excepcional, por no decir otra cosa. También soy sargento, en la reserva. Y me interesa mucho este caso.

—Comprendo —asintió Peder Ranvik—. Ninguna tarea es demasiado insignificante ni demasiado importante. Como debe ser.

A Håkon no le gustó el capitán.

Sintió por él una antipatía tan repentina y violenta que no supo por dónde empezar el interrogatorio. Manoseó un bolígrafo y comprobó el funcionamiento de la grabadora. Se pasó un dedo por el nudo de la corbata para aflojarlo. Verificó la grabadora una vez más y carraspeó.

—Me gustaría que empezaras por informarme de cuáles son las tareas que tienes asignadas en la actualidad —dijo por fin—. Brevemente.

—Soy capitán del comando especial de Defensa.

Se quedaron en silencio durante unos segundos.

—Pues sí, eso ha sido breve.

Håkon se metió el bolígrafo en la oreja con aire distraído.

El capitán tenía la mirada clavada en un punto por encima de su cabeza, como si se tratara de una entrevista hostil.

—Lo lamento —dijo—. Desafortunadamente no me está permitido dar más datos sobre las tareas que tengo encomendadas. Pido que se respete esta circunstancia.

Håkon asintió distraído y se inclinó sobre sus papeles.

—Y el martes 26 de julio de 2011, en el campo de maniobras de Defensa en la región de Åmot, ¿cuál era tu función?

—No es mi intención mostrarme difícil. Pero también me es imposible responder a esa cuestión. Información confidencial.

Al menos en esta ocasión el hombre le miró y su mirada parecía querer decir que lo lamentaba. A Håkon no le cayó mejor por esa razón, pero seguía sin comprender a qué se debía la intensa sensación de antipatía que le provocaba.

—Debes saber —dijo poniendo la palma de la mano sobre la carpeta con estampado de camuflaje que le había entregado Gustav Gulliksen— que Defensa nos ha hecho entrega de una serie de documentos relativos al caso. Y en ellos consta que eras responsable de unas prácticas de sabotaje en las que…

Sacó unas páginas de la funda y se bajó las gafas de la frente a los ojos.

—… debías colocar explosivos para volar dos viejas grúas de astillero, un granero y un vehículo acorazado. Las grúas debían simular dos puentes provisionales.

Levantó la cabeza y volvió a subirse las gafas.

—Lo lamento —repitió Peder Ranvik—. No dudo que hayas obtenido esa información de manera legal. Pero ninguno de mis superiores me ha liberado de la obligación de preservar la confidencialidad.

—Pero si te estoy diciendo que…

—No es mi intención interrumpirte —le atajó el capitán—. Pero me importa muy poco de qué documentos dispones. Salvo que uno de ellos sea una declaración firmada que me libere del deber de mantener la confidencialidad.

Cruzó las piernas.

—Y puede que ni siquiera eso me hiciera dar a conocer información reservada. Tengo la obligación de valorar por mí mismo si algo puede resultar perjudicial para Defensa. Para la nación.

Håkon intentó disimular su asombro.

Sin éxito.

—Te seré franco —dijo incrédulo inclinándose hacia delante mientras apuntaba a Peder Ranvik con el bolígrafo—. Se te ha convocado con la autorización de tus superiores. Se te ha informado al detalle de qué era lo que queríamos saber. No puedes…

—Lamento —dijo el capitán levantando la mano derecha— tener que interrumpirte de nuevo. Que tú o vosotros no tengáis claros los detalles formales de esta declaración antes de hacerme venir, no es mi problema. Lo que sí que sería mi problema sería hablar abiertamente con terceros sobre lo que hice entonces y lo que hago ahora como capitán de las fuerzas especiales de Defensa sin que se haya autorizado debidamente. Desde las instancias más elevadas. Creo que tú como…

Esbozó una sonrisa y a sus ojos asomó por unos instantes un destello que Håkon interpretó como desprecio.

—… sargento en la reserva tal vez deberías comprenderlo.

—Y mi problema es que al menos setenta kilos de C4 del tipo empleado por la OTAN han caído en manos de terroristas. Y de ellos al menos treinta y cinco kilos siguen por ahí perdidos mientras que los otros treinta y cinco han quitado la vida a veintinueve personas y herido a Dios sabe cuántas más.

—Ese es tu problema —asintió el capitán dándole la razón—. Y en ese sentido cuentas con toda mi comprensión. Todos estamos preocupados por la situación.

Håkon sacó la cajita de tabaco de mascar. La puso sobre la mesa y se tomó su tiempo para dejar bien compactada una dosis que introdujo con gesto rutinario bajo el lado derecho del labio superior. Cuando terminó, le puso la tapa a la cajita, se la metió en el bolsillo y se frotó las manos. A continuación se pasó los dedos por el cabello. Despacio, con la mirada fija en la mesa.

—Tuviste a varios sospechosos en el punto de mira.

—Como ya he dicho no puedo…

—Cállate.

Se quedaron en silencio unos instantes. Håkon creyó ver que el capitán Ranvik ponía la espalda aún más recta que antes.

—Por lo que deduzco de estos documentos fuiste el único que reaccionó negativamente cuando se decidió no dar parte a la policía. Fuiste un… incordio para la cúpula de Defensa, por lo que puedo ver. Reconozco tu mérito por eso. Insististe en que los investigadores militares deberían fijarse sobre todo en dos personas.

Håkon se tiró del cuello de la camisa con tanta fuerza que el primer botón se soltó y cayó al suelo.

No pareció darse cuenta y siguió sin inmutarse:

—Un…

Mientras dejaba que su mirada recorriera los papeles se aflojó tanto el nudo de la corbata que parecía volver de una fiesta de madrugada.

—… tal Sverre Brande. Sargento de Ingeniería. ¿Por qué él? No, mejor…

Se desabrochó los gemelos de la camisa del uniforme. Se remangó despacio hasta los codos. Luego enlazó las manos y miró fijamente al obstinado capitán.

—No quieres responder, claro —dijo—. Y tampoco quieres contestar a por qué tu principal sospechoso…

Volvió a bajarse las gafas hasta colocárselas en la nariz.

—… Abhai Kaur, era uno de los que creíste que podían ser responsables.

El capitán Ranvik parecía sentirse cada vez más incómodo.

Seguía impecable en cuanto a la vestimenta y la postura. Seguía teniendo un color de cara favorecedor, como un recuerdo de las que podrían haber sido unas buenas vacaciones de Semana Santa.

Håkon se desabrochó otro botón de la camisa del uniforme. Se le veía la camiseta blanca que llevaba debajo. Tenía un agujerito cerca del omóplato.

Se dio cuenta que el tabaco de mascar empezaba a moverse de su sitio, pero no hizo nada al respecto.

—Abhai Kaur es un sij noruego —dijo Håkon ladeando la cabeza—. Con una hoja de servicios impecable. Actualmente ocupa un puesto en el servicio de inteligencia militar que está a años luz del nivel de seguridad que podamos tener ni tú ni yo.

—De eso no sabes gran cosa.

—Bueno. El tal Abhai Kaur tiene el nivel Cosmic Top Secret. Siento mucha curiosidad por saber por qué querías echar a los perros a un hombre así.

—Era de la opinión de que había razones para investigar tanto a él como a Sverre Brande. No tengo nada más que decir.

—No.

Håkon sonrió y levantó su taza de café, que se había quedado frío hacía rato. A propósito, se derramó un poco sobre la pechera derecha, se bebió el resto y chasqueó la lengua con satisfacción. Al bajar la vista vio que la mancha recordaba a la silueta de África.

El capitán Ranvik carraspeó. Se removió inquieto en su silla. Agarró la boina, acarició la insignia metálica con el anagrama del rey y volvió a dejarla sobre la mesa.

—No manifiestas el debido respeto por tu uniforme —dijo.

Håkon creyó notar tensión en su voz, como si la hubiera elevado un tono de más.

—¿Este?

Håkon se golpeó levemente el pecho, sobre la mancha de África.

—El uniforme es pura fachada. Al menos para los que no estamos en la calle. Ahí sí que cumple una función. ¿Aquí dentro? Una chorrada. Por mí iría en vaqueros y camisa de franela. Creo en el intelecto, no en la ropa.

—Es una manera de verlo, claro.

—Sí. A la mierda el uniforme. Además, hoy es lunes. Permiso para relajarse un poco.

Esbozó una sonrisa tan ancha que estuvo seguro de que el tabaco de mascar había cubierto sus dientes con una capa turbia.

El capitán Ranvik agarró su boina y la dejó en su regazo, como si tuviera miedo de que Håkon fuera a escupir en su interior.

—¿Puedo marcharme?

—No. Todavía no.

Se aflojó aún más la corbata y se la pasó por la cabeza. Se tomó su tiempo para desabrocharse la camisa del todo. Al pasarse las manos por la cabeza una vez más supo que empezaba a parecerse a un Karius entrado en años, o tal vez fuera Baktus, nunca se acordaba de cuál de ellos era el moreno.

—¿Crees en el sistema? —le preguntó.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque si no la sociedad colapsaría. Todos dependemos de que se mantenga el orden. Del sistema y de la obediencia. Fidelidad a las decisiones tomadas.

Håkon abrió los brazos.

—No podría estar más de acuerdo. ¿Me puedo probar tu boina?

—No.

—Eres un poco estricto, capitán Ranvik.

Håkon se puso de pie. Se abrochó la camisa. Se la remetió por dentro de los pantalones y apretó el cinturón. Luego se bajó las mangas y se colocó los gemelos. Cogió la chaqueta del uniforme del respaldo de una silla, se la puso y se abrochó los botones de latón. El feo manchurrón del pecho ya no estaba a la vista. Volvió a ajustarse la corbata, que quedó demasiado apretada y, en opinión de Håkon, muy incómoda. Para terminar, cogió su gorra.

—Dentro de pocos días podremos pasarnos a la gorra de verano —dijo sonriendo—. El primero de mayo. La prefiero. Es blanca. Esta gorra negra de invierno me entristece. Me gusta más tu boina. Un bonito y cálido tono rojizo.

Seguía de pie.

—Deja que me la pruebe.

—No.

Era evidente que el hombre se sentía cada vez más incómodo. Estaba inquieto, y su impecable uniforme parecía estar arrugándose. El cuello se había oscurecido un poco y la boina se había humedecido con el sudor de las palmas de sus manos.

—Como quieras —dijo Håkon Sand, y volvió a sentarse—. ¿Qué pasó con el tal Abhai Kaur?

Peder Ranvik no contestó.

—¿Sabes que fue el rey Olav quien tuvo que tomar cartas en el asunto para que los sij noruegos pudieran hacer el servicio militar? —preguntó Håkon inclinándose hacia delante como si fueran a mantener una conversación confidencial—. La cúpula de Defensa se oponía al uso del turbante. Claro. Un turbante no deja sitio en la cabeza para una boina ni otras aguerridas gorras. ¿Sabes lo que ocurrió?

El capitán Ranvik seguía callado.

—El que entonces era ministro de Defensa, Johan Jørgen Holst, acabó tan jodidamente harto de la mala disposición de los generales que fue derecho al rey. Y él se echó a reír. Ya sabes…

Håkon intentó imitar la peculiar risa aguda del monarca fallecido.

—Se rio —repitió poniéndose serio de repente—. Y se preguntó si aquellos caballeros nunca habían oído hablar de la Infantería Ligera de los Sij. En la Defensa británica. Los turbantes no les suponían un estorbo que digamos. Eso hizo que los generales se dieran prisa, no veas. Pero esto podría ser tan solo… —volvió a quitarse la chaqueta y se aflojó la corbata— una leyenda urbana. ¿Qué pasó con Abhai Kaur?

—Me marcho —dijo Peder Ranvik levantándose.

—Me parece que no —dijo Håkon sonriente.

Peder Ranvik ya estaba de pie.

—Siéntate —dijo Håkon.

—Puedo marcharme cuando quiera. Y quiero marcharme ya.

—Me cuesta entender tu poca disposición para colaborar. Siguen por ahí perdidos cerca de cuarenta kilos de tu C4. Sería natural que quisieras colaborar…

—Nunca fue mi C4. Pero estoy de acuerdo contigo. Es muy preocupante que haya caído en las manos equivocadas. Como tú mismo has dicho, hice lo que pude para aclararlo mientras fue asunto mío. Ya no lo es.

Acercó la silla a la mesa con cuidado y se encaminó hacia la puerta, donde se dio la vuelta.

—Tenemos por delante algunas fechas señaladas —dijo inexpresivo—. El 1 de mayo, el 8 de mayo. Por no mencionar…

—El Diecisiete de Mayo —concluyó Håkon cuando el capitán hizo una brevísima pausa—. El mismísimo aniversario de la Constitución. Lo sabemos.

—Tenéis un grave problema —dijo el capitán—. Pero ya no es asunto mío.

Abrió la puerta y a punto estuvo de chocar con un policía que entraba. El agente dejó que Peder Ranvik se marchara y cerró la puerta de golpe a su espalda. Parecía faltarle el resuello cuando se inclinó sobre la mesa dirigiéndose al subdirector de la policía y dijo:

—Otra bomba. Sin detonar de momento. En Sandefjord. Bajo un centro comercial en el corazón de la ciudad. Esto parece no tener fin, Sand. No hay ningún vídeo de momento, que sepan los servicios de inteligencia, la policía de Sandefjord o nosotros. Pero ¿otra bomba colocada en un lugar lleno de gente?

Inspiró con fuerza y exclamó:

—No puede tratarse de una casualidad.

—Soy de las que creen en las casualidades —dijo Hanne—. Casi todo ocurre por pura casualidad. Pero debo reconocer que es extraño.

Acababa de darle a Henrik una versión abreviada de la historia de Billy T. No muy detallada y bastante rebajada. Tan solo el relato de un padre preocupado, un viejo amigo que temía que su hijo hubiera acabado en malas compañías. No había mencionado ni la preocupación previa por una posible conversión ni la evolución tan extraña de Linus durante el último medio año. También había evitado mencionar el hecho de que un reloj que el chaval había heredado se encontraba en las oficinas del ISAN cuando voló por los aires dos semanas antes.

—Toma —dijo deslizando una bandeja de bollos por la mesa—. Los hizo Ida ayer por la tarde. Están un poco secos, pero échales mermelada.

Henrik cogió un bollo, lo cortó por la mitad y se sirvió mermelada de fresa.

—Estoy de acuerdo —asintió dando un mordisco—. Que la misma bibliotecaria aparezca en su caso y en el nuestro se pagaría muy bien en las apuestas. Ese amigo tuyo… ¿es policía?

—¿Por qué me haces esa pregunta?

Henrik masticó, tragó y pegó otro mordisco.

—Bueno… Tú no parece que te muevas mucho, ¿no? No eres muy sociable, igual que yo.

Sonrió.

—Por eso pensé que tal vez se tratara de un compañero. De tu vida anterior, tal vez. Cuando no estabas en esa silla. ¿Es así?

—No eres tonto, no, Henrik.

—Pero si jugáramos con la idea…

—Henrik…

—Lo sé —dijo con la boca llena—. No podemos especular. Ni construir hipótesis antes de que tengamos algo más en lo que basarlas. Pero si nos permitiéramos hacer un pequeño experimento…

Ella volvió a mirarle por encima de las gafas, pero al menos no dijo nada.

—Si no es casualidad que esté involucrado en un caso que tiene que ver con la extrema derecha…

—Supuesta extrema derecha —le corrigió Hanne—. Muy probablemente una imaginaria derecha radical. No tengo ninguna base para creer que las… especulaciones de mi amigo tengan base.

—Vale. Pero si tuviera razón, sería curioso ver qué similitudes puede haber entre nuestros casos. El nuestro y el de… ¿cómo se llama tu amigo?

—Da lo mismo.

—Vale. Perdona.

—Ninguna.

—¿Qué?

Henrik dejó el último pedazo de bollo y deslizó las manos bajo los muslos.

—No tienen nada en común —dijo Hanne.

—Ya.

—¿Qué?

Henrik se atrevió a meterse en la boca el último pedazo de bollo antes de volver a inmovilizar sus manos.

—¿Recuerdas que te dije que Gunnar era racista?

—Es retrasado, Henrik. Y si que no te gusten los paquistaníes es suficiente para ser considerado racista, este es un país de racistas.

—Lo somos.

Sintió deseos de corregir su uso de la palabra «retrasado», pero no se atrevió. A pesar de que se sentía mucho más seguro con Hanne que doce días antes, seguía temiendo que se cansara de él. Que le pidiera que se marchara, como siempre acababa haciendo, tarde o temprano.

Preferiría que fuera tarde, y no dijo nada.

Hanne se inclinó y sacó una delgada carpeta metida en una funda roja de plástico. Henrik por fin había podido comprobar que tenía una cesta bajo el asiento, con capacidad para el ordenador portátil y bastantes cosas más. Viendo todo lo que escondía en el pequeño compartimento, era como si tuviera el bolso de Mary Poppins debajo del trasero.

—Creo que tal vez deberías investigar un poco más a la tal Kirsten Ranvik —dijo Hanne—. Me temo que puedes ir olvidándote de internet. Ya he mirado por todas partes y esto es todo lo que he encontrado.

Deslizó la carpeta hacia él.

—Y esa visita tuya a Ullersmo tampoco nos proporcionó mucho para seguir investigando —prosiguió—. Probablemente esto también sea una pérdida de tiempo, pero dedícale un día o dos a esta señora. Empieza a resultar interesante. Que su hijo quedara discapacitado por obra de dos paquistaníes noruegos a los que no pillaron sería suficiente para convertir a más de un racista de andar por casa en un fanático. Comprueba si hay algo más en su vida que pueda servir.

—Pero si no hay nada en internet cómo voy a…

—Henrik. Eres policía. Antes también resolvíamos casos. Antes de internet. Resultaba bastante divertido. Pruébalo.

Una señal sin sonido iluminó la pantalla de su móvil. Buscó rápidamente la web del diario VG con el pulgar.

—¡Mierda! —dijo pasados unos segundos.

—¿Qué pasa?

—Otra bomba. En el centro de Sandefjord. Toda la región de Vestfold está en alerta.

El agudo zumbido de la alarma por fin dejó de sonar. Había sido tan intenso que mucha gente había echado a correr para escapar del ruido, sin pensar en cuál sería el motivo de tamaña escandalera.

Desde ese punto de vista las sirenas habían cumplido su cometido.

La plaza de Hval estaba desierta.

Los grandes almacenes de finales de los años ochenta estaban en pleno centro. Un edificio que se abría en varias direcciones sobre un aparcamiento subterráneo al que se accedía desde el sur. Cuando la policía llegó al lugar tuvo mucho trabajo intentando evitar que entrara la gente que quería recoger su coche. Hubo dos hombres de cuarenta y tantos a los que debieron impedir por la fuerza que dieran prioridad a su coche antes que a su integridad física. Estaban retenidos en contra de su voluntad en dos coches patrulla aparcados junto a la zona de seguridad que la policía había acordonado con cinta y caballetes.

Por suerte la policía de Sandefjord tenía previsto un simulacro de emergencia en Torp, el aeropuerto internacional situado a diez kilómetros al nordeste de la ciudad. El simulacro iba a comenzar a las doce en punto, solo un cuarto de hora después de que la alarma saltara en la plaza de Hval.

El padre de un niño pequeño había descubierto la bomba poco después de las once y media. Corría entre cabreado y asustado detrás de un niño de tres años que no parecía entender lo peligroso que era ir solo por la penumbra de un aparcamiento. Le alcanzó junto a la entrada, detrás de tres coches que estaban aparcados tan cerca uno del otro que tendrían problemas para abrir la puerta. El padre respiró aliviado hasta que vio dónde se había sentado el niño. Una caja metálica negra con cables sujetos a un contador digital le hizo conseguir un récord personal en los doscientos metros lisos con niño en brazos.

Gracias al simulacro previsto en Torp un equipo completo de la policía de Oslo, experto en explosivos, llegó al lugar en un cuarto de hora.

Dos hombres estuvieron examinado la bomba durante veinte minutos.

—Joder —dijo uno quitándose el casco.

El otro no dijo nada, pero estiró la espalda e intentó quitarse el casco él también.

El primero volvió a ponerle la tapa a la caja de metal y la levantó.

—¿Me ayudas o qué? Pesa un huevo.

—Un momento —dijo su compañero, se quitó los guantes y sacó una bolsita de plástico de uno de sus numerosos bolsillos—.

Esperemos que esta carta resulte más interesante que el resto del paquete.

Metió la carta en la bolsita y la precintó.

—Me pregunto cuántas falsas alarmas como esta vamos a tener a partir de ahora. Tres baterías de coche usadas y un despertador, no te jode.

—Al menos el simulacro ha resultado de lo más realista —suspiró su compañero—. Ya es algo. Vamos. Saquemos esta chatarra inofensiva a la luz del día.

Aún había luz afuera.

La primavera se hacía esperar, pero los días eran cada vez más largos. Eran las nueve de la noche y a Ida le costaba conciliar el sueño si las cortinas opacas no estaban bien cerradas y aseguradas contra las corrientes de aire.

—La verdad es que Kari Thue cada día tiene mejor aspecto —murmuró Hanne cogiendo una manzana del frutero de la mesa del salón—. Las mejillas sonrosadas y los ojos radiantes. Pero es la única, desde luego.

—Al menos la directora de la policía tiene un aspecto deplorable —dijo Nefis acomodándose en el otro extremo del sofá—. ¿Quieres una manta?

—No, gracias. No me extraña en absoluto que esté cansada.

Señaló la pantalla del televisor. Caroline Bae ya era una mujer grande y robusta cuando hizo su aparición en la vida pública en el otoño de 2011, pero ahora tenía el rostro abotargado. Ni siquiera las maquilladoras del canal de televisión NRK habían sido capaces de disimular las protuberantes ojeras y los dos surcos marcados entre la nariz y la comisura de los labios.

—Dirigir la policía en estas circunstancias debe de ser infernal. ¡Imagínate la cantidad de gente que estarán dedicando a esto!

Hanne rio por lo bajo, casi con malicia.

—Y hasta hoy podían pedir refuerzos de manera más o menos justificada a las ciudades más pequeñas y los pueblos de los alrededores de Oslo. Aunque la bomba de Sandefjord fuera falsa, seguro que ha provocado que ningún comisario o alguacil esté dispuesto a ceder ni un clip a Oslo en las próximas semanas. Ya es bastante complicado coordinar las fuerzas policiales en tiempo de calma, Nefis. Organizar un cuerpo policial muerto de miedo debe de resultar casi imposible.

—¿Están asustados?

—¿Cómo estarías tú? Calla un momento…

—No estoy diciendo nada.

«Tiene que ser posible exigir una respuesta —dijo Kari Thue alterada y con la vista clavada en Caroline Bae—. Varios periódicos informan de que se ha encontrado una carta en la bomba de Sandefjord. ¿Esa carta nos da motivos para preocuparnos?».

Antes de que la directora de la policía tuviera tiempo de contestar, prosiguió:

«¿El numerito de Sandefjord también tenía la intención de provocar miedo? ¿Era un eslabón más del plan de los islamistas para que estemos cada vez más asustados? Nos encontramos ante un…».

Caroline Bae adelantó la barbilla y parpadeó.

«Pido que comprendan que no podemos entrar en detalles al respecto. Tampoco puedo confirmar que se encontrara una carta. Lo único que puedo decir es que la bomba resultó ser…».

Contuvo la respiración y miró a su alrededor hasta recuperar el control y prosiguió:

«No se trataba de una bomba».

«¿Niegas que hubiera una carta? —insistió Kari Thue—. ¿Cuando los diarios VG, Dagbladet y Aftenposten afirman saber de su existencia por fuentes fidedignas?».

«Como ya he dicho, por el bien de la investigación no deseamos…».

«¡No doy crédito!».

Kari Thue puso los ojos en blanco y abrió los brazos. Habló tan alto que el sonido de los altavoces se distorsionó.

«Resulta que Noruega está bajo asedio. Los noruegos estamos atrapados en nuestros propios temores, un miedo originado por el islam, la encarnación de la maldad en nuestro tiempo…».

—Esta mujer se pasa muchísimo —susurró Nefis.

—Es lista —dijo Hanne concisa—. O tal vez malvada.

—Hay muy pocas personas que sean malvadas de verdad, Hanna.

«… y a nosotros, la población de Noruega, no se nos permite saber si después de la bufonada de hoy en Sandefjord volvemos a ser amenazados por un grupo cuya fe e ideología…».

El alcalde de Oslo estaba a su lado. Puso la mano con calma sobre su antebrazo. Ella se quedó parada y dejó de hablar.

«Querida Kari —dijo el alcalde sonriendo con suavidad—, creo que ha llegado el momento de respirar hondo. No estamos sitiados. Somos el reino independiente de Noruega. Hemos sido…».

Kari retiró el brazo, pero al menos no le interrumpió.

«… puestos a prueba y puede que vuelva a ocurrir. Lo más importante que debemos hacer ahora es conservar la calma. Preocuparnos los unos de los otros. No olvidar nuestros valores básicos en un tiempo en el que…».

«¡Precisamente es de nuestros valores básicos de lo que estamos hablando! Nuestros valores básicos. Nada de…».

Hanne cogió el mando y silenció el televisor.

—Está claro que Ida no va a desfilar —dijo dando un último mordisco a la manzana.

—Claro que va a participar en el desfile infantil. Le hace mucha ilusión.

—Ni hablar —dijo Hanne—. Ninguna de las dos saldrá de casa el Diecisiete de Mayo. Puede invitar a quien quiera. Pero tenéis que estar en casa. Aquí. Conmigo.

—Esa decisión no la puedes tomar tú sola, cariño.

Nefis se puso de pie y se inclinó sobre ella.

—Aléjate —sonrió Hanne—. Lo digo en serio.

—Lo sé —dijo Nefis tranquila y besándola con ligereza—. Pero que tú lo digas en serio no quiere decir que necesariamente vaya a ser así. Me apetece una copa de vino. ¿Quieres una?

—Sí, gracias. Blanco.

Nefis fue a la cocina.

Hanne miraba fijamente la muda pantalla. Hablaba una mujer de cincuenta y tantos con un peinado anticuado. Hanne no tenía ni idea de quién podría ser hasta que apareció un cartelito con su nombre, Sabrina Knutsen, alcaldesa de Sandefjord.

Tenía que oírlo, así que cogió el mando a distancia.

«… valorarlo en la junta del pleno a principios de la semana que viene. Si se propone la suspensión de la celebración del Diecisiete de Mayo en nuestra ciudad será el pleno del Ayuntamiento quien tome la decisión».

En la imagen apareció el alcalde de Oslo.

«La celebración del Diecisiete de Mayo no se puede cancelar —dijo muy serio—. Habrá Diecisiete de Mayo nos guste o no. Decida un Ayuntamiento lo que decida la próxima fiesta nacional es el bicentenario de nuestra Constitución. Y debe celebrarse como tal. Sería terrible que los terroristas consiguieran que…».

—Creo que Ida se ha enfadado un poco con nosotras —dijo Nefis tendiéndole una copa a Hanne—. No creo que cancelar la celebración mejorara las cosas.

—¿Enfadada? ¿Por qué?

—Pues, por ejemplo, se pregunta por qué no lleva mi apellido, por qué no lo utilizo.

—Pero es fácil de explicar, ¿no? Se lo he dicho muchas veces. Queremos llamarnos igual las tres. Mi apellido es más fácil de deletrear.

—Y más noruego —dijo Nefis en voz baja subiendo los pies al sofá y bebiendo un sorbo de vino—. Eso es lo que cree. Que queremos… esconder el hecho de que es medio musulmana.

—Menuda chorrada. ¿Medio musulmana? ¿Se puede ser medio de una religión? Es quien es. Cuando cumpla dieciocho años podrá elegir cómo quiere llamarse.

—Acaba de cumplir once años, Hanna. Para ella falta una eternidad para su dieciocho cumpleaños. Tal vez podríamos…

Se interrumpió y bebió un poco más de vino.

—En realidad tiene algo de razón —añadió con voz queda.

—No.

—Sí. Quiero que sea noruega, tan noruega como sea posible.

—La llevas a Turquía dos veces al año. Por lo que me dices, habla el turco bastante bien.

—Peor que antes. Cada vez dejo pasar más tiempo sin hablarle en mi lengua materna.

—Eso es una tontería —dijo Hanne entrelazando sus dedos con los de Nefis—. Pero sí, debéis mantener el idioma. Y en cuanto a toda esta historia de que si musulmanes, que si noruegos y…

Dejó el vaso y soltó la mano de Nefis. Hizo una mueca mientras se empujaba con los brazos para sentarse mejor en la silla.

—Me pone mala —gimió—. Si hay algo que este mundo no necesita son más nacionalismos. Ni religiones. Ida Wilhelmsen es Ida Wilhelmsen. Su pasaporte es de color rojo. Todo lo demás lo decidirá por sí misma. Cuando llegue el momento. Por cierto… ¿podríamos invitar a alguien a casa el sábado?

—¿Un… invitado? ¿Billy T.?

—No. Henrik Holme. El joven policía del que te hablé.

—¡Por supuesto! Qué bien, Hanna. Me alegro mucho.

—Ida le conoce. Y le insultó, pero creo que la cosa acabó bien.

—¿Ida? ¿Insultarle?

—Sí, es que su aspecto es un poco… peculiar. Pero ¿sabes qué?

—No.

—Me gusta. Me gusta mucho, de verdad. Y creo que está bastante solo.

Levantó su copa y se quedó mirando el fondo.

—Sí —dijo casi como si hablara para sí misma—. Está solo, y tengo la impresión de que es increíblemente listo.

—En otras palabras —sonrió Nefis—, se parece a ti.

—No. Yo os tengo a Ida y a ti. Creo que Henrik solo tiene… a su madre.

En la pantalla del televisor pareció que Kari Thue volvía a decir la última palabra. Algo que estaba ocurriendo cada vez con más frecuencia y despertando críticas cada vez más moderadas.

—Sí que voy a querer esa manta —murmuró Hanne—. Tengo frío.

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